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Pretérito perfecto
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Libro electrónico658 páginas10 horas

Pretérito perfecto

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Toda ciudad aspira a tener un Joyce. Toda ciudad desea que un novelista haga de esa ciudad el material de su literatura. Y toda ciudad, creo, quiere que nazca un Italo Calvino, o sea, un soñador que escriba la ciudad invisible de su memoria. La ciudad de Tucumán ya ha tenido su primer Italo Calvino y ya ha tenido su Joyce subtropical. Ese soñador ha sido Hugo Foguet. Las historias de Pretérito perfecto cuentan avatares en Tucumán. Buenos Aires, el centro tradicional de la novelística argentina, no aparece. El marino Foguet da la espalda al puerto. Desde Tucumán va y vuelve a Europa. Crea, con este viaje intelectual y cultural, una novela de la región del norte sin los vicios del regionalismo folclorista. Pretérito perfecto inicia la novela urbana en Tucumán: los personajes atraviesan la gran ciudad de los sueños y de la realidad. La novela de Foguet es un mar de palabras, de citas, de lugares, de personajes, de recuerdos. Es un artefacto verbal imparable, una máquina de verborragia infrecuente. Asalta al lector de la novela una sensación de fluido continuo de palabras que aparecen y desaparecen. El lector invariablemente devorará las páginas de Pretérito perfecto.
Fabián Soberón
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2016
ISBN9789876992565
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    Pretérito perfecto - Hugo Foguet

    Soberón

    PRIMERA PARTE

    Una profecía: la democracia, la universalidad, la igualdad, no serán capaces de satisfaceros. Cada vez será más fuerte en vosotros el deseo de dualidad –de un mundo doble–, doble pensamiento, doble mitología... profesaremos en el futuro dos sistemas distintos a la vez y el mundo mágico encontrará su lugar al lado del mundo racional.

    Diario. W. GOMBROWICZ

    Te cuento… Porque precisamente es el último día del siglo (no, el cometa no tiene nada que ver) y estuvimos festejando por anticipado... con lo poco que nos queda: algunas nueces (creo que en Colalao hay dos nogales por ahí, perdidos y como dice Yuffa, únicos en la República, provincia de la República, la República a cada rato, amada República, Espíritu de Justicia, Rosa de la Tarde, Madre de los Desamparados, pero me pierdo y es mejor todo a su tiempo, si nos queda tiempo), unas botellas de torrontés dulzón, atorrante, adulterado y cigarrillos de yuyos secos seleccionados por José, procesados y aromatizados, con sabor a virginia salteño, sintético, claro está; y extrañamente no hubo mujeres y todavía quedan un montón de vasos para lavar, platos con salsa fría, oscura como coágulos y ceniceros repletos de puchos y música revuelta en el sintetizador, Bach siempre y Tchaicovsky que está de moda otra vez, imprevistamente, Francesca da Rimini, imaginate y mezclado con Hey Jude (los Beatles también volvieron) y la Mercedes que no se apague Valderrama... y Valderrama que se nos apagó hace rato. Dónde está el vino, preguntamos, la amistad, también el amor… ahora las muñecas infladas y los chicos en ampollas de vidrio y los técnicos envasando fórmulas de felicidad (esa palabra no se cambió nunca pero su significado ha desaparecido; hoy cualquiera es feliz frente al último modelo de automóvil, la TV y las estadísticas, el tren de fabricación, la botonera y la consola de las lucecitas donde esperamos que salte el punto rojo, la emergencia que desencadenará el quilombo que nos alegra siempre. Amamos la rutina pero esperamos que de las canillas salga un día no agua, sino vino o pis y nos lavemos contentos y también fuéramos felices si nos encontráramos con un marciano sentado en el inodoro y dentro de la sopera la mitra del obispo y en la heladera el caballo pinto de nuestros generales de caballería)... te decía que la música estaba revuelta en el ambiente como las ropas en un dormitorio donde un tipo se cambió apurado, todo tirado por ahí, medias, calzoncillos, ropa en el suelo, cajones abiertos. Yo estaba solo y era el último día del siglo: los amigos muertos, el mundo vacío, vos tan lejos, una sensación muy jodida de abandono, de un peso sobre el corazón y tristeza. Tenía que ser muy viejo, imaginate: fin de siglo y no era viejo, el mismo de siempre y vos estabas ahí, no a mi lado sino en el aire como el cometa, parada en algún lugar de la galaxia, en el nudo de todas nuestras discusiones acerca del misterio y si esto se perdiera y si éramos algo más que un quantum de energía, nuestra conciencia cósmica, ¿no es cierto?... un atisbo de que habrá salvación... Ya te lo dije: último día del siglo y habíamos festejado pero ahora estaba solo, con sueño y fui a la ventana para correr las cortinas antes de parar el aire acondicionado. Afuera el sol tremendo, blanco como un tocho recién sacado del crisol, brillando sobre el césped de fibra sintética. La ciudad no tiene calles, ningún vehículo circula por entre los altísimos prismas blancos, y esas largas tiras de pasto son muelles para caminar, para que los chicos se revuelquen. Desde la Banda del Río hasta la costa del cerro se extiende la ciudad pero no en manzanas sino cada edificio solo, aislado en una isla de pasto verde y brillante, todos iguales, blanquísimos, de la misma altura, terminados en terrazas con una gran antena de aspas que giran movidas por el sol. Abro la ventana y me asomo y el cielo es azul, la serranía de San Javier verde-azulado, el pasto, entre los edificios, verde brillante. Cerrá los ojos e imaginalo como un cuadro con mucha luz y mucho espacio. Yo estoy contemplando ese paisaje... ya te dije: habíamos estado festejando el último día del siglo… unos cuantos... los amigos… Yuffa… Zamudio Murga... Furcade... Tejeda... quizás Cienfuegos que está muerto desde hace años... el profesor Santillán... pero mujeres ninguna, no sé por qué... extinguidas... como los dinosaurios... en fin... Hay que anotarlo para el análisis. De pronto, sobre la tierra se proyectan unas sombras color violeta... grandes parches rectangulares sobre el pasto. Como pasa siempre en los sueños yo ya estoy fuera, digamos en la calle, mirando las sombras extrañísimas porque en el cielo no hay nada, está limpio, sin nubes, claro y azul. Recorro la ciudad y hay sombras en todas partes, hasta en El Colmenar, ondulándose con las lomas y sobre el cauce del Salí. Son manchas que han brotado de la tierra y miro el cielo que está limpio, ya te lo dije, como un esmalte y de pronto se escucha la voz potente que cubre la ciudad de norte a sur. Y es una voz que se escucha, únicamente, en nuestro cerebro, una orden que pesa sobre el corazón. Ahora somos muchos en las calles y todos escuchamos la voz y no sé por qué pienso en ángeles caídos y en bellos nombres como Luzbel y Lucifer, y hay algo de ese ruido de alas gruesas y negras y un olor que reseca el fondo de la garganta. En qué idioma, me preguntarás. En ninguno; es mental; no hay voces, no hay palabras: LA TIERRA HA TERMINADO. ABANDONEN LA TIERRA. 24 HORAS PARA ABANDONAR LA TIERRA. Del cielo descienden en paracaídas nuestros vehículos. Todo el cielo hacia cualquier punto, como un campo florecido de hongos, está poblado de paracaídas. Cuando tocan tierra es un Flyabout 1909 azul, de capota beige, un Maxwell Roadster coupé, también azul pero de capota negra, un Daimler modelo 1911, amarillo con asientos rojos, un Stutz 1914, un Rolls Royce 1912 de carrocería blanca con los guardabarros, los asientos y la capota rojos. Los automóviles descienden hamacándose y sólo se trata de elegir. Hay modelos y colores para todos los gustos. Una colección para millonarios excéntricos. Me fijo en un Spyker crema, modelo 1904, con los asientos verdes, una verdadera joya, flamante y lustroso como un insecto de lujo. Está cerca de mí, a unos metros. Nadie puede disputármelo. El paracaídas, que continúa abierto e inflado, le hace sombra. Hay automóviles que están de nuevo en el aire. Los paracaídas se mueven hacia el cielo. Ahora comprendo bien la orden: abandonarlo todo porque la tierra va a estallar. Y pienso: después de todo, el fin del mundo. Vos también lo esperabas, ¿verdad? Ahora pensá en Tucumán pero una época para imaginársela. Por ejemplo no existe nada de lo que conociste. Y San Francisco, la Catedral, la Casa Histórica son apenas unas fachadas de cartón. Detrás de esas siluetas, el pasto verde, los prismas y la luz soberana. Por ejemplo: abrís la puerta de la Casa Histórica y te encontrás con un catre de campaña y bajo el catre un gran orinal decorado. Si te corres hasta la Catedral y empujas esa puertita lateral, te deslumbra la luz y la silueta del San Javier cortado por las blancas chimeneas prismáticas de los rascacielos y en ese espacio ahora verde, donde estuvieron las naves y sus pinturas grotescas, las vírgenes y querubines y profetas barbudos y los cielos de nubes aborregadas y durísimos rayos de sol, resplandece, solitaria, la urna con las cenizas del héroe. Y no busques la plaza y la piedra fundamental del monumento a Don Marquitos (vos sabrás que Tito descubrió que la cabeza no la enterraron entre las raíces del jazmín sino que se la dieron a comer a los perros, una herejía pero un final mucho más hermoso y sincero, con mucha noche cerrada, pregones de serenos, aullidos y el poderoso olor de la podredumbre. Historia también) y tampoco algo más familiar como Haustin o La Cosechera. Y me dirás: a qué tanto joder por un fin del mundo, por una tierra que va a reventar, por un mundo de mierda que ya no tiene mujeres y está alfombrado de pasto sintético. Pero es así y no puedo cambiarlo. A mi alrededor los hombres suben a los automóviles y todo el cielo está en marcha con paracaídas inflados que ascienden lentamente. Miquicho Ragonesi anda entre los tipos que buscan auto pero él no busca auto. Abre las narices, ventea oliendo un olor que le sopla muy lejos en la memoria y de pronto dice: lo encontré... salta dentro del canasto y se hace una bolita, acurrucado y cada vez más chico, desnudo al fin y sonriente. Un paracaídas desciende sobre el canasto, lo engancha y se lo lleva hamacándolo y pienso en Jorge Newbery, en un anclote y bolsas de arena, en Julio Verne. ¡Carajo!, me digo. Ya no me importa el Spyker color crema y son los últimos minutos antes del estallido... de la tierra reducida a un fogonazo de magnesio y envidio a Miguel que está arriba, seguro haciéndose pis y caca, inmortal y salvado. Despierto y me pongo a escribir todo esto para no perderlo y me prometo contárselo a la Solanita Jimeno esta misma tarde, o más bien por la noche en casa de Santillán. Hasta pronto. E gira l’amore.

    Te hablo de la Solanita pero no para darte celos. Solanita es otro costado de mi corazón... su perfil afilado, su nariz aguileña, sus ojos, un poco grandes para su rostro, oscuros y yucumanos, su pelo lacio y sedoso como una cascada de semillas de lino y también su locura, su sangre caliente, su metabolismo acelerado, los nervios para tirarse el pelo hacia atrás, para encender un cigarrillo, fumar, reír, cruzar las piernas. Un animal de raza; un producto final de una especie casi extinguida. La Solanita a las dos de la mañana entre hojas de filodendro y macetones de helechos y con luna en el patio de la casa del profesor Santillán; el rectángulo de cielo alto entre paredones tapizados de hiedra, el aljibe de azulejos y Solanita dejando caer el balde mientras se queja de los maridos que no entienden y los hijos que se pegan como lapas a la madre.

    –Pero si está clarito, Max –me dice mientras la ayudo a cobrar de la cadena–, el canasto es el útero, la peligrosa solicitud de la nada. Querés abandonarte, Maximiliano, hundirte en el mar, en lo uniforme y definitivo.

    –Estupideces –le retruca el marido que bebe whisky con Santillán.

    –Estupideces –repite Solanita y me toca las manos y llevándome hasta la luz de un farol medio escondido entre las plantas, empieza a leer en las líneas y quién lo hubiera imaginado, dice, porque parece ser que tengo unas potencialidades bárbaras y me mira con pena haciéndome sentir un puro desperdicio, un frustrado, un condenado a la infelicidad de quemarse el seso en una oficina contable. Ella pregunta y yo bajito le digo Sagitario y es el momento, entre dos tragos de whisky, para que el centauro brinque entre las plantas con el arco extendido.

    –No puede ser –dice Solanita–, un signo de fuego para vos que sos un api.

    Le digo que soy escondedor y la beso y Solanita me abraza y ríe.

    –Estupideces –dice el marido–. Esperá que te lo presento. Las mujeres se hacen pis por él... atlético, rubio como una walkiria masculina; tiene un testículo universitario, perdón, quise poner título, que no usa, o mejor lo usa en cualquier cosa menos en calcular trapiches o trenes de fabricación, pero el marido es un tipo de tres millones y medio o cuatro según haga public relations o determine la curva de incidencia de los masajeadores en la felicidad conyugal.

    Y otra vez dice estupideces, pero sin mirarnos y cuando le estoy faltando a la Solanita con el pensamiento, que es lo que se merece por esta Solanita tan chura y subversiva que me dice mirá, yo soy una convencida de la astrología y hasta de la botánica, si viene al caso, pero a éste no hay donde encasillarlo. Y es verdad. Y otra vez le hago el amor, esta vez con la ventana abierta y el aroma del magnolio en la almohada. Se lo cuento y Solanita ríe, quiere un cigarrillo, fuma a grandes pitadas y bebe whisky y no para de hablar.

    –Así que naciste el mismo día que Rilke. Qué gracioso que no hayas podido olvidártelo.

    –Pero no es cierto. No me importa Rilke y lo que conozco lo sé por Cienfuegos que, él sí, pasó por unas calenturas rilkeanas, allá por el 48. Sólo me acuerdo de unos versos que Juan Bautista repetía y me animo a recitarlos embalado por el whisky y los dientes largos de la Solanita que ríe con toda la boca.

    A vosotros, que jamás dejasteis de acompañarme

    yo os saludo, viejos sarcófagos

    que a Solanita no le dicen nada. Ella prefiere a los norteamericanos, Whitman y Pound.

    –No me gusta esa clase de hombre rodeado de amigas como gallinas cluecas y que vive en castillos prestados –y agrega entre sorbo y sorbo–: Tenía los ojos tristes y los labios sospechosamente gruesos. Además era sietemesino.

    –Definitivo –dice el marido del otro lado del patio.

    –Pobrecito –murmura Solanita–, está tomando unos baños de cultura con la secretaria, una carbonada criolla para ejecutivos nacionales... una picada para no quedarse mudo al estilo de los diez mejores libros, etc. Y volviendo a nuestro tema (tengo sus muslos al alcance de mis manos porque está sentada en el brocal del aljibe y hamaca una pierna echándose para atrás, sobre el ojo mismo del pozo, que me da miedo, Solanita borracha), Miguel en el canasto de panadería.

    –¿Era de panadería?

    –Dijiste que era un canasto de panadería. Uno de esos canastos que se ponen arriba de una zorra.

    –Aceptado. Era un canasto de panadería.

    –¿Y vos querías uno igual?

    –Ya te dije que al principio me gustaba el Spyker.

    –Y decime: ¿De dónde mierda sacaste esos autos de museo?

    –De la colección de Match Box que tiene Yuffa.

    –Entonces el sueño lo inventaste.

    –No. El sueño lo soñé.

    –Es muy complicado. Mejor se lo preguntamos a Ezequiel.

    Ezequiel Etchepare Cifuentes es el sicoanalista… una clase de tipo seguro de sí… equilibrado… que piensa que tiene el mundo agarrado de las pelotas… persona que a mí difícilmente me pasa pero que en el caso de la Solanita la pegó, aunque haya reaccionarios que extrañen a la Solanita mística (bellísima, eso sí), tragahostia, que volvía pisando nubes del altar mayor de Santo Domingo, con los ojos tan bajos y las manos apretadas contra el pecho, mujer-ángel, humildísima, destilando un olor a nardos y azucenas que así huele la virginidad consagrada… y dicen que se bandeó, que se fue a la otra punta, medio libertaria y pitadora, vital, contradictoria, puteadora, de carne y hueso, mujer al fin y deseable y cuanto mejor aunque se sienta infeliz a veces y sufra. Vos sabes lo que pasa: de pronto el iceberg deja de ser la puntita que vos creías y aparece todo lo demás, lo que está debajo del agua, lo oculto por las capas de cultura, educación, represiones que te infligieron. Pero ya la conocerás mejor. De a poco te la iré mostrando, un rato como es ahora y otro de unos años atrás, como ese montaje que una vez pensamos para San Miguel, la ciudad que dentro de algunos años nadie conocerá, por suerte, y yo tampoco extrañaré y ahora que lo pienso ¿no será por eso que la soñé tan fría e impersonal y a punto de abandonarla en esos autitos flotantes? Es cosa jodida el inconsciente pero difícilmente se equivoca. En rigor no se equivoca nunca. Ahí está el secreto.

    No nos dispersemos. Te ubico: con Solanita Jimeno en casa de Santillán… Patricio Santillán, un kalisay grandote de cien kilos pero con unos pies chiquitos del 39, empeine alto, pie persa a lo Monteagudo y paladar negro, la raza orpington pero superada con largueza por su universalidad, ecumenismo dice el propio Patricio, curiosidad que hurga en uno o dos siglos franceses como el gallo picotea en el comedero de lata, maravilla de erudición a tantos años y kilómetros de distancia, producto típicamente colonial, ejemplar que sólo la temperatura y humedad del subtrópico puede producir, lejos de los circuitos comerciales y el dinamismo capitalino, el autobombo y la ayuda mutua de la Liga Argentina de Homosexuales y el grupo acaparadores de prestigio, etc.... Ya sé... no te importa mucho, hablábamos de Solanita Jimeno, en este momento en el segundo patio de la casa de Santillán, en la hamaca de Viena que fue de la bisabuela de Patricio y junto a la tina del jazmín paraguayo, que entre dos pitadas:

    –Y decime, ¿vos estás seguro?

    Otra vez el sueño; Solanita no se olvida de mi sueño (¿y vos tampoco, verdad?): los paragüitas abiertos, todos así blancos, como pañuelos con un nudo en cada punta y el autito hamacándose de los piolines, flotando en la onda del viento sobre la ciudad extraña. Muchas veces me he preguntado por este sueño, por su sentido oculto y me inquieta, sobre todo, el simbolismo de esos paraguas… inestabilidad emocional… dudas corrosivas… porque del cielo te llega la salvación pero el ángel es también espada de fuego y destrucción, átomos fisionados y lluvia radiactiva… pero este punto lo tocaremos más adelante. Por el momento seguimos en lo de Santillán y paso a mostrarte la casa que es de fines de siglo y del tipo chorizo: habitaciones en ristra con techos profundos, conectadas entre sí por puertas altísimas. La casa tiene principio feliz en dos balcones y zaguán a la calle y un final de gallinero con higuera, tapia carcomida y reino de los ututos y otros bichos de la humedad a la sombra de guayabo, mango y un magnolio que se roba la noche. Entre estas dos fronteras se multiplican las salas, los recibidores, los desolados baños con flamencos y ninfas pintados en los cielorrasos, los dormitorios y comedores y piezas de servicio; transiberiano trepidante, Patricio dice que en este convoy viajó un matrimonio de nueve hijos, tía soltera, cinco criados, cuatro perros y un número no inferior de gatos, que durante medio siglo no hizo otra cosa que desparramar mocos, cacas, primeras comuniones, sarampiones y toses ferina por el paisaje ciudadano, hoy felizmente incorporados a la sociedad con chapas de bronce en la puerta y mujeres menos prolíficas. A Patricio no le gusta hablar de los primos y la casa ahora es suya, salvada de la sucesión y su destino de propiedad horizontal, convertida en un museo, en un hábitat especialísimo para este elefante blanco y soñador, nostálgico de unos siglos que no vivió, una selva de papel de arroz donde se mueve con infinita delicadeza manipulando porcelanas (Dresde antiguo, sí… Sajonia y Sevres), peltres, abanicos de marfil y misales miniados. Es un archipiélago laberíntico y te llevo de la mano entre las islas, la gruta y la vegetación espesa. El calor se pega a los muebles y colgajos, los gobelinos desteñidos y los tapices y te juro que se hace dificultoso respirar en la floresta de rasos, almohadones de plumas y visillos que amarillean. ¿Un coleccionista?, te preguntarás... el placer de la posesión per se… y Solanita dice alienante… para qué carajo… una suerte de bulimia, de hambre compulsiva… tendría que pasarme el día con el plumero en la mano. Ahora imaginate vos un elefante en un bazar porque es individuo corpulento y macizo y con unos pies diminutos para su tamaño y levanta una pata así, en equilibrio, y una mano gruesa para mostrarte una pastorcita o una copita de Murano. Y te lo dice todo en francés sin acento, la historia de un Luis, Racine y las dificultades del verso 1112: Le jour n’est pas plus pur que le fond de mon coeur, de Fedratripes à la mode de Cahen y cabernet vallisto y cuando vos llegás de la calle con el pañuelo en la boca, llorando por los gases y con ganas de chuñar. Pero en el patio te espera la noche subtropical y el perfume del jazmín y la Solanita sacando agua del aljibe… mousse au chocolat o cayote con nueces y ese verso de Phèdre, quizás Valery… Le cuento a Solanita que hay líos en La Ciudadela, la calle está tomada y nadie puede acercarse al altar de la Difunta Correa. Y escupo. Usan gases vomitorios y las itakas. En la 25 cortaron la luz y a los bebés los sacan de las casas porque se ahogan. Están despanzurrando las barricadas con topadoras. ¿Cuántas granadas, cuántas balas de goma, cuántos milicos anti-tumulto? También el ejército. Crucé la plaza a la carrera y me salvé cagando. Hors-d’oeuvre, me sugiere bajito alcanzándome la fuente. El epicentro de la violencia, dice el marido. Nos reímos. Nuestras cabezas se acercan tanto que se tocan... la église de Saint Jacques… ¿dónde mierda estamos?... un puente sobre el Sena y el sixiéme arrondissement... un nuevo slide pasado por Patricio y Arturo que se acerca: Hoy entrevisté a la Imelda Lazarte (¿Te acordás? La que hace unos años vio a la Virgen). Qué hace, pregunto. Es puta, me contesta. Trajeron el vol-au-vent y una fuente de humitas. Me anoto con el vino y dos humitas en el plato, humeantes. La violencia institucionalizada, dice el marido. ¿Quién ha leído a Fanón?... No sabía que fuera negro... en realidad no sabía quién era Fanón... Ni lo sabrá nunca... una granada en las corotas... Solanita ríe. ¿Y en la cama?, pregunto... Arturo tiene algo importante que decirme… unas marcas en la cañada Alzogaray, del otro lado de Lastenia... Después del postre, que es una teta de una masa temblequeante y rosada de gelatina, café y las diapositivas de Avignon que Arturo ni cinco de pelota entusiasmado con el descubrimiento de las marcas. No era para menos. Y para vos una locura: verlas de cerca, poder tocar la tierra donde estuvo posada esa criatura extraña, artefacto o como quieras llamarlo. Arturo dibuja en el mantel sin importársele un pito Bayaceto, el TNP y las nasales de Patricio. Lo que resultó fue como una marca de yerra y era justo la idea porque el pasto estaba quemado hasta la raíz… dos redondeles tangentes del ancho de una cubierta de tractor. En lo mejor (está Orlando por medio que es una garantía de ciencia y descreimiento a priori) se aparece la Negra Fortabat que llega de Buenos Aires todavía con el polvo del camino en las pestañas y furiosa por las vueltas que tuvo que dar, detenida por la policía y las barricadas, que le huele a una imitación grosera del Mayo francés. Europa es dueña del verbo, ¿no es verdad, Negra? La Negra que tiene la boca carnosa y unos ojos dulces y suspira por los graffiti de la rué Mouffetard y la rué Royer-Collard, l’art est merde, del Odeon con los adoquines levantados y la primavera de París y esa música de Haendel para los reales fuegos de artificio: escopetas itaka, granadas rompe-pleito y cócteles Molotov. No cambia nada, le digo. El palo del policía sigue abollando cabezas y la bronca es la misma en todas partes. El coman aca oligarcas de nuestra Escuela Normal y las leyendas de la Sorbona fueron escritos por la misma mano… entusiasmo y generosidad… exponer no sólo las ideas sino también las costillas a los garrotes de los hombres-de-hierro, los cabezas-cuadrada que esgrimen el hisopo en una mano y en la otra el garrote abolla alegría y ganas de vivir. Para la Negra seremos siempre suburbanos y así aparecemos en sus novelas: curcunchos de puro mezquinos, chismosos, envidiosos, ahogados por una ciudad chata, oscura y pegajosa. Es tan provinciana esta literatura que me río y la Solanita ríe y le dice a la Negra que no hay como las puteadas autóctonas. Es una suerte para vos, agrega, que las siestas no hayan perdido el aire pesado y dulzón de la melaza fermentada y que las almas sean otro calicanto de melaza podrida. Pero ¿por dónde andamos? Perdóname; empezamos con el sueño aquel y vinimos a dar en la Negra y su último libro.

    Los edificios… esos prismas erectos como juncos sobre la tierra limpia: falos. Es universal. Todas las culturas arcaicas esgrimen el falo como símbolo de fecundidad, potencia creadora y vida. Dionisio arcaico, Sileno itifálico. Si Dios es amor, Dios es un falo, te lo aseguro, me dice Solanita después de aclararme que no es un mero símbolo sexual. Es Eros, energía creadora, el amor que mueve las manos del artista cuando crea la realidad nombrándola. ¿Me explico? Parece que no. Y vos tampoco. Son los datos que aporta la memoria mágica que fue contemporánea del mundo cuando la salvación no revestía forma alguna. Todavía nada nos amenazaba. El Gran Ausente no existía. En esa hora, aún sin la noción de pecado, nuestro primer salvador fue el falo que aportaba la fecundidad –citado por Jung–. Pero preguntarás: ¿Qué hace Miguel en el canasto? Solanita dice que el canasto es renuncia, regresión (¿instinto de muerte?): el mar y la gruta penetrada por el mar. Toda forma hueca y húmeda es muerte piadosa, reposo, quietud. Pero vos ves cómo los paracaídas crecen inflados por el viento y se elevan. Yo le digo: Eros y la lucha eterna pero nada que ver con la cinchada teológica de la tradición judeo-cristiana entre ángeles luminosos y transparentes y ángeles peludos y negros disputándose el alma del jodido hombrecito. La Solanita disimula el vaso de whisky entre las hojas de la buganvilla. Muerte-resurrección, dramatiza, muerte-vida o vida-eterna que es muerte-eterna. ¿Te das cuenta que el mundo es una estación de espera, un andén entre dos cambios de trenes?, me decía mi confesor (acordate cómo era de metafórico el cura Berger) cuando yo tenía confesor y no analista. La Negra no entiende nuestra conversa. Repito el sueño de punta a punta, desde que empecé a soñarlo hasta el final. El sueño es tal como lo soñé hace unos días, no sé cuántos. Fue a la siesta. Se había parado el ventilador y me desperté con el sudor que me corría por el cuello. La Negra Fortabat ha escrito tres novelas admirables (según Arturo se defienden a puñaladas) y en dos de ellas describe la provincia. No sé si la describe morosamente o arteramente, y es claro que un sueño como el mío no pega. Discutimos. La Solanita dice que esa literatura es provinciana; también se escribe en París: la oposición entre el medio capitalino, cosmopolita y la ciudad-campo. El medio provinciano es siempre frustrante. La batería es completa: aburrimiento, mezquindad (ahí la siesta interminable como un bostezo, la solterona verde espiando detrás de la celosía), envidia, mal gusto (la ciudad es chata, a un paso del campo, de los caminos polvorientos, el rancherío y las borracherías baratas), beatería (olor a sotana sudada y estearina), la historia incluye algunos estereotipos: la abuela-matrona, el niño-soltero-mayorcito-chinitero, el chico clase media, progresista que quiere sacudirse el yugo, la señorita bien que empieza a sentir el llamado de la jungla en una sala enfundada de blanco y con daguerrotipos de soldados de la Independencia en la penumbra y ya tenés tu novela. Y después no te queda otra cosa que pasearte en burro bajo el Arco de Triunfo de la ubre conquistada, el Hormiguero pateao y gratificante, con esa gente que entiende tan bien el negocio. Pero, le digo yo, está el otro, el pelotudo que veinte años después conserva la tonada y los parientes ilustres en el nombre de alguna calle de Yerba Buena y que te habla como una necrológica con tanta noble cepa ilustre, crisol donde se combinan las virtudes cristianas con la mejor tradición de rapiña, y todavía el cuño, la sangre que corre desde la conquista con encomendero y todo.

    Pero vos no querés a nadie, me grita Patricio desde la otra punta del patio. Reconozco que por el momento no quiero a nadie, seguro que a la Solanita sí, quizás a la Negra que tiene la boca jugosa y los ojos escondedores. Me importa un carajo, digo, no pienso hacer una cuestión de fronteras culturales. Son dos estilos y lástima que a la Negra no la tengamos de este lado con lo inteligente que es y el olfato que tiene. Mirá vos: cuando por aquí te invitan a un vermucito es para tomar vino, mientras que allá te dicen vermú y te dan Cinzano con papas fritas y maníes. Dos estilos. ¿Y desde cuándo?... Del tiempo de la carreta, dice Patricio.

    Imaginate un viaje en carreta… toda la distancia (la metafísica y la otra, la de Einstein puesta en versos por José Chavero) en medio continente entre jarillales, piquillines y tuscas mirándole el culo a los bueyes, y de golpe te apareces en un jardín colgado de las nubes, una tierra de aguas gordas, un paraíso bien regado, tibio, con un perfume de guarapo y chirimoya y un tiempo en espiral que se va deshaciendo como una nube solitaria del verano: pero ahora con la TV, los diarios que llegan en el día y todo eso que llaman mass media puestos al servicio de lo nacional popular se nos acabó hasta el idioma.

    Porque tenía su gracia, dice el marido de Solanita. Lo miramos. Su mujer me dice bajito: en fin, hay que perdonarlo: es el padre de los niños.

    Me vuelvo a la Negra. Vos crees, le digo, que es imposible escribir desde esta latitud, a media cuadra del trópico que nos contagia la pereza y no da para otra cosa que escribir versitos. La Negra se pone briosa, los ojos le brillan y se le desparrama el pelo y el extracto francés. Y qué otra cosa, dice después de la cuereada en el café y sacarse las mentiras de los dedos.

    En parte le doy la razón. Pero es otro estilo, Negra, dice Arturo: los amigos siempre a mano, el cerro enfrente y ya tenés una noche distinta, otro silencio y un día de estos te pones a escribir el capítulo de la novela, cuando verdaderamente te sientas con ganas, cuando alguna de estas noches llueva y refresque.

    La Negra saca a relucir la palabra. Pero quién te dijo, le salta Arturo… un profesional, como vos decís, dos mil palabras por día… Espera, Arturo, le digo, es una cuestión de facilidad, de libertad si querés, de espacio-tiempo; porque en el fondo somos campesinos, Negra. Es una ciudad-campo y un día cualquiera te vas a San Pedro de Colalao, te vas a Raco y por la noche estás durmiendo en tu casa, en tu cuarto de la Coronel Zelaya. Y no fue week-end, ni relax, ni vida contemplativa. Sucede que tenés un amigo en La Higuerita, un pariente en Trancas y carnearon un chancho en el Siambón, o hay una fuentada de tamales y vos colaborás con un cajón de tinto. En fin, que después de la política es posible hablar de Fuentes o de Lowry y escucharle recitar versos de su cosecha a Arturo y decir al ingeniero Weighan que Bach, precisamente la suite para tres trompetas, y los platos voladores están muy próximos. Todo esto, como dice Arturo, hasta el momento de escribir, de empezar la novela o el cuento… también es cierto que a veces no se llega a escribirlo nunca… porque sería tan fácil hacerlo… salir a buscar a los amigos… pasarse la noche en La Cosechera… capítulo a capítulo… Entonces, Negra, a qué tanto joder. Vos decís que somos una mierda maldecidora y te sentás a escribir tus quinientas palabras. Vos sabés bien lo que hacés: ahí te publican, ahí se junta todo: la eficacia y la técnica, los mangos y el negocio, la publicidad y el mercado consumidor. Pero no nos echés toda la culpa. Más bien a nuestros gigantes padres que empollaron el huevo justo enfrente del puerto y la aduana, para mayor gloria. Arturo me hace callar. Le propone a la Negra escribir sobre un Tucumán mítico y mierdoso, contagiado de superstición y visitado por platos voladores. Escribir esa novela sería un acto de justicia, le dice, y así nos dejamos de joder con el color local, las infancias de changuitos iluminados. Pero la Negra emperrada en que no. Hay que pintar la ciudad chata, los espíritus chatos, la superstición pueril. Pero mirá que el mundo es un carozo, le dice Arturo; que leemos los diarios de Buenos Aires a las diez de la mañana y el Times al día siguiente; que nos visitan platos voladores y ministros árabes. La Negra le contesta que no puede suceder nada y que el único interés novelístico de este lugar como región literaria es, precisamente, eso: el espejo empañado, el paisaje dormido, las vidas muertas. Pero qué joda, dice Arturo que estaba escuchando los bombazos por el lado de la plaza: los vomitorios que te doblan en cuatro, las itakas, los Neptunos repartiendo agua florida, los garrotazos de la pesada batiéndote la mollera como si fuera un parche. Pero él –por Patricio– que no hable mucho con Phèdre y Valery.

    El canasto es el claustro materno –Solanita está en pensante con el vaso de whisky en la mano y el cigarrillo en la otra–, regresar al útero es volver a los comienzos. Nadie escapa al paraíso, dice Arturo; la perfección estuvo siempre en el comienzo. Para entender este mundo de mierda hay que explicarlo desde su hora cero, así que dale nomás. Ni pienso, dice la Solanita. De golpe la casa quedó a oscuras y hubo que aguantarse. Todos escuchamos cómo el viento se arrastraba por encima de los techos moviendo las tejas. La buganvilla se estremeció; unos pétalos cayeron en el vaso de Solanita que escupió en la maceta. Afuera seguía el baile: estampidos secos y granadas… sirenas... (el orden te lo meten a garrotazo limpio, lo hacen un rollito y te lo empujan con una delicadeza)... en cada esquina humea un neumático y la Negra manejando por las veredas de la Mate de Luna su escupidera con ruedas. Eso duró un rato, como una semana, hasta que trajeron los cañones. En la oscuridad alguien preguntó cómo había comenzado. Solanita se agarró de ahí. Justamente por el principio, dijo, por el paraíso. En todas las mitologías la Edad de Oro está al comienzo y sólo a un pirado como Stent se le ocurre ponerla al final. Pero no tan loco, dice Arturo. Confieso no entender. Stent, Gunther Stent. En Tucumán sólo Solanita y Arturo lo han leído. Hay que tantear el vaso y sacudirlo para que suene el hielo. Parece que el progreso no hará estallar el mundo sino que las consecuencias seculares del progreso prepararán una tierra capaz de albergar una raza de mortales cuya única preocupación será templarse el coto, explica Arturo. Patricio dice que no le cabe ninguna duda: el progreso hará estallar el mundo y no metafóricamente. El tubito se le escapará de la mano, rodará por la mesa del laboratorio… de ahí al suelo y el gran bombazo: el mundo hecho ñasqui, muerto de un bombazo en medio del pecho. La Solanita, por llevarle la contra, aspira a una Edad de Oro con comida macrobiótica y tragos de LSD. Nos pasearemos desnudos haciéndole tilín a la serpiente y tirándole margaritas al león. Arturo quiere que estas cosas se tomen en serio y ahí va Patricio con una linterna a buscar otra botella de whisky. Pero la Negra se resiste. Ella tiene ideas claras y distintas y gasta supersticiones menos populares. Y vos qué sabes, le digo, los paraísos perdidos son una nostalgia de la humanidad y la memoria de la especie no tiene por qué ser tan ingrata. De nuevo la luz al mismo tiempo que Patricio y la última vuelta de alcohol. Justo una hora para que amaneciera y Arturo empeñado en garrapatear las marcas de la cañada Alzogaray ante un ejecutivo indiferente. La Solanita ve en el sueño el símbolo del mito cosmogónico y escatológico. Los dos juntos, dice, el principio y el fin y de nuevo el principio. Arturo asiente: el Armagedón, el fin del mundo y de una Política, el ruido por el lado de la Quinta Agronómica. Ni siquiera hacen falta las palabras, me dice Solanita con un entusiasmo que la embellece. Date cuenta, Maximiliano, que es el momento que todo termina y todo recomienza, el mundo destruido por el fuego renace de sus cenizas; míralo a Miguel pila y toqueteándose el pitito, untándose de caca, gratificándose sin importársele un carajo las Tablas de la Ley y las tijeras de la censura. El hombre es un dios nacido inmortal y libre hasta que le caen con el decálogo y la escupidera. Y se pone tierna y la voz se le humedece (un momento significativo para mí porque descubro que el amor, más que un sentimiento es un deslumbramiento; una joda porque quererla a Solanita me llevaría más que eso). La vuelta a los orígenes, a los Antiguos Mayores, dice Arturo. Aquí estoy, grito entre las hojas del filodendro y vos, Solanita, sosegate. Es una bronca que me asalta de pronto: descubro el paraíso junto a la Solanita y le quito el pelo que le cubre la mitad de la frente y un ojo. La Solanita me mira y yo siento vértigo, y no exagero... a menos de veinte centímetros, comprendé, tan oscuros y quietos... y esa ternura que les aflora de pronto... Proclaman, junto con el fin del mundo, me dice volviéndose –y devolviéndome el beso– la independencia política y la libertad cultural. Loquísima, le digo; qué estás diciendo Solanita borracha con las manos que revolotean frente a la cara como mariposas y la risa tan húmeda. Los subdesarrollados, negros de mierda, south americanos, debemos creer... esperar el milenio... el fin del mundo para alcanzar la inmortalidad del paraíso, la libertad... Maximiliano, veremos el mar levantarse, crecer como un vientre y descargar toneladas de mierda... el diluvio y el fin... sepultada la chatarra... las carreteras de ocho carriles... las reservas de Fort Nox... el producto bruto nacional. Edificaremos sobre las ruinas, sobre los escombros todavía humeantes y el antepasado regresará... el Héroe. Contale Arturo cómo en el cielo aparecen y desaparecen signos, hombres-pájaros, soles alados... Le dije que por el barrio de La Ciudadela el quilombo era tan grande que no quedaba palo borracho de pie, todos talados, atravesados en la calle, el mismísimo monte, la cañada del Yuro para pelearle a los cabezas-cuadrada. Si te importa, Solanita, podemos hacer una escapada. Un momento... un momento... Arturo tiene la máquina lista y Patricio se esmera en su Phèdre, el vaso de whisky por la mitad y el marido de Solanita a mano. La Negra se levantó. Le miré las piernas. No estaba para acostarse sola. Un desperdicio, le dije, una infamia... y por supuesto la calle peligrosísima... balas perdidas y automóviles incendiados. Me mandó a la mierda con gran contento de Solanita. Ingrato, me dijo, después de todo lo que hablamos. ¿Qué hablamos? ¿Vos te acordás? A esa hora, con el trasbarro en el naciente, yo estaba hasta los ejes, mareado de alcohol y de Solanita, de mito cosmogónico y Edad de Oro, revolución y símbolos fálicos. Esa insistencia grosera de Solanita de confundirlo todo con un gran falo señero, luminoso como una baliza...Tu sueño, Maximiliano, los prismas y después los paracaídas subiendo… vos sabes que para Jung la libido crea la imagen de Dios y cuando adoramos al dios-sol-fuego, adoramos la energía de la libido, el Eros vital y de allí al símbolo fálico hay un paso. Y otra vez Jung: el disco solar está provisto no sólo de manos y pies sino asimismo de un falo: también verás colgar del sol el llamado tubo, origen del viento servicial. Hacete cargo ahora... Si Dios es amor, Dios es un falo. Está bien, le digo, pero el sueño lo soné yo. La Negra agradecida. Nos levantamos. Clareaba por encima de los techos. De la cocina de Patricio llegaba el aroma a café y de los fondos un olor a pan caliente.

    Desde la puerta de la casilla de la Imelda Lazarte se veía cómo el gran lecho cubierto de matorrales del Salí se perdía hacia el norte en una línea de montañas azules; pero viniendo por el puente, del lado del ingenio, podía apreciarse el cauce mezquino, el lecho entrecruzado de caminitos, las grúas, las zarandas, las pilas de cascajo y arena y las vías de las zorras. Arturo le mostraba a la Negra mientras manejaba despacio: de aquel lado el río, después del cartel… verdaderamente una porquería de río, medio seco, con las manchas de los vaciaderos de basura brillando al sol. A la izquierda, la villa miseria y al fondo, contra el Aconquija, los domos de la Catedral y San Francisco, las torres de Santo Domingo y las ventanas coloreadas de las casas de departamentos. Arturo se divertía. Paró el auto en medio del puente y le dijo a la Negra que bajara. Vos te acordarás del puente porque después de todo no hace tanto tiempo que te fuiste y por supuesto no es Charing Cross, ni Waterloo Bridge, modestamente Lucas Córdoba con luces de sodio que en las noches de invierno te pueden convencer que estás mirando el Támesis... toda una agua tenebrosa y los chatones carboneros... Imaginación que a la Negra le sobra porque inclinada sobre el pretil vio avanzar la correntada revuelta y gorda de perros ahogados, potrillos con las panzas infladas y remolinos donde giraba un ataúd medio reventado. Pero esperá le dijo Arturo, empezá por los gallegos que se largaron de Ibatín con el mono a cuestas y el rollo... Y esto era verdaderamente un río, así de ancho, con las orillas cubiertas de árboles, todo un bosque de cebiles hasta el cerro. La Negra estaba escribiendo el primer capítulo de la novela en su cabecita. Ponete en su lugar: parada en medio del puente, viendo llegar a los de Castilla con los pendones desplegados, la música y los santos de madera, y enfrente tenés la ciudad ya hecha, iluminada para un 9 de Julio, por ejemplo, y los españoles disparando los arcabuces debajo del cartel del preservativo (y que Arturo no me deje mentir) bien grandote VELO ROSADO PARA SU VIAJE FELIZ, y cruzando el puente los basurales con los chanchos gozando en los desperdicios, y de este lado la villa de la Imelda Lazarte y a continuación la avenida Benjamín Aráoz hasta la mismísima plaza Independencia, el rollo, el campanario del Cabildo, los cebiles y las curtiembres (aquí comienza a llorar Yuffa que está ecológico de un tiempo a esta parte), todo lo más linajudo y soberbio: almaceneros, tenderos, dueños de ingenios y abogados, la historia venerada, como dice Patricio, plantada en el centro de la plaza entre las tetas de la Libertad de Lola Mora y frente al palco oficial.

    A la Imelda Lazarte la encontraron sentada a la puerta de la casilla cebándose mates dulces que el demagogo de Arturo aceptó enseguida arrimándose un banquito y diciéndole a la Negra que hiciera lo propio. Pero la Negra siguió de pie, husmeando el interior de la casilla y agregándole no pocas cosas de su cosecha: el cuadrito de Bazán, la imagen de la Virgen del Valle y las fotografías de Palito y Evita. Anda vos a saber si era verdad, pero la colcha sí que era tejida, con flecos y unos borlones que colgaban hasta el piso, y también estaba la palangana para la higiene, la cama con espaldares de bronce, una catrera profesional, de dos plazas y colchón de resortes y crin y unas bolas en la cabecera que en la penumbra, me imagino, brillarán como la misma rodilla de San Roque, que no podía faltar, tucumanísimo él, abogado de los pestosos y los perros cholos, pedigüeño y explotador de la rodilla escoriada: tenía como un metro de alto y estaba en un rincón de la pieza.

    La Negra le dijo a Arturo que la posición era estratégica, dominando toda la cama desde los pies. La Imelda –vaya a saber qué cosa entendió– dijo que por lo bajo eran cinco por noche, todos camioneros que dejaban los camiones en la Banda del Río: cordobeses, sanjuaninos y hasta porteños. Siempre tenía fruta fresca, tomates perita, todo de San Juan y Mendoza y como quiera que la Negra entrara en detalles la Imelda le dijo 2.500 por cada vez, esto bien entendido y que ninguno se propasara... y tampoco al fiado y las uvas y los melones son de regalo, porque si se van a buscar por otro lado, por el Casino, sabe usted lo que pagan.

    A la Negra la sacó de clima el televisor, la heladera, la luz eléctrica. A Arturo le pareció que eran detalles que no había por qué ocultar: la tierra, los pisos de tierra apisonada, las plantitas en latas de aceite, las ventanas cerradas con bolsas, pero luz eléctrica... las letrinas de paredes de arpillera encaladas, el agua a cinco cuadras, pero televisor (aquí imágenes de mujeres desnudas retozando en espumas perfumadas, axilas afeitadas recibiendo nieblas perfumadas de aerosol y baños con mármoles, espejos y poderosos grifos de agua caliente). Arturo enumeró otros objetos propuestos por el televisor: enormes, costosos, lujuriosos automóviles, veleros, ciudades a vuelo de pájaro, castillos de la Selva Negra, playas doradas con bellas mujeres semidesnudas y atléticos machos de bronce, juegos eróticos, trompadas certeras y demoledoras, lujosas armas y anchísimas avenidas de palmeras flanqueadas por el mar y colosales rascacielos con amor y muerte, crímenes y erotismo y playboys desangrándose entre una vegetación de portentosos senos y enormes tragos. Y paradójicamente estas visiones en vez de armar el brazo de la revolución lo paralizan, lo gastan, lo hacen víctima de la polilla y se cae a pedazos, se vuelve envidioso, hace horas extras para pagar créditos y se duerme pensando en el prode. ¿Capito Negra? La Negra ya tenía armada la novela en su cabecita. Arturo no quiso insistir.

    …ex niña visitada por la Virgen, ex virgen ella misma y segura inversión para las borracheras del viejo Lazarte, puta gorda y barata ahora de flaquita que era como un usamico.

    La tarde cayó rápida. Las luces amarillas del puente se encendieron. En la otra orilla brillaron las luces de la Banda del Río y las balizas rojas de la chimenea del ingenio.

    …es una puta que un día vio a la Virgen parada en la horqueta de un guarán… miracolo-milagro-histoire de faux miracles… pero no es milagrosa como Bazán y la Calaverita. En esta tierra para ser milagroso es preciso morir antes.

    En el puente, contra el cielo rojizo, se recorta el perfil oscuro de los camiones que avanzan en una larga fila.

    ...la Virgen la visitó un día para enseñarle el camino y dio tantas vueltas desde entonces y los caminos eran tan enrevesados y oscuros que tomó por este atajo del Salí hasta la villa y la cama camera.

    –¿Y los milagros?

    La tierra es dura y apisonada y los jardincitos florecen en tarros de aceite: malvones, geranios y matitas de albahaca.

    –Milagro es durar.

    Las mujeres acarrean tachos, desde un grifo que hay en la calle, con los chicos colgados de la pollera.

    –Pero tienen televisión –dijo la mujer.

    También es cierto. Y unas cortinitas de cretona floreada a falta de vidrios. Y la hamaca de mimbre para que la vieja se apantalle en el bochorno de la siesta.

    Cuando la Imelda esté muerta por todas partes lloverán milagros. Entonces volverá la Virgen cabalgando en la horqueta de un guarán.

    Frente a la casilla, debajo de la glicina, hay un espacio libre. Allí puso Imelda las sillas. Trece años, pensó el hombre, la separaban de la Imelda de flequillo sobre la frente y manos cruzadas por delante de los muslos, de esta otra Imelda petisona, metida en carnes, de pelo largo y lacio tapándole la mitad de la cara, y hombros desnudos y menos segura que en aquellos días cuando la mostraban desde los balcones de la Casa de Gobierno.

    Le tomó unas fotografías. La Imelda en la puerta de la casilla de pie, la pollera cortona, la mano despejando la frente. La mano derecha en la cadera, la izquierda colgando hacia el costado del muslo. La Imelda regando las plantas. Tomando mate sentada en el banquito.

    –¿Usted vio a la Virgen?

    Por la puerta entreabierta se adivina la cama de bronce con las bolas lucientes y la colcha tejida con flecos hasta el piso. Hacia un costado una parte de la cómoda, la palangana, la jarra, el retrato de Evita. Una imagen de yeso: el San Roque con el perro lamiéndole la rodilla. En la pared, sobre la cabecera, un cromo de la Virgen del Valle.

    –Vos tenías 10 años.

    –No, trece –corrige la Imelda.

    Ahí recibe a los hombres –piensa–. Mira la cama, el lebrillo, la pila de revistas. Fotonovelas y también historietas: El Cimarrón, el Marshall Buchanan y Fanny Hill en cuadritos.

    En este punto Patricio dijo que no entendía un cuerno, más bien no le gustaba a él, hombre cartesiano, este entrevero vanguardista cuando lo clásico... Para Patricio Kafka es un judío tuberculoso, Joyce un irlandés borracho educado por los jesuitas... después de Racine le déluge. Tenele paciencia. Y en parte le doy la razón… pongamos orden.

    Otra vez la noche pero ahora llueve y la lluvia puebla de extrañas sonoridades los patios, el aljibe y el calicanto de la casa de Santillán. Y lejos, en la Quinta Agronómica, la catapulta pulsea con piedras de diez kilos los coches patrulleros. La Solanita aprueba y yo estoy con ella. Pero no te pongas celosa. Casi empiezo la carta diciéndote querida. Querida qué. Entre mi casa, en la calle Coronel Zelaya y la oficina puedo escribir tantas cartas... y entre la Yerba Buena y La Cosechera, pasadas las once, y también en la mesa de La Cosechera, contra la vidriera de la calle San Martín, mirando el asfalto mojado por la lluvia. Escribo en un idioma que reíte de las asociaciones complicadas. Es un lenguaje onírico que también tiene su lógica, no te vayas a creer, una manera de esquivarle el bulto a esta realidad mocha que se tira encima todos los días... y es así que te veo venir apurada, con el mechón de pelo rubio en la frente y cruzar con luz roja una esquina blanca de lluvia, y la segunda vez la esquina es psicodélica y el planeta, Ganímedes, esa luna de Júpiter que te desvelaba tanto y complicado con un plato de abalones en un sótano de Soho. Y aquí el diálogo que mantenemos es tan absurdo, tan de sordos que por fuerza tenemos que estar de acuerdo en un montón de cosas: el color de las nubes, o el del caballo blanco de San Martín, por ejemplo. Pero para que entiendas algo de lo que está pasando permitime poner un poco de orden.

    Las visitas a la villa fueron tres. Arturo solo primero. Arturo y la Negra al día siguiente de su llegada, y la de un tercer personaje que distribuyó panfletos místico-marxistas y que todavía no sabemos quién es… pero al pájaro se lo conoce por la cagada. Y en eso estamos. La Negra leyó, con esa voz ronquilla que le queda tan bien, las primeras quinientas palabras de su próxima novela. El ingeniero Weighan, que hacía rancho aparte con Arturo (éste todavía con las marcas de la cañada Alzogaray y un despegue en el camino entre Ohuanta y Lules de un cilindro que abrió un boquete en la noche. Y esta es otra historia que después se aclaró y como a las tres de la mañana, cuando el testigo se llegó por Arturo) se dirigió con todo respeto a la Negra para decirle que la novela empezaba bien pero podía terminar muy mal a menos que... cuando un estallido de vidrios y un ulular de sirenas se tragaron las últimas palabras del discurso del ingeniero que me pareció citaba a Marcuse, creo yo, y vaya a saber con tanto bombazo y compromiso, porque de eso se trataba, y como dice Solanita: el que no vive comprometido es un aca. Y fue así, en medio de la reunión y cuando Patricio recitaba en francés, que dijo, poniéndose de pie, que las pedradas de la catapulta lo llenaban de orgullo, declaración que subrayó con el gesto de quien aferra los cojones de bronce de algún caballo ecuestre, que te parecerá una barbaridad pero que tiene su significado oculto, intención aviesa y manifiesta malignidad. Cosas que nuestro comisario general Aníbal Molinuevo hubiera descubierto enseguida. Y las sirenas continuaron por un rato y sin noticias porque las radios estaban dedicadas a Sibelius, Grieg y otros nórdicos más Los pinos de Roma y Los preludios, fíjate bien, ni la Novena, ni algunos buenos trompetazos de Mahler, o aunque más no sea la polonesa heroica para levantarte el espíritu. Por ahí decían que desde Salta, como en los buenos tiempos, bajaba De la Serna o Tristán Pío con cañones a lomo de mula y un apoyo logístico de la san puta. Nosotros esperándolos, por suerte, con vino y huascha locro de estado de guerra interno ordenado por Patricio a cambio de veinte versos de Phèdre que tuvimos que escuchar compungidos. Es un portento este Patricio, tan erudito y sin correrse más allá de un tranco de pollo de la sombra de un yuchán (me apuro a traducirte palo borracho)... precisamente… y en eso estábamos festejando con una damajuana de vino pulcro oriundo de Alemanía y el locrito de media noche y ahora ponele los versos de Racine (bellísimos. Elección y selección de Patricio) y, como fondo la mole de Versalles, la sombra del Rey Sol y la Montespan como dos bloques de hielo negro, extracto de héliotrope y boj recortado y unos cañonazos que te enfrían el sebo (parece que la radio se decidió por Berlioz) lo que puede parecerte increíble porque a esta altura del partido ya tenemos un estudiante muerto.

    Nadie debe enojarse con Patricio por no escuchar el cañón que truena en la Quinta Agronómica mientras Port-Royal conspira en su oído y le sopla un hálito de venenos. Alguien nos hizo callar. La lluvia está en el patio entre carruajes, caballos, sirvientes y cortesanos. Molière, Quinault y Racine juntos. El vino puesto al trasluz es de un rojo amarronado y Patricio lo compara al color de la sangre seca. Una edad donde la razón tenía su etiqueta, suspira; el gran siglo clásico, los años de la Gramática general y razonada que Solanita mandó a la mierda... pero Patricio, cómo podés perder el tren de esa forma. La

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