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Letras gauchas
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Letras gauchas

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Letras gauchas trata de las hablas del Río de la Plata, al tiempo que sustrae la gauchesca del corral localista para leerla en el interior de tradiciones y debates milenarios sobre ciudad y campo, oralidad y escritura, armas y letras. Un obra magistral que estudia las poéticas del género y vuelve a encontrar sus resoluciones en otras textualidades, en la conversación, las consignas políticas, los letreros, las rimas del estadio, la canción popular, escrita por uno de los más destacados especialistas en literatura argentina del siglo XIX.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2013
ISBN9789877120073
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    Letras gauchas - Julio Schvartzman

    colección

    Para mis hijos,

    Inés y Diego.

    Para mis hermanos,

    Enrique y Elsa.

    Y para mis alumnos,

    por lo que me enseñaron.

    CITAS Y EDICIONES

    Este libro contiene muchas citas. Cuando corresponden a obras gauchescas, no he empleado un criterio homogéneo en la elección de las ediciones, y ninguna nota preliminar podría transformar esa diversidad en estrategia. Para el Martín Fierro, la edición crítica de Élida Lois, en el volumen de Archivos coordinado por ella y por Ángel Núñez, facilitaba las cosas. Para otras obras he tomado resoluciones distintas, y se hacen saber en cada caso. He tendido a preservar grafías, puntuaciones y mayúsculas originales, aunque para el Fausto fue más cómodo optar, salvo indicación en contrario, por la cuidadosa edición de Amado Alonso. Ascasubi presentaba las situaciones más problemáticas, con muchas variantes –desde los títulos y los textos hasta los índices–, ensayadas por el propio autor; esos problemas no fueron un escollo para el tratamiento de la materia: formaron parte de la materia. Por eso un mismo poema (y la conclusión de esta frase cuestiona la noción de mismidad) aparece como si fuera una sucesión de variaciones sobre un tema que no está al principio ni al final, sino en ese todo disperso. El lector verá.

    1. EL GAUCHO Y EL REY

    En unas Memorias sobre la invasión de Buenos Ayres por las armas inglesas, al mando del general Beresford (1806), Mariano Moreno condena, desde una sensibilidad ilustrada y colonial, la impericia del marqués de Sobremonte, primera causa que privó a esta colonia de una dominación que no ha desmerecido. Por entonces, continúa el futuro secretario de la Primera Junta revolucionaria, el pueblo se hallaba sumamente entusiasmado del amor al rey y a la patria, y jamás se habrá visto gente más deseosa de sellar con su sangre un público testimonio de su fidelidad (Mariano Moreno 1836, 36, 30, 32-33).¹

    La lógica colonial superpone la noción de patria con un localismo periférico de trascendencia realista y metropolitana, y la de pueblo –­­puede suponerse– con la única condición desde la cual admitir una interlocución válida y audible: la de los vecinos propietarios cuya expresión política se canalizaba a través del cabildo y las instituciones coloniales. Sin embargo, en una extensa nota suscitada por el encomio de la política de la corte de Madrid, por haber decidido la creación del virreinato del Río de la Plata y haber alejado a los portugueses, libertándonos de los conocidos riesgos de su vecindad, Moreno recuerda los conflictos por la Colonia del Sacramento hasta la exitosa intervención militar de Pedro de Cevallos y el tratado de San Ildefonso (1777), para concluir en el reconocimiento de la valiosa participación de un sujeto social hasta entonces ausente de sus consideraciones: Las tres veces anteriores que España atacó y tomó la Colonia, lo hizo con sólo los valientes gauchos de Buenos Aires (Mariano Moreno 1836, 25-26, 29).

    Adquirían, así, incipiente visibilidad política, en el confinado reconocimiento de un apunte, y por su condición guerrera, los gauderios, cuya existencia el visitador Alonso Carrió de la Vandera había registrado con prolijidad, asombro y cierto desdén en El lazarillo de ciegos caminantes, tres décadas atrás. Pero aquella atención, en la que el atributo de la valentía tiene un carácter definitorio, resulta inescindible de la instrumentalidad de los gauchos respecto de un sujeto mayor, proveedor de sentido: España.

    AL SON DE LA MAL ENCORDADA Y DESTEMPLADA GUITARRILLA

    Se debe rebajar del referido número de vecinos [de Montevideo] muchos holgazanes criollos, a quienes con grandísima propiedad llaman gauderios,² propone el primer capítulo de El lazarillo de ciegos caminantes, en el punto de partida del largo viaje que llevará al visitador, su secretario escribiente Calixto Bustamante Carlos Inca y acompañantes a Lima. Una vez más: los gauchos no son vecinos (como, después, no serán ciudadanos). Autocaracterizado indio neto (pero también, ambiguamente, cholo), el escribiente se hace responsable, en el extenso título de portada, de la escritura, por haber extractado las memorias del visitador. La portada inscribe, junto a su nombre, su alias: Concolorcorvo, y más tarde se nos explicará que es por el color de su piel, como el de las alas del cuervo. Las discusiones sobre la autoría tienen aquí su fuente, y el texto avanza con esa oscilación, la representa, la pone en duda; con frecuencia el visitador critica el procedimiento del escribiente por expandir, más que extractar, sus escritos, y crece la sensación de que el español finalmente corrige lo que el indio extracta de las memorias del español.³ Así caracteriza el capítulo primero a los gauchos orientales:

    Mala camisa y peor vestido procuran encubrir con uno o dos ponchos, de que hacen cama con los sudaderos del caballo, sirviéndoles de almohada la silla. Se hacen de una guitarrita, que aprenden a tocar muy mal y a cantar desentonadamente varias coplas, que estropean, y muchas que sacan de su cabeza, que regularmente ruedan sobre amores.

    El fragmento supone, en esas frustradas interpretaciones, dos tipos distintos de composición. Puesto que los mozos holgazanes estropean varias coplas, debe de tratarse de piezas preexistentes al malogro, que habrá que vincular con el coplero tradicional de transmisión oral. En cambio, las que sacan de su cabeza nos colocan ante el fenómeno, también oral pero repentista, de la improvisación. No hay improvisación pura (esto se sabe): un acopio de fórmulas más o menos fijas, modulares y combinables entre sí y con otras nuevas, bajo el estímulo inmediato de la situación y el contexto, integra la caja de herramientas del improvisador. Pero el producto de esa combinatoria se devuelve a la situación misma, en la que parece agotarse, a lo sumo promoviendo la memoria errática del acontecimiento o acrecentando la fama del improvisador. Escucha del americano/español narrador dialogal de El lazarillo (y esto importa mucho a nuestra materia): si los gauderios, intérpretes innobles de un repertorio tradicional, arruinan las coplas conocidas, ya no es necesario valorar (por descontadamente pobre) la calidad de las que sacan de su cabeza, equiparables a las de su indumentaria (mala camisa, peor vestido) y a la ejecución del instrumento.

    Más adelante, en el capítulo VIII, se vuelve a una observación similar, pero ya en la provincia del Tucumán. Persiste la mal acordada y destemplada guitarrilla, ahora en un marco de fiesta y bebida (bacanales), donde las coplas forman parte de una interacción: una numerosa cuadrilla de gauderios de ambos sexos ejercita campestres cortejos: se echan unos a otros sus coplas, que más parecen pullas. La escena hace pensar en los bailes tradicionales con relaciones (como el gato): requiebros masculinos correspondidos o desdeñados con picardía. Los apuntes son abundantes y por momentos contradictorios: modo bárbaro y grosero, coplas estudiadas en la cabeza de algún tunante chusco, todas de su propio numen, horrorosas coplas, coplitas de las que había hecho el flaire que había pasado por allí la otra semana.

    Dos apuntes marginales:

    1) flaire, así escrito, mima una dicción en la que la metátesis parece puesta al servicio de la fluidez de la emisión: el intercambio de posición de las líquidas (l y r) aflauta la sonoridad, mejora la salida de la columna de aire, cerrándola con una breve oclusión solo al final, en tanto que la forma original de la palabra producía el corte en el inicio. No importa demasiado despejar una intención presunta, que, cotejada con otros niveles más verificables de realización del texto, pudo ser la copia, entre documental y paródica, del decir gauderio, tanto como el uso menos reflexivo de un arcaísmo (Freitas 1996, 115). Interesa más proponer que ese desvío oralizante de la escritura se puede inscribir en una relación más rica y matizada con su objeto, ya lejos del desdén elitista por el modo bárbaro y grosero. Así, El lazarillo anticiparía opciones poéticas que irrumpirán públicamente cuatro décadas después;

    2) el religioso desconocido que, pasando fugazmente por la zona, ha dejado la huella poética de sus coplas memorizadas por los paisanos tucumanos anuncia también un vínculo que será reelaborado por una parte de la gauchesca: la relación didáctica entre el cura –o el flaire– y el gaucho, una enseñanza eminentemente oral cuyo último discipulado recae en el Moreno de la payada de La vuelta de Martín Fierro.

    La jornada tucumana del viaje permite la valiosa captura de una secuencia que, de otro modo, habría engrosado el inmenso vacío de registro de un arte fugaz. De pronto, una precoz vocación colectora incluye la determinación de su técnica ocasional, algo inusual (vocación y determinación) en los viajeros, que admiran o rechazan lo que oyen, pero difícilmente intentan recogerlo en su integridad: El visitador nos previno que estuviésemos con atención y que cada uno tomásemos de memoria una copla que fuese más de nuestro agrado. La consigna parece poco práctica –descuida la eventualidad de que una misma cuarteta agrade a todos los informantes, frustrando la diversidad de la cosecha– pero concede, finalmente y como en un descuido valorativo, la posibilidad, hasta entonces retaceada, del disfrute de esa audición. De modo que una fuente difusa, a veces producto de la improvisación, otras de la memorización de algo compuesto por un tercero, será retenida en otra memoria, a partir de su escucha, y luego volcada a la escritura y a la imprenta: el final de la serie nos encuentra leyendo, quizá memorizando, e incluso –la eventualidad no es tan rara– devolviendo las coplas a una nueva y muy mediada oralidad. Detalle: la confianza en la capacidad retentiva oral de los informantes como acopio previo al trasiego escrito hace del método de recolección algo de naturaleza homogénea al fenómeno recogido, al menos hasta el instante de la transferencia letrada.

    En una atmósfera que recrea, en clave más bien farsesca, las idealizaciones pastorales y arcádicas, son cuatro las coplas que se transcriben, atribuidas, alternadamente, a la dama y a su galán. Resultan creíbles y admiten una pertenencia genérica, en la divertida competencia/flirteo de géneros/sexos. Una dama reprocha a su compañero:

    Eres una grande porra,

    sólo la aloja te mueve,

    y al trago sesenta y nueve

    da principio la camorra.

    Dentro de un tópico frecuentado (mujer - reproche - borrachera - hombre), aloja resulta una identificable inflexión regional americana. Pero el tercer verso es cita de otro de una jácara de Quevedo, la Carta de Escarramán a la Méndez:Al trago sesenta y nueve, / que apenas dije ‘Allá va’, / me trajeron en volandas / por medio de la Ciudad. Así, la pieza oral se contamina de literatura, vía (seguramente) el sistema compositivo rapsódico del mentado fraile. Cajas chinas y complejos sistemas de inclusiones e implicaciones: la letra impresa (El lazarillo) contiene lo oral (coplas dichas, transcriptas) que contiene lo escrito impreso (la cita del poema de Quevedo), cuya forma romanceada se nutre de un género oral.

    Por último, en un mecanismo autorreflexivo reiterado en El lazarillo, hacia el final del capítulo X el narrador da cuenta de una controversia con el visitador acerca de la actitud a adoptar en relación con las coplas: ¿incorporarlas o excluirlas? No hay suspenso en este fragmento: puesto en contacto con los problemas de montaje y de edición que se tematizan, el lector ya ha leído las coplas veinte páginas atrás:

    Quise omitir las coplas de los gauderios, y no lo permitió [el visitador], porque sería privar al público del conocimiento e idea del carácter de los gauderios, que no se pueden graduar por tales sin la música y poesía, y solamente me hizo so(b)stituir la cuarta copla, por contener sentido doble, que se podía aplicar a determinados sujetos muy distantes de los gauderios, lo que ejecuté puntualmente, como asimismo omití muchas advertencias, por no hacer dilatada esta primera parte de mi diario, reservándolas para la segunda, que dará principio en la gran villa de Potosí hasta dar fin en la capital de Lima.

    La ironía de la graduación de los gauchos (que alberga la tensión gaucho/letrado, nodal en la cultura argentina hasta fines del siglo XIX) habilita inesperadamente la música y la poesía de los sectores bajos de la campaña: la distancia que pone la metáfora de la graduación torna innecesario ya el retaceo explícito del numen poético plebeyo y de los instrumentos desacordados. La decisión inclusiva supone una declaración del valor testimonial de la crónica del viaje (por su fruto, el público conocerá a los gauchos) y brinda al lector la conciencia retrospectiva de una falta, obra de la censura interna: se ha leído una copla sustituta, en la que, a su vez, unos pudorosos puntos suspensivos no pueden evitar que el efecto lúdico asociativo de la rima y una delatora inicial induzcan la palabra sustituida, rabo.

    Salga a plaza esa tropilla,

    salga también ese bravo,

    y salgan los que quisieren

    para que me limpie el r...

    A mediados de la década de 1770, El lazarillo resulta un formidable testimonio de una actitud de menosprecio o condescendencia ante las manifestaciones de la cultura rural baja, que por contraste habla de la legitimación natural de los valores culturales altos desde los que se la considera. Desde luego, el gesto está matizado por las tensiones del diálogo español-americano y por la escucha y edición de los versos, lo que, por otro lado, abre el juego: el lector se formará su opinión, lo que ya es diferente de quedarse con la idea de las horrorosas coplas. Si se extrapolaran aquí las categorías que, para otros objetos, proponen, en debate, Claude Grignon y Jean-Claude Passeron, habría que hablar de miserabilismo, y la historia semántica de esta voz –de su forma original, de sus usos religiosos, de sus derivados sociológicos–, en francés y en español, conduce, en oscilación de agentes, a la desdicha, a la privación, a la extrema pobreza (pero también a la avaricia), a la piedad, al regodeo descriptivo, al desprecio. Lo que haría esta variante extrema de la teoría de la legitimidad cultural –proponen los autores– es computar, con aire afligido, todas las diferencias como faltas, todas las alteridades como defectos, ya adopte el tono del recitativo elitista o el del paternalismo (Grignon y Passeron 1991, 31).

    AGUDÍSIMA PENETRACIÓN DEL CANTOR

    Ahora, quisiera sugerir que el gesto de Carrió de la Vandera no era, como puede imaginarse, el único posible. Limitándonos a algunos observadores y viajeros de ultramar, que presenciaron contemporáneamente y hasta un siglo después parecidos procesos y realizaciones, advertimos un espectro diversificado; no siempre se atiende a lo mismo; no siempre se valora de la misma manera lo mismo que se ve y se oye.

    El español Félix de Azara (viaje, 1781-1801; publicación de la obra, 1809) repara sobriamente en la monotonía y la tristeza del yaraví. El mayor inglés Alexander Gillespie (1806; 1818) se admira del genio poético de las clases bajas de esta parte de Sudamérica: ante la demanda de música de guitarra –dice–, cualquiera arrima con extrema facilidad una serie de versos improvisados y armoniosos (a set of extemporaneous and accordant verses). John Parish Robertson (1815-1816; 1843) tiene ocasión privilegiada de presenciar el movimiento que va de una circunstancia de interacción grupal a su conversión en objeto de la improvisación de un guitarrero of South America. Es una escena de fogón en la que no falta, como en los cuadros de ambiente rural de Pellegrini, ninguna tipicidad de estampa: asado, puchero, mate, tabaco. Uno de los presentes, otro inglés, Philip Parkins, contrasta por su desubicación, que culmina en el intento desmañado y fallido de seducción de una muchacha ante la sonrisa burlona de los otros. De inmediato, el cantor lo toma como tema de su versada. Robertson, que a diferencia de Carrió no transcribe lo improvisado, atribuye la excelencia del resultado al ingenio y la penetración agudísima del cantor. William Mac-Cann (1847; 1853) resume su apreciación en clave ponderativa bucólica: el tópico cultural suple, en el observador, la percepción inmediata o al menos la informa. También el suizo Charles Beck-Bernard (1857-1862; 1865-1872; su librito pretende ser un imán publicitario para emigrantes) idealiza: poesías que nacen de la ocasión y mueren con ella, semejan las flores del bejuco…; liga las improvisaciones rimadas al paisaje y a la sonoridad fácil y rítmica del idioma nacional. El médico italiano Paolo Mantegazza (1854; 1867) ensaya un balance: confiesa su admiración por la fantasía y espiritualidad de las palabras y su rechazo ante aquella música horrorosa.

    Multiplicidad de pareceres en los que la percepción se articula con tramas previas organizadoras de sentido: ideologizaciones. Lo que importa acá no es tanto juzgar la pertinencia de cada valoración como advertir la falta de unanimidad o consenso en la consideración del objeto. Y verificar que la riqueza va y vuelve del objeto a la mirada.

    En realidad, los viajeros (no menos que los nativos) generalizan la especie pero tienen la experiencia limitada de los individuos; puede tocarles la suerte de encontrar un eximio cantor e improvisador o la desdicha de padecer alguna ofensa a sus oídos o su sensibilidad. Pero también su agudeza y su sensibilidad son opinables. Por otra parte, ¿por qué inculpar al género oral por una realización fallida? La disparidad en los resultados de la creación oral no es mayor que la de los géneros escritos: la presencia de la evaluación inmediata del público puede llegar a ser más disuasiva e inhibitoria (la expresión coloquial del inglés tomatometer, muy empleada en las revistas populares de espectáculos, retiene ese condicionamiento, aun aplicándolo a obras en las que la performance en vivo ha desaparecido). El cómputo de la desdichada producción lírica rioplatense del siglo XVIII no tiene por qué arrojar conclusiones fatalistas sobre la lírica misma, y de hecho no lo hace. Y el siglo XIX mejora muy poco las cosas, si se exceptúan las vertientes líricas de la gauchesca y muy poco más. Lo que queda, entonces, pertenece al orden del prejuicio, a la toma de posición que precede la escucha. Una disposición populista (al menos en lo estético) se inclinará a la aceptación acrítica o idealizada de la primera versión de un cuento de fogón o de un canto. Una actitud elitista confirmará, ante un mal cantor o narrador, la condena de todo el género, o incluso será inmune a los efectos de la versión más depurada.

    ESCRIBIR LO NO LEÍDO

    En Buenos Aires, hacia 1777 o 1778, es decir, muy poco después de la publicación de El lazarillo de ciegos caminantes, se produce un acontecimiento secreto que, sin embargo, ocupa un lugar sustancial en esta historia.

    Para enmarcarlo, hay que retornar a los sucesos que motivaron el comentario de Mariano Moreno citado al comienzo: básicamente, la decisión de Carlos III de crear, en agosto de 1776, el virreinato del Río de la Plata, y de nombrar a Pedro de Cevallos primer virrey, gobernador y capitán general. Cevallos encaró una decidida campaña militar contra los portugueses, con los que la corona española mantenía un antiguo litigio por la Banda Oriental. Tras un año, Cevallos recuperó la Colonia de Sacramento. Hubo euforia en el nuevo virreinato y orgullo de patria colonial.

    Juan Baltazar Maziel, letrado, sacerdote con una posición expectable en la jerarquía eclesiástica, hombre formado en leyes, conocido orador sagrado, alguien que habrá de ocupar cargos centrales en el colegio de San Carlos y en los Reales Estudios, participante también de las intrigas internas del clero y entre el clero y el poder político en el mundillo colonial, poeta neoclásico muy menor como todos los que en el Río de la Plata, por entonces, ensayan las bellas letras en clave cortesana, escribe algunas composiciones apologéticas de la figura del militar y político ascendente: dos sonetos (en uno de los cuales, visitando un episodio de la Eneida, la muerte de Lausus a manos de Eneas, Se consuela a los portugueses vencidos por el Excmo. D. Pedro de Cevallos); una serie de elogios en las voces de Apolo y las musas; un imposible romance en esdrújulos (Tu afabilidad sin límites / este teatro antes horrífico / lo transforma hoy, sin hipérbole / en otros Campos Elíseos).

    Algo, no obstante, lo impulsa a una escritura radicalmente diferente: ¿la emergencia de un malestar, la sensación de una falta, la intuición de los cuerpos de la guerra y la escucha imaginaria de otras voces en las batallas lejanas de frontera –voces semejantes a las que formaban un sordo rumor en la pequeña e inquieta ciudad o descollaban en el pregón repentino, o quizá a las que lo habrían abordado antes o después de alguna homilía–? Maziel (podemos conjeturar la excitación, el temblor, incluso el temor y la duda) escribe, por primera vez, algo que nunca ha leído en el largo millar de libros de su biblioteca ni en las epístolas y presentaciones ante obispos y funcionarios. Compone un poema de cuarenta versos octosílabos romanceados y lo titula así: Canta un guaso en estilo campestre los triunfos del Excmo Señor Dn Pedro de Ceballos. El texto, según el manuscrito del tomo 10 de la Colección Segurola (Fondo Biblioteca Nacional, Archivo General de la Nación):

    Si pensamos en la breve pero riquísima historia de la gauchesca, que en lo esencial va de Bartolomé Hidalgo hasta José Hernández, podemos decir que acá, básicamente, y más allá de cómo se resuelve cada cuestión, está todo. En primer lugar, una relación fuerte, de captación, asimilación y quiebre, con la tradición oral. Eso se ve de manera neta en el primer verso, que extraordinariamente será también, un siglo después –sin sospechar Maziel lo que preludiaba; sin saber Hernández que otro lo había esbozado con tanta anticipación y en tan diferente coyuntura–, el primero de El gaucho Martín Fierro.

    Jorge B. Rivera recuerda, citando el estudio de Lehmann-Nitsche sobre Santos Vega (1917) y el Cancionero tradicional argentino (1960) compilado por Horacio J. Becco (fuentes a las que podría agregarse el Romancerillo del Plata, de Ciro Bayo, 1913), que la fórmula introductoria proviene de un romance de amplia difusión en nuestro país y en el resto de América hispana. Y transcribe:

    Aquí me pongo a cantar

    Abajo de este membrillo,

    A ver si puedo alcanzar

    Las astas de este novillo.

    Si este novillo me mata

    No me entierren en sagrado,

    Entiérrenme en campo verde

    Donde me pise el ganado.

    En la cabecera pongan

    Un letrero colorado

    Y en el letrero que diga

    –Aquí murió un desgraciado. (Rivera 1968, 64-65)

    El carácter formulario incoativo del Aquí me pongo a cantar se comprueba en la cantidad de composiciones orales que lo incluyen. En el Cancionero popular de Salta, de Juan Alfonso Carrizo (1933), encontramos esta copla:

    Aquí me pongo a cantar

    debajo de este cardón

    a ver si puedo sacar

    amor de tu corazón.

    Cardón, membrillo, talas… Un trabajo sistemático podría proyectar el mapa lingüístico-poético-fito-etnográfico de la dispersión de la copla y vincular la variación léxica de sus realizaciones con reveladoras coordenadas culturales de anclaje local.

    Las que recoge Jorge Furt en su Cancionero rioplatense. Lírica gauchesca (1923-1925) no indican localización; implican, más bien, el sesgo modal o temporal del ponerse a cantar: con la caja y la guitarra o bien antes de tomar un pan, prioridad que, con ligereza casi casual, sugiere la pertenencia del canto al orden de la necesidad.

    De manera que cuando Maziel escribe Aquí me pongo a cantar, lo que hace es una cita de un género de la tradición oral, transpuesta a un medio de distinta naturaleza y diferente (así sea hipotética) circulación. No es lo mismo comenzar una obra estampando "Ils vont. L’espace est grand. Hugo o Je demande à l’historien l’amour de l’humanité ou de la liberté… Villemain, Cours de littérature", como lo harán, respectivamente, Echeverría en La cautiva y Sarmiento en el Facundo, que optar por la transcripción de una fórmula común a varias coplas que circulan de boca en boca. En el primer caso, la funcionalidad de la cita es múltiple (validar lo que se sostiene, autorizar un discurso, connotarse con un prestigio letrado, incluso jugar con las atribuciones hasta la parodia o la falsificación), pero el medio del campo citado es de la misma naturaleza que el del campo citante. Las marcas formales del procedimiento son claras (entrecomillado y cambio tipográfico, sobre todo, y eventualmente identificadores visuales: sangrías, margen derecho, etcétera) y pertenecen al mismo código del discurso en el que se incrustan. Claro que la cita literaria asume múltiples formas, y podría ser oculta, integrarse solapadamente a la sintaxis mayor del texto que la incorpora y omitir autoría; formar centones (textos puzzle o rapsódicos con fragmentos de otros textos), plagiar, tergiversar, pastichar: prácticas antiguas y modernas, más o menos reconocibles según la competencia de lectura.

    En el interior de una cultura de base oral, y también en los amplios territorios orales que se extienden en el interior de la cultura letrada, la cita tiene otra función primordial. En latín, citare (diccionario Gaffiot 1963) es sobre todo poner en movimiento, a menudo con energía, y también hacer venir, llamar. Cuando decimos Había una vez ponemos un embrague de narratividad, estamos haciendo venir la situación y la atmósfera propicia para el relato. Un cambio tonal, a veces tenue e imperceptible, suele preceder o simplemente acompañar el enunciado de refranes: decimos lo ya dicho, aunque lo modulemos con nuestros propios recursos o lo reorientemos según variables que abarcan desde nuestra soltura y nuestro estado de ánimo hasta cierta homeostasis con la escucha del interlocutor. También ahí está operando un mecanismo de connotación del hablante y de autorización, aunque al margen de formas históricas ligadas a la propiedad intelectual. Pero cuando un escrito cita una de estas fórmulas de la oralidad, la operación tiene una complejidad diferente. Ante todo, la escena oral resulta representada en otro ámbito en el que sus caracteres constitutivos se han evaporado. La cita escrita de la fórmula oral también hace venir, pero esta vez no meramente la situación y la atmósfera del relato: reconstruye de otro modo, en el espacio de la escritura, aquel ámbito perdido, estableciendo con él una aproximación imaginaria y un corte. El texto funciona, respecto de aquella realización primaria¹⁰ del había una vez, como una curiosa partitura, que tanto puede incitar a la devolución de la pieza al ámbito perdido (y recuperable, aunque ahora en un segundo o tercer grado, en vuelta de tuerca) de la oralidad, como a reivindicar su propia consistencia, su soberanía espacial, su sonoridad interna. Desde las grandes construcciones estéticas e ideológicas del romanticismo hasta el presente, líneas fundamentales de lectura han propiciado o bien el desconocimiento de ese corte, idealizando un continuum, o bien su petrificación antinómica y maniquea, sin interacción posible. A veces, ambas simplificaciones se socorren: al citar lo oral, la escritura confesaría sus culpas históricas y buscaría redimirse de ellas cediendo su lugar a la verdad sin fisuras, a lo prístino de la presencia. Por eso encontramos en la montaña bibliográfica de la gauchesca tanta confusión –interesada o distraída– del escritor con el payador, el trovador, el bardo. Los grandes aparatos hermenéuticos de las edificaciones estatales o de las culpabilizaciones de la escritura (o de su enmascaramiento) necesitaban disolver la diferencia o congelarla.

    En el romance de Maziel está planteada, también, protocolarmente, lo que será la convención inicial (pero no excluyente) del género: que lo que se lee se tome como la versión escrita e impresa de algo dicho, cantado o conversado por uno o más gauchos. Y como nadie lo había hecho antes, el título de la composición se propone definir claramente ese estatuto. Al hacerlo, no solo nombra al sujeto emisor del canto como guaso (también, en el interior de la composición, el que canta define su vena –en el original se lee vana pero Probst propone vena fundado en el contexto– como silvestre y guasa) y caracteriza su estilo como campestre, sino que deja enunciada la distancia que lo separa de la lengua de ese canto: habla de triunfos, mientras el guaso dirá "los triunfos y las gazañas", donde la aspiración de la consonante inicial, que dependiendo del hablante podría ser también muda, es reemplazada por una arcaica velarización (la misma /g/ atraída para robustecer el comienzo diptongado de huaso, como ocurre con güevo cuando el refuerzo no lo desempeña la bilabial en buevo). División obvia de tareas: el que indica quién canta no es quien canta, sino quien asume la responsabilidad del proceso que lleva del canto a la escritura en tanto prácticas sociales; o bien, más circunstanciadamente, del proceso que lleva a la producción de los indicios textuales que permiten leer lo escrito en clave de reconstrucción imaginaria de la oralidad del canto. En ese sentido, el Excmo del título pone las cosas en su lugar: la permisividad con la que el guaso/gaucho¹¹ habla (canta) del general virrey es una cosa, y el trato que le debe esta inscripción de la figura autoral en el título es otra. Excelentísimo es un tratamiento que se dice o se escribe, pero en tanto abreviatura por contracción, Excmo es una secuencia gráfica que solo puede escribirse: su lectura no consiste en la oralización de la secuencia significante (/e/ /x/ /c/ /m/ /o/), sino en la reposición de lo que en ella se ha omitido.¹² Una vez más, título y composición manifiestan estrategias contrapuestas: cómo la escritura se escribe o se indicia a sí misma (la abreviatura como signo escrito de otro signo escrito) en la mención alta del título y cómo remeda el habla del otro bajo en los versos que canta un guaso.

    Sin embargo, la prisa caligráfica del funcionario o –para no postular intenciones inverificables– una estilización propia de las técnicas de escritura manual induce a un lapsus calami: un error de la pluma –error en la medida en que traiciona la promesa de estilo campestre–. Porque en el interior del discurso que replica el canto del guaso, entre otras inconsecuencias de la mimesis, aparecen otras abreviaturas, como ese enigmático dha del verso 35, que varios editores del poema (Puig, Rojas, Rivera) han decidido entender como otra, salida que complica más la lectura de una composición que ya presentaba tramos oscuros. Juan Probst, en cambio, tal vez menos urgido por proveer soluciones dudosas, deja el dha tal como lo ve.¹³ Y hace bien: dho/dha abrevian el pronombre dicho/dicha. De manera que el decir/cantar del guaso, en la ficción mimética de la composición, resulta infiltrado por una rara contracción, por algo indecible e incantable. Gracioso, irónico azar: que la abreviatura que remite a la voz dicha no refiera a lo dicho sino a lo escrito. Es cierto que toda la expresión del fragmento es rebuscada. Puede sospecharse, sin embargo, que el sintagma harán de azulejos casa, empleado en un giro negativo y escéptico (por la pregunta retórica que encabeza el quando) tiene algo de artefacto previamente moldeado, ready made de la lengua, aire sentencioso. Y en efecto, en la sección Gastos excesivos de su compilación, Martínez Kleiser (1953) registra el refrán Quien en gastos va muy lejos, no hará casa con azulejos (de azulejos no traicionaría el octosílabo), recogido por Rodríguez Marín. Una leyenda narrativiza el dicho, ligándolo a la historia de la Casa de los Azulejos, en el centro histórico de México D.F., cuyo origen se remonta al siglo XVI pero cuya fisonomía actual data de comienzos del XVIII: su construcción habría sido la respuesta reparadora de un hijo pródigo a la reconvención de su padre, uno de los condes del Valle de Orizaba, quien le habría endilgado el refrán; el efecto, una profecía no cumplida.¹⁴

    En las acciones militares de la toma de Colonia, en 1777, Cevallos había semiderruido una parte de la antigua muralla Este y los bastiones de San Pedro y Santa Rita. El guaso de Maziel exagera: dicen –dice– que la Colonia ha quedado ras con ras con la playa (o sea, a su nivel: destruida en su totalidad). En esas condiciones, ¿cuándo la dicha (la mencionada Colonia de los portugueses) hará(n) casa de azulejos? En otras palabras: nunca podrán volver a erigirla (pronóstico fallido, puesto que el mismo Cevallos propició muy pronto la restauración). El hipérbaton de azulejos casa es, con la figura en su conjunto, un cultismo peregrino en el primer gaucho parlante de la literatura, cuya habla venía bien caracterizada con guaina, guampas, germanos, mandrias, y con giros que sin duda ya estaban en la lengua y que harán historia (de la gauchesca): sobre todo esa metáfora según la cual los hombres pueden ser arriados, algo que se celebra si los arriados son enemigos, y que se lamentará hondamente cuando se trate de los propios o de uno mismo (Martín Fierro). El arreo habrá de ser la imagen predilecta para la leva forzosa. Reconstruyendo la secuencia, dha abrevia dicha, y dicha remite, como pronombre anafórico, a un antecedente previo de la frase. Dha/dicha cuestionan la oralidad de estilo campestre por partida doble: dha como parte de un código solo escrito; dicha como un elemento de la sintaxis propia de la prosa o, a lo sumo, de esa oralidad secundaria de discurso escrito para ser leído, o dicho según pautas que vienen de la escritura, y que en la lectura en voz alta conserva (entre ellas, una normativa escolar tendiente a evitar la repetición de una palabra demasiado cercana). Que la lexia en cuestión –dicha– remita semánticamente a la acción de decir (cuando, en general, se usa como anáfora de lo ya escrito) no deja de ser una paradoja, una forma en que el texto se contra-dice.

    La apuesta primordial de Maziel no ha consistido, desde luego, en la obvia elección del objeto de su alabanza, el general victorioso, el primer virrey del Río de la Plata, sino en la determinación de colocar, como sujeto de ese acto de habla poética, la recreación de uno de aquellos cantores que con una guitarrita mal encordada entonaban piezas que a ciertos oídos producían horror. Ese es el choque original y productivo de Canta un guaso, su condición de desafío cultural de primer orden.

    DIÁLOGO DE REYES

    Porque, veamos, ¿cuáles eran las alternativas previsibles a ese respecto? La primera, la más socorrida, incluso por el mismo Maziel: el soneto o la oda en los que una voz lírica provista de todo el arsenal retórico clásico enaltece las virtudes guerreras del triunfador; la alta cultura segrega el discurso protocolar correspondiente a la investidura del héroe político-militar. El mismo arsenal proveía los instrumentos para la diatriba y la burla, por supuesto, de personajes y cuestiones de menor jerarquía social (la letrilla, la jácara), y aun para dignificar al nativo americano, pero aquí también, por lo menos desde Alonso de Ercilla en La Araucana (1569-1589), la dignidad iba ligada al liderazgo, a una alcurnia aborigen, y no a la rusticidad.

    La presión de las bellas letras era tan difícil de eludir que tres décadas más tarde, cuando un letrado patriota de Charcas publique un llamamiento revolucionario, lo hará bajo una forma ficcional genérica cuya solemnidad y gravedad solo pueden entenderse por el apego conservador a viejos códigos artísticos dominantes en la atmósfera cultural de la colonia y que seguirán vigentes hasta bien avanzada la era independentista. La publicación consistió en hacer circular unas cuantas copias manuscritas. El papel ha sido atribuido a Bernardo de Monteagudo, joven tucumano recién graduado en Chuquisaca, integrante de su Real Audiencia y Defensor de Pobres en lo Civil, que poco después sería uno de los jacobinos de Mayo. El título de la pieza lo dice todo: Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos. La confrontación histórica entre América y la metrópoli colonial solo puede encarnarse, desde la perspectiva del diálogo, en figuras de la realeza: el último Inca, asesinado en 1533 por los españoles, y Fernando VII, que hacía menos de un año había abdicado en Bayona, ante Napoleón. Para hacer posible el encuentro, el autor debió imaginar una situación de coexistencia entre dos personajes históricos separados por casi tres siglos. No pudiendo forzar la resurrección de Atahualpa (aunque muy poco después un poeta neoclásico, Vicente López y Planes, imaginará que el proceso emancipador hace conmover del Inca las tumbas y renacer el ardor de sus huesos), opta por dar por muerto a Fernando, con lo cual la confrontación se produce en el marco de una bienaventuranza de ultratumba. En un estilo elevado y cortesano que no excluye una frecuente cadencia octosilábica semioculta en el flujo de la prosa (El miserable Atahualpa, el infeliz soberano del Imperio del Perú, Fernando, a tu lado está), los reyes discurren sobre sus razones, y la crítica histórica de un inca ilustrado, contractualista y dieciochesco se impone holgadamente, hasta culminar en proclama: Habitantes del Perú: […] Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia.¹⁵

    Si así escribía en 1809 un letrado revolucionario, alguien para quien todo el sistema político-cultural de la metrópoli estaba puesto en cuestión (Monteagudo fue parte del levantamiento de Chuquisaca del 25 de mayo de ese año, de ahí la exhortación final de Atahualpa), se puede valorar mejor la índole de la decisión de Maziel al poner el panegírico al flamante virrey en boca de su guaso. Claro que el ensayo no pasó de borrador, pero aún así la audacia era grande, quizá peligrosa, al punto de inducir –como se verá– a una forma de autocensura. Ahora bien, ese ensayo podría estar indiciando un cierto estado de ánimo, una disposición que excedería la del sacerdote que llegó a primer cancelario de los Reales Estudios. Lo que Canta un guaso viene a probar, me parece, por su sola presencia, es una interlocución existente entre las hablas sociales: una disponibilidad para acercarse, citarse, referirse, parodiarse. El manuscrito de Maziel permite inferir otros manuscritos; su caso podría ser menos excepcional que sintomático. Cuando Ricardo Rojas se pregunta, respecto del anónimo sainete gauchesco El amor de la estanciera (que Mariano Bosch supone escrito entre 1780 y 1795), quién sabe si no se trata de un ensayo anónimo del grave doctor Maziel, si acaso escribió ese romance gauchesco de 1777 (Maziel muere en 1788), está obedeciendo con cierto automatismo a la hipótesis de excepcionalidad, como si aquella interlocución de hablas y aquella disponibilidad hubieran sido perceptibles, en su recuperación poética, solo para un individuo colocado en una única convergencia de coordenadas culturales y biográficas. Sin entrar en la complicada y ya seguramente irresoluble cuestión de la autoría del sainete, y sin existir, a priori, ninguna razón para circunscribirse al nombre de Maziel, ese texto dramático testimoniaría, con sus logros y sus tropiezos, un momento de experimentación y tanteos a través de los cuales el género gauchesco se estaría probando a sí mismo, confirmando códigos y descartando caminos: género todavía inexistente, mera postulación retrospectiva, viaje crítico al pasado en busca de la confirmación de precursorías con la ventaja desleal –de la que carece, afortunadamente, todo comienzo– que da el conocimiento de acontecimientos ulteriores, reinterpretados teleológicamente.

    Proponerse la construcción de un héroe patricio desde la voz y la perspectiva plebeyas podría inscribirse en una línea de instrumentación de la cultura baja para la confirmación de las jerarquías sociales establecidas, pero a la vez, aun en ese caso, y para ser consecuente con el camino elegido, exige fidelidad al sesgo de esa mirada y al tono de esa voz. Esto, desde un punto de vista meramente funcional. Pero también hay una pulsión poética que tiene sus propias exigencias, su demanda de logro. En esta tensión, en este balanceo, en esta inestabilidad se cifra buena parte de las claves de escritura y de lectura de la gauchesca, de ahí los dilemas interpretativos que la aparición del Fausto de Estanislao del Campo, por la naturaleza de su apuesta (tan similar a la de Maziel con el guaso y el virrey) no hizo más que multiplicar.

    ACHAQUE DE ALABANZAS

    –¡Oh, qué mal se le entiende a vuesa merced –replicó el del Bosque– de achaque de alabanzas, señor escudero! ¿Cómo y no sabe que cuando algún caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: ¡Oh hideputa, puto, y qué bien que lo ha hecho!, y aquello que parece vituperio, en aquel término, es alabanza notable?

    CERVANTES,

    Don Quijote, II, capítulo XIII

    El fragmento más osado del romance de Maziel es aquel en que el guaso extrema la admiración hacia el héroe vencedor a través de un conocido mecanismo de antífrasis: Hé de puja, el caballero / y bien vaia toda su alma. Yendo de lo literal a lo figurado, tenemos, en primer lugar, un evidente eufemismo: hé de puja, expresión que en sí misma no produce un sentido muy neto más que como sucedáneo del hideputa que trasunta con alguna cautela. Resolución léxica semejante a hidalgo (síncopa de hijodalgo), hideputa es producto de la contracción de hijo de puta, que imaginablemente se habrá abierto paso con la aceleración y la urgencia en la emisión de la injuria. No conozco otro registro de la locución del guaso; para la injuria base, el eufemismo dominante por el que optó el habla rioplatense resultó pucha, equivalente al puxa o pucha de los gaúchos de Rio Grande do Sul. De pucha se deriva la aféresis cha, el juepucha (hijo’e pucha, por aféresis de hijo y contracción) y variantes elípticas (que omiten la palabra dura) como junagrán (por el hiperbólico hijo de una gran) o el más usual ahijuna (por ah, hijo de una).

    En segundo lugar, la lengua habilita el uso antifrástico de la injuria, que por tanto puede funcionar encareciendo o alabando en bien o en mal, como apuntaba Gonzalo Correas en el siglo XVII en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales, en la sección Frases, para la entrada hi de puta, puto. Por eso, el bachiller Sansón Carrasco, en su máscara de Caballero del Bosque, puede corregir e instruir a Sancho en la segunda parte de Don Quijote. El escudero viene de describir a su hija de quince años, y el Caballero de emitir un elogio enfático pero también ambiguo (¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe de tener la bellaca!) que provoca la ofensa de Sancho, como si olvidara que él mismo, antes, ha encomiado en los mismos términos a Dulcinea del Toboso / Aldonza Lorenzo:

    […] y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. Vive el dador, que es moza de chapa, hecha y derecha, y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar, que la tuviere por señora. ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! (DQ, I, cap. XXV)

    Crudamente, se nos da a entender que en realidad el guaso exclama: ¡qué hijo de puta, este Cevallos! Y no hay forma, en el contexto rioplatense de 1777, de sostener esa brasa. Por eso, aun en lo recóndito de su espacio privado y en la contención de un manuscrito no publicado, la injuria ponderativa (tan expedita un siglo y medio atrás en la obra de Cervantes y antes en el Lazarillo de Tormes y antes aún en La celestina), pedía una atenuación por el lado del giro eufemístico: esa es toda la autocensura del hé de puja, y aun así es poca para las rigideces represivas del ámbito colonial en que se gesta.

    En el Río de la Plata, la lección de Sansón Carrasco sobre achaque (materia) de alabanzas tendrá una versión propia, como didáctica cimarrona. En el número 2, del 13 de mayo de 1821, de Doña María Retazos, periódico de Francisco de Paula Castañeda –que solo tangenció la gauchesca pero que le legó, además de algunos procedimientos, uno de sus nombres–, comienza el juego con una correspondencia imaginaria entre el Excmo. Francisco Ramírez, caudillo de Entre Ríos que tiene en jaque a Buenos Aires, y la porteñísima matrona que da título a la gaceta y a la técnica declarada de su composición textual. Ramírez, cuyas cartas están datadas desde el Cuartel General de la Montonera (una especie de contradicción en los términos), se declara seguidor de las teorías de un tal Juan Santiago (por Rousseau). Para Retazos/Castañeda, la combinación es explosiva, aunque impensadamente se le cuelan algunas briznas de la noción del ginebrino acerca de la bondad natural: los entrerrianos dejados a sí mismos y cesando el influjo de tanto demonio de bota fuerte que los saca de su juicio serían unos hombres bondadosos mejorando los presentes. La hostilidad entre los dos corresponsales se lima (nunca del todo) al deslizarse por las convenciones cordiales de lo epistolar, por el candor brutal del líder federal (siempre, conviene recordarlo, hechura ficcional de Castañeda, sobre la caricaturización de su modelo histórico) y por las maneras irónicas de la gacetera, que ceden de pronto a algún latigazo: aparece V. Exa. como un gran trahidor, que con el nombre de hermano, con quien no es lícito pelear, nos quería vender al portugués. Idas y vueltas de una actitud ambigua, propia y proyectada en el enemigo, que combina lo que repele con lo que atrae. Así, Retazos: todos saben que el General Blasito [por Blas Basualdo, lugarteniente de Artigas, una de las pesadillas de Castañeda], no sólo no sabía escribir, sino que se emberrechinaba cuando veía que alguno estaba leyendo alguna carta, porque decia, y decia bien, que los tinterillos eran el Demonio. La escena pone violencia en la lectura y sobre ella, sobre las condiciones que posibilitan la emergencia de lo letrado y sus efectos políticos y sociales. Y todo esto se escribe en una carta apócrifa que será leída por lectores reales, que evocarán a Castañeda –letrado antiletrado, prefiguración del modelo posterior del intelectual antiintelectual– detrás de doña María y al Ramírez histórico detrás del Ramírez de ventriloquia. En este contexto, apenas descripto, el imaginario general Ramírez le sugiere a la gacetera: Escriba vmd. con satisfaccion, pues aqui tiene mucho partido, y hay muchos que la putean, que es señal de mucho cariño entre nosotros. Los niveles y grados de implicación y de ambigüedad de las ironías cruzadas se enmarañan: el fraile periodista juega con la ironía con la cual su enemigo federal querría hacerle creer que la injuria que dirigen los entrerrianos a su hechura María Retazos es afectuosa, movimiento correlativo a otros momentos de su prosa panfletaria, cuando la hostilidad manifiesta hacia la gauchipolítica y sus responsables parece moderarse por una caridad evangélica que enseguida potencia el encono:

    rogaba a Dios que allá en la gloria colocase a los montoneros a su lado, y esta súplica no impide el que esos mozos traviesos sean ahorcados, o fusilados, antes bien me parece a mí que para colocarlos al lado de Dios no habría un medio más oportuno. (Castañeda 2001, 87)

    LO QUE TE DIGO, FERNANDO

    Aceptando la evidencia pretérita y actual de la puteada cariñosa y ponderativa, hay que admitir que algo de la injuria original sigue vibrando en la admiración y el afecto, así sea (subjetivando en la intención) como resabio de envidia, encono o antiguo rencor, o bien (objetivando en la lengua) por efecto polisémico. Castañeda concibe un jefe gaucho entre zorro y ladino, y su gacetera lo trata con amabilidad, lo sobra y vapulea, plegándose por momentos al encanto de su rudeza, pero recibiendo del otro imaginario un trato semejante (puesto que es, después de todo, otro semejante). En esta ambigüedad está, también, lo gauchesco, y es notable cómo Martínez Estrada, en un fragmento de su Muerte y transfiguración de Martín Fierro en donde ensaya una aplicación algo crasa del psicoanálisis, lo percibe en Hernández, apelando a la categoría de transferencia y concluyendo: Hernández abrazó el partido de los gauchos por disgusto […]. Lo gauchesco se interpone entre el gaucho y él. Se podrá discutir la reducción psicologista, pero entender el género como interposición, es decir, como mediación (¡incluso, extrañamente, como obstáculo!), le permite a Martínez Estrada operar con formaciones culturales de gran densidad, donde otros apenas veían una fina película transparente o, directamente, nada (recuérdese a Rojas: Hernández no es un retórico que remeda, sino un payador que canta).¹⁶

    Toda puteada tiene valor interjectivo, para admirarse o para ofender. Con ambos efectos es usada en una composición de 1820, de Bartolomé Hidalgo,¹⁷ publicada en hoja suelta por la Imprenta de los Niños Expósitos, sin firma, y antologizada tempranamente en La lira argentina de 1824: Un gaucho de la Guardia del Monte contesta al manifiesto de Fernando VII, y saluda al conde de Casa-Flores con el siguiente cielito, escrito en su idioma. El título restablece las pautas básicas del código del género, salvo por un elemento perturbador: sorprende que el cielito no aparezca, en la presentación, compuesto, como se establece en el caso del Cielito patriótico del gaucho Ramón Contreras para cantar la acción de Maipú, atribuido también a Hidalgo, ni cantado, tal como se retoma en la primera cuarteta del Cielito a la venida de la expedición española al Río de la Plata:

    El que en la acción de Maipú

    supo el cielito cantar,

    ahora que viene la armada

    el tiple vuelve a tomar. (1-4)

    En un giro que compromete tempranamente la división del trabajo poético sancionada por los encabezamientos (un letrado escribe-transcribe lo que un gaucho ha dicho o cantado para que otro letrado, en la lectura, se represente una escena oral o la represente en alta voz para letrados y no letrados que oyen), el mismo gaucho de la Guardia del Monte, que es Ramón Contreras –como se aclara en el Diálogo patriótico interesante–, contesta con un cielito escrito en su idioma. Así, la intervención letrada, mediación que aporta la escritura respetuosa en la transcripción de lo imaginario oral, se superpone, en tanto agencia, con la intervención oral presuntamente original: quien contesta al rey en el cielito en su idioma podría ser quien lo escribe. En un esfuerzo por salvar la separación de funciones, sería posible entender que lo de escrito en su idioma no define necesariamente a Ramón Contreras como sujeto o causa eficiente de la escritura, rol desempeñado entonces por otro, fiel al idioma oral del saludo (como si dijéramos: escrito por B en el idioma de A). Así se mantendría una caracterización que se establece en el interior del Diálogo patriótico interesante entre Jacinto Chano, capataz de una estancia en las Islas del Tordillo, y el gaucho de la guardia del Monte.¹⁸ Allí, Contreras pide a Chano que le explique las causas del enredo de la política a diez años de la Revolución de Mayo, en estos términos:

    V. que es hombre escribido

    Por su madre digaló,

    Que aunque yo compongo cielos

    Y soy medio payador,

    A V. le rindo las armas

    Porque sabe más que yo.¹⁹ (117-112)

    En otro lugar propuse una lectura literal de hombre escribido: la definición correspondería a todos los gauchos del género (El gaucho letrado, Schvartzman 1996, 163). Sin embargo, la virtud del participio pasado, aun en su función ya plena de adjetivo, de suponer un agente externo (escribidos por los autores del género) batalla contra o coexiste con los otros sentidos, derivados de la posibilidad de que esa agencia revierta como propiedad del sujeto, del mismo modo en que suele decirse que es viajado quien tiene la experiencia de los viajes (que le han dado los viajes; y la idea se facilita acá, curiosamente, por el carácter intransitivo del verbo viajar, que lo diferencia en ese aspecto, de escribir). Entonces, en el esquema de interlocutores del diálogo patriótico (que se extendería a las otras composiciones de Hidalgo), el capataz Chano coparticipa del mundo letrado, en tanto que el gaucho Ramón Contreras pertenece exclusivamente al mundo de lo oral, en el que es medio payador. Por eso, la atribución escrito en su idioma depara incertidumbre. La posibilidad de que, contra lo que el mismo Contreras declarará en el diálogo, el gaucho de la Guardia del Monte se connote de escritura puede incomodar a la tesitura oralista. Tal vez por eso, Martiniano Leguizamón, al concebir en 1917 el primer intento sistemático de canonización autoral de Bartolomé Hidalgo (Ansolabehere 2008), editó el cielito extirpando de su título el elemento problemático. Leguizamón se atuvo, en este y otros textos, a las modificaciones que había hecho anteriormente Ángel Justiniano Carranza (en Composiciones poéticas de la epopeya argentina), cuya versión de Un gaucho de la Guardia del Monte… consideró más auténtica que la de La lira (Leguizamón 1944, 64. Ver yapa 2: Hidalgo intervenido, p. 69). Aquí, la noción de autenticidad habla más del editor que de su objeto, e implica la imposición de una lectura. Al ungir a Hidalgo como primer poeta criollo rioplatense, Leguizamón se adueñó también de la autoría criolla que estaba creando, y ya como autor estampó: con el siguiente cielito en su idioma. La supresión del molesto escrito fue exitosa. El cielito quedó así titulado en la mayoría de las ediciones posteriores: entre otras, Falcão Espalter (1918), Flury (1950), Borges y Bioy Casares (1955), Becco (1985 y 1992), Chávez (2004). En cambio, Zeballos (1905), Ayestarán (1950), Rela (1979), Praderio (1986) y Fernández Latour de Botas (2007) conservan intacto el título de La lira.²⁰

    La presencia de lo escrito en la circunstancia en que esperábamos un refuerzo de la ilusión de oralidad ocurre en el momento del surgimiento del género, y no como producto de un desarrollo o un salto posteriores. Esto es fundamental: invita a revisar las categorías con que se ha venido pensando la gauchesca y la formulación, en su interior, de un pacto en el que voz y letra tendrían funciones y sujetos fijos (el gaucho hablante o cantor, por un lado; el letrado escritor, por el otro).

    Esta comprobación tampoco clausura la complementación y la distribución funcional gaucho/letrado, porque lo otro también está. En el interior del mismo cielito escrito se restablece la distribución (y, como para que nada sea definitivo, el enrarecimiento): Contreras templa la guitarra para explicar su deseo y se entera del manifiesto del monarca porque un amigo, hombre de letras, se lo lee. Cuestión de competencias. Y de amistad. El lector retrocede: si Contreras escribió el cielito pero no pudo leer por sí mismo el manifiesto, entonces, tal vez escribir sea una metáfora letrada para la acción no necesariamente letrada de componer. El arreglo dura poco. No tanto porque la lectura del hombre de letras nunca se declara un auxilio ante una imposibilidad de Contreras, sino porque, para apoyar lo incontrovertible de su posición, y la ambigüedad en cuanto a aptitudes respecto de las tecnologías de la palabra, el cantor procede a un desplante:

    Cielito, cielo que sí,

    El evangelio yo escribo,

    Y quien tenga desconfianza,

    Venga le daré recibo. (101-104)

    La expresión decir el evangelio (en frases como lo que digo o lo que dices es el evangelio) vale por afirmar una verdad indiscutible.²¹ Notable, que el autor haya optado por modificarla, reemplazando el verbo usual de decir por el de escribir. Además, decir daba perfecto en el octosílabo el evangelio yo digo, haciendo rima asonante con el verso par siguiente. Claro que el esquema de rima del cielito es en general consonante, pero aquí se enciende otra alarma: la palabra en la que recae el peso de la rima, en el cuarto verso de la cuarteta, es recibo: constancia escrita de haber recibido un bien; el uso es irónico: el recibo que Contreras piensa brindar a los desconfiados hace serie con el saludo que da al conde de Casa-Flores, con lo cual ambos actos se inscriben en una tesitura altiva y desafiante. Y son a la vez géneros discursivos primarios y actos de habla: en lo literal, uno efectivo (decir que se saluda es saludar) y otro previsto (acusar recibo es recibir, pero se invita al otro a acudir para obtener esa constancia en un futuro próximo); en el desplazamiento metafórico y a la vez irónico, uno ofensivo (el saludo, por lo hostil, deviene injuria) y otro amenazante (aceptar la invitación arriesga escarmiento).

    Atención: Contreras habla de dar recibo, locución que refiere sin dudas a un documento escrito, pero que admite perfectamente un uso traslaticio. Así como la ironía del título respecto de saludar (cuya enunciación no corresponde al gaucho Contreras), aquí dar recibo es una velada amenaza, atenuada tan solo por la distancia y –no del todo– por el tono general de la composición. El rigor ortodoxo con que cierta crítica exige al género fidelidad a lo que imagina tradicional (desde la cultura material hasta ciertos valores simbólicos nombrados a veces como espirituales) no atiende al comportamiento efectivo de la literatura gauchesca, en particular al de sus mejores exponentes, ni tampoco, habría que decir, al de los sujetos sociales a los que remite. Vale la pena citar aquí una composición de Hilario Ascasubi, del número 11 de la gaceta El Gaucho Jacinto Cielo (Montevideo, 28/08/1843) y recogida en el volumen Paulino Lucero de 1853 como Advertencia de Jacinto para cobrarles a los suscriptores y en el de 1872 como Proclama de Paulino Lucero a sus suscritores. El cambio del nombre del gacetero gaucho,²² del que me ocuparé más adelante, se reitera en el epígrafe que precede a los versos:

    Prevención del periodista Jacinto, para recoger la suscripción de las primeras diez gacetas que publicó en Montevideo; advirtiéndose que debía cobrar al repartir el nº 10, y que en el nº 9 dijo al público, que desensillaría su caballo y no haría más gacetas, si no le pagaban corrientemente la primer suscripción.²³

    Entonces:

    Caballeros: –¿El decir

    diez y tarja, es afirmar

    que yo iba a desensillar?

    ¡Valiente no colegir

    que tarjé para juntar!

    El gaucho gacetero replantea el pacto de suscripción y explica la intención de la metáfora ecuestre (amenazó con desensillar, nítida expresión de la pausa o de la detención, como presión para cobrar y así poder seguir, no para quedarse de a pie) con otra metáfora, esta vez contable. Lo de debía cobrar al repartir el n° 10 se había manifestado en la primera página-portada de la entrega del 15 de agosto, en cuyo cabezal, a la izquierda, se leía Nº 10], en el centro la fecha y a la derecha [y tarja; de ahí el giro en la versión del Paulino, que recrea "El decir diez y

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