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El billar en el hotel Dobray
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Libro electrónico251 páginas3 horas

El billar en el hotel Dobray

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El billar en el hotel Dobray es un libro escrito con habilidad magistral. Šarotar se toma su tiempo y su narración se desliza lentamente entre las historias y los destinos de las personas y por el paisaje; un libro desprovisto de toda radicalidad. La mirada del ojo desde arriba en el aire es fresca, distante, casi indiferente a los destinos de las personas; como si fueran vistos desde una gran distancia, tanto temporales como espaciales.
Bien versado como narrador, Šarotar combina hábilmente todos los aspectos de la narración, lo que resulta en un enfoque fresco, agradable y cuidadosamente trabajado, que reúne dos grandes cualidades literarias: falta de pretensión y autenticidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 sept 2020
ISBN9789876995634
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    El billar en el hotel Dobray - Šarotar

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    Canción de cuna

    1.

    Un cielo vacío y sordo caía sobre las casas bajas que daban breves resuellos en el aire húmedo y agobiante. Estos jadeos extraños, incoloros, que se alzaban desde la tierra muerta y la neblina errante, se posaban frente a la ciudad –el varaš, como la llamaban–, como un espectro imponente de un pasado en el que ya no creían ni siquiera los niños. El misterio que alguna vez había envuelto a estos parajes debió echarse a la fuga otra vez. Se lo sentía en el murmullo inusual que flotaba sobre la planicie abierta. Ahora, en la hora de su partida, se abría un vacío pegajoso. En lo profundo había solo manchas de petróleo y columnas de sal. En la niebla espesa, que por mucho tiempo no disiparía ningún viento, se escondía la última huella que indicaba que la vida podía ser de otro modo.

    Y es que mucho tiempo atrás había empalidecido el brillo de las cucharillas de plata y se había acallado el resplandor fulgurante de las piezas de ajedrez que se mezclaban con las conversaciones apasionadas en los cafés. En el trasfondo de estos juegos de palabras y de almas señoriales y aparentemente refinadas, la ciudad vivía cada vez más su otra vida, su vida secreta. Se la intuía, como a una grave enfermedad, artera, incurable, que corroía lentamente su idílica fachada. Tal vez era solo el espectro de un tiempo del que hablaban circunspectos, preguntándose si para todos se terminaban los años dorados en que en las calles, los cafés, el cine, como en un gran jardín se encontraban y saludaban las personas de este pequeño lugar oculto a los ojos del mundo.

    La nostalgia, la inexplicable melancolía y el ensimismamiento del oscuro paisaje, de las fotografías descoloridas, la ensoñación solitaria y la persistencia en el silencio, eran todas señales de una enfermedad crónica que había debilitado la fuerza del varaš.

    A esta hora, a fines de marzo, en el año cuarenta y cinco, se oía solo una mezcla inentendible de lenguas a medias ebrias que venían de las cervecerías de subsuelos y de los bares clandestinos, y apenas se discernían entre los quejidos desafinados de los violines y el golpeteo del tambor. Con armonía y determinación viril sonaban ahora solo las trompetas del ejército, que llamaban a marchar por última vez.

    Aquella noche, las que se decían buenas gentes resistían con dificultad al viento insidioso, que borraba a sangre fría las inscripciones de los monumentos desleídos. Esta fuerza misteriosa era más poderosa que el vendaval y más profunda que las inundaciones de las que hablaban a veces por aquí. Llegaba como sospecha o como una larga pesadilla que se extendía a estas almas antes de que se durmieran o se emborracharan hasta la muerte.

    Todo esto se abatía sobre esta ciudad olvidada y dormida, cansada de brillos artificiales y de grandeza estéril, tal vez demasiado cansada incluso para morir, como habían muerto las esperanzas de la llegada de aquel que juzgaría por la letra de la ley divina.

    Las persianas de madera de las ventanas altas de las casas burguesas y los comercios de la avenida Horty estaban bien cerradas; lejos, atrás, bajo los fríos techos de los salones, en las salas de estar con vista a los jardines que ya estaban cubiertos por el rocío helado, se desgajaban escasas palabras, como una tos seca contra la que no hay remedio.

    «Pálinka¹ con miel y reposo; es lo único que ayuda», se decía en las calles. Pero contra el apocamiento y sobre todo contra el temor que provenía de la falta de voluntad crónica no hacía efecto ningún remedio. El silencio y las palabras escasas, torpes, pronunciadas tras los muros sordos, se aferraban cada vez más a los recuerdos bellos de tiempos pasados. Lo que estaba ahí, llegando cada vez con más ruido y por decirlo así hasta las puertas del varaš soñoliento y sin murallas, que temblaba ante cada soplo de aliento de la llanura panónica, lo veían en sueños solo unos pocos. Era algo salvaje, destructor y a la vez liberador, como un fuerte remedio casero contra la tossangrante que en grandes dosis provoca el abotagamiento, la locura y, en no pocos casos, incluso la muerte.

    En las ventanitas de las casas de obreros, a medias campesinos, que se alineaban parejas junto a calles largas y lodosas, colgaban gruesas cortinas con muchos remiendos que aun durante el día rara vez se descorrían. Así que la gente se sentaba todo el día en estas habitaciones bajas y oscuras y solo esperaba. La vida se escurría lentamente por sus rostros pálidos y sus ojos acuosos. Los últimos cuatro años había corrido por ellos el río invisible del tiempo, cargado de un odio y una desesperación que la corriente arremolinada había tomado y arrastrado desde lejos. En esta parte tranquila, en la llanura, donde el río se aplacaba y casi se detenía, dejaba lentamente esta carga insoportable.

    Todo esto se posaba en las almas de estas gentes silenciosas, pacientes, obedientes, que se sentaban y esperaban en esta región apartada y escondida. Era como si dios mismo los eligiera en su humildad y resignación. Resignados sobrellevaban el sinsentido de un mundo que habían conocido solo por los relatos de otros y lo hacían para que no se les terminara de escurrir en los llanos barrosos y se hundiera para siempre en la nada del universo.

    Así había transcurrido la ciudad en su letargo de muchos años, vuelta sobre sí misma y casi olvidada de la mano de dios, de las grandes maniobras de la política y también de las matanzas de la guerra. Pero ahora, cuando la guerra estaba por terminar, de pronto el ojo del mal había comenzado a observar este lugar apartado.

    Estaban en los umbrales del cese del combate; se lo intuía en la calma ordinaria en la que dormitaban sus habitantes.

    Solo de vez en cuando se oían explosiones sordas, desde lejos, por sobre la cuesta de Srebrni breg, la colina desde la que se veía el paisaje de la llanura ondulada interminable, hacia Hungría, Polonia, hasta el mar Báltico.

    En el mar de la llanura de Panonia relumbraban salvas de cañones en lugar de estrellas. En noches como aquella de marzo, demasiado oscura para las primeras de la primavera, y aún más oscuras para la primera primavera roja, como ya se estaba murmurando por aquí, podía llegar a verse desde algún balcón en lo alto la estrella brillante del Kremlin. Pero aquí no había altos balcones, y hacía mucho que nadie subía a los campanarios, así que todos dependían de lo que se decía, de las medias verdades, de las esperanzas y sobre todo de las videntes que leían el futuro en cada esquina.

    2.

    El que iba por la alameda –que durante todos estos años había crecido hacia el cielo como si no quisiera mezclarse con las insensateces que crecían a la altura de las cabezas de los hombres–, oía las explosiones sordas, pero le parecían los suspiros de los habitantes de Sóbota, que en sueños seguían cayéndose al suelo desde sus camas como niños que duermen solos por primera vez.

    El hombre que andaba a gachas por la acequia bajo los álamos, junto al camino de Rakičan hacia Sóbota, solo ahora, cuando a lo lejos golpeaban al unísono las campanas papales y luteranas, se dio cuenta de que estaba cerca de la meta.

    «Estoy en Sóbota», murmuraron sus labios resquebrajados. En su rostro seco y arenoso, que cubría el ala ancha y arrugada del sombrero negro, no había rastros de alegría ni desesperación. En sus ojos hundidos en el cráneo huesudo descansaba una mirada a la que ya nada podía inquietar. Como si la luz que provenía de su interior inescrutable hubiera visto ya todo el horror y la belleza de este mundo. Ahora, como si nada hicieran, los ojos se posaban inmóviles sobre la imagen de aquel varaš de ensoñación, que yacía más allá del mundo real.

    Se apoyó en un álamo del que asomaban ya las primeras hojas verdes en las ramas largas y delgadas. Se abrazó a él para no quedar tendido. Tuvo miedo de caer y dormirse, y terminar como su compañero de viaje Šamuel Ascher, que había muerto en el parque de Rakičan. Debió de ser poco antes, no más que unos cien metros atrás, pero cuánto tiempo, cuántos años pasaron desde entonces, eso nadie podía saberlo.

    Los árboles enhiestos y esbeltos se alzaban sobre la tierra aún cuando nadie los mirara. Los álamos seguirían creciendo junto al camino aún después, cuando ya nadie aquí caminara bajo sus largas sombras. Estas franjas oscuras e interminables, que llegaban hasta los bordes mismos de la llanura inmensa, serían tal vez algún día las únicas que alcanzarían el horizonte.

    La figura herida, cansada por el viaje, estaba de pie inmóvil en medio de la planicie, a tiro de piedra de la ciudad sobre la cual ya se enrojecía el cielo de marzo. Esperaba en vano a que se abrieran las puertas de la imponente torre de madera. Los álamos crecían en silencio hacia el cielo infinito.

    3.

    El rocío que se había posado en las viejas lápidas se disipaba en el sol de la mañana. En el aire, más leve que la niebla y más translúcido que el éter, colgaban las sombras como si acabaran de separarse de los nombres, que habían quedado grabados en hebreo en los dorados epitafios. Eran pocos los que aún podían leer y menos los que conocían la ley, pero aquella mañana era como si hubieran vuelto las fiestas olvidadas.

    Porque ya está dicho: santificarás las fiestas de guardar; así ha sido siempre y siempre será.

    El cielo era límpido sobre el cementerio judío. Se sentía la presencia de las almas que flotaban sobre la tierra consagrada. Aún era temprano; la ciudad al otro lado de las vías del ferrocarril apenas despertaba, dolorida, de su prolongado letargo.

    Entre el rumor de los pesados pasos por el pedregullo blanco y el murmullo de los álamos, solo se oían los primeros pájaros que en pequeñas bandadas surcaban el cielo. Pero cuando los pasos se detuvieron por un momento, como si el hombre abstraído en sus pensamientos se pusiera a mirar los nombres empalidecidos sobre los pilares de piedra, se oyó algo más. Algo que no era el sonido de aves migratorias bajo el cielo azul ni el ruido de huesos entumecidos de los que acababan de despertarse. Tal vez era una voz que aún nadie había oído, aunque estaba escrito que algún día iba a hablar.

    Y sin embargo, Franz Schwartz oyó esa mañana lo que aquella voz había guardado para sí durante mucho tiempo.

    La luz pendía sobre la planicie. El rocío se evaporaba lentamente. Las lápidas del viejo cementerio empalidecían; por los negros obeliscos corrían las últimas gotas y lavaban los nombres y los años. El brillo y el resplandor se perdían en la luz incisiva. Franz Schwartz, fugitivo, recién venido que volvía a su hogar perdido, se estremeció ante el largo pitido. La tierra del cementerio empezó a temblar. Se habría quedado allí mucho tiempo, de no ser por el tren, que lo molestó con su silbido al llegar a la estación cercana. A lo lejos veía la espesa nube de humo. Se elevaba por sobre la iglesia católica y cubría el sol sobre Sóbota. El refugiado envuelto en su tapado largo y negro, que otrora perteneciera a un soldado de quién sabe qué ejército, volvió a la calle polvorienta. Esperaba que éste fuera el final de su camino.

    Pero ahora, cuando prácticamente ya estaba en la ciudad, lo asaltaba un terror inaudito. Sentía que estaba apenas al comienzo. Todas las esperanzas que había abrigado durante este año en que había errado por tierras extranjeras y desoladas se desvanecían con el rocío de la mañana. Mientras volvía a pitar la vieja locomotora, que se había detenido con pesadez en la pequeña estación, lo asaltaba la idea de que aquí todo había cambiado. Por un momento, Franz Schwartz se quedó en las vías que acababa de cruzar y miró la estación.

    A lo lejos, la locomotora arrojaba vapor; las nubes blancas se devoraban la máquina fatigada y el edificio de la estación. El pitido y el traqueteo de las pesadas ruedas ahogaba hasta las campanas que sonaban en las dos iglesias. El ruido y el doblar de las campanas seguramente habían despertado a los últimos durmientes. Era como si el tiempo se hubiera detenido. Todo alrededor se detuvo por un momento: los pájaros estaban colgados en el aire, el pasto yacía inmóvil, la sangre se helaba en las venas. Franz Schwarz veía ahora a lo lejos hacia atrás. Las siluetas se movían en la más profunda oscuridad.

    Observaba el tránsito diario y habitual de la llegada y partida del tren, que pitaba desde Goričko y dejaba a los estudiantes secundarios con los libros al hombro, a los notables del pueblo vestidos de domingo y con grandes portafolios, a los trabajadores con pantalones de fajina y a las mujeres con grandes pañuelos en las cabezas y enormes canastos en brazos. En ellos guardaban tarros de ricota, huevos, a veces alguna gallina. Mujeres, madres y muchachas venderán todo esto a las señoras ricas en unas pocas vueltas al varaš.

    El comercio en negro había proliferado en estos cuatro años. El hambre y el deterioro del antiguo orden provocados por la guerra habían hecho lo suyo.

    El señorío envejecido vendía en negro y a escondidas, por la puerta trasera, pequeños tesoros: platería, artesanías, joyas y reliquias familiares heredadas. Todo lo que a la vista no amenazaba con demasiada evidencia el lustre y los signos de riqueza desaparecía lentamente de las vitrinas y de bajo las almohadas. En las paredes solo quedaban los marcos polvorientos de los cuadros; en las cómodas vacías, decoradas con primor, se acumulaba el polvo; sobre las chimeneas solo había fotografías familiares. Muchos de los que habían posado con orgullo ante los preciados objetivos de las cámaras fotográficas ya no estaban presentes desde hacía tiempo. Solo llegaba de cuando en vez alguna carta o telegrama que informaba que habían sido encarcelados, que habían desaparecido o que habían muerto.

    Justamente este intercambio prohibido, el comercio en negro –algo penoso, no más que la lucha por la mera supervivencia–, era el mejor retrato, la viva imagen del estado de cosas. No la muerte, el terror, las provocaciones, el reclutamiento y el aplastamiento prematuro de la resistencia partisana, sino el comercio, el regateo velado de prestigio, poder y envidia eran la gran lucha de por aquí.

    Debió ser casi un año atrás cuando había visto en esta estación por última vez a su mujer y a su hijo. Se los habían llevado los alemanes de uniformes impecables y botas lustrosas. Junto a ellos iban los húngaros, sumisos, en sus chaquetas cazadoras. El tren de Goričko pitaba y bufaba con el mismo sonido cansino que ahora. Ni bien los húngaros los sacaban con furia impostada y exagerada de los vagones helados y llenos de tizne, los alemanes los separaban meticulosamente. A los hombres los hacían formar fila junto a la pared de la estación; a las mujeres y los niños los metían a empujones en la hostería de Černjavič que estaba sobre el andén. A esa hora la barra estaba cerrada. Los pocos clientes, en su mayoría obreros, que habitualmente sorbían muy temprano allí su jugo de manzana y aguardiente, y los pasajeros sin equipaje, habían sido retenidos afuera, en el jardín, desde donde miraban lo que ocurría en la estación.

    Este mismo pitido del silbato, en esta estación de trenes medio abandonada y olvidada, el alomaš, como lo llamaban por su nombre en húngaro, se extendía aquel día de abril de 1944, y los cuerpos aletargados se movían automática, casi mecánicamente, sin expresión en los rostros, hacia el andén, de modo que sus ojos blancos e hinchados ya no se cerraban, tan solo miraban fijamente al vacío que llenaban el pitido, los gritos, los gemidos, los llantos y sollozos, en suma, se dejaban guiar por los sonidos, las voces que se amplificaban hasta lo insoportable; al final quedó sobre el lugar y en sus recuerdos solo un paisaje acuoso, uniforme, casi sobrenatural, lleno de humo, que emanaba de la caldera encendida de la locomotora.

    Franz Schwartz los veía de nuevo ahora, cuando después de tanto tiempo estaba parado una vez más en este lugar y miraba esta estación de trenes silenciosa, casi olvidada, junto a la cual solo miraban a lo alto los álamos, y apenas por encima de sus copas puntiagudas flotaban cúmulos blancos; ahora veía a estas gentes apretar contra sus cuerpos a los niños soñolientos, las maletas y los paquetes mal envueltos, de los que asomaban manteles atados con hilos de seda, grandes almohadas mullidas, cuellos de piel, libros, y telas al óleo arrancadas de sus costosos marcos, que asomaban de los bolsos abiertos como panes flauta recién horneados.

    Nadie habla; todo se desenvuelve rápidamente, con cierta resignación y cuidado atávicos, como es esperable en las personas que han sido educadas para respetar el orden. Sin duda presentarán sus quejas después, cuando puedan hablar con los superiores jerárquicos, con la instancia más elevada, con la gente que se sienta tras escritorios silenciosos; no, no, ahora no es el momento, quién hablaría con esta gente de uniforme que ni siquiera tiene rango; se ve que son meros empleados operativos, gente con instrucciones expresas de arriba, a éstos no se los puede convencer de nada, solo cumplen con su trabajo. Y de cualquier modo todo está ya en los papeles, pero los papeles parecen en orden, prolijos, firmados, sellados; seguramente se trata de un error, de un gran error que esta gente no puede comprender de ninguna manera y mucho menos solucionarlo. Ahora hay que tener paciencia, cuidar que no se pierda ninguna pieza del preciado equipaje, estar atentos a los chicos, que ya están impacientes, curiosos; ellos tampoco entienden; ya se va a arreglar.

    En ese momento la palabra de Franz Schwartz se perdió para siempre en el insoportable tronar y rechinar del viejo tren. También la máquina voluble y perezosa debió de sentir algo aquella mañana. La gente partía sin despedirse. Se los tragó la niebla y el vapor.

    El viento que llegaba por la llanura desde el Este disipó el humo de la estación y lo esparció junto con el ruido entre las casas. En ese instante también se desvaneció definitivamente la última esperanza que Franz Schwartz llevaba consigo. Entonces se dio cuenta de que ni Ellsie ni Izak volverían jamás a salir de la niebla. Aquí la gente seguiría subiendo y bajando, se abrazarían y se despedirían, pero él seguiría esperando. Cruzaría solo las vías y se quedaría mirando el tren que algún día lo llevaría también a él.

    Pensó en Šamuel Ascher cuando el tren ya había partido de la estación. El golpeteo regular de las ruedas y el resoplar del motor cansino estaba cada vez más cerca. El humo que se alzaba desde la caldera encendida era casi blanco, se extendía apenas por encima de los techos de la formación

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