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Divagaciones: Las Palabras Son Un Río
Divagaciones: Las Palabras Son Un Río
Divagaciones: Las Palabras Son Un Río
Libro electrónico263 páginas4 horas

Divagaciones: Las Palabras Son Un Río

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Escribir es un arduo camino que requiere de lectura constante como requisito. Adentrarse en el mundo de los libros, el inmenso campo abierto donde residen las ideas, los sueos, las construcciones mentales de otros seres, es navegar un ro, uno donde flotan las palabras. El autor de Divagaciones nos lleva a travs de un mundo diferente, el literario, proponiendo imgenes derivadas de las emociones, los afectos, los contratiempos y malestares que caracterizan la vida de todos.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento16 sept 2014
ISBN9781463392086
Divagaciones: Las Palabras Son Un Río
Autor

Eduardo Zazueta Quirarte

Eduardo Zazueta Quirarte es cirujano, reside en San Luis Potosí y complementa la práctica de su profesión con la escritura.

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    Divagaciones - Eduardo Zazueta Quirarte

    Copyright © 2014 por Eduardo Zazueta Quirarte.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 15/09/2014

    DERECHOS RESERVADOS

    2013, Eduardo Zazueta Quirarte

    ezazueta@att.net.mx

    Palibrio LLC

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Gratis desde EE. UU. al 877.407.5847

    Gratis desde México al 01.800.288.2243

    Gratis desde España al 900.866.949

    Desde otro país al +1.812.671.9757

    Fax: 01.812.355.1576

    671827

    Índice

    Prólogo

    Dedicatoria

    Divagaciones

    Dos poetas australes

    A Eglantina

    A Eduardo

    Prólogo

    Las palabras son un río, uno por el que todos navegamos. Nos forman, nos construyen, se impregnan de tal manera que no podemos desprendernos de ellas. Divagaciones es un intento de exploración del dilatado mundo literario, actividad sin la cual algunos misterios se nos escapan. Leer como aventurero, como cazador, capturando, recogiendo, guardando, escogiendo.

    Las palabras nos permiten el atisbo de aquello que estaba antes oculto; al escribir acerca de ellas y su entraña, vamos llenando huecos y, tal vez, al recorrer recodos inéditos, nos vamos superando.

    Amigo lector: en Divagaciones encontrarás raíces comunes a todos, caminos muchas veces andados por innumerables escritores, filósofos y poetas de todas las latitudes y épocas; también hay en este libro premoniciones de lo que es trascendental, valioso, hasta lúgubre o incomprensible. Son imágenes que nacen del vivir en la tierra, anclados, presos en un universo indefinible. Pero las palabras nos llevan, nos arrastran a confines más placenteros, donde quizá podamos ser otros, tal vez mejores, por la influencia constructiva de las palabras, las que son un río admirable, un río que contiene los secretos de la vida y de la muerte.

    Eduardo Zazueta Quirarte

    "Ladridos de metal en vez de campanas

    Cada minuto y medio"

    Francisco Hernández

    "…fue escrito con poca asistencia de los conocedores, y sin ningún apoyo de los grandes;

    ni en las suaves oscuridades de la jubilación, o bajo el cobijo de los refugios académicos,

    pero en medio de inconveniencias y distracciones, en enfermedad y en sufrimiento.

    … y éxito y fracaso son palabras vacías: yo, por lo tanto las descarto con fría tranquilidad,

    teniendo poco miedo o esperanza de la censura o el halago.

    He estado avanzando en mi trabajo, a través de dificultades, de las cuales es inútil quejarse,

    y lo he traído finalmente al borde de la publicación, sin un solo acto de asistencia,

    ni una palabra de aliento, o una sonrisa de aprobación"

    Samuel Johnson

    1755

    Dedicatoria

    No puede un trabajo como el que se encierra en este libro ser dedicado, excepto a sus fuentes, porque de algún manantial brotó. Todo río tiene un origen, un trayecto y una rada en la cual desvanecerse. ¿Y las fuerzas que controlan ese flujo, ese ir viajando lentamente?

    Este tomo es el producto de la colisión, el abrazo, la implosión conmovedora de tres vidas enlazadas: la de mi amada, la de mi hijo y la mía propia. Son inseparables, están embebidas en todo, en mi mundo, en mi interior, en mi pasado y, desde luego, en esta hora, esta fecha, este día.

    Gracias, mis entrañables compañeros de viaje; sin Eglantina y Eduardo, nada existiría.

    Divagaciones

    "La palabra se descorazona y cede el lugar

    a la expresión musical mínima, unitaria:

    ensalmo, estertor, convulsión: el Treno"

    Carlos Fuentes

    Hace tiempo que zarpó en una nube de polvo, se fue perdiendo hasta desaparecer en el reflejo de un olvido amargo. Se fue de golpe dejando el oro tirado, hecho añicos, no sé dónde. Ninguna otra palabra nació después, ni siquiera alguna que pudiera desecar el reservorio estancado. Las páginas cambiaron del blanco a un ocre adverso y no hubo otra solución que el olvido.

    La tinta se congeló y el deseo se petrificó; al no saber ablandar la dureza de la roca, no hubo aprendizaje, ni se logró enjugar la pluma con destilados de aire. Así, un hedor de años rodeó inmisericorde todo aquello que era transformar el deseo en palabras; a la manera de Louis Aragon, sólo se veían "esas misteriosas palabras tachadas ennegrecidas ahogadas en un cuaderno", y se les volvió la espalda.

    Tendría que ser una fractura enorme la que resquebrajara el muro, tendría que ser un terremoto, una visita al abismo, un desgarro esencial, inmedible e inesperado. Como un temblor de todas las hojas de todos los árboles que creara un silencio en el que las palabras, mudas, se agolparan y por las hendiduras del muro resbalaran lentamente. Nandino vio ese muro, lo rodeaba, lo encarcelaba, por lo que se declaraba "prisionero de la entraña negra / de estos muros sin rostro". Así se abrieron las puertas de la cárcel, así se volcó de pronto un lenguaje; así se descongeló la tinta y aceptó fluir nuevamente. Así parece huir la vida entre las manos, como tinta negra, para perderse en los parajes del escrito, haciendo lo que sabe hacer: desparramar lágrimas o pintura o no sé qué en el desolado campo, en el solitario hueco de una tumba abierta, en el silencioso yermo donde habitan los sabores más amargos, los que recuerdan el veneno tutelar de Mallarmé, que siempre estamos saboreando.

    A veces, sólo el dolor aflora en cada palabra que se vierte; sólo el lamento se ensaña con el cuaderno y únicamente el grito es escuchado en medio de silencios entrecortados. El frío de la muerte es especial, no requiere abrigo, se esparce y congela todo lo que toca, menos las palabras. El lenguaje inmune se levanta del cerco helado para convertirse en llanto solitario. "Soledad oh grito / de silencio entre mis brazos", escribiría Aragon al contemplar la dualidad del ruido callado, del grito sin aliento, del susurro mudo que tanto expresa.

    Las palabras fluyen, nacen decapitadas, brotan descorazonadas, pero flotan como cuerpos a la deriva en una Estigia que no conoce la luz del sol. Y se van mar adentro para perderse en la inmensidad donde reposan los restos de un naufragio, los maderos podridos de nuestros huesos. Ahí estarán eternamente, en ese pantano azul, oscuro, que es el fondo colector de todos los versos tristes, de las palabras que manan de las heridas más abyectas. Ahí, donde el Poema se viste de galas funerarias.

    Y entonces se camina al azar por las mismas calles, las de siempre, pero la mirada, antes aguda, es ahora nublada, borrosa, antigua. Y se cruzan portales hoscos donde la sombra del mediodía arde en su debilidad y resuena en los oídos un escarlata oscuro. Cada paso duele, lacera, hiere, estorba y cercena. Es el ocaso de un sol patético que había sido de oro anteriormente y presagia tiempos, quizá, más siniestros. Y se vuelve necesario plasmar en palabras aquello que oprime la mano y la guía sin sentido. Se pretende vivificar un poco el peso muerto que lastra al caminante y surgen en un goteo pausado algunas líneas, quizá también algunos versos, sin dirección, sin intención, desgarrados y desnudos. El tiempo pareciera estirar su anatomía y se prolonga inmisericorde; se lanzan a la nada frases que han sido escuchadas previamente: "Qué largo es morir durante toda una vida", exclamación proferida por nuestro conocido, Aragon.

    No, no es el fin, es un principio rancio de edades y experiencias; su sabor es el mismo de la plancha de autopsias. Ya ha sido probado y deglutido, siempre sabe igual.

    ¡Cuánta luz se exprime de un solo día de verano!

    ¡Tanto verdor opaco en las pupilas!

    ¡Más negrura de la noche en cada esquina

    En cada palmo

    En cada estrella titilante!

    Image6995.JPG

    "He lanzado mi poesía a la arena,

    y a menudo me he desangrado en ella"

    Pablo Neruda

    Y la palabra renace, surge de la marisma primordial, severa, cargada de significados, pesada, agreste, ruda. La palabra denudada, arbórea, la que ha escalado sus tonos mil veces, sin encontrar un púlpito suficientemente oscuro; se convierte en saeta y se clava donde más daño pueda inducir: en el costado, certera. Esto le ocurrió a la dulce Ana Ajmátova y lo escribió en su diario: "cayó la palabra petrificada / en mi pecho vivo todavía". Las palabras, un universo infinito de elementos incontables; muchas son blandas, otras suaves, pero las hay que viven del encono pues fueron engendradas en lo más tembloroso del espíritu. Traen ellas un halo de luz húmeda y asfixiante, no son buenas, resuenan en las noches más solitarias y obturan todo en el entorno. Una vez aceptadas, residen largo tiempo en el umbral de los deseos rotos o bien en el ático carente de iluminación que hay que recorrer a ciegas; se palpan los muros, se tocan las irregularidades del lugar y se hace un intento de describir aquello sin forma que no es otra cosa que el recuerdo de vidas truncadas, de sueños derruidos, de despertares lamentables y lejanos. Luego se encuentra una puerta y, al abrirla, ingresa la luz solar, plena, que hiere. Ajmátova veía "un día radiante y la casa desierta"; sus palabras son tuyas y mías, son de todos y de nadie; las más duras son las que manan despacio, sin placer, sin odio, sin ni siquiera preguntarnos nada.

    ¿Pero de dónde provienen esas palabras que concretan el mundo del escritor? ¿Cuál es ese origen incierto, aparentemente tan lejano? ¿Si parecen tener vida, cómo les fue infundida? No son la creación reciente del hombre culto, no son las expresiones nominativas del pueblo, no son las emisiones guturales del cavernícola en su necesidad de comunicarse. Son, según Michel Foucault, hijas del "indefinido murmullo de todo lo que se diría", también "ese gran ruido repetitivo… en carne y hueso", como el de los grillos en noches serenas o el de las cigarras en un bosque inhabitado; surgieron de un abismo de silencio, porque tenían que existir, porque una fuerza inexplicable empujó desde el arcano para materializarlas. Su origen es ignoto, misterioso, muy, muy antiguo y por eso están cargadas de significados, de interrelaciones y de símbolos.

    Las palabras flotan por ahí a la espera del osado que pretenda extraer la espada de la piedra, del decidido que clava la vista en una simbología extraña y poderosa que imanta y reduce a la esclavitud. Se tiende a tocarlas, sin saber a ciencia cierta si se está cometiendo un sacrilegio. El arrojado percibe que ha traspasado una frontera eterna, una que siempre ha estado ahí, y se convierte en explorador de un pasado tan añejo como sus mismos átomos. Tal vez, al trabajar con las palabras, se labora en un campo formado por sedimentos del polvo de las estrellas que, convulsionadas, explotaron en poderosas novas hace millones de años. Siente el juglar que ha pisado sobre el enigma más antiguo, sabe también que lo pagará caro y, adicto al fin, no lo lamenta, hurga ahí, donde otros lo hicieron antes, buscando, como Rafael Alberti, "en lo que deseáramos eterno por debajo de los escombros".

    El contacto ha sido hecho, escritor y palabra se enfrentan, para construir un mundo nuevo que nadie conoce; sólo el creador ha conjuntado la simbiosis correcta, la mezcla adecuada, la unión severa y altiva del conjunto de seres vivos, pululantes y diversos que son sus palabras. Cada que siente la necesidad de otra nueva, asciende a los riscos más difíciles en los momentos más tenebrosos y su mirada se cierne en un infinito desplegado en total inmensidad y ahí clama, ahí lanza el anzuelo, ahí cierra los ojos para no sufrir el vértigo de la altura y grita, como Álvaro Mutis: "Vine a llamarte a los acantilados". Algunas veces tendrá éxito, otras, las más, regresará inerme, con el deseo ya frío, la boca seca, la pluma rota sobre el papel inmaculado, el alma en espera de otra oportunidad.

    El eco, retumbo, sonido apagado y lejano, el trueno que se extingue, el clamor sin sentido que es la sombra del lenguaje, es todo lo que se escucha cuando, con atención, se quiere atrapar una palabra elusiva. El eco, espejo audible de una imagen volátil, llega en ocasiones y es luego descifrado por el poeta; es visualizado como un "destello incesante en el que repercuten los ecos de las voces", así es como lo observa Ángel Gabilondo, como una tenue luz que se niega a ser vista directamente, sólo es perceptible de reojo.

    Escribir es una atenta moción y una tensión que se sostiene indefinidamente, pues depende de esos seres enigmáticos, rebeldes, inasibles, como peces en fuga: las palabras, de las que todo está formado, cada hueso, cada ligamento, cada recoveco del ser; en vez de células hay en el interior palabras que integran un mar primitivo que colisiona eternamente con el infinito, con lo desconocido, aquello, lo más atrayente. Es, tal vez, Circe la que canta en el subconsciente de todo escritor; su melodía puede volvernos locos y hay que taparse los oídos con cera…

    Una vez capturadas, cuando menos algunas de estas palabras cautivas cantan, emiten sonidos armoniosos o discordantes; ensordecedoras o murmurantes, brillantes o apagadas… no importa. Todas son sus expresiones, variadas, irregulares, contrastantes. Se las posee, se vuelven repetitivas, a veces de una manera obsesiva. Todo explican y todo ocultan; abren todos los cofres y cierran mil candados; iluminan rincones y oscurecen habitaciones enteras; se dispersan sin ningún orden o, al revés, se alinean en un desfile nupcial que podría considerarse funerario. Así las describía Baudelaire: "Verás mis pensamientos como cirios en fila".

    Adquirido el dominio de la bestia, siempre cambiante, esfinge translúcida que obedece a algunos sin chistar, permite al escriba deslizar su pluma incesantemente y existen días, raros por cierto, cuando el río del lenguaje corre y corre sin destino ni meta clara, acumulando página tras página de palabras bien hiladas, sorprendentes, únicas, irrepetibles. Y es que algo se ha desprendido y la mano es entonces una máquina imparable; se disipa la obstaculizante bruma y se escribe de manera incontenible; el escrito es cada vez más certero, más concreto, más definido. Se siente esa dualidad, se está seguro de que algo ha dividido, fragmentado el espíritu y lo ha llevado al momento sagrado donde ocurre lo sorprendente. Valéry así lo expresaba: "De mi corazón separada la parte misteriosa, / y de sombríos ensayos se profundiza mi arte". Ahí la palabra es un arma de doble filo, no arma blanca sino negra, fabricada con un acero muy viejo, mediante la técnica del herrero primordial, la de Hefesto, el lastimado esposo de Afrodita. Es por eso que la herida que causa es tan dolorosa, el arma posee encono y la herida jamás cierra. Muchos poetas la han descrito desgarradoramente, entre ellos Louis Aragon, quien exclamaba: "No quiero seguir oyendo el cuchillo que desde siempre me trabaja / el corazón", o bien la Dickinson, quien centraba en una palabra destacada o, tal vez, en todas las palabras, la causa de su herida, al decir: "Hay una palabra / que lleva una espada".

    Esa herida es mortal, pero su efecto es lento, muy lento, parece prolongarse sin sentido. El poeta la sufre pero no sabe por qué ha sido elegido, por qué es único, por qué todo duele de la mañana a la noche, de la primavera al cierzo, del amanecer al último ocaso; Norberto de la Torre cree que su herida está, desde siempre, infestada, y la siente "como la rosa / de hielo que se clava en el corazón y lo tortura". El poeta sólo sabe que los dioses han tocado su alma, quizás por el designio de un Consejo Superior, injusto y artero. Nandino clamaba: "No hay minuto en que no muera" y Louis Aragon imprecaba casi del mismo modo, "Qué largo es morir durante toda una vida". Sin la aceptación de la enfermedad, sin aprender, sin avanzar, sin modificar el ámbito interior, no puede, no podría, haber arte; las obras son, irremediablemente, escalones hacia un piso superior, donde la tercera parca espera, la cercenadora, Átropos. El ascenso es fatigoso, proclive a la caída, pero la atracción es más fuerte. Así, la muerte lo preside todo y ensancha sus alas sobre las palabras que anudamos, con trabajo y sudor, con vivencias y recuerdos lastimosos. La muerte acallará los labios, cortará de un tajo el suspiro, colocará monedas sobre los ojos ya cerrados; "Pronto la muerte bajará mis párpados", anunciaba Nandino, teniendo en su haber la visión constante del final ya próximo y quizá deseado con intensidad, porque el sufrimiento despierta la gana de descansar y no sentir ya más. Se desea, se presiente, se anticipa, se saborea el color del infinito, lo desconocido que se intuye como un reposo a la manera del cuerpo que flota en el mar, en paz; la mirada perdida en cielos oscuros, tachonados de estrellas amigables. "Morir cuando llegue la noche de al fin morir", confesaba Louis Aragon; dulce es este verso, tranquilo, nacido de una paz anhelada… al fin morir.

    Salir completo con los pies por delante

    De la cueva antigua que habitamos

    Aunque tenga polines, andamios y derrumbes

    Se fue a explorar los confines con paso no firme, no decidido, no recio, más bien dudoso; la experiencia fue modificando el ánimo. La búsqueda es como a ciegas, da lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados ya que la inmersión es implosiva. No hay espacios más deleznables que aquellos que se nutren del vacío. No existen guías para el regreso ni caminos ciertos. Ahí hace frío, el rigor ártico propio de la muerte y parecería que témpanos flotantes se acercaran y se alejaran alternativamente. Villaurrutia navegó esos cauces congelados y retornó con versos que se antojan funerarios: "Y comprendo de una vez para nunca el clima del silencio"; quizá Tablada tuvo experiencias semejantes, unas donde no era hielo lo que insertaba miedo en su espíritu, no era polvo lo que cubría sus manos, no era oscuridad lo que cegaba sus ojos abiertos al universo interno, sino la inmensidad de la noche, con su impenetrabilidad. Él más bien retornaba de su viaje con un mensaje minero, como de una galería abierta a las alturas: "Volvías / con las manos vacías / tiznado del pavor / de la Vía Láctea".

    Y todo para qué

    Para surtir la alacena de palabras dignas de algún verso

    Que nacería algún día en medio de la nada

    Para qué, para danzar al ritmo de galaxias que ni siquiera hemos nombrado

    Para qué, para extraer los jugos misteriosos de selvas ajenas y urticantes

    Para qué, para enjoyar unos brazos unas manos que no reconocemos como nuestras

    Para qué, para consumir el tiempo como se consume la última brasa en un fogón helado

    Todo para qué, no se sabe nadie lo ha sabido porque al final queda siempre un hueco

    Un espacio un territorio yermo un mar infinito un cielo escarlata y la sensación

    De navegar a ciegas a ninguna parte

    Venimos de la nada y a ella tendemos nuestros brazos anhelantes

    Para qué, se dice nuevamente y se aprende que para el devenir vivimos

    El instante nuestro está engarzado en un collar eterno

    Cuyas piezas alguien asirá después

    Pero en ese viaje sin cartas de navegación hay momentos de calma y se recapacita; son paradas momentáneas, de intensa recapitulación; usualmente ocurren en medio de la calma, inmensa, de la noche que se instala en alguna región del alma. Entonces, sin saber de dónde, aparece "un raro vacío, / una inquietud sin razón", palabras de Juan Ramón Jiménez, estacionado en ese hastío que viene de explorar, hurgar, caminar por el sendero largo, inexpresivo, del poeta que tolera su designio. Somos eslabones de una cadena eterna y, al mismo tiempo, somos elementos de un tránsito, el pasar de algo que no comprendemos pero que nos aprieta el cuello sin matarnos y así, sentimos lo que Juan Ramón sintió cuando decía "y es un ahogarme suave… "

    La cadena no debe de ser rota. Nadie tiene ese derecho; se originó en un arcano que no conocemos, se extendió inmensa y apunta a un confín indefinible; siempre habrá quien agregue otro eslabón y grabe su firma en él. Así es que recordamos a estos herreros que nos han precedido, porque cumplieron su destino y gotearon en el lienzo un poco de sangre, algo de tinta y no pocas lágrimas. Su recompensa, saber que habrían de trascender con sus mensajes abiertos a todos y a la nada. Cada verso una oración callada, una confesión humilde. Versos desgranados al acaso. "Pero alguien… sin saberlo él, ni yo, alguien que no ha nacido / dirá con mis palabras su nocturna agonía". Así Villaurrutia enmarcó su epitafio que es el de todos los que escriben, todos los que pulsan, valientes, la pluma increíble, mágica, etérea, hecha de muerte y vida, de sangre y tinta: la pluma inefable del poeta, el que decide abrir sus heridas para congelarlas y que nunca cierren y otros indaguen en ellas algún día, quizás en busca de un espejo, de un gemelo, de un espíritu igual al suyo o cuando menos parecido. Quien así lo haga encontrará un hermano, un antepasado literario que legó sus restos al arte, para los demás,

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