Rosa y negro
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Hay almas que unen su fuerza y son solo una. Él pidió a Amelia que escribiera su historia, una historia de amistad, amor y paz. Sobre todo de paz.
¿Hay un límite entre la amistad y el amor? Ambos sentimientos pueden confundirse pero el encuentro de dos almas gemelas no tiene momento en el tiempo, no se busca ni se cree que realmente pueda existir. ¿Hay tantas clases de amor!
Amelia, la protagonista de Rosa y negro, descubre en la madurez de su vida, tras su fracaso personal, la amistad, la ilusión, el desamor, el dolor y cómo personas cuyas vidas pasan paralelas a través de casi cuarenta años, cruzan sus caminos en el momento justo, y sus almas se unen eternamente como una sola, sin importar el tiempo que hayan compartido o que hubieran podido compartir. Unen sus fuerzas y entre ellas ya solo hay paz. Entonces son conscientes de que ese tiempo habrá merecido la pena, por muy corto que haya sido.
Rosa y Negro es el título de un cuadro de la autora de esta novela. La vida no siempre es negra ni siempre es rosa, pero mezclando estos colores en la proporción justa se puede encontrar paz, equilibrio y armonía. Eso es lo que siempre buscó Amelia en su vida.
ANA MARTINEZ CORDOBA
Ana Martínez nació en Madrid en 1952, ciudad en la que siempre ha vivido. Estudió técnico de empresas turísticas, pero nunca llegó a ejercer. Su carrera profesional como artista plástica empezó en 1999, fecha en que realizó su primera exposición individual y que no ha interrumpido hasta el día de hoy, compaginando dicha faceta con la de secretaria de un bufete de abogados durante treinta años. Apasionada del arte, la psicología, la lectura y la filosofía. Es grafo psicólogo, grafólogo Infantil y comisaria de exposiciones. Ha realizado estudios de coaching, con PNL e inteligencia emocional y grafología aplicada a la selección de personal. Está casada y tiene tres hijos y un nieto. Rosa y negro es su primera novela.
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Rosa y negro - ANA MARTINEZ CORDOBA
Título original: Rosa y negro
Imagen de la cubierta de Ana Martínez y fotografía de la imagen de Gonzalo Cerezo Martínez.
Primera edición: Febrero 2016
© 2016, Ana Martinez Córdoba
© 2016, megustaescribir
Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España
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Contenido
Introduccion
I Antes que yo
II El niño de la calle Virtudes
III La década prodigiosa
IV Tiempo de tener, tiempo de perder
V Caminos que se cruzan
VI Un nuevo compañero de viaje
VII Cristina
VIII Un nuevo hogar
IX Días de sol, días de sombras
X El principio del fin
XI Un soplo de aire fresco
XII Se hace camino al andar
XIII Otro compañero de viaje inesperado
XIV La llegada de nuevos vientos
XV Un hogar definitivo
XVI El último viaje
XVII Viento del Este, viento del Oeste
Sobre el autor
A mis hijos Silvia, Javier y Gonzalo, a mi nieto Padi y a todas las personas que de alguna manera han pasado por mi vida y me han hecho ser como soy.
Introduccion
Es difícil saber cuál es el límite que separa la amistad del amor. Conocemos a alguien y aparecen una serie de sentimientos que manejamos bien: amistad, complicidad, confianza, respeto, aceptación de las opiniones contrarias, deseo de compartir buenos y también malos momentos, de enriquecernos mutuamente con los valores de cada uno. Certeza de saber que uno y otro estamos siempre ahí. Elegimos los amigos y los conservamos como un tesoro, cuidándolos cada día, fortaleciendo esa unión, aprendemos a perdonar y evitamos hacer daño con la intención de conservarla toda la vida, haciéndola cada día más fuerte, segura y sincera.
Y puede ser que un día te des cuenta de que poco a poco ese sentimiento cambia, aparecen nuevas sensaciones que cuesta controlar, se enciende un fuego en tu interior que empieza a quemar; sigue habiendo amistad, complicidad, ayuda, respeto y comprensión pero ahora hay un fuego que no sabemos cómo ni por qué se enciende, solo se siente y entonces necesitas la unión de los cuerpos, aparecen el deseo, la pasión, los besos, los abrazos, las caricias. Los sentimientos, el cuerpo y la mente de dos personas se unen y aparece el amor-deseo. Si la amistad se comparte con mucha gente, intentando formar grupos numerosos en los que cada persona pueda ser diferente y aportar su propia personalidad para el bien de los demás, en el amor-deseo todo se reduce a dos. Dos personas, dos cuerpos, dos mentalidades totalmente diferentes que deciden seguir un camino determinado, en un momento determinado, mundos diferentes que quieren ser uno y luchan por conseguirlo. Y también pueden aparecer los celos, las lágrimas, los enfados, la falta de entendimiento, el rencor, el desamor, la traición. Y de la misma manera que un día llega, también un día se va. Pero siempre esperas que si un fuego se apaga otro vuelva a encenderse y se puede encender con un cuerpo distinto, una mente distinta y unas circunstancias distintas. Se enciende y se apaga un número ilimitado de veces y siempre satisface y duele con la misma intensidad. Se va uno y esperas que aparezca el próximo.
Pero hay algo más allá, que no está definido ni con una línea ni con una palabra; no lo buscas, no lo conoces, no lo esperas, pero llega. No es la mente con sus sentimientos de amistad, ni el cuerpo con la pasión, el deseo y el amor. Es un alma igual que la tuya que te llena de paz. Solo pasa una vez en la vida y muy pocas personas llegan a conocerlo. Y cuando llega sabes que no habrá enfados, peleas, rencores, desacuerdos, incomprensión, intolerancia.
Las almas gemelas se unen eternamente y entre ellas solamente hay paz. No importa el tiempo material que estén juntas, unen su fuerza y siempre serán una sola alma. Eso es la paz.
Yo lo he conocido.
Me pidió que escribiera nuestra historia. Una historia de amistad, amor y paz. Sobre todo de paz.
I
Antes que yo
Siempre me han gustado los cementerios. Allí empieza la vida después de la vida. Para mí no son idea de muerte sino de vida. Hay vida en las flores que adornan con amor las sepulturas llenándolas de color. Hay arte en las esculturas, en las diferentes formas de las cruces, en los diferentes tipos de letras que recuerdan con frases llenas de cariño a los seres queridos que no están pero que de alguna manera queremos conservar en estos campos santos
donde sí hay vida y sobre todo hay paz.
Los árboles son vida, las plantas son vida, las piedras de las sepulturas son vida, el aire es vida, el sol, la lluvia, el viento ¿no son vida? ¿Y el recuerdo? Dicen que recordar es volver a vivir
.
Cada una de estas lápidas que cubren las sepulturas pueden contar la historia de todas y cada una de las personas que descansan bajo ellas, recordarlas es hacerlas vivir de nuevo en nuestros corazones porque las personas que viven en nuestro corazón nunca mueren. Podemos hablar de ellas y a través de nosotros las pueden conocer.
Hoy hace un precioso día típico del otoño de Madrid. Cielos inmensamente azules, celeste sería el color correcto; no hay ni una sola nube, el aire es limpio pero quieto, tanto que no altera los colores ocres, dorados, naranjas, marrones, amarillos, granates y verdes de los árboles, Y sobre todo sol, un sol que casi calienta y acentúa todos los colores produciendo una inmensa gama de tonos de cada color. Todo esto es vida.
El Cementerio de La Almudena es el más grande de Europa, en él descansan dos siglos de generaciones y dicen que hay más gente enterrada que la que vive en Madrid. Su inmensidad está llena de árboles diferentes, enormes; algunos con muchos años que han vivido etapas de la historia de la ciudad, otros recién plantados que conviven con miles de sepulturas antiguas, modernas, señoriales, sencillas, mausoleos, monumentos dedicados a personajes célebres que siguen estando entre nosotros en sus figuras de piedra.
La grandiosidad inicial deja de tener la frialdad de las primeras veces que se visita siempre por necesidad y se convierte poco a poco, a medida que lo frecuentas voluntariamente, en un lugar tranquilo, al que necesitas volver cada cierto tiempo para escuchar el ruido del silencio y sentir la paz, la soledad, la nada y el alma libre.
En la entrada principal hay una enorme reja negra de hierro, con una puerta de doble hoja central que casi siempre permanece cerrada y dos puertas laterales, la derecha para entrar y la izquierda para salir. A unos escasos 30 metros espera, imponente y majestuosa, la pequeña iglesia tricolor, ladrillo rojo, cemento blanco y pizarra negra, coronada por una cúpula puntiaguda que parece querer tocar el cielo y parada obligatoria antes del último viaje. A la derecha, siguiendo el camino en línea recta, paralelo a la verja que rodea el cementerio, a menos de 500 metros de la entrada, hay una rotonda, una fuente y un árbol que me indican que ya he llegado. Y siento que estoy en casa.
Los tíos que criaron al abuelo, Eduardo y Luisa, mis abuelos, Gonzalo y Amelia y mis padres, Gonzalo y María, esperan mi visita cada cierto tiempo. Mucha gente cree que allí no hay nada pero lo cierto es que cada vez que voy siento que también hay con ellos una parte de mí, mezclada con polvo y recuerdos en un lugar donde solo está la nada.
Siempre creí que Eduardo y Luisa eran los padres de mi abuelo, los apellidos coincidían con los suyos pero la inscripción sobre la lápida de la sepultura familiar me confundía: Vuestro sobrino no os olvida
. Una duda que nunca intenté resolver, ni desde mi niñez ni desde mi adolescencia. Pero hace algunos años, siendo ya bastante mayor y con hijos adolescentes, conocí una historia que en cierta forma cambió mi vida y me demostró las sorpresas que siempre puedes encontrar. Y fue más o menos así: un anticuario, amigo de mi familia, compró en una subasta un juego de doce copas de vino, de cristal rojo, con el borde dorado y las iníciales MM también doradas, por el que pagó una gran cantidad de dinero pero, como él dijo, se enamoró de él. Sintió curiosidad por la atracción que las copas rojas habían supuesto para él y preguntó por su procedencia:
- Pertenecieron a Matilde Moreno, una famosa actriz de su época, bellísima, culta y elegante, que se movía con gran soltura en las altas esferas políticas, sociales, culturales y artísticas, a quien de D. Ramón del Valle Inclán dedicó sus Soneto de Otoño y Soneto de Invierno, y que mantuvo con el Conde de Floridablanca, casado con una mujer de la alta sociedad madrileña y padre de tres hijas de corta edad, un largo romance conocido en su círculo más íntimo, fruto del cual nacieron dos hijos: Gonzalo y Luis, con quince meses de diferencia. Sus tres primeros años de vida vivieron cerca de su madre, bajo los cuidados de sus tíos Eduardo y Luisa, hermana de su madre y mantenidos económicamente por su padre, al que siempre conocieron y con el que pasaron muchas temporadas, como hijos bastardos pero compartiendo momentos de la vida de la familia de su padre. Un año después la madre desapareció y nadie volvió a verla nunca. Entonces Eduardo y Luisa adoptaron a los pequeños como suyos y les dieron sus apellidos: Fernández Moreno.
No puedo contarle mucho más porque a una Subasta llegan muchas piezas, de maneras distintas, poco claras a veces. Pero esta historia fue muy comentada y se la cuento tal como a mí me la contaron.
Y así concluyó la historia contada por el director de subastas al anticuario.
Esa fue toda la información. Cuando el anticuario recibió el juego de copas, volvió a comprobar la belleza que le había cautivado días antes. Había algo en ellas que le obsesionaba y la historia que terminó con la desaparición de una mujer en la cima de su éxito le cautivó, podía leerse a través del cristal rojo con reflejos dorados de cada una de las doce copas.
De repente, sentado en el Despacho de su tienda de Antigüedades, preguntó a su hijo Antonio, también Anticuario y que trabajaba con él:
- Hijo… Hace tiempo que tengo una idea en la cabeza y no consigo aclararla, ¿recuerdas a alguien que se llame Gonzalo Fernández Moreno?
- Pues claro, papá, fue el abuelo de Ana, mi mujer, el padre de mi suegro, contestó el hijo, un tanto desconcertado por la duda de su padre.
Por fin disipó su duda. Y así quedó todo.
Años más tarde visité Feriarte, la Feria de los Anticuarios, como venía haciendo en los últimos años. El padre de Antonio, al que recuerdo con un inmenso cariño por su gran calidad humana, su inteligencia, su exquisita educación, su amor por la familia y tantas cosas más, ya había muerto. El stand era magnífico, como siempre, repleto de valiosísimas obras de arte, cuadros, sillas, bargueños, relojes, porcelanas, dos mesas de madera y sobre cada una de ellas un enorme jarrón de cristal tan transparente que parecía que las varias docenas de liliums blancos, mi flor favorita, que podían contarse en su interior, flotaban en el aire impregnándolo de su olor embriagador y resaltando su color de manera especial sobre los oscuros de los muebles, los granates y verdes de las tapicerías y el azul claro de las paredes enteladas.
- Es increíble, cada año os superáis aunque parezca imposible, le dije realmente asombrada.
- Al menos lo intentamos. Precisamente, me dijo conduciéndome suavemente a una esquina del stand con su brazo sobre mi hombro, estos días me acordé de ti cuando buscaba en el trastero de la tienda lo que íbamos a traer este año. Encontré unas copas de cristal color rojo…Y me contó la historia.
Cuando era niña conocí a las hermanas de mi abuelo. Eran elegantes, educadas, sofisticadas; no tenían el mismo apellido pero, desde mis pocos años, para mí no era un hecho relevante, tenían los mismos ojos azules de mi abuelo, los mismos ojos azules que tenía su padre, que siempre estuvo cerca de él y de su hermano y que quiso que crecieran cerca de sus hermanas, como hijos bastardos, pero al fin y al cabo, sus hijos, incluso compartiendo veranos en la casa familiar de Navarredonda, un pequeño pueblo de la Sierra de Gredos, de Madrid.
Siempre fue el hijo del Conde
y así creció, con una educación especial, en un ambiente especial, pero se crió feliz con Papa Valo
y Mama Luisa
, sus tíos que siempre ejercieron de padres y vivió unido a sus hermanas y a sus familias. Conoció su origen y su historia y siempre estuvo orgulloso de ella, del lugar donde le tocó vivir y de la familia en la que le tocó nacer, sintiéndose querido. Parte de su herencia fue el amor y el respeto a la familia, a su familia que también es la mía. Con el paso de los años, su hermano Luis, igual que lo hiciera su madre, también desapareció, un día se fue y nunca se supo de él. No tenía los ojos azules como mi abuelo, sino negros, como su madre.
Y así yo conocí una parte de mi pasado. Lo acepté y también me sentí orgullosa. La vida sigue pero es importante saber qué ha habido antes que tú. Caminas mejor por la vida conociendo lo que hace que cada uno sea como es.
II
El niño de la calle Virtudes
A menos de 200 metros de donde está mi pasado, en línea recta, al otro lado de la iglesia, y a casi 500 de la puerta de salida hay una rotonda, con una fuente y un árbol bajo y ancho que da sombra a una sepultura. Es de granito gris, casi negro, bastante más alta que las que hay alrededor. No tiene ninguna cruz y en la cabecera de la lápida hay un recipiente de forma redondeada, todo de granito gris, casi negro, que contiene una docena de claveles rojos, varias ramas de helechos y una rosa roja. Al pie de la sepultura hay una jardinera vacía. Tal vez algún día habrá un rosal… Puedo leer:
LUIS DE FELIPE LASTACHE
Y su esposa
TERESA LASTACHE PASCUAL
No les conocí pero sé que Luis era alto, delgado, bien parecido. Tenía los ojos verdes y siempre llevaba sombrero, no porque fuera calvo, que realmente lo era, sino porque en esa época todos los hombres llevaban sombrero. Mi abuelo también.
Luis era un hombre de modales correctísimos, amable, educado, bastante elegante y capaz de crear en su hogar un ambiente feliz en una posguerra en la que todo era difícil. Era un hogar donde además de escasez económica había respeto, conversación, amor y buenos momentos que siempre intentaba que no le faltaran a su esposa, Teresa, y a único hijo, entonces de corta edad. Trabajaba en la RENFE, casi vivía en los trenes y viajaba constantemente; el tiempo que faltaba de casa, a veces más de lo que todos querían, intentaba compensarlo cuando volvía cargado de artículos que luego podían cambiar con amigos y vecinos, casi siempre comida y artículos de primera necesidad, lo que entonces se conocía como estraperlo
. Mi abuelo me contaba historias de estraperlistas y me decía:
- Dios quiera que no tengas que conocer nunca cosas parecidas
.
Aquella época coincidía con la adolescencia y con el final del servicio militar de mi padre que también me contaba historias vividas por él en el Hospital donde estaba destinado. Intercambio de comida, pobreza, miseria, dolor, oscuridad, inseguridad,