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Julia y Jorge, una madre y un hijo, dos seres unidos por una conexión especial, una historia de amor, dolor, ternura y esperanza. Acompáñalos por el viaje de una vida convulsa, rota, en ocasiones por el odio y el egoísmo ajenos a ellos. Hazlos parte de ti y tiéndeles tu mano.
A Julia cómo se esfuerza por llevar una vida normal a pesar de sobrellevar a un marido que lejos de sumar en su vida, resta. Al joven Jorge, que si ya de por sí es complicado vivir en una familia desestructurada, además debe lidiar con un enemigo inevitable, un compañero de clase que vuelca toda su ira en él, siendo víctima de acoso escolar. A pesar de todos los terribles sucesos para ambos, la fuerza que poseen y los pequeños maravillosos momentos que les dará la vida acompañarán con una sonrisa a esta agridulce pero bonita historia. Un relato que está basado en hechos reales.
Te hará reflexionar, te ayudará a lidiar con tu rutina y con tu vida en mayor o menor grado, pero no te dejará indiferente. Ya que las cosas hechas con amor nunca pueden ser malas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 may 2020
ISBN9788418362521
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    Sigo estando aquí - Juanjo Soriano

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Juanjo Soriano

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Fotografía de portada: Luis Pajuelo Coll

    Instagram: lupacoll_photography

    ISBN: 978-84-18362-52-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    ¿SE ACUERDA DE MÍ?

    El dolor, ese sentimiento que nos acompaña, en ocasiones días, semanas, meses o incluso años, hay personas que por gracia divina lo experimentan pocas veces, otras, como fue y es el caso de Julia y el pequeño Jorge, los abraza fuertemente y llega a ser un miembro más en sus vidas, pero no por eso tomaron el camino fácil y se hundieron; hay que tomarse el dolor como un aliado, un gran maestro, injusto, duro, dictador, férreo, malvado, pero un maestro a pesar de todo. Y en la vida hay un dicho que todos conocemos: «Lo que no te mata te hace más fuerte».

    Lo que me gustaría que aprendieras, querido lector o lectora, es que ningún mal dura cien años, que, a veces, por mucho que se empeñe en acompañarnos ese terrible y doloroso sufrimiento, que aunque parezca que haya tomado una copia de las llaves de tu casa, de tu corazón y de tu vida, apriétalo fuerte, respira y lucha, nunca dejes de luchar contra él. Que aprendas a vivir con su presencia y que nunca te dejes ganar la batalla porque en la vida, no podemos negarlo, te visitará y no una vez, vendrá a hacerte visitas a tu alma y a tu espíritu seguramente en innumerables ocasiones, y por desgracia tendrás que convivir con él, pero aprende de ello, sobre todo si tú has sido el causante de ese sufrimiento.

    Aunque la angustia ha sido otro compañero más en la vida de Julia, nunca se dejó arrastrar hacia el abismo, ni por ella ni por sus hijos, aunque en especial por su pequeño Jorge, ese niño con una sensibilidad especial, en ocasiones tan diferente al resto de sus otros dos hijos y más niños que ella conocía. Un joven que por poco o mucho que tuviera siempre lo ofrecía y compartía, brillaba con una luz diferente y especial al resto, y que en tantas ocasiones esas diferencias le acarrearían innumerables problemas.

    Nos vamos a situar a principios de los años 90. Julia había conseguido innumerables éxitos económicos, su entereza y su fuerza a la hora de trabajar eran todo un ejemplo a seguir para muchas mujeres y hombres, que con una familia a sus espaldas, la educación de sus hijos y con una difícil situación en su matrimonio la vida al menos le había agraciado con la gran tranquilidad de poder ofrecerles a sus seres más queridos el no tener que sentir todo lo que ella desde bien pequeña tuvo que padecer. Necesidad de tener que pasar hambre, de trabajar innumerables horas en una fábrica desde bien pequeña para llevar un pequeño sueldo a casa, que llegara una gran fiesta y que todas sus amigas y amigos puedan asistir con sus mejores trajes y vestidos, y ella no tener nada que ponerse, ni tan siquiera tener dinero para poder ir a comprarse unos sencillos y simples zapatos nuevos que a cualquier niña tanta ilusión le harían. Ella ahora era una mujer que de una simple trabajadora como la que más, con mucha tenacidad había conseguido ser encargada de una fábrica y estar en lo más alto. Y no solo esto, tenía un instinto insuperable a la hora de ver negocio donde otros no lo veían, ella fue de las primeras mujeres en su ciudad que decidió invertir en bolsa. Por todo esto y más, al fin, tuvo la casa que ella siempre quiso, intentaría darles a cada uno de sus hijos la oportunidad de tener cada uno su propia casa, lo que ella nunca tuvo y tanto le marcó. No por ello sin dejar de inculcar a sus hijos el valor del esfuerzo y de trabajar por lo que uno quiere, ella bien sabía que el dinero no cae del cielo y así se lo supo transmitir a su descendencia.

    Corrían buenos tiempos para Julia y los miembros de su familia, aunque pasaba muchas horas trabajando era una mujer que siempre encontraba un hueco al cabo del día para disfrutar de un paseo por las tardes para ir a jugar con su niño a los columpios que tanto le gustaban a Jorge. Esos pequeños instantes donde ella y su niño reían mientras el sol daba los últimos coletazos del día eran como una bocanada de aire fresco para alguien que se ahogaba, tal vez porque ella, en su niñez, no pudo disfrutar de esos momentos sencillos y a la vez bonitos junto a sus padres. Los tiempos no eran los mismos que hacía 40 años: cuando ella tenía la edad de Jorge ya tenía que levantarse al alba para ir a trabajar para poder llevar una pequeña ayuda económica y poder alimentar a su familia. En tiempos donde prevalecía el poder llevarse un poco de pan a la boca, no había cabida para las tardes junto a una madre y a un padre disfrutando del placer de los juegos. La vida que recordaba cuando ella era una niña distaba mucho de lo que podemos vivir hoy en día junto a nuestros hijos, nietos o sobrinos. Y con esto no hay que pensar que los padres de Julia, Jesús y Ángela, no la querían ni a ella ni a sus hermanos, por supuesto que lo hacían, era una época muy diferente. El amor de Ángela por su hija era incondicional, hasta daría su vida por ellos como casi cualquier madre en este mundo. Su padre, a su extraña manera, también la quería. Fue un amor diferente, tal vez un amor que a día de hoy lo veríamos hasta dañino, un sentimiento que evolucionó con sus idas y venidas a lo largo de los años. Puede que no fuera el padre perfecto, es más, distaba mucho de serlo, pero soy de los que piensan que somos la suma de nuestros aciertos, pero sobre todo de nuestros errores, y Jesús cometió errores, algunos terribles, aunque aprendió de ellos, casi siempre lo hizo llorando en la más soledad avergonzado por lo que había hecho.

    Era una tarde de últimos de marzo, pero un día señalado, Julia cumplía 40 años y como cada viernes, a las tres de la tarde terminaba su jornada laboral y ya disponía de todo el fin de semana por delante para descansar. Nada más salir del trabajo se dispuso a ir a comprar todo lo necesario para la cena, esa noche iban a estar casi todas las personas importantes para ella, todos juntos sentados a la mesa, incluso con sus dos fantásticas amigas Paquita y Sofía, que había venido de Francia. Los deleitaría con su estupendo asado de la mejor carne que podía comprar, agradecía enormemente esos momentos donde solo había risas y anécdotas mientras cenaban. Esa tarde, antes de todo, había quedado en pasar a por su madre Ángela, le había pedido que fuera a por ella para ir a visitar a una vecina suya de toda la vida, Antonia se llamaba, esa pobre mujer que acabaría viendo pasar sus últimos suspiros de vida en una habitación sola de un geriátrico. Julia disfrutaba de esos encuentros con las dos tomando un café y algunos pasteles que ella llevaba, que aunque sabían que el médico les había prohibido que Antonia tomara azúcar, la mujer los saboreaba como gloria bendita. Esos pequeños ratos con su madre y la amiga de ella resultaban gratamente afables, ambas deleitándose con tantas anécdotas divertidas que poseía aquella maravillosa, entrañable y divertida mujer. Aunque realmente lo que más le hacía feliz era el tener la ocasión de recuperar esos años en los que, por las circunstancias de la vida, no pudo disfrutar de su madre. Porque quién no ha llegado a una edad en la que ve que sus seres queridos no son inquebrantables al paso del tiempo, que por mucho que creas que son indestructibles y que van a estar ahí para siempre apoyarte y recibir su cariño, lamentablemente entras en una contrarreloj de la que nunca nadie puede salir victorioso.

    Eran ya las cinco de la tarde, había hecho la compra y ya había recogido a Ángela para ir a hacer la visita.

    —Julia, cariño, tengo ganas de ver a mis nietos, vamos a pasar antes por tu casa a ver si se quieren venir.

    —Madre, ya sabes que José Ángel no va a venir, no sé ni para qué lo dices, pero bueno, seguro que Jorge viene encantado.

    Y dicho y hecho, Julia se dirigió a su casa, no iba a ser ella la que iba a quitarle el deseo a su madre de ver a sus nietos. Subieron y como era de esperar, el adolescente José Ángel tuvo vía libre para aprovechar la ocasión de no tener que cuidar de su hermano pequeño e irse a tomar algo con sus amigos antes de la cena. Jorge, por su parte, se fue encantado al ver a su abuela. Además, sabía que podría disfrutar de un pastelito antes de la cena para merendar. Durante el trayecto hacia el geriátrico, su abuela, como cualquier otra, quiso saber cómo le iba todo a su pequeño nieto que tanto echaba de menos ahora que ya no vivía con ella .

    —Jorge, cariño, cuánto te echo de menos. Madre mía, del amor hermoso, si estás enorme. Bueno, cuéntame, ¿qué tal van las notas?

    —Bien, abuelita, todo muy bien…

    —Uy, no me engañes.

    —No, madre, no te engaña, la verdad es que es todo un cerebrito. Bueno, las matemáticas se le resisten un poco.

    —Ji, ji, sí, abuelita, es que tengo un poco de lío con las ecuaciones.

    —Y con los compañeros, ¿qué tal?

    —Bien.

    Ese bien resonó un tanto extraño en el coche, era casi inapreciable en el tono de voz esa respuesta, no alarmante, pero sí con unas pequeñas connotaciones diferentes que hicieron que madre y abuela se cruzaran la mirada pensando que algo pasaba.

    —¿Solo bien? —dijo su abuela.

    —Jorge, ¿ocurre algo en el colegio? No parece que lo digas muy convencido.

    —Sí, de verdad, tranquilas…

    Pero por caprichos del destino justo acababan de llegar al geriátrico y no pudieron indagar más.

    —Bueno, cariño, ya sabes que puedes hablar con nosotras de lo que necesites, que lo sepas.

    —Sí, mamá… —dijo en un tono despreocupado para no alarmarlas—. Vamos a ver a doña Antonia que seguro que ya está esperando en la puerta.

    Jorge, a pesar de tener solo doce años, era un niño inmensamente maduro para su edad, diferente a los demás chavales de su clase, aunque como todos, también tenía defectos. Casi siempre cometía el gran error de ocultar sus verdaderos sentimientos a los demás para no preocupar a nadie, era un niño que en su vocabulario no existía la palabra egoísmo. Al final, con mucho disimulo, consiguió convencer a ambas de que el día a día en el colegio era perfecto.

    Durante el trayecto, lo que comenzó como un día soleado cambió a un cielo negruzco y con apariencia de comenzar una terrible tormenta. ¿Podría ser esto el preludio de cómo acabaría el día? Julia salió primero del coche para abrir la puerta a su madre y ayudarla a salir, que comenzaban a caer pequeñas gotas de lluvia, pero no le dio tiempo, ya que Jorge se le adelantó y con sumo cuidado sacó a su abuela del coche.

    —Vamos, abuelita, cógete a mi mano.

    —Ay, mi niño pequeño, que se está convirtiendo en todo un caballero. Muchas gracias, cariño.

    A veces era sorprendente cómo con tan solo doce años, una edad en la que casi en lo único que pensábamos era en jugar, podía llegar a ser tan detallista en determinados momentos, aunque era bien sabido en toda la familia que esta actitud era innata en él desde bien pequeño. Cuando ya entraron al gran salón, doña Antonia ya se encontraba con una sonrisa de oreja a oreja que llenaba toda la habitación; hay gente que necesita mucho para ser feliz, pero no era su caso, esas simples visitas cada dos o tres semanas eran un gran soplo de felicidad para ella. Casi nunca nos acordamos de las personas mayores que nos rodean, de que también fueron jóvenes, que se emocionaban, lloraban, amaban y reían como lo hacemos nosotros y que el paso de los años no les quebranta ni prohíbe para que dejen de sentir igual o más, incluso. Y esos instantes junto a ellas era el mejor regalo que le podían hacer a una pobre mujer que ya se encontraba en la más dura y caprichosa soledad que le había amparado la vida.

    —¡Pero, bueno, ya estáis aquí! Ya temía yo que con este tiempo no ibais a venir a visitarme.

    —Pero qué dices, ya tiene que caer el diluvio universal para que no viniéramos a verte y además, te hemos comprado el pastel de tocino de cielo que tanto te gusta.

    —Ángela, no hacía falta. Pues, vamos, sácalo rápido y que no lo vean las enfermeras que ya sabes lo pesadas que se ponen con mi azúcar. Ja, ja, ja.

    Fuera caía una tormenta de mil demonios pero dentro solo se respiraba alegría junto a esas mujeres. Se dispusieron a ir a la habitación privada de la señora para poder disfrutar de los pasteles tranquilamente mientras oían el sonido de la lluvia que caía por los alrededores, un sonido que no silenciaba sus risas. Jorge escuchaba atento las conversaciones que tenían esas dos mujeres y se reía con ellas cuando doña Antonia contaba alguna de sus locuras de joven, locuras que en algunas ocasiones estuvieron a punto de costarle alguna que otra noche en un calabozo. Por la década de los 20 ser una mujer poco convencional y luchar por sus derechos no era como salir hoy en día con una pancarta y gritar contra lo que crees indebido. En esos momentos luchar por lo que creías que era justo y que hoy en día lo es podía suponer meterte en graves problemas, a veces incluso se arriesgaba la vida por tener tus propios ideales. Pero eso ya era el pasado y doña Antonia era una mujer sabía y siempre tenía una premisa que a todo el mundo se la hacía saber: que el pasado no arruine tu presente, no te obceques ni te regocijes en él porque te puede arruinar el futuro. La tarde con la mujer ya tocaba su fin.

    —Antonia, nos tenemos que ir, son ya las siete y media de la tarde, hoy es el cumpleaños de mi hija y tiene que preparar las cosas —dijo Ángela.

    —Felicidades, corazón, ya me podías avisar y te hubiera comprado algún detalle.

    —Tranquila, mujer. Vaya, ni me he dado cuenta de la hora madre, sí, discúlpenos, pero tengo que preparar la cena.

    —Tranquilas, ya sabéis dónde me podéis encontrar, un día intenté salir corriendo pero mis viejos momentos de atleta ya pasaron. Y de verdad, os agradezco tanto que vengáis a verme… para mí es… Anda, venga, marchaos, que no quiero que miréis cómo llora una pobre vieja.

    Y en ese momento, y casi al unísono, a los tres, desde lo más profundo, les salió un simple detalle que deberíamos practicar más a menudo hoy en día: la abrazaron. Ese

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