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Poder y destino
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Libro electrónico251 páginas3 horas

Poder y destino

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En el Valladolid de 1974, un año antes de la muerte de Franco, Amalia no responde a ninguno de los parámetros del éxito social o personal. Belleza, juventud, inteligencia… Pero descubre la droga más poderosa: el poder. Y el poder es el poder sobre la vida y la muerte. Así, se convierte en la dueña del destino de los que la rodean.

Poder y destino combina la ambigüedad moral de los personajes con una sucesión de giros sorpresivos del argumento. Con escenas cortas, su estética cinematográfica logra gran fuerza dramática.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 ago 2021
ISBN9788468560373
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    Poder y destino - Javier González Sanzol

    NACIMIENTO DE UNA DIOSA

    Veía algo en él más patético aún que su fracaso sin fin. Se besaron. Caminaban y se besaban. Ella sabía que era una locura. Y, sin embargo, había algo de ternura que inundaba su interior. El era tan joven, tan idealista…

    Estaban en las afueras. No sabía cómo habían llegado hasta allí. El le obligó a tumbarse en un descampado con algo de hierba y mucha tierra. Se puso sobre ella y comenzó a tocarla de una manera torpe, zafia. Ella le besaba y procuraba ayudarle. El le quitó los pantalones y se bajó los suyos.

    Amalia no quería algo así, tan prosaico, tan animal. Decidió ponerse encima, ralentizarlo todo. Pedro se echó a reír y se dejó hacer. Y cuando casi se había acomodado, pasó. Al levantar la vista, vio detrás un auténtico basurero, escombros de obra, alguna bolsa de basura y otras porquerías. Y casi tocando la cabeza del chico, un pañal sucio de bebé.

    Algo se movió en su interior. Tomó un ladrillo que había al lado y golpeó a Pedro en la cabeza, una sola vez, con todas sus fuerzas. Pedro no se movió. Puso cara de espanto, con los ojos muy abiertos, y soltó las manos. Ella creía que iba a devolverle el golpe, pero no se movía. Y a un lado de la cabeza se veía, a la luz de una farola cercana, una horrible brecha sangrante. Tenía los ojos muy abiertos y, de repente, al cabo de un instante que parecía un siglo, empezó a convulsionar y súbitamente quedó rígido, con una cara rara, contraída, que todavía conservaba un rictus de dolor y extrañeza.

    Ella estaba de pie, desnuda de cintura para abajo. Todavía tenía el ladrillo en su mano derecha. Y de repente se dio cuenta de que estaba muerto. Había sido algo tan rápido, tan inocente, que le asombró lo fácil que se puede acabar una vida. Sin pensarlo, sin esfuerzo, había cambiado el rumbo de una existencia, había irrumpido en el destino de un chico joven, con todo el tiempo por delante. Y no sentía nada, quizás orgullo, no sabía bien por qué. Posiblemente por haberse sentido, por una vez en su vida, importante.

    ANTES DE SER DIOSA

    Odiaba su nombre. Amalia. Unos le llamaban Amelia, otros según el día, Amalia o Amelia. A veces, hasta ella misma dudaba, como cuando le nombraba la señora Juliana, que siempre le llamaba Amelia, hasta cien veces al día, a veces Amèlie, en francés, para presumir de que su madre había trabajado veinte años como cocinera en un hotel en Marsella. Incluso llegó a pensar que se llamaba de las dos maneras, de la misma forma que estaba convencida de que dentro de ella había muchas personas, Amalias, Amelias, Amèlies, algunas terribles, otras tiernas, otras envaradas y espantosamente educadas y corteses.

    No era su nombre lo único que no le gustaba en ella. De hecho, había muy poco que apreciara de sí misma, o, por lo menos, de lo que se encontrara satisfecha.

    No era guapa ni fea, alta ni baja, gorda ni flaca. Su forma de vestir era vulgar, odiaba llamar la atención, así que escogía siempre la ropa más neutra, siempre pantalones, siempre ropa que no pasa de moda, blusas que no decían nada. Casi siempre vestía de negro. Le gustaba vestir de negro.

    En el instituto intentó pasar desapercibida. Pero se reían de ella. Era un poco torpe, más que nada debido a su timidez. Susana, la mala de la clase, repetidora, parecía una fulana. Presumía de ligar con todo el que se le pusiera delante. Hasta los profesores le tenían miedo. Siempre, a la salida de clase, respaldada por sus fieles, tenía alguna bromita para ella. Le llamaba la virgen, virginia, bollera, y todo lo que se le ocurría. Un día puso en la pizarra que en clase había una marimacho. Toda la clase se partía de risa y le miraban. Entró el nuevo profesor de química, muy jovencito, tímido, y al ver la pintada en la pizarra preguntó quién había puesto eso. Carcajada general, y miradas hacia ella, que había enrojecido hasta las orejas.

    Su única amiga que mereciese tal nombre era Carmen. Como ella, era tímida y apocada. La conocía del instituto, donde también había sido víctima de los insultos y desprecios de Susana y sus seguidoras. Tenía otras amigas, por supuesto, pero nunca nadie a quien pudiera hacer confidencias. Amistades superficiales. Carmen había estudiado la carrera de Filosofía y Letras y estaba haciendo el doctorado con una tesis sobre mitología griega y romana. Tenía un trabajo en la cátedra de filosofía antigua, un trabajo eventual como PNN. Con ella podía hablar de temas no tan superficiales como con la mayoría de la gente de su edad. Y sus conversaciones resultaban siempre enriquecedoras.

    Sus padres estaban obsesionados con que hiciese una carrera. Estudió derecho, se limitó a ir aprobando las asignaturas entre junio y septiembre. Era mediocre en todos los trabajos relacionados. De hecho, encontró muy pocos trabajos, todos aburridos y rutinarios. Lo de rutinarios le convenía, no le gustaba esforzarse en algo que no le atraía. Pero ninguno le duraba más de unas pocas semanas. Por fin encontró una ocupación a su gusto, en una gestoría de mala muerte, con muy poco trabajo y un pobre sueldo. Solo tenía que soportar a la señora Juliana, la dueña de la gestoría por herencia de su marido, que había muerto joven. Una persona entrometida y de carácter agrio, que la acogió como haciendo un favor a sus padres, con los que tenía una cierta amistad. La ventaja es que la señora Juliana no la agobiaba, y le daba libertad para ausentarse del trabajo siempre que quería. Quería ser independiente, llevar su propia vida sin que nadie se tomara la libertad de opinar. En realidad, no tenía ni idea de qué hacer con su vida.

    Ella no era como su hermana. Lucía era guapa, provocadora y muy, muy alegre. No había querido estudiar, odiaba la rutina, levantarse pronto por las mañanas y llegar a casa antes de la puesta del sol. Era la pesadilla de su madre, hasta que se casó, pero sabía camelar a su padre, que le consentía todo. Eso era lo que más le extrañaba, porque su padre era el adalid del orden y la rutina. Pero con una mirada, y poniendo la voz de pobrecita niña pequeña, era capaz de dejar a su padre babeando. Así fue hasta que se casó con Roberto, un tipo con dinero, deportista, dedicado en cuerpo y alma a sus negocios, no siempre claros, y un poco amanerado, que había conseguido cambiarla y hacer de ella una reina de la casa, que se dedicaba básicamente al dolce far niente que diría un italiano.

    Con todos estos pensamientos, sus pies le llevaban de manera autónoma, sin un rumbo fijo. Era jueves. Con el frío de febrero, no había casi nadie por la calle. Pero no quería ir a casa todavía. Su madre, siempre tan invasiva, recordándole sin nombrarlo su fracaso vital. Cuando quería imponerle su forma de ver la vida, sus esperanzas de que cambiara, le hablaba de su hermana. Lo bien que les iba, su maravilloso marido, sus hijos preciosos, su casa en la playa. Era repugnante.

    Vio un pub con unas mortecinas luces encendidas y entró. No fue nada premeditado. De hecho, no le gustaba beber alcohol y habitualmente no lo hacía más que por compromiso. Pero sospechaba que hoy era un día distinto.

    EL CLUB DE LOS

    CORAZONES SOLITARIOS

    La ruptura había sorprendido a Pedro. No se esperaba algo así, casi sin explicaciones. Cuatro frases, cuatro puñaladas que dejaban translucir un rencor sordo. Luego, Cecilia se levantó de la mesa sin prisas, dejó las 25 pesetas de su caña en la mesa y se alejó de la terraza del Cartablanca bamboleando las caderas un poco provocativamente.

    Pedro se sintió vacío, desolado. Las palabras de Cecilia le habían hecho mella. Era injusto. El mundo mejoraba cuando una minoría, más soñadora, más generosa, y también más consciente, decidía cambiarlo todo y hacer avanzar el mundo buscando la justicia. Pero, sobre todo, había sido un mazazo terrible perderla. Llevaban poco tiempo y se estaba quedando ya colgado de su figura maravillosa, de su belleza, de su inteligencia, de su carácter, de su forma apasionada y generosa de entregarse.

    El había sido pretencioso, se había pavoneado de su carrera, de sus escarceos en la política universitaria, de sus lecturas, de sus opiniones sobre todas las cosas. Y ella había comprendido que se había liado con un fantoche aburrido. Así se sentía en ese momento. Eran ya las once de la noche, y no tenía ganas de ir al piso. Jose y Mariana estarían haciendo la cena, tortilla de patatas como casi siempre, y no tenía ganas de dar explicaciones. Estaba mal, muy mal. ¿Estaría enamorado? El no creía en el amor, una invención burguesa para disfrazar las pulsiones, emociones, vivencias que se amalgaman en torno al instinto reproductor. Y sin embargo…Algo había removido Cecilia en su interior.

    Hacía frío en la noche, a pesar de ir muy abrigado, así que entró al local para tomar algo. Se pidió un pincho de tortilla con unos torreznos que comió con avidez, pagó y salió a la calle sin saber a dónde dirigirse. Vagó sin destino por la ciudad vacía. Cuando veía un bar, entraba y tomaba una copa. No era consciente de las calles que atravesaba, hasta que se encontró en las afueras de un barrio que no conocía, a un lado la tapia de un cuartel de ladrillos sucios, al otro, casas bajas, de dos o tres pisos, con rejas en las ventanas.

    Volvió por sus pasos buscando calles menos deprimentes. Entonces vio el letrero luminoso de un local nocturno. Entró y se sentó a una mesa en el rincón más oscuro del bar más oscuro. Estaba un poco borracho, pero todavía no había conseguido quitarse de la cabeza las palabras de Cecilia. Así que estaba dispuesto a seguir bebiendo hasta borrar ese mazazo de su cerebro. El bar parecía vacío, la música sonaba alta, y el camarero servía las copas sin levantar la vista de un comic erótico de Manara.

    A la tercera copa, la vio. No sabía cuándo había entrado, antes o después que él. Vio que tenía la copa casi vacía y le dijo al camarero que le llevara a la mesa otra igual, junto con la suya. Ella puso cara de extrañeza y miró a Pedro, que tenía una sonrisa bobalicona en la cara y se acercaba tambaleándose.

    —Si piensas que soy una puta, estás muy equivocado, así que ya te puedes largar con tus copas por donde has venido.

    —Si hubiera pensado que eras una puta, no te habría invitado. Te he visto tan sola, y yo estoy tan solo, que he pensado que no era mala idea hacernos un poco de compañía.

    —Claro, el club de los corazones solitarios, no te jode.

    —¡Así se llama una canción de los Beatles, ja, ja, ja!

    —¿Cómo? ¿Elclubdeloscorazonessolitariosnotejode? ¡ja, ja, ja!

    —Sí, y le sigue en el mismo disco con una pequeña ayuda de mis amigos. Pero eso es difícil, porque los amigos nunca están cuando los necesitas.

    —Yo eso no lo sé, porque nunca he necesitado a mis amigos.

    Y así siguieron, hablando y tomando copas durante un buen rato. Y mezclaban las ocurrencias más superficiales con comentarios llenos de la melancolía que los había llevado hasta allí. Cuando ya estaban bastante borrachos, comenzaron a besarse, protegidos por la oscuridad casi absoluta del local.

    Salieron del pub. Caminaban y se besaban. Ella sabía que era una locura. Y sin embargo…

    ¡JODER, PACHECO!

    —¡Joder Pacheco, qué envidia!

    —Mira, Ramiro, no me toques los cojones. Para un lío que hay en esta mierda de ciudad, y nos tiene que tocar a mí y a los míos un marrón como este.

    —Ni marrón ni leches, no te quejes. Por fin han matado a uno de los suyos, y a nosotros nos toca descojonarnos vivos. Mira que si, además, os toca pillar a un pez gordo, sería la leche.

    —No digas chorradas. Apareció en un descampado, con los pantalones bajados y un ladrillazo en la cabeza. Seguro que es un problema entre maricas. Pero claro, como habló tres veces en la asamblea de la facultad, y se le vio repartir cuatro folletos de los troskos, y a pesar de eso nos han endilgado el caso a nosotros. ¡Manda huevos! Estos son un grupo de pirados, y nada más.

    —Pues por el tema de los sarasas tampoco creo que tengas mucha suerte. Fíjate la novieta que se había echado el mozo.

    —Eso a mí no me dice nada. No será la primera vez que un marica lleva una doble vida y come carne o pescado según le vaya en el mercado. O que se saca unas pesetillas de putón. En fin, empezaremos por la novia, a ver qué nos dice. Desde luego, semejante ladrillazo no lo da una tía finita como esa. La brecha se la hizo alguien con mucha fuerza. Pero algo sabrá.

    Por cierto, quiero que los tuyos participen. No tengo claro todavía el rumbo que tomará esto, y no quiero descartar nada. Tampoco los vicios, incluidas las drogas.

    —A tus órdenes siempre, señor inspector.

    —¡Vete a tomar por culo!

    —Siempre detrás de ti. ¡Ja, ja, ja!

    CECILIA

    Cecilia se derrumbó al saber por qué le habían llamado. Estuvo llorando un buen rato. Pacheco le dejó desahogarse. Luego, comenzó a interrogarla.

    El día de los hechos, Cecilia había quedado con su novio a las siete de la tarde. La razón: quería romper con él. Le dio las razones, quizás demasiado rápidamente, porque nunca le habían gustado los numeritos del pobre novio abandonado. Y no, no tenía miedo de una reacción demasiado airada. Pedro no era violento, en absoluto. Lo que más le gustaba de él era su tranquilidad, su aplomo en todas las situaciones.

    ¿Qué por qué rompió con él? Porque solo le gustaba estar metido en casa, estudiar, charlar, leer, y todas esas cosas. A ella le gustaba salir por ahí, con amigos, ir al cine, bailar, divertirse. Y él siempre encontraba alguna excusa para no salir. Muchos fines de semana salía ella sola con sus amigas para no aburrirse con él en el piso.

    Ese día, después de hablar con Pedro, Se fue directa al Colegio Mayor. Estuvo estudiando un rato, vio un poco la tele, cenó y se acostó. Claro que podía demostrarlo. En la puerta del Colegio Mayor una monja anotaba sistemáticamente las entradas y salidas. Tardó mucho en dormirse. Esas situaciones eran desagradables, y la verdad es que apreciaba mucho a Pedro.

    Si, sabía que le interesaba mucho la política, leía libros de todo tipo, sobre todo novelas, pero también alguno de Lenin, Trotski y de ese estilo. Alguna vez le había prestado algún libro de esos, pero nunca había conseguido pasar de la tercera página. Eran un rollo.

    No, él no era de la otra acera, qué tontería. No le había visto amigos raritos ni nada parecido. Tampoco era consumidor habitual de drogas. Solamente un par de veces le había visto fumando un porro con sus amigos del piso. Ella no, no le gustaba ese rollo.

    El inspector siguió interrogando a Cecilia durante más de media hora, sin conseguir que cayera en contradicciones. Cecilia era una persona inteligente y a la vez superficial. Buena estudiante, nunca había intervenido en política, que se supiera. Tampoco en partidos medio tolerados, como PSOE, o más conservadores, como AP. Iba regularmente a las asambleas, pero no intervenía. Vivía en un Colegio Mayor femenino, sus amigas eran también buenas estudiantes. Había tenido varias parejas, y Pedro parecía ser el más interesante. El resto, jóvenes de buena familia, compañeros de clase que había conocido en la comisión de apuntes o bailando en una discoteca. Relaciones de dos o tres meses, normalmente rotas por ella, que no quería comprometerse tan pronto ni tanto.

    Sus padres, gente sencilla, comerciantes con una zapatería en Burgos, ganaban lo suficiente para que su hija estudiara enfermería en una ciudad como Valladolid y fuera a un Colegio Mayor como Dios manda, regentado por monjas. Su única hija, su orgullo en la vida.

    El inspector le advirtió que no debía comentar esto con nadie, ni salir de la ciudad, y la dejó marchar.

    JOSE, MARIANA Y LAURA

    El trío fantástico. Los tenía a los tres aislados, cada uno en una celda, más de dos días sin ver a nadie, excepto a un policía que les llevaba un bocadillo de tarde en tarde. Sin permitirles ver la luz del sol, sin un ritmo de comidas. Haciendo que perdieran la percepción del tiempo, del día y la noche. Estaban aislados y solos, el resto del mundo había desaparecido. No tenían ni idea de por qué estaban allí.

    Habían irrumpido en el piso a las siete de la mañana, justo antes de levantarse para ir a clase. Se habían llevado panfletos, libros y hasta una vietnamita. La vietnamita era una multicopista casera que había fabricado Pedro y servía para hacer panfletos, unos cincuenta por calco. La noche anterior habían estado hablando de la situación política, del salto cualitativo en la lucha por el socialismo revolucionario, en fin, de todo lo que les preocupaba y la interpretación que Jose les hacía, era el intelectual del piso y de la célula. Terminaron discutiendo por lo de siempre, Jose no había fregado los cacharros, y mañana le tocaba hacer la comida, etc., etc.

    Jose tenía miedo. Siempre había oído hablar

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