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Bastarda
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Libro electrónico166 páginas2 horas

Bastarda

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La pobreza no es solo la ausencia de necesidades básicas que permiten sobrevivir a quienes nacen en medio de ella. Es también el origen de abuso físico y sexual que causa traumas que las victimas llevaran por mucho tiempo o durante toda su vida.
En Bastarda, la autora describe un típico barrio pobre de Lima y lo que en los años cincuenta era considerado ‘normal’. Asimismo relata el efecto vital de un padrastro protector e inspirador.
La historia describe la situación de muchas mujeres que han sufrido abuso físico o sexual y sus efectos emocionales. La autora ha incluido en el relato parte de su vida personal. En sus palabras “No es progenitor quien engendra, ni es madre quien puede parir”.

El camino que recorre la protagonista incluye Lima, Quito, Santiago y Holanda. Su ruta es similar a la de otras mujeres de América Latina que abandonaron su país de origen luego de su matrimonio.

Bastarda es un relato que describe como las mujeres hallan la fuerza para sobrellevar y vencer los obstáculos que la vida les presenta desde la niñez.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 oct 2018
ISBN9780463812198
Bastarda
Autor

Nuria Garcia Arteaga

Defines herself as a mix of cultures and races.Award-winning Author/Novelist, scriptwriter, playwright; music composer, producer and singer, speaks 6 languages. Born in Peru, her father was African American, her mother Peruvian. While working at United Nations she met her husband, a Dutch diplomat. She graduated as Psychologist at the Catholic University in Santiago, Chile; pursued MA studies on international politics at Universidad de Chile. She moved to the Netherlands in 1982 and followed PhD studies on Pedagogy at Leiden University. Mother of 4 sons, she has travelled for her work in Latin America and Europe. Currently living in the Netherlands.

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    Bastarda - Nuria Garcia Arteaga

    https://soundcloud.com/gladys-nuria-jimenez-ramirez/bastarda-primera-parte

    De Chacra Colorada a San Isidro

    Las hojas, caidas hace unos dias, llevan impresas los colores del otoño. Mientras avanzo por la Avenida de Las Gaviotas, bailan en circulos a mi alrededor. Doña Rosario me sigue penando. Sus ojos dulces, su mirada buena, me vienen acompañado por cuarenta y ocho años. Lima queda lejos. Esta vez mi lapsus de memoria no podrá protegerme.

    La niña delgada de largo cabello y ojos rasgados toca la puerta dos veces, nadie abre. Vuelve a tocar con cinco ligeros golpes, no hay respuesta. Han pasado diez minutos y murmura el nombre de su hermana, nadie contesta. Pasados varios minutos vuelve a tocar la puerta y lo que oye son los boleros que radio ‘La Eterna’ propala día y noche. Cansada apoya la espalda contra la pared, se desliza hasta caer sentada en el suelo del corredor de losetas verde-gris. Hace frío, flexiona las piernas, coloca el rostro y brazos sobre sus rodillas. Son casi las diez de la noche, la puerta sigue cerrada. La Pancha se ha ido a dormir al comedor de diario, que está al lado de la cocina donde tiene su colchón. Su madre ha salido, ve la puerta del dormitorio ligeramente abierta, entra, toma la chompa que está sobre la silla, baja las escaleras y se acomoda en el sofá de la sala. En pocos instantes se queda dormida. La despierta el tintinear de botellas del lechero que cada mañana pasa a entregar su mercancía. Sigilosamente sube por la escalera, el dormitorio que comparte con su hermana esta abierto, Marina está en el baño. Apurada saca el maletín, el uniforme del colegio, la tenida de deporte, como puede agarra todos sus libros y se dirige al comedor donde los coloca en una esquina detrás de las cortinas.

    Entra al comedor de diario, saluda a Pancha, en la mesa ve la tetera humeante y los toletes todavía tibios. Se sirve un tazón grande de té Sabu que tiene ese olor a canela y clavo de olor. Mientras espera que se enfríe se asea en el caño de la cocina. La empleada la mira con pena mientras le alcanza el trapo que sirve de secador de platos y ollas. Regresa a la mesa, toma un pan y mira como la mantequilla se derrite al mezclarse con la miga del pan. Se apura para evitar a Marina y se despide de la empleada con un ‘chau Panchita’. En el comedor, medio escondida y sin hacer ruido se pone el uniforme, toma libros y cuadernos que según su horario va a necesitar ese día. Oye a su hermana bajar por la escaleras y decir ‘¿Tienes ya mi desayuno?’ Aprovecha que Marina está en el comedor de diario y sale de la casa cerrando la puerta sin hacer ruido.

    Lucio, mi medio hermano, es ocho años menor que yo. Antes de que naciera presencié el inmenso amor de mi padrastro por nuestra madre. Ella provocaba peleas con su padre que deberían estar en su memoria, el tenía entonces cuatro, cinco años. Imagino que para mantener la imagen santificada, con que ha barnizado la memoria de nuestra madre, debe de haber reprimido profundamente esos recuerdos.

    Yo tengo presente, como si fueran ayer, cada una de esas riñas.

    Una de las peores fue porque mi papá no encontró papel higiénico en el baño. Al iniciarse la discusión bastó una mirada de mi madre para que Marina, como un rayo, subiera al dormitorio y se sentara en la cama pretendiendo que leía un libro de geografía.

    - ¿Ves? ¡Aquí no hay nada!

    - Pero yo los vi desde el pasillo.

    - Te estas imaginando cosas.

    - Te repito, sobre la mesa de noche, habían tres rollos. En el baño yo tuve que ingeniármelas para limpiarme.

    - ¿Me estás llamando mentirosa?

    Mi papá hablaba con calma, mi madre gritaba como poseída. A las mamis de mis amigas, por mucho menos de eso, sus maridos les hubieran dado una sófera bofetada. Cada vez que ella tenía una de esas explosiones, mi padre la miraba con tristeza, iba a su mueble biblioteca, sacaba un libro y se sentaba a leer en el comedor.

    La amaba sin condiciones eso era claro. ¿Sería porque era de una belleza espectacular? Su breve cintura contrastaba con un busto que daría envidia a Jayne Mansfield o Anita Ekberg. Sus caderas eran amplias y caminaba de tal forma que cuando ingresaba a una sala o espacio donde hubiera gente reunida, se hacía silencio. Su piel era blanco-nacar, sus brazos sin vellos, su rostro tenia un parecido a Joan Crawford con una mirada penetrante y algo coqueta. Cuando movia la cabeza, la abundante cabellera de largos rizos negros le daba el aspecto de una estatua Romana en movimiento. Lo más impresionante era cuando bailaba. Teniendo como pareja a su hermano menor, tomaban el centro de la sala o club y a los compases de ‘La Cumparsita’ mi madre mostraba su enorme talento para bailar. Los aplausos que recibían eran respondidos por ella con una ligera y enigmática sonrisa. En una fiesta que se organizó en nuestra casa vi como mi padre la miraba con adoración. Era obvio que se sentía orgulloso de ella.

    Me había vestido con el traje de coctel que mi viejo había traído de Estados Unidos. Desde que hizo su ingreso en nuestras vidas, cada vez que regresaba de sus viajes llegaba con varias maletas de las que sacaba pantalones, shorts, blusas, vestidos, chocolates y juguetes. Me había cortado el cabello porque era brigadier de mi colegio y la directora decía que me veía mas ordenada. Caminé hacia la sala a esperar que Marina bajara para irnos a la fiesta de una de mis amigas de la Avenida Venezuela.

    - Hija, no puede ir a la fiesta vestida así.

    - ¿Porqué? Se ve muy bonita. –La voz de mi madre anuncia una nueva discusión-Marina tenía un vestido que se había mandado hacer con la costurera que vivía a dos cuadras de nuestra casa. La falda era estilo tubo y tan apretada que no sé como podía caminar con los enormes tacos que se había puesto. El escote del vestido le llegaba hasta donde se inician los senos. El moño que le habían hecho en la peluquería no le gustó y se había soltado el pelo. El ‘batido’, esa técnica que estaba tan de moda entre los peluqueros, no era otra cosa que enredar el cabello con un peine para darle volúmen. Suelto, daba la impresión de que la Marina venía de una pelea en la que habían intentado arrancarle el pelo.

    - Pero mi hija, Ud. tiene catorce años y va vestida como si fuera una señora mayor.

    - Es que ella ha tenido un crecimiento precoz. –Mi madre tenía respuesta para todo-

    - No hubo argumento para convencer a mi madre de que Marina se vería mejor con alguno de los cinco vestidos que mi padre le había traído. Lo vi mover la cabeza e irse a tomar una ducha. Mi madre se quedó en la sala oyendo la radio.

    Hasta hoy me pregunto que habría pasado si mi viejo se hubiera enterado de las golpizas que mi madre me daba sin que yo supiera porqué o si alguien le hubiera dicho que mi hermana también me pegaba usando el cordón de la lustradora. Su pasatiempo favorito era ponerme apodos, decir que me creía La Maja o una Princesa Inca, porque me aseaba con cuidado y usaba las cremas que mi papá nos traía de Estados Unidos para prevenir el acné.

    Cada vez que volvía de uno de sus viajes, donde trabajaba como encargado de limpieza en barcos de pasajeros con bandera Americana, mi casa se convertía en un hogar modelo, sin gritos, sin que me maltrataran. El paraíso duraba tres días o una semana según el tiempo que el barco estuviera atracado en el Callao. En el mejor de los casos un mes cuando mi viejo venía de vacaciones.

    Fue por él que aprendí idiomas. Empecé revisando a escondidas los libros en catorce idiomas que traía de sus viajes. Un día me encontró tratando de descifrar y entender la primera pagina de un método para aprender Mandarín. Las instrucciones a mi madre fueron que tenían que dejarme estudiar idiomas. Yo le había rogado por meses teniendo como respuesta una sonrisa burlona. Mi padre enfatizó que él pagaría los cursos, si ella se negaba a dejarme estudiar iban a tener un problema.

    Nunca le conté a mi viejo que todo el dinero que dejaba era guardado bajo llave en un ropero. A mi me daban lo necesario para pagar los cursos cuando a mi madre se le antojaba. Tenía que rogar en administración para que me dejaran asistir a clases. Era buena alumna y aunque tarde, siempre pagaba las mensualidades. Deben haberme tenido pena porque luego de unos minutos los encargados de caja o administración ponían el signo ‘V’ detrás de mi apellido y con eso podía entrar a las lecciones. Cuando mi viejo llegaba a Lima y preguntaba si se habían pagado las clases de idiomas, mi madre con voz dulce decía ‘claro que si’. No le quedaba más remedio que darme el dinero a escondidas de mi padre. Avergonzada me apresuraba a ir a la Alianza Francesa, el Británico o el Instituto Goethe a pagar lo que debía.

    Me gradué del colegio y mi madre fue tajante: si quería estudiar tenía que trabajar, ella no iba a pagar ninguna carrera superior. Hacia más de un año que mi papá no venía a Lima. De nada sirvió que la dirección de mi colegio la hubiera hecho venir para hablar sobre mi rendimiento escolar y los tres idiomas que había aprendido yendo diariamente a cursos por las tardes y noches. Ante la pregunta ‘Entonces usted entiende que es una jovencita muy especial que necesita ir a la universidad?’ Mi madre respondió con un breve ‘Si’. La directora no quedó convencida e insistió ‘Sería de lamentar que una niña tan talentosa no siga estudios superiores’. Mi madre me miró por un instante y se despidió de ella con un ‘Gracias, hasta luego’.

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