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Poderosa Zytho
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Libro electrónico835 páginas11 horas

Poderosa Zytho

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La ambición desmedida del ser humano por poseer la fórmula de Zytho provocará el desmembramiento de las cuatro congregaciones que conforman el reino de Cernnunos: Akinatin, gran señor de la montaña, protector de los trasgos, la congregación del subsuelo, una pequeña, misteriosa, mágica e invisible sociedad. Escatim, gran señor de las nieblas, protector de los nebulosos, la congregación que surca los cielos, seres etéreos, la bondad en si misma. Neutim, gran señor de los mares, protector de los spiros, moradores del océano, carentes de maldad, surgidos de un bello arrecife de coral. Arlatim, gran señor de las estepas, protector de los humanos, congregación sumamente estratificada cuya miseria es su carta de presentación.
Una gran batalla, un amor apasionado, la renuncia y el derramamiento de sangre pueblan la novela de sensaciones contrapuestas...
"Alzaos hermanos erguidos vuestros cuerpos elevad las miradas despojad el frío suelo derrotad con el alma las sombras del tiempo. Alzaos hermanos en nombre de los muertos portad vuestras armas con el postrero aliento empuñad vuestras dagas rasgad ese silencio."

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 oct 2014
ISBN9788461724772
Poderosa Zytho
Autor

Margarita Alvarez Alvarez

Dicen que nació en Oviedo en aquella época en la que el hombre llegó a la Luna. Vivió una infancia complicada, pues no pudo disfrutar de sus padres tanto como hubiera querido, aunque gracias a sus queridos gatos y a un reducido círculo de su familia, supo sobrellevarlo. Fue copiloto de rallyes sin gustarle nunca conducir. Trabajó de modelo hasta que conoció los límites de la irrealidad, y entonces decidió irse a Marte. Estudió administración de empresas sin vocación, trabajó unos años como contable, hasta que comprendió que uno debería dedicarse a lo que le apasiona. Conoció al chico de su vida, cuya felicidad impulsó su creatividad; entonces se dedicó a la pintura y expuso sus cuadros sin gustarle venderlos. Fue orgullosa mamá de sus dos hijos, junto a un marido al que ya conocía bastante. Y al fin, escribió un libro que guardó durante años en un cajón. Un mal día escuchó una gran verdad y, tras una discusión muy pasional, decidió dejarse llevar haciendo lo que realmente le gustaba. Sin miedo, ella misma.

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    Poderosa Zytho - Margarita Alvarez Alvarez

    INTRODUCCIÓN

    En los albores de la tercera edad, una congregación milenaria, cuasi eterna, de extraordinarios y desconocidos poderes habitaba los más bellos parajes de singular isla, de blando suelo, macerado por las abundantes lluvias, verde manto aterciopelado próspero en vegetación, recubierta toda ella cada amanecer por el misterioso cuerpo plomizo de la densa niebla que iniciaba su agonía al toparse sus entrañas traspasadas por los primeros rayos de un sol joven, aún trasnochador.

    Entonces, como si de la bella y misteriosa Atlántida se tratara, emergía con fuerza y majestuosidad aquella pequeña porción de tierra, convertida en hermoso vergel, en oasis, paraíso perdido donde el fruto prohibido, emblema de tentaciones (convertiríase en futuro no muy lejano en símbolo de encontradas pasiones, no siempre de elevada condición) pendía de las espesas ramas que conformaban la extensa pomarada que cubría casi por completo la isla.

    Corría el mes de septiembre, Setembur, época de recolecta y festines en la pequeña congregación. Con perfecta organización, los trasgos con sus cestos y cuerdas atacaban—como si de un ejército se tratara—la pomarada por sus cuatro flancos; mientras unos trepaban sin dificultad los robustos troncos, paseándose entre el ramaje con ayuda de las cuerdas y agitando cada caña con vigor, los otros, esperaban bajo ellos sobre la tupida y verde alfombra la caída de las manzanas para introducirlas en los cestos.

    Cada cesto colmado del codiciado fruto era transportado hasta el lagar, sito en el centro de la pomarada, pequeña caverna excavada bajo un macizo rocoso, se accedía a través de un portón de madera de roble, tallado con escrupulosidad, cuyos goznes de metal chirriaban al empujarlo permitiendo que una tenue luz bañase tímidamente una empinada escalinata que conducía a aquella estancia de tierra pisada donde tres maseras de madera, concienzudamente lavadas y desinfectadas, esperaban en penumbra la llegada de los cestos.

    Las jornadas de recogida de la manzana eran para la congregación días felices, de frenética actividad, amenizado aquel ir y venir con canciones tradicionales que decían así:

    El zumo de la vida

    preciado tesoro

    los hombres lo codician

    líquido oro.

    Sana mis heridas

    limpia mis poros

    zumo de vida.

    Preciado Tesoro. Canciones en las que dejaban patente aquel ansia desmedida de los humanos—esos ignorantes que moraban tierras adentro, allende el mar pierde su contorno— por conseguir la fórmula de su preciada zytho, oculta desde tiempos inmemoriales en las profundidades misteriosas, mágicas e inaccesibles de la Montaña Sagrada, mecano rocoso que dominaba el paisaje de la isla, morada vetusta del Gran Señor de la Montaña, Akinatin, ser atemporal, eterno, de apariencia humana y espíritu de dios, larga cabellera plateada que asemejábase a un manojo de rafia desparramándose sobre la oscuridad del manto, mirada azul intenso que sostenía aún con aplomo enormes y perennes bolsas similares a depósitos de lágrimas nunca derramadas; de nariz aguileña, rostro alargado y enjuto, asemejábase Akinatin cuando extendía sus brazos en cruz al águila imperial, majestuosa y todopoderosa planeando sobre la pequeña isla.

    Hallábase la morada del Gran Señor en la Cima Perpetua de aquella Montaña Sagrada, recóndito paraje, dominado por las artes mágicas de su especial morador. Allí reuniánse los Grandes Señores de las tierras del reino de Cernnunos (Dios de la fertilidad, la vida, la salud, conocido por los humanos como el dios cornudo, invocado por los druidas como Hu-Gadam, dios del mundo subterráneo y del plano astral) donde trataban todos aquellos temas que preocupaban a las congregaciones que conformaban sus dominios: los trasgos de la isla, los humanos en tierras continentales, los nebulosos surcando ambos cielos y los Spiros bajo las aguas. A través de sus artes adivinatorias y poderes mágicos, los Grandes Señores buscaban guiar los divergentes caminos de todos aquellos seres que cohabitaban el Reino, más o menos en paz; tarea ardua y complicada, ya que no les era permitido cambiar los destinos de las criaturas bajo los designios del gran dios. Eran los humanos los más problemáticos, su eterna codicia, sus ansias de conquista y su afán guerrero les convertía en pequeños seres ingobernables de difícil encauzamiento.

    Poseía Akinatin para sus ceremonias el Gran Fuego Sagrado que confería mágicos poderes a todos aquellos que, con el beneplácito de su amo, avivaban su llama, tornándoles visionarios durante al menos una hora.

    Bebían los Grandes Señores en sus reuniones la apreciada zytho, servida desde lo alto de una gran tina, un chorro potente que caía con fuerza en ornamentados copones de cristal, grabados cada uno de ellos con su nombre; así, la primera copa a llenarse pertenecía al Gran Señor de las Estepas, Arlatim; la segunda, de un magnífico color morado semejante al manto de su poseedor, pertenecía al Gran Señor de las Nieblas, Escatim; poseía la tercera un brillo estremecedor y perpetuo, copa perteneciente al Gran Señor de los Mares, Neutim; tenía la cuarta y última copa encerrado el sol en su base, lustrada con esmero, de hermoso porte, era la majestuosa copa de Akinatin, Gran Señor de la Montaña.

    Era zytho licor de dioses y Grandes Señores, considerándose el manzano como árbol del amor y la vida y su fruto aquel que atrae la suerte a los corazones desafortunados, era pues zytho reverenciado por sus poderes curativos, tanto de padecimientos físicos, como de males del alma, ahuyentando al Señor del Mal y eliminando las desgracias de aquellos que lo cataban.

    Akinatin gozaba, fascinado ante el comienzo de la recogida de los frutos y posterior fabricación de su licor, desde su invisible pedestal, allá en la alta montaña, observaba a sus pequeñas criaturas que como organizadas hormigas se afanaban en las labores de pañada, como ellos llamaban a la recolecta anual. Solamente Akinatin podía verles, percibirlos al detalle en su menudencia...

    I

    Pertenecían los trasgos a la estirpe de los malogrados Heliodos (antiguo pueblo devastado por los hombres de los que, apenas un reducido grupo conservaba su verdadera esencia), seres graciosos y zalameros, los trasgos apenas alcanzaban los ochenta centímetros, vestidos de rojo, con un diminuto gorro del mismo color, lucían una graciosa cola que salía de su pantalón por un pequeño pliegue realizado para tal fin. Coronaban su cabeza entre las marañas de pelirrojo y crespo pelo, unas protuberancias de apenas un centímetro, justo encima de sus largas y peludas cejas. Seres sumamente afanosos, cuya existencia se centraba en la industria de la zytho, pilar fundamental para la subsistencia de la congregación (cuyo número superaba los 4000).

    Pero no todos ellos se dedicaban a las honradas labores antes mencionadas, pues, algunos renegados, los menos, pequeño grupo de apenas 200, se dedicaban a saquear a las pequeñas familias, robando semillas y alimentos; eran los sumicios, maliciosos trasgos desdentados que desperdiciaban sus días en maquinar tretas inimaginables para conseguir aquello que en cada momento más desearan.

    Pertenecía la congregación al mundo del subsuelo, vivían en pequeños túneles iluminados por luciérnagas, donde se ubicaban los rellanos, cubiertos de plumas, que conformaban su lecho; unas oquedades practicadas en las terrosas paredes de las cavernas, almacenaban los víveres, que consistían fundamentalmente en semillas, diversos frutos del bosque y otros más elaborados como la compota de manzana, la miel de flores y el cabello de ángel. Los trasgos odiaban la carne, les parecía repelente imaginar a los humanos devorando un asado; el trasgo era básicamente vegetariano; muy de vez en cuando se acercaban a la costa e intentaban pescar algo, pero las artes de las redes no les bendecían en exceso.

    No poseían ganado, debido a su tamaño les resultaba harto difícil manejar a determinados animales domésticos, no obstante, algún que otro pato salvaje había sido domesticado por los más hábiles, y cohabitaban con una amplia colonia de codornices que les proporcionaban unos hermosos y dulces huevos (perdición de los sumicios, que en incontables ocasiones habían sido sorprendidos en loca carrera tras haber sustraído una considerable cantidad directamente de los nidos).

    Además de dedicarse con esmero a la fabricación de zytho, los trasgos cultivaban flores, creando preciosos jardines, de gran belleza y colorido, que dotaban a la isla de un esplendor inusitado.

    Los trasgos no constituían familias, seres de naturaleza independiente, cuyos lazos afectivos se regían más por una cuestión de necesidad— así pues, un trasgo que deseara tener descendencia, buscaría la hembra adecuada, si ella aceptaba, por supuesto(pues no era una sociedad machista) y ambos establecerían un acuerdo por el cual un nuevo vástago poblaría la isla—, esto no quiere decir que el amor no existiera entre ellos, pero los trasgos eran seres prácticos, cuya forma de vida organizada apenas permitía concederse tiempo para otros menesteres.

    Su pequeña, misteriosa, mágica e invisible sociedad, para ojos no dotados de la sensibilidad y poder necesarios, poseía una férrea y marcada estructura; cada cual conocía perfectamente su cometido dentro de la congregación, así como el lugar que en su seno ocupaba. No era una sociedad clasista, pero indudablemente existían dos grupos bien diferenciados:

    Los trasgos laboreros (jardineros, lagareros, excavadores de túneles, recolectores) conformaban el grueso de la congregación y el colosal pilar sobre el que se sujetaba su bien organizada sociedad, cuya lacra hiriente eran los sumicios (que tantos problemas acarrearían en su afán saqueador y su avaricia desmedida).

    El otro grupo, mucho menos numeroso, apenas unos 40—más bien ínfimo—, eran los trasgos Heliodos-Magos, ellos poseían el poder de volar con su mente y transportar su esencia allá donde necesitasen, realizaban pócimas secretas y eran los catadores oficiales de zytho una vez fermentada. Viejos pupilos de Akinatin, reuniánse con él una vez al año para entregarle dos tinas de la nueva cosecha y realizar los rituales de bendición. Destacaba en este grupo, un trasgo de apenas 70 centímetros, que ya sumaba los ochenta lustros en su frágil y menudo cuerpo; era Heliter el Gran Mago de la congregación, el mentor, el líder, aquel que guiaba y aconsejaba a los suyos con suma prudencia y dedicación, confeccionaba sus pócimas a base de una raíces que los Nebulosos le traían de tierras continentales y entregando un tarro a cada uno de los 39 Heliodos-Magos les encomendaba la ardua tarea de curar los males que en el momento afectaran a los miembros laboreros de la congregación.

    Sentíase Heliter profundamente orgulloso de sus pupilos, 21 trasgos macho y 18 trasgos hembra, todos ellos tocados en su diminuta nuca por la estrella sagrada de cinco puntas (aquella que formaba zytho al derramarse sobre los copones de cristal en las ceremonias de los Grandes Señores), mágicamente, sólo unos pocos afortunados nacían con ella, por tanto, ya desde su primer día de vida se conocía su destino, iniciando a muy temprana edad su preparación, estudios de alquimia, cábala, runas, conocimientos de plantas y raíces medicinales y sobremanera el desarrollo del poder de la mente durante diez lustros, que culminarían con su nombramiento de ilustre Heliodo-Mago de la congregación.

    Era pues la congregación una sociedad bien establecida, próspera, perfeccionada, habiendo casi alcanzado la ansiada cima del autoabastecimiento, a no ser por el necesario comercio con los humanos, intercambiando su zytho por leche, único alimento que ellos necesitaban y no poseían, pues su menudo cuerpo de estructura ósea bastante débil precisaba de un alto aporte cálcico. Por ello, aunque aborrecieran a los humanos y nunca ante ellos mostraran su apariencia física, tal vez en cierto modo por cobardía, se resignaban ante aquel intercambio, y aceptaban que debía continuar por resultar vital para su subsistencia.

    II

    Sobre una costa escarpada, de negros y verticales acantilados, levantábase misteriosa y lúgubre la silueta del castillo de la tribu de Renar, cuyo reino abarcaba gran parte de la costa continental.

    Tierras adentro, a cada paso el terreno tornábase más árido, abandonando su verdor y el reino de Renar confundíase con el territorio de los salvajes mercenarios, donde la oscuridad y las tinieblas invadían cada palmo de terreno, regado por la sangre de multitud de valientes guerreros que en la infructuosa conquista perdieron su corazón atravesado por una jabalina, arma preferida de los salvajes y soeces mercenarios.

    Era la tribu de Renar un pueblo sumamente estratificado donde la figura del guerrero era considerada una especie de semidiós. Conformaban una sociedad clasista dividida en cinco grupos fundamentales:

    Los druidas, apenas media docena, decían ser descendientes de un Ser Supremo, se subdividían en tres rangos: el profeta, los bardos y los sacerdotes.

    En Renar únicamente existía un druida profeta—mano derecha del Señor del castillo y su fiel consejero—, Raveniz, convertido por Megan de Renar en juez Supremo de la tribu y en educador del pequeño Mekan de Renar , al cual le impartía lecciones de física, matemáticas, astronomía, leyes y largas charlas sobre la inmortalidad del alma.

    Tres bardos tenían como misión conocer las misteriosas cualidades de las plantas, confeccionando con estas ungüentos y pócimas curativas para su Señor, eran pues, Preo, Leo y Skan los sanadores del castillo.

    Por último, dos sacerdotes, Rian y Prean culminaban este reducido grupo de druidas, se encargaban éstos de realizar su particular culto a la naturaleza en el bosque de los Druidas, consagrado a la luz, evocando a Belenor (dios de la luz y protector del ganado), a Branwen (divinidad del amor, la belleza y la luna), a Hu-Gadam, emulando a los Grandes Señores, a Epona (la diosa-caballo que acompañaba a las almas en su viaje final), plenamente convencidos de que la muerte constituía únicamente un cambio, el paso necesario a otra dimensión superior, y así se lo inculcaban a todo su pueblo y allende tierras adentro donde, en su juventud, osaran predicar y algún extraviado escuchara sus invocaciones.

    Además de los druidas, un reducido grupo de nobles permanecían asentados en castillo, formado principalmente por damas arrogantes y superficiales y caballeros melifluos y afeminados, cuya labor consistía únicamente en acudir a fiestas y acompañar a Megan de Renar y a su heredero Mekan de Renar.

    Más numeroso era el grupo de los comerciantes, éstos, gente sin escrúpulos, traficaban con armas, pieles curtidas, esmaltes, tapices, bordados que conseguían a base de tretas miserables de los humildes trabajadores de los talleres, quienes se afanaban de sol a sol sin apenas recompensa, vendiéndolos luego principalmente a los mercenarios que pagaban por ello ingentes cantidades de monedas de plata, así como hermosos corceles. Eran estos comerciantes, en realidad, el grupo que mejor vivía dentro de la tribu de Renar, pues contaban con el beneplácito de su Señor, en cierta medida, sobornado y sobremanera subyugado ante los hermosos caballos que le regalaban y que él coleccionaba como si de piezas de exposición se tratara.

    Existía un último grupo, miserables masacrados que malvivían trabajando de sol a sol en los campos—los menos—, o en los talleres artesanales pertenecientes todos ellos a Megan de Renar, talleres de lana, curtidoras de piel, alfarería, talleres de esmaltado, de tapices y bordados, y por encima de todos ellos, la gran riqueza de Renar, los talleres de metal con sus enormes fraguas donde los nobles trabajadores minaban su salud y sus fuerzas día a día...

    Estos hombres, castigados y engañados vilmente por los astutos comerciantes, realizaban piezas realmente bellas a cambio de una jarra de cerveza y un mendrugo de pan. Eran prácticamente esclavos, pues no podían elegir su destino, y muchos soñaban con esa isla misteriosa, bendecida por el Gran Señor de la Montaña, donde seres invisibles y mágicos trabajaban la manzana para extraer el refrescante y benefactor zytho que únicamente algún que otro privilegiado había conseguido saborear.

    Era Renar un territorio siniestro, lúgubre, de callejuelas plagadas de inmundicia y ratas por doquier, los orines formaban hediondos riachuelos que desembocaban en la mar cercana. Los sanadores tenían por aquel entonces un trabajo infatigable, pues numerosas infecciones provocadas por la falta de higiene amenazaban a la población.

    Estaban los bardos desde hacía tiempo obsesionados con zytho, capaz de sanar numerosos males, de purificar y contrarrestar las infecciones, de frenar la peste. Los comerciantes conseguían la zytho por el trueque con los trasgos, pero, Megan de Renar no permitía a los sanadores utilizarla en sus pócimas. Anhelaba el Señor del castillo la preciada fórmula que aquellos estúpidos seres se negaban a entregarle, él sabía que algún día no muy lejano conquistaría aquella tierra y sometería al Gran Señor de la Montaña entregándole éste el tesoro que tan celosamente guardaba; Megan sonreía, pues conocía la existencia de un grupo de rebeldes dentro de la congregación de la isla que serían fáciles de sobornar. Nada o poco le preocupaban al Señor los males y miserias que invadían a su pueblo, la despreocupación impregnaba por completo los gruesos muros del castillo. Megan, rodeado de estúpidos y aconsejado por un druida cruel y avaricioso centraba su existencia en banales menesteres.

    Mención aparte para los guerreros, adorados por todas las clases sociales, conformaban un grupo de élite dentro de la tribu de Renar, habitaban en los aledaños del castillo, en cuyas cuadras reposaban amorosamente tratados sus negros corceles, compartiendo lecho con aquellos otros pertenecientes a Megan de Renar. Todos ellos poseían bellas monturas decoradas con esmero y bello colorido, con incrustaciones de piedras preciosas. No menos bellas eran sus armas, todo guerrero que se preciase poseía una espada cuya empuñadura era única y un puñal, tal vez menos llamativo que la espada, pero no por ello menos importante para su propietario. El guerrero jamás se desprendía de su cota de malla y su casco decorado con motivos bélicos a juego con sus rodilleras. Destacaba su magnificencia a lomos de sus corceles, su alta estatura, una gran complexión y musculatura, sus profundos y fríos ojos azules que en ningún momento mostraban un ápice de compasión, coronada su cabeza por sedoso cabello rubio y ondulado, y un amplio mostacho que cubría por completo su boca, borrando cualquier tipo de sonrisa, conformaban la estampa de aquellos semidioses de carne y hueso.

    Había alguna que otra mujer guerrera, aunque eran las menos, igualmente admiradas por su pueblo a la par que temidas por sus enemigos, imponentes hembras cuyas cabelleras cobrizas y acaracoladas se deslizaban suavemente sobre su pecho. Poseían las mismas armas que ellos y algunas eran incluso más fuertes y vigorosas que sus compañeros, perfectamente instruidas en el arte de la guerra.

    Los guerreros varones se dedicaban en tiempos de paz a la caza y las fiestas junto con los nobles de castillo, sin embargo, ellas, cultivaban su mente practicando la meditación y acudiendo a las sagradas ceremonias del bosque convocadas por los sacerdotes druidas, quizás de esa forma podrían llenar el vacío que les producía—máxime en tiempos de paz— el no poder ser madres, pues habían jurado ante el Señor de Renar absoluta dedicación en la defensa de sus tierras.

    Poco les importaba a estos elegidos de la fortuna la mísera situación de su pueblo, luchando por subsistir en tan injusta sociedad que le apartaba a un lado del camino como escoria inservible cuando, en realidad, ellos constituían el pilar básico de subsistencia de la tribu de Renar.

    III

    Ajenos a un mundo perdido allende los mares, los trasgos celebraban como cada año su tradicional fiesta de la Pañada.

    Una vez recogida, lavada, seleccionada y depositada toda la manzana en las maseras del lagar, los pequeños procedían con suma ceremonia a extraer aquellas artesas, sujetas a enormes cuerdas de las que tiraban centenares de laboreros, las izaban lentamente con la ayuda de unos rodapiés, labor costosa acompasada por los continuos jadeos y palabras de ánimo. Muchos no comprendían, sobremanera los más jóvenes, porqué no subir a la superficie las maseras vacías y proceder luego al llenado y limpieza del fruto, pero, este rito ancestral con el que comenzaba la fiesta de la Pañada exigía la costosa ascensión de cada artesa henchida de manzana, representación de Hu-Gadam que ascendía como antaño del subsuelo para convertirse en el dios supremo Cernnunos rememorando la fertilidad del fruto del que brotase después la zytho divina.

    Una vez depositadas las maseras sobre la pequeña explanada central, ante los portones cerrados del lagar, un joven colocaba una hilera de manzanas confeccionando un círculo perfecto a su alrededor; el escenario de la ceremonia de pisada estaba constituido.

    Heliter bendijo con suma suntuosidad el fruto contenido en las maseras con estas palabras:

    Bendigo por Hu-Gadam, Dios del subsuelo que ascendió convertido en Cernnunos evocando la fertilidad, este fruto del que manará zytho...Así sea

    Con perfecta sincronización un así sea fue emitido por el conjunto de gargantas que allí permanecían reunidas. A continuación, los miembros más jóvenes de la congregación, con sus pantalones de fieltro rojo arremangados hasta más arriba de la rodilla, se introdujeron en el interior de las maseras. Sujetas a la planta de sus pies por medio de cuerdas, portaban unas planchas de madera de cuya base surgían multitud de afilados pinchos. Breves instantes de silencio dieron paso a una algarabía general, momento en el que los jóvenes comenzaron a realizar todo tipo de cabriolas y volteretas, saltos y más saltos sobre las sufridas manzanas que poco a poco se iban convirtiendo en una pulpa anaranjada y pegajosa. Las cabriolas continuaron durante horas amenizadas por cánticos y bailes tradicionales alrededor de las maseras, solo cuando el fruto olvidó su forma, los jóvenes con enormes risotadas abandonaron su labor cumplida mientras sacudían la fina pulpa adherida a su piel.

    El baile y los cánticos se prolongaron durante toda la noche, aún estival, hasta bien entrada la madrugada. La congregación ebria y derrotada transportó las maseras henchidas de pulpa al interior del lagar donde reposaría hasta el siguiente amanecer.

    Los trasgos exhaustos culminaban así, con el rechinar de la puerta que clausuraba la entrada al lagar, la fiesta anual de la Pañada, llegaba el momento del merecido reposo. Toda la congregación desapareció en las oquedades de sus infinitos túneles como engullidos por arenas movedizas, avanzando entre luciérnagas como autómatas de mirada trasnochada hacia sus respectivos lechos de plumas donde permanecerían hasta bien entrada la tarde.

    Únicamente los lagareros despertarían horas antes para acudir al lagar a remover la pulpa como previa preparación al prensado.

    IV

    Los lagareros introducían con sus manos pequeñuelas y regordetas la masa en el lagar, instrumento de madera de forma circular, el cual, accionando una palanca, se encargaba del prensado dando vida al sabroso zumo, que pasaba a través de unas rejillas para depositarse directamente en las pipas sitas en el suelo terroso. Allí permanecería durante unas quince jornadas, en un proceso denominado fermentación tumultuosa, ebullición producida por el fermento y el ácido carbónico que provocaba la ascensión a la superficie de la pipa de las espumas que un trasgo se encargaba día tras día de limpiar con un paño húmedo hasta la culminación del proceso. Consistía aquella labor de limpiado, una tarea de suma importancia, pues de no realizarse, la espuma viajaría hasta el fondo de la pipa atravesando el líquido y ensuciándolo.

    Así, transcurridos los quince días, momento en que la pipa trasvertía un líquido limpio y sin espuma, los lagareros daban por concluido el proceso de fermentación tumultuosa, dando paso a un proceso mucho más pausado denominado fermentación complementaria. Un periodo que duraba unos tres meses, durante los cuales los lagareros estudiaban la temperatura del líquido y sus posibles reacciones, mimándolo como si de un prematuro bebé se tratara. Las pipas permanecían cerradas con tapones de buen corcho, guardián protector de un nuevo ser que iniciaba su formación, un ser líquido, con vida propia para sus hacedores que les otorgaba renovadas ilusiones y la satisfacción del trabajo cumplido.

    Eran meses de tranquilidad, de pausada espera, el lagar era visitado asiduamente por los lagareros; de vez en cuando, Heliter bajaba las escaleras con parsimonia y bendecía las pipas con suma solemnidad: Que el dios aquí depositado se convierta con la ayuda de sus hermanos, los dioses misericordiosos, en fuente de vida y esperanza para toda la congregación.

    Akinatin oteaba aquel horizonte, su horizonte, desde su invisible pedestal, allá, en la Cima Perpetua de la Montaña Sagrada, reflejaban sus profundos ojos aquel continuo quehacer de los pequeños y bendecía silencioso su trabajo con suma prestancia.

    Llegado el mes de enero, Ienhero, cuando el manto blanco cubría la Montaña Sagrada, la tranquilidad de los lagareros y ese sopor estival del atardecer comenzaban a fenecer, la época del trasiego, estaba a punto de comenzar.

    Consistía el trasiego en el trasvase del líquido a unos grandes toneles, previamente friccionados con el mejor vino de uva y clausurados durante 24 horas, gustaban los lagareros de llamar a tal proceso migración consentida; bajo la tenue luz de una luna con afilados picos que ya iniciaba su agonizante desaparición, los trasgos se convertían en artífices de aquel renacimiento a la luz, al deleite, a la ensoñación, la poderosa reencarnación del dios Branwen en su ciclo perpetuo. Simbiosis profunda, eterna Luna-Sol, Neto, dios del Sol con sus efluvios había proporcionado vida a un fruto que Branwen con sus fases, se encargaría de transformar en eterno líquido de amor...

    Reposaban los toneles repletos, henchidos y orgullosos de poseer en su interior una jovencísima, aún inmadura zytho, entretanto, Heliter confeccionaba el elemento cumbre que proporcionaría al licor esa pureza que le convertía en el agua eterna de los dioses.

    Previamente, los 4000 miembros—sin ninguna excepción— que formaban la congregación, habían acudido uno a uno al espacioso túnel laboratorio de su líder, para depositar en un recipiente elegido con esmero, unas gotas de su sangre que extraían tras un leve aguijonazo de zarza en la yema de su dedo índice.

    Durante diez intensos días, Heliter recogería con sumo cuidado la savia poderosa, íntima porción de los trasgos, esa ínfima gota que uno tras otro arrojarían al fondo de aquel oscuro y misterioso receptáculo, acaparador sin reparos de una parte de su esencia vital.

    Heliter poseía en sus fueros la preciada materia prima a partir de la cual zytho renacería límpida y energizante. Con exquisita parsimonia izó la tinaja con la sangre ya coagulada y pronunció las palabras mágicas: Sangre de vida, suero de zytho, suero de vida, sangre de zytho, e inmediatamente, el conjuro propició, para deleite del Heliodo-Mago, que de la sangre manase con fuerza el suero de vida apartando a un lado la ya inerte masa granate. Pausadamente, con una sonrisa pícara, jovial a pesar de los siglos de existencia a sus espaldas, Heliter, unidas ambas manos, acaparó para sí, como si de un tesoro oculto se tratase una tinaja de la aún inacabada zytho, con suma prestancia el suero recién exprimido entró a formar parte del licor, su licor consagrado por la magia eterna. Heliter agitó vigorosamente la tinaja, previamente taponada con un gran corcho.

    El punto culminante había llegado, la clarificación del gran bebedizo. Poco a poco, cada tonel fue engullendo a través del embudo una porción de vida concentrada en una pequeña tinaja. El espíritu de la congregación había al fin penetrado en zytho, había atravesado cada molécula, cada átomo de licor, purificándolo, para luego descansar reposando en el fondo del tonel.

    V

    El frío mes de febrero, Fibror, sumía a la congregación en una especie de letargo invernal, los trasgos emergían ocasionalmente a la superficie, permanecerían sobre sus lechos de plumas hasta bien entrado el mes de mayo, Masal. Acompañados de sus inseparables luciérnagas, con una despensa bien nutrida, iniciaban una etapa placentera de sosiego, una calma inaudita que parecía sumir a la isla en un extraño sueño. Únicamente un pequeño grupo de trasgos laboreros (pudiera llamárseles mercaderes, cambistas, o como ellos gustaban de llamarse, negociadores) debía acudir semanalmente a la costa donde unas barcazas arribaban con numerosas tinas de leche fresca; dos humanos depositaban el blanco líquido sobre la húmeda arena y recogían a cambio otras tantas tinas de zytho; los humanos ya se habían acostumbrado a percibir únicamente un apagado y siseante saludo sin imagen, ni tan siquiera contornos, si podían ver sin embargo las diminutas huellas sobre la arena, así como unos jarros de leche alejándose, flotando sobre el misterioso vientecillo costero de la pequeña isla.

    Los trasgos se alejaban felices con su provisión láctea, bien sabían cuan importante, necesaria, vital era para todos ellos la leche, con ella, confeccionarían leche agria, queso, cuajada y demás derivados con los cuales el aporte cálcico necesario estaba asegurado.

    Heliter les esperaba con impaciencia al lado del Ilustre Manzano Milenario, en aquel lugar, se procedería al reparto, cada trasgo abandonaría durante escasos minutos su guarida acudiendo con una vasija donde los porteadores depositarían la leche con suma prestancia.

    Era la época del año donde la meditación y el retiro se imponían para la mayoría, solamente unos pocos no entendían, no sabían de calma, de reposo; ellos, los sumicios, no soñaban ni malgastaban su tiempo en algo que consideraban banal, superfluo; demasiada inquietud poblaba su alma para permitirse un reposo de casi cuatro meses con solo una visitilla semanal al árbol de la leche, como ellos burdamente tenían por costumbre denominar al Ilustre Manzano Milenario. Era esta época quizás la mejor para los sumicios, con una congregación casi por completo en el limbo, podrían ellos dar rienda suelta a multitud de fechorías; pues a pesar de ser un grupo poco numeroso, alborotaban sobremanera, resultando sumamente dañinos para toda la congregación. Sus actos vandálicos comenzarían esta vez con el destrozo de los cuidados jardines, pisoteando flores y plantas, miccionando sobre ellas, revolcándose y rebozándose con la abonada tierra que alimentaba tan bello vergel. Poca compasión emanaba de sus secos corazones, nada les importaba aquel arduo trabajo de unos jardineros, que con supremo cuidado y mimo, colmaban de atenciones su pequeño oasis. Lirios, violetas, tulipanes, alegrías y aromáticas matas de lavanda iban feneciendo aplastadas por el continuado brincoteo, mientras entre profusas risotadas gritaban unos: "¡Que fabriquen nuevas flores!, y otros respondían como si de un coro se tratase: ¡Eso, eso, que fabriquen nuevas flores, estas son feas! Grotesco espectáculo aquel que ofrecían los sumicios, en una congregación de afable compañerismo, esta herida supurante iba a convertirse en la causa de muchos padecimientos futuros.

    Festejaban los desdentados su primera faena de la temporada, a ésta le seguirían otras de igual o mayor calibre. Estaban sentados sobre la tupida alfombra que recubría la cima del acantilado del Adiós, lugar, como su nombre indicaba, propicio a la despedida, pues era en éste gran mecano de piedra donde se celebraban los ritos funerarios de la congregación, por otra parte, poco habituales, dada su larga vida.

    La noche era clara, un manto de estrellas engalanaba el infinito hasta confundirse con la perpetua e inalterable línea del mar donde se sumergían con su brillo inmaculado prestas a desaparecer...

    Los sumicios maquinaban alrededor de una pequeña fogata cual sería su próxima fechoría, esta vez, deberían planear algo diferente, algo que nadie pudiera jamás olvidar y que con el paso de los siglos su clan pudiera rememorar orgulloso y transmitir a las nuevas generaciones, algo antológico, que llevara a los sumicios a un despertar, a un renacimiento como jefes poderosos, sitos sobre el pedestal que otrora ocupara Akinatin, desbancar todo poder para ser ellos quien dominasen pronto, muy pronto, toda la isla.

    Destacaba dentro de este malicioso grupo, Persétidos, su estatura superaba los 90 centímetros, algunos le llamaban el gigante; su maliciosa y desdentada sonrisa, sus ojos inyectados en sangre, sus cuernos más pronunciados que en ninguno, junto con su enorme poder de convicción, su avaricia desmedida y sus ínfulas de poder, hacían de él un ser superior entre sus malignos compañeros de fechorías.

    Levantando con gran rapidez una mano, Persétidos acalló el vocerío desmedido, demasiadas palabras para tan vano contenido; todos gritaban desaforados, sí a la lucha, sí al gran poder, sí al sometimiento de la congregación, sí a la suplantación de Akinatin, sí...pero, ni la más mínima idea surgía de sus bocas salpicantes de insultos a diestro y siniestro.

    —Debemos, amigos míos—comenzó a decir—ante todo, organizarnos, establecer las pautas sobre las que nos trabajaremos para conseguir nuestro propósito, que no es otro que gobernar esta isla.

    Un murmullo de aprobación siguió a las palabras de Persétidos; él, orgulloso, volvía a levantar su mano derecha, esta vez con enigmática sonrisa dio rienda suelta a una de sus acostumbradas peroratas:

    —El deber de todo sumicio, vuestro deber, es obedecer a su guía, el cual—pronunció estas palabras elevando su roja mirada hacia la estrellada cúpula celeste y suspirando profundamente mostrando la excesiva teatralidad que en tales ocasiones le caracterizaba—el cual, bien sabéis todos, han hablado los astros...soy yo, Persétidos, hijo de Persefios, nieto de Partiax, fundador, creador de nuestra casta. Por ello, yo, humilde sucesor, conduciré a nuestro clan hacia la gloria infinita, conquistando por doquier, allende los mares, adeptos a nuestra causa de poder absoluto.

    Un estallido de aplausos y silbidos ensució el frío aire que envolvía el acantilado del adiós, dejándolo helado, gélido, cortante como miles de navajas.

    —Para ello, debemos trazar un plan magistral— las palabras de Persétidos colmaron de impaciencia a los presentes, sus mentes retorcidas comenzaban a imaginarse todo tipo de saqueos y torturas como antaño...

    Persétidos acalló de nuevo los murmullos con su potente tono de voz:

    —La base de nuestros más ardientes deseos, del poder con mayúscula es...zytho.

    Un repentino asombro se apoderó de los presentes, gestos boquiabiertos mezclábanse con miradas de incredulidad, ¿cómo podía zytho ser la clave?, ¿cómo algo tan banal para ellos podía darles el poder?; sus mentes maquinaban uno y mil motivos, gritándose como posesos unos a otros todas las razones, la mayoría sin sentido, por las cuales zytho les elevaría al altar de Akinatin, en la cumbre de la Montaña Sagrada.

    Persétidos inició lento paseo entre aquella marabunta sin cabeza, sonreía para sus adentros, sabía que aquello iba a ser un golpe maestro que le coronaría como el gran señor de la isla que siempre había querido ser...

    —¡Callaos todos!—refrenó así de un tajazo el alborozo reinante— ahora debéis escucharme con gran atención.

    Como si de un artista se tratara, con suma prestancia, iba Persétidos esbozando la trama de un plan complejo y delicado para unos seres de tan baja calaña y no menos corto entendimiento; a sabiendas de ello, el gigante bordaba con maestría el manto de la estrategia, con palabras exentas de rebozos, aparcaría por una vez esa inteligente y pérfida ironía que le caracterizaba.

    Y palabras llanas resonaron en aquellos misteriosos lares:

    —Deberéis hermanos conseguir la fórmula de zytho, esa fórmula en nuestras manos nos proporcionará el poder, ¿cómo?, os preguntaréis, escuchadme, he sabido por un nebuloso renegado, exiliado de su cielo por el Gran Señor de las Nieblas, por traicionar a sus hermanos, que la fórmula se encuentra en poder del Gran Señor de la Montaña, nuestro más grande enemigo.

    Un ligero silencio, aire contenido y profunda exhalación, Persétidos otorgaba uno de sus golpes de efecto:

    —Pues bien, un grupo de vosotros, sumicios valientes a los que no les importe perder su vida en pos de una justa causa que nos elevará a todos, deberéis acudir a la Cima Perpetua, escalando por el ala Norte, único flanco descuidado por las huestes demoníacas de ese verdugo de la montaña, una vez en la cima, descenderéis al corazón de la misma por la senda secreta que en su momento revelaré a los elegidos, para luego penetrar a través del Arco Sagrado... desde luego, habiendo tomado previamente la pócima de la invisibilidad.

    —Pero...—una voz rasgada interrumpió las palabras de Persétidos—nosotros no poseemos ninguna pócima de invisibilidad.

    —Todo a su tiempo, todo a su tiempo hermano.

    La templanza del gigante no era compartida de igual manera por el resto de los sumicios, una tensa sensación les embargaba, embriaguez, mezcla de temor y ansia, martilleaba con fuerza su pecho curtido.

    —Continuemos pues, y por favor, cualquier pregunta puede esperar al final de mis palabras—cierto resentimiento presintieron algunos en aquella frase pronunciada por Persétidos.

    —Una vez atravesado el Arco Sagrado, una puerta verde cuyo pomo de oro deslumbra a los mismos dioses, deberá ser traspasada.

    Ante el atónito público, el gigante sacó de su gorro una enorme y cuadrada llave dorada, gritos de exclamación acompañaron el balanceo de tan magnífica forma en manos diminutas que la asían con vigor por medio de un fino cordel.

    El gesto de satisfacción de Persétidos, la imponencia de su mirada sanguinolenta y esa altanería innata en alguien de su calaña, medraron ante la contemplación de las expresiones obnubiladas de los allí presentes.

    —Sí hermanos míos, ésta es la llave de la puerta verde, en la Cima Perpetua, de la Montaña Sagrada, tras la cual en un cofre negro, se encierra la fórmula de zytho.

    Prorrumpieron los sumicios, por segunda vez en la noche, en ensordecedores aplausos, sumados a una algarabía general que de nuevo rasuró quebrándola casi de cuajo el poderoso gigante.

    —Ahora os digo, que otro grupo ha de acudir al laboratorio del viejo Heliter y robar su pócima de invisibilidad cuando el estúpido Heliodo se encuentre en su lecho de plumas y las luciérnagas se hayan apagado.

    Largo rato pasaron discutiendo los pormenores de aquel maravilloso plan, que culminó con la designación de aquel grupo que llevarían a cabo el robo del laboratorio.

    Larga noche , de frío amanecer, el gigante recostado sobre la pradera sentía un fuerte aguijonazo de inseguridad, que con anterioridad no había apreciado, las últimas discusiones protagonizadas tras su charla por aquellos que componían la grotesca comparsa habían provocado ese sentimiento; brutos e ignorantes sumicios de mentes planas sin ideas propias. Esto intranquilizaba sobremanera a Persétidos, si al menos uno, tan siquiera uno de aquellos miserables, se hubiera preguntado el porqué de tanto empeño en conseguir la fórmula, cual era el propósito de tal sustracción, que significaba para ellos tener en su poder aquel pergamino sito en el cofre negro, cuestiones todas ellas de clara respuesta, ¿merecían realmente aquellos estúpidos una explicación del porqué?...

    Sumido en la duda, quedose profundamente dormido, al igual que todos sus hermanos, como, a pesar de todo, gustaba nombrarles. Repartidos a lo largo de toda la pradera, como multitud de bultos palpitantes, se abandonaron a la ensoñación entre la densa niebla del amanecer...

    VI

    Encontrábanse los Nebulosos siempre surcando los cielos. Eran seres etéreos, sin forma determinada, su bondad infinita y perpetua adentrábase con prestancia y acierto en los corazones más fieros contagiándoles de toda su hermosura inmaculada.

    No eran pueblo numeroso, algo menos de 500, que poseían el especial don de poder unir su materia conformando una densa nube que asemejábase al algodón más puro. Tenían por fiel consejero y guía al Gran Señor de las Nieblas, Escatim, quien les había otorgado el poder de soplar las nubes y transportarlas, así como el convertir su esencia ya de por sí etérea, en vapores de esponjosa nube.

    Estaban los Nebulosos inquietos y tristes, pues uno de ellos había sido traidor, a menudo contemplaban su silueta de exiliado surcando los cielos en soledad, aún teniéndolo totalmente prohibido; decíase que algo malo tramaba, escondíase en la Montaña Sagrada y pasábase horas espiando al Gran Señor Akinatin. Poco más sabían de él, se había convertido en un ente ajeno a ellos, le habían negado su cielo, pero nadie podía negarle su poder, pues Escatim, en su juramento había otorgado a los Nebulosos sus poderes para toda la eternidad.

    Presentían los pupilos del Gran Señor de las Nieblas que algo terrible estaba en puertas de acontecer. Se encontraba la isla sumida en el letargo propio del invierno, sin embargo, un Nebuloso vigía había oteado allá en el acantilado del Adiós una reunión de sumicios que no auguraba desde luego nada bueno, algo tramaban, se intuía en las nubes, que tornábanse ocres con infinitas ramificaciones sanguinolentas.

    Esto preocupaba sobremanera a los sensibles Nebulosos, pues únicamente las nubes adquirían tal apariencia cuando se gestaban bajo ellas terribles planes que solamente acarrearían luchas cruentas, derramamientos de sangre inocente, la derrota del bien. El Señor del mal planeaba sobre la isla con sus negras alas extendidas cubriendo cada rincón de vida de oscuras sombras, de pérfidos augurios, de simiente maligna. Desde hacía días, amarillos ojos acechaban en las noches, ocultos en cada rincón de la montaña, con rápidos y constantes parpadeos atisbaban lo invisible. Eran las criaturas del señor del mal, a medida que se acrecentaba su poder, la montaña se poblaba de siniestras miradas amarillas sin pupila como miles de estrellas despojadas de su cielo.

    Bajo las aguas, entre hermosos arrecifes de coral, verdes algas inquietas y maravillosos y susceptibles peces que poblaban y convertían en suyo cada rincón, moraban los tranquilos Spiros. A la sombra del acantilado que hundía sus entrañas imponente, conformando una oscura y siniestra fosa, anidaban estos seres de apariencia casi humana, masculinos todos ellos, con ojos transparentes como el agua que envolvía todo su ser, su piel era azulada, de un azul límpido y perfecto, puro como un cielo sin nubes, no poseían pelo en ninguna parte de su cuerpo terso, prieto y bien formado, de manos muy largas y huesudas con las que horadaban en los arrecifes de coral, creando extrañas formas de particular belleza. Poseían los Spiros pulmones y branquias, dotando a su ser de la particularidad de poder moverse en agua y aire con absoluta tranquilidad.

    Formaban una pequeña congregación, aunque nunca se supiera en realidad el número concreto de estos moradores del océano, pues aparecían y desaparecían por doquier. Se comunicaban a través de la telepatía, poder que dominaban desde tiempos inmemoriales.

    Neutim, el Gran Señor de los Mares, era su guía espiritual, su efectivo consejero, no tanto en su vida cotidiana como en las artes de expresión y comunicación con otras congregaciones, pues los Spiros, a diferencia de otras criaturas conocidas nacidas por la procreación, habían brotado de un arrecife solitario que engendrara un raro coral de hermoso azul, siendo al principio de los tiempos meras aunque bellas estatuas, cuya mirada lanzaba destellos intermitentes. Con el paso de los siglos Neutim les enseñó a balancearse y danzar al compás de las corrientes submarinas, poco a poco, moveríanse sus extremidades con leve armonía, su cuerpo jamás yacería impertérrito como arrojado a las profundidades sin apenas aliento; e iniciaron su baile acompañando a los millones de criaturas que poblaban su mar y mirándose a sus transparentes y hermosos ojos, comenzaron a hablar sin palabras, diciéndose todo aquello que otras criaturas difícilmente, aún con extenso vocabulario serían capaces de comunicar jamás.

    Eran los Spiros seres tranquilos cuyo arte del coral vendíase muy bien a los humanos, en realidad no necesitaban vender ni comprar nada, pues su mundo de las profundidades les proporcionaba todo cuanto ellos desearan o necesitaran, pero les causaba intensa emoción imaginar a las bellas humanas con sus collares, pulseras, pendientes e incluso cinturones realizados en el más bello y pulido coral, esencia de su ser, padre y madre, naturaleza misma de su alma submarina.

    A pesar de la tranquilidad reinante en sus fueros, sentíanse los Spiros muy inquietos, sabíase la historia del Nebuloso traidor, ese apátrida que otrora surcara los cielos en armonía, oíanse los lastimeros silbidos del viento atrapado en los recodos de la isla que transmitía malas nuevas a los moradores del océano. Asomaba el reflejo sanguinolento de las nubes sobre la superficie de su mar transparente, tornándose a cada momento más y más oscuro, cubierto por la negra figura que desde hacía días les acechaba, recordando como un eco de tragedia aquellos otros tiempos de zozobra desmedida.

    Tornábanse los Spiros temerosos de las sombras, de los reflejos amarillentos evocadores de funestos presagios, la tragedia se mascaba como tela raída en boca seca y cuarteada, el dolor se adelantaba con apremio, augurando fatídicos y crueles lances de huestes enfrentadas.

    Reinaba una calma áspera, aletargada, plomiza, ese sopor degenerativo que da paso a un periodo de algidez mórbida que precede a la devastación total y absoluta, a la muerte...

    Las criaturas del mal emitían guturales sonidos, de sonrisas metálicas y chasqueantes lenguas, disfrutando del cobijo de unas alas negras extendidas hacia el horizonte...

    VII

    Sentíase Heliter en su periodo de reposo, agitado, nervioso, insólitamente irascible consigo mismo; algún presagio funesto planeaba bajo su raído gorro. Su rellano de plumas encontrábase revuelto y húmedo, tal vez debiera llamar a sus pupilos, pues en su continua agitación, presentía un amargor indescriptible, máxime tras ese vuelo nocturno de su mente; oteando en lontananza había divisado una extraña fogata, parloteos y aspavientos en el acantilado del Adiós.

    —Sí, ¡no más vueltas!, mi cabeza se nubla, les llamaré de inmediato.

    El laboratorio del Heliodo inició el cobijo de aquellos 40 pequeños, que cuchicheaban amontonados empujándose en busca de un mejor sitio, ante tanto parloteo incesante Heliter masculló maldiciones con la barbilla clavada sobre su pecho y atusándose su escaso cabello, procedió a narrarles con parsimonia sus premonitorios pesares:

    —Queridos pupilos y sanadores de la congregación. En este periodo de letargo en que todos debiéramos encontrarnos reposando cómodamente en nuestros lechos de plumas, con la única preocupación de subir a la superficie a por nuestra vasija de leche—el anciano exhaló un leve suspiro—en este periodo de reflexión apenas iniciado para los nuestros, ejem, precisemos, para los justos y bienhechores miembros de esta congregación, pues bien, he de deciros que la sombra del mal planea entre nosotros—un leve murmullo inició su vuelo apagándose de inmediato con las nuevas palabras de su líder—anoche, mi mente cansada y aletargada por el peso de los lustros voló hacia el acantilado del Adiós—su voz tornábase fatigosa ante los ojos de los Heliodos que le miraban apesadumbrados, tristes, acongojados a la par que expectantes...

    —He visto la luz de una fogata allá en el acantilado, una luz de continuo alimentada por el fuego de las maquinaciones de esa lacra que hace tanto nos acecha...Sí, queridos míos, bien sabéis a quien me refiero, son ellos, los sumicios, algo traman, sábese por las nubes, por el mar, todo se torna oscuro a nuestro alrededor, debemos permanecer muy atentos, nos acechan miles, millones de ojos que conforman la figura del mal...

    —Y bien, sabio Heliter, ¿cuáles son tus ilustrados consejos? ¿Cuál debe ser nuestro proceder al respecto? ¿Qué osan maquinar esos vándalos?

    —Joven Heliodo, no presumo de conocer las respuestas en esta ocasión. Únicamente puedo deciros que es el momento de apartar nuestras pócimas, sin por ello descuidar la sanación, y centrarnos en la búsqueda de un esclarecimiento de tales maquinaciones para así poder actuar en consecuencia. Por ello debéis repartiros en dos grupos, uno de los cuales continuará con su labor habitual en el auxilio de sus hermanos, y el otro se dedicará, como buenamente pueda, a indagar, con los poderes que el Gran Señor les ha otorgado, que oscuro pájaro es ése al que nos enfrentamos.

    Gestos de asentimiento inundaron el pequeño laboratorio.

    —Una vez desenterrada la raíz venenosa, y conociendo cada simiente maligna que ose impregnarnos, será nuestro deber informar a Akinatin para que en su buen hacer convoque al congreso de los Grandes Señores. ¡Rápido pues! obrad con sigilo, no despertéis a vuestros hermanos, la congregación debe conservar la calma. Yo velaré por vosotros y por vuestro pronto regreso portando completos informes de la situación.

    Iniciaron su salida con sigilo, de uno en uno, a través de la pequeña tapia de madera que separaba el laboratorio de la galería exterior, dejando a su lider pensativo, taciturno en la soledad de su hogar.

    Heliter daba pequeños paseos con sus manos entrelazadas en la espalda, con gesto de preocupación, aún confiando plenamente en su prole de magos, presentía lluvias torrenciales, huracanes, maremotos que ni él ni nadie podrían controlar...

    Decidió el anciano mago en sus desvelos dedicar tiempo a reordenar sus adoradas pócimas milagrosas, era preciso mantener la mente ocupada; limpiaba cada frasco con mimo e iba depositándolos sobre la pequeña repisa, un ir y venir constante de un lado a otro de la estancia; aquello parecía haber conseguido aparcar sus pesares cuando un ahogado grito masculino procedente de la superficie sesgó de cuajo su ensimismamiento; uno de sus más jóvenes Heliodos se descolgaba a través de la tapia sin apenas aliento.

    Heliter confuso, aturdido en un principio, comenzaba a enojarse:

    —¿Qué clase de escándalos son estos? ¿No os he rogado, jovencito e inexperto trasgo, prudencia y sobremanera, silencio?—su última palabra recorrió el laboratorio como un proyectil encerrado buscando desesperadamente la salida certera.

    —Maestro, maestro, no era nuestro propósito alterar la paz de la congregación pero, un joven Heliodo acaba de descubrir el destrozo cometido en nuestro bello jardín, sin una flor, sin una planta, todas pisoteadas y muertas, la tierra revuelta—las lágrimas corrían a raudales surcando el tierno rostro del joven Heliodo.

    Heliter paseaba nervioso rascándose sus gastados cuernos, intentaba aparentar calma ante sus pupilos, pero en esta ocasión, las cosas se tornaban harto difíciles, aún así, tranquilizó al jovenzuelo con sus maneras de forzada templanza:

    —Comprendo tus pesares muchacho, pero de nada sirve afligirse por aquello que ya ha sucedido, nos asiremos con fuerza al consuelo de descubrir a los culpables, que serán castigados por su execrable conducta, y...un renovado jardín florecerá para los trasgos. Debemos tener cautela, continuar investigando, buscando pruebas...Acudiré inmediatamente a la Cima Perpetua e informaré al Gran Señor Akinatin de los hechos acontecidos.

    VIII

    En el corazón de la Cima Perpetua, bajo un tupido y reluciente manto blanco, Akinatin esperaba la llegada de Heliter. El Gran Señor conocía todo, cada detalle, cada movimiento, cada acción, pero gustaba de escuchar a sus informadores.

    Cavilaba durante la espera, sentado sobre su tallada piedra loseta, lo acaecido con el Nebuloso traidor, jaleando por los cielos aquella clandestina reunión de sumicios; esa fue la simiente del mal, el inicio, embargando la morada del Gran Señor de sombras siniestras, de miradas demoníacas, de lastimeros gemidos por doquier.

    Aún a sabiendas de lo que el Heliodo iba a narrarle, debía Akinatin escuchar atentamente; todo suceso acaecido en sus maravillosos parajes en un periodo tan sereno, debía contar con múltiples visiones, hasta el mínimo detalle que a un Gran Señor pudiera escapársele, tal vez un diminuto ser en su pequeño espíritu albergara cabida para asimilarlo, guardarlo e interpretarlo de manera más conveniente y certera.

    El pequeño puño golpeó con toda la fuerza de que era capaz la gigantesca puerta, lentamente la madera abría su vientre escupiendo pequeños haces de luz procedentes de un interior cálido y silencioso. El anciano Heliodo atravesó el umbral con paso lento y tambaleante, con rostro demudado y ojos huérfanos de ese brillo característico de todos los que conformaban su estirpe. Llevaba sujeto contra su pecho un gran libro cuyas pastas de finísima madera, magníficamente trabajada con símbolos rúnicos, exhibía en su centro la estrella de cinco puntas que solamente unos pocos privilegiados en su nuca poseían.

    —Acudo, mi Gran Señor, raudo y veloz, no como mero informador, pues bien sabe mi modesto y vasto espíritu que vos todo conocéis, que nada escapa a los ojos de aquel que todo lo ve; siento, sin embargo, una gran congoja en mi corazón, la simiente del mal está hundida en el subsuelo, sumergida en los mares, arraigada en la montaña, cubriendo cual manto oscuro nuestra cúpula celestial.

    —Mi bienamado Heliodo, bien sé de que me hablas, y cautela y paciencia aconsejo a tu prole. No os dejéis llevar por la zozobra y el temor, yo guiaré vuestros pasos desde mi pedestal, hacia el triunfo sobre el maligno. Por tanto, querido mío, evita en lo posible horadar la plácida incubación que en estos tiempos sume a la congregación; un abandono a los chismes sólo conllevaría su propagación y consiguiente caos entre los habitantes del subsuelo. Que continúen los laboreros con su trabajo porteando la leche desde la costa, y tú, hijo mío, seguirás acudiendo cada semana, bajo las ramas del Ilustre Manzano Milenario, al reparto lácteo. No quiero, por el momento, quebrantar la paz del subsuelo; el tiempo nos aconsejará cual deberá ser nuestro proceder.

    Heliter asentía nervioso, sus labios cuarteados y resecos le transmitían el sabor amargo, propio del desasosiego y el temor, sentíase atrapado por inútiles cavilaciones, su dedo índice recorría continuamente el contorno de la estrella de cinco puntas como si de un imaginario y olvidado conjuro se tratara. Asiendo con fuerza el libro, lo extendió con ambas manos hacia Akinatin.

    —He aquí mi Gran Señor el libro sagrado de los Heliodos-Magos, todas y cada una de las pócimas que he creado en él se atesoran, así como la historia de nuestra casta; es mi deber en estos momentos de zozobra entregároslo para que lo veléis con el mismo celo que presiento usáis para zytho.

    —Es mi querido Heliodo, un gran honor para mí custodiar, aquí en mis fueros, semejante compendio de sabiduría, hágase pues tu voluntad, y ten por seguro que lo guardaré con tanto celo como la fórmula sagrada. Ve pues en paz, recuerda mis palabras y que tanto tu sabiduría como la de los tuyos, nos proporcionen la buenaventura necesaria.

    Íbase Heliter refugiado bajo un leve manto de tranquilidad, pues la confianza que le habían inspirado las palabras de Akinatin le permitían caminar, aunque la negra sombra pesase tanto sobre sus hombros que sus pasos a través del sendero escarpado, se hacían cada vez más pesarosos y lastimeros.

    Lo que su mente no percibía, aturdida y ensimismada, pues quizás algo trasnochada por los lustros iba perdiendo parte de sus misteriosas facultades, era aquello que no muy lejos acontecía.

    Un laboratorio destrozado, asolado por completo, una luz mortecina procedente de vestigios de luciérnagas moribundas dejaba al descubierto multitud de recipientes rotos poblando el frío suelo, hidratado por los brebajes que aquellos que saqueaban consideraron inútiles, en su ignorancia, para sus propósitos.

    Un sumicio triunfante corría resuelto atravesando la pomarada portando en su mano derecha un pequeño recipiente, le seguían, como si de una manada de lobos que persiguen a su presa se tratara, unos pocos desdentados que escupían carcajadas siseantes en la noche oscura y fría.

    Esperábalos Persétidos con el resto de su grupo donde en los últimos tiempos acostumbraban a reunirse, allá en el acantilado del Adiós, sentados todos en pos a la mortecina hoguera que crepitaba aún en su agonía.

    La niebla se había asentado como una losa durante toda la jornada cubriendo la isla de fantasmagóricas formas que fenecían en la noche aplastadas por unos tímidos copos de nieve.

    El recibimiento de los portadores de la ansiada pócima de invisibilidad mostrase mayúsculo, los saltos, berridos y revolcones devolvían numerosos ecos siseantes que tornábanse grotescos y espantosos. Persétidos acalló, como tenía costumbre, de único trazo de su mano toda la pérfida algarabía que reinaba en aquellos lares.

    En condescendientes y pausados términos decidiose a hablar ante sus hermanos:

    —Bien, bien, quiero creer que en verdad el líquido que portáis en tan lustroso recipiente es la pócima de la invisibilidad.

    Con gran prestancia e irguiendo cabeza y cuello, el portador de la pequeña vasija adelantóse extendiendo ambas manos a la par.

    —Es en verdad el líquido invisible, os lo aseguro señor, pues Yobino, el bruto (llamaban así al más tonto, si cabe, de los sumicios), cató cada uno de los líquidos del laboratorio, con tan buena suerte que ya en el cuarto tornóse impalpable para nosotros.

    Los ojos de Persétidos lanzaban destellos rojizos a la par que llameantes:

    —¡Insensatos!, ¿quién osaría probar, sin saber su función, cada una de las pócimas?, ¿qué clase de guerreros os consideráis?, ¡atajo de miserables criaturas!

    Arrancado de las manos que lo portaban, Persétidos asió el recipiente con inusitada fuerza, depositándolo en su pequeño zurrón de hojas secas.

    —Bien, mañana designaré la expedición que debe acudir a la Cima Perpetua, por lo demás, un pequeño séquito me servirá de compañía en el penoso y arriesgado viaje que debo realizar. Cuatro de vosotros, que mañana también elegiré acudiréis conmigo al reino oscuro de los hombres...

    Silencio palpitante, miradas de desconcierto ante aquellas palabras.

    —De momento no quiero preguntas, solamente debéis acatar mis órdenes—aunque bien sabía Persétidos que esta última afirmación no necesitaba pronunciarla, pues sus penosas huestes habían dejado bien patente la inutilidad de sus mentes, incluso para sublevarse.

    Retiróse el gigante portando su zurrón, confundiéndose rápidamente en la espesura del bosque, su plan contaba con el beneplácito de Megan de Renar, de continuo aconsejado por el ambicioso Raveniz, todo estaba preparado y meditado, poco tiempo distaba para su golpe maestro.

    IX

    Numerosas y clandestinas reuniones se habían celebrado en el seno del castillo oscuro, el pérfido druida, poseído por una obsesión desmedida, que le llevaba a querer conseguir el poder sobre aquella isla misteriosa a cualquier precio, elaboraba extensas peroratas con las que poco a poco y con excelsa maestría convencía a su Señor de la urgente necesidad que tenía su tribu de conseguir la secreta fórmula de zytho, pues erradicaría todos los males que atenazaban a los humanos.

    No se salvaba de tales discursos el joven Mekan de Renar, que en su corta edad, apenas doce años, ya dominaba las estratagemas necesarias para conseguir cuanto le placiera, ya fuera ello conveniente o no. Educado para no importarle nada excepto él mismo y el culto a sus dioses que le otorgaban el poder, era un niño inteligente y curioso, pero su fría mirada, cortante como el filo de una navaja, denotaba futura crueldad y avasallamiento sin ningún tipo de sentimiento de culpa, pues su instructor educóle bajo la luz helada de la ausencia de amor, que ni una madre complaciente, pero en demasía sumisa, pudo nunca jamás llegar a suplir, volviéndose loca, al menos eso le habían dicho al muchacho, siendo encerrada de por vida en una oscura y fría mazmorra donde agotaba su mísera existencia entre orines y famélicas ratas.

    Había convencido Raveniz también de la necesidad de conseguir la fórmula de zytho a uno de los sanadores de la tribu, Preo, quien presto a ayudar a sus congéneres consentía en devastar un territorio plagado de invisibles criaturas, que después de todo, tal vez nadie echara en falta si pereciesen, colaborando a la prosperidad y florecimiento de Renar y sanación absoluta de todos sus habitantes. No de igual

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