El Leviatán
Por Joseph Roth
3.5/5
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"La relectura de El Leviatán me confirma que es una obra maestra. Todo el relato tiene la ejemplaridad de la parábola. Quien traiciona lo más auténtico de él mismo, está perdido".
Enrique Vila-Matas
"Hermosa y pedagógica historia. Una fábula llena de sabiduría".
Yo Dona
"Un relato sencillo y brillante. Cuesta lo suyo no traicionarse a uno mismo. Puede costar, incluso, la vida. Pero muy pocos saben escribirlo como Roth. Ahora mismo no recuerdo a nadie más".
Neus Canyelles, Última Hora
"Joseph Roth fue sin duda uno de los más grandes, penetrantes e incisivos narradores del siglo XX. En El Leviatán nos brinda una de esas historias que bien podrían figurar en una antología de historias ejemplares. Ejemplar por la forma sin duda, y ejemplar también por el fondo. Una historia que ilustra maravillosamente el arte de contar historias y nos descubre a la vez las contradicciones, las ambigüedades y los tormentos del alma humana. Un puñado de páginas magistrales por su sencillez y profundidad conjugadas".
Manuel Arranz, Levante
"Una verdadera joyita de este imprescindible escritor".
Iñaki Urdanibia, Gara
"Una obra que te noquea por la aparente facilidad con que su autor describe los hechos. Una ejemplar parábola de un autor imprescindible".
Eric Gras, Mediterráneo
"Hay libros que llegan a nuestras manos y parecen haber sido escritos para hablarnos solo a nosotros. Son esos que aparecen del modo más inesperado para poner por escrito pensamientos difusos que rumiamos sin darles forma. Una historia que, escrita con la sencillez de una parábola, todos deberíamos leer (o releer) en algún momento. Y un canto a la autenticidad, esa cualidad que aguarda oculta entre la neblina de la posmodernidad, en un tiempo de 'fakes' y simulacros, de objetivos difusos, 'enemigos fantasma' y relaciones cibernéticas".
María J. Mateo, 20 minutos
"Lenguaje expresivo, sentido casi poético de la realidad, fino análisis psicológico de los personajes…".
Ricardo Martínez, Literaturas.com
"Con unos pocos personajes arquetípicos, el escritor austríaco es capaz de ensamblar una historia perfecta, con un trasfondo de tragedia matizado por ese sencillo lenguaje característico de los cuentos creados para ser transmitidos de generación en generación. Una pequeña obra maestra de uno de los escritores esenciales del siglo XX".
Rafael Martín, El Placer de la Lectura
rdadera lección moral".
Francisco Martínez Bouzas, Brújulas y espirales
Joseph Roth
Joseph Roth (1894-1939) nació en Brody, un pueblo situado hoy en Ucrania, que por entonces pertenecía a la Galitzia Oriental, provincia del viejo Imperio austrohúngaro. El escritor, hijo de una mujer judía cuyo marido desapareció antes de que él naciera, vio desmoronarse la milenaria corona de los Habsburgo y cantó el dolor por «la patria perdida» en narraciones como Fuga sin fin, La cripta de los Capuchinos o las magníficas novelas Job y La Marcha Radetzky. En El busto del emperador describió el desarraigo de quienes vieron desmembrarse aquella Europa cosmopolita bajo el odio de la guerra. En su lápida quedaron reflejadas su procedencia y profesión: «Escritor austriaco muerto en París».
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El Leviatán - Joseph Roth
JOSEPH ROTH
EL LEVIATÁN
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE MIGUEL SÁENZ
ACANTILADO
BARCELONA 2020
I
En la pequeña ciudad de Progrody vivía en otro tiempo un comerciante de corales, conocido en toda la región por su honradez y la excelente y fiable calidad de sus géneros. De pueblos lejanos venían a él las campesinas cuando necesitaban una joya para alguna ocasión especial. Hubieran podido encontrar también en las cercanías otros comerciantes de corales, pero sabían que sólo podrían comprarles baratijas corrientes y chucherías baratas. Por eso hacían a veces muchas verstas, en sus pequeños y desvencijados carricoches, para ir a Progrody, a casa del famoso comerciante de corales Nissen Piczenik. Iban normalmente los días de feria. Los lunes era la feria de los caballos; los jueves, la de los cerdos. Los hombres observaban y examinaban a los animales y las mujeres iban en grupos irregulares, descalzas, con las botas colgadas al hombro y unos pañuelos de colores radiantes incluso en los días nublados, a casa de Nissen Piczenik. Las plantas de sus pies, duras y desnudas, tamborileaban alegre y amortiguadamente en las huecas tablas de la acera de madera y en el amplio y fresco zaguán de la vieja casa en que el comerciante habitaba. Desde el abovedado zaguán se pasaba a un patio tranquilo donde, entre adoquines desiguales, proliferaba un musgo suave y, en la estación cálida, brotaban hierbecillas aisladas. Allí venían amablemente al encuentro de las campesinas las gallinas de Piczenik, rojas como los más rojos corales.
Había que llamar tres veces a la puerta de hierro, de la que colgaba un aldabón de hierro también. Entonces Piczenik abría un pequeño tragaluz recortado en la puerta, miraba a los que querían entrar, descorría el cerrojo y dejaba pasar a las campesinas. A los mendigos, cantores ambulantes, gitanos y hombres con osos bailarines les solía dar una limosna a través del tragaluz. Tenía que ser muy precavido porque, en todas las mesitas de su espaciosa cocina, y también en la sala, estaban sus preciosos corales en montones grandes, pequeños y medianos, pueblos y razas diversos de corales mezclados o bien ordenados ya por calidades y colores. Hubiera hecho falta tener diez ojos para vigilar a todos los mendigos. Y Piczenik sabía que la pobreza es la más irresistible inductora al pecado. Es verdad que a veces robaban también las campesinas adineradas; porque las mujeres sucumbían fácilmente al placer de apropiarse en secreto y con riesgo de una joya que hubieran podido comprarse cómodamente. Pero, con los clientes, el comerciante cerraba uno de sus vigilantes ojos e incluía ya algún latrocinio en el precio que pedía por sus géneros.
Daba trabajo a no menos de diez ensartadoras, jóvenes bonitas, de buenos ojos seguros y manos finas. Las muchachas se sentaban en dos filas a una larga mesa y pescaban los corales con sus uñas delicadas. Así surgían las hermosas sartas regulares, en cuyos extremos estaban los corales más pequeños y en su centro los más grandes y luminosos. Mientras trabajaban, las muchachas cantaban a coro. Y en verano, en los días calurosos, azules y soleados, se ponía en el patio la larga mesa a la que se sentaban las ensartadoras, y su canto veraniego se escuchaba por toda la pequeña ciudad, dominando a las gorjeantes alondras bajo el cielo y a los chirriantes grillos de los jardines.
Hay muchas más clases de corales de lo que saben las personas corrientes, que los conocen sólo en los escaparates o las tiendas.