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El susurro del mal
El susurro del mal
El susurro del mal
Libro electrónico134 páginas1 hora

El susurro del mal

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La guadaña oculta bajo el velo.

El misterio rodea la vida de Rebeca Breli, una joven que desea conocer el motivo que llevó a que dos compañeras de aula se suicidasen desde la azotea más elevada del colegio donde estudia. Rebeca supone que el violento clan escolar que tiene atemorizadas a las alumnas está relacionado con las muertes, aunque intuye que alguien maneja los hilos. Rebeca teme por su vida, aunque mientras investiga los acontecimientos no tardará en saber que el pasado de su familia se encuentra íntimamente vinculado a los hechos que desbordan la cotidianeidad de un colegio que no deja de vivir inexplicables y terroríficos acontecimientos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 feb 2021
ISBN9788418548048
El susurro del mal
Autor

Beatriz Kirsan

Beatriz Kirsan nació en Madrid, en 1964. Tras licenciarse en Ciencias Políticas y Sociología, guio sus pasos laborales hacia la empresa pública y compaginó su vida profesional con estudios relacionados con la comunicación. Con El susurro del mal comienza su andadura literaria en 2016, a la que le sigue El silencio del olvido (2017). La sombra del animista es su último título; trabajo donde, desde la primera página, atrapará al lector en una intrincada trama. Kirsan se mueve bien en la trama oscura, donde la acción acaba por engullir, sin miramientos, al lector. Entre la novela de misterio y terror psicológico, Beatriz consigue despertar más de un escalofrío, más de una duda, más de un pensamiento ansioso.

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    El susurro del mal - Beatriz Kirsan

    El susurro

    del mal

    Beatriz Kirsan

    El susurro del mal

    Segunda edición: 2021

    ISBN: 9788418500398

    ISBN eBook: 9788418548048

    © del texto:

    Beatriz Kirsan

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A quien me subió a la alfombra mágica,

    a quien me hizo flotar,

    a la silueta alada y

    a quienes aún esperan.

    El tiempo que pasa es la verdad que huye.

    Edmond Locard

    La batalla está cerca, soldado. Pero ¿cuántas llevas libradas? Ya escuchaste el sonido de los bombardeos, viste aldeas ardiendo y caminaste sorteando fallecidos. También contemplaste a gentes transitando calles, a toda velocidad, en busca de la guarida más cercana. Hace un tiempo la guerra irrumpió en tu sueño, y no pudiste conciliarlo. Pasaste días sin comer manteniendo los pies fríos, las manos temblorosas y el corazón en un puño. Ahora caminas solo y perdido, sin dejar de esperar tu próxima batalla. Sabes que es la última, e incluso piensas que esta maldita guerra acabará.

    1.

    Madrid, septiembre de 1994

    Nunca podré olvidar la mañana en que la imprescindible Petra llamó a la puerta de mi alcoba y me comunicó que emprendería una repentina marcha debido a molestos dolores musculares, artrosis y un sinfín de achaques que no quería sobrellevar a nuestro lado. Como si me hubieran echado un jarro de agua helada, acompañé a Petra al recibidor sin perder de vista la tristeza que mi padre derrochaba frente a dos maletas y una bolsa de viaje. Antes de que mi amiga, casi madre y empleada doméstica tomase sus pertenencias, tuve que abrazarla como jamás lo había hecho. A continuación, Álex dio un paso adelante y la estrechó entre sus brazos. Petra alcanzó el descansillo explicándonos lo emocionante que le resultaba emprender un largo viaje a Varsovia, su ciudad natal, que culminaría con un importante reencuentro. «Mi hermana Danuta me esperará en la estación», anunció, embargada por la emoción.

    El frío me envolvió cuando, desde el ventanal, contemplé a Petra tomando un taxi. Con el corazón entumecido, regresé a la alcoba pensando que jamás podría olvidar a la persona que me había dedicado amor y atención a raudales durante catorce años, precisamente la edad que había cumplido unas cuarenta y ocho horas atrás.

    2.

    Una semana después de la marcha de Petra, el timbre de la casa sonó a primera hora de la mañana. Aquel jueves festivo tuve que levantarme porque mi padre se encontraba en Valladolid, reunido con el decano de la universidad donde impartía clases. A punto de alcanzar el hall, recordé que la mirilla de la puerta blindada seguía cuarteada, y la fractura me invitó a pensar si daría paso al desconocido que se encontraba al otro lado. Al abrir la puerta, vi a una mujer de mediana edad, pelo rubio y ojos azules que me sonrió. Se presentó como Dorina Koziok y me aclaró que era la nueva empleada doméstica recomendada por el colegio.

    —¿Se encuentra Alejandro Breli en la casa, señorita Rebeca? —preguntó con acento extranjero, cargando con una bolsa de deportes.

    Solicité a la extraña que aguardase unos instantes y atranqué el pasador. Rauda, me dirigí al salón para llamar por teléfono a Álex. Cuando le comenté el cariz de la situación, me explicó que, hacía unos días, había comentado a una monja del colegio que Petra nos había dejado.

    —La hermana me dijo que enviaría a alguien de su confianza. Se me olvidó decírtelo, Rebeca.

    La llamada se cortó, y regresé sobre mis pasos ansiosa por pedir disculpas a la señora que aguardaba al otro lado de la puerta. Abrí y mantuve cierta sonrisa, solicitando a la mujer que me siguiese. Sin dejar de pensar cuál sería su nacionalidad, le acompañé al cuarto de la plancha y le rogué que dejase sus pertenencias.

    —¿De dónde es usted, Dorina? —me atreví a preguntar.

    —Soy polaca —respondió, cerrando la puerta de la estancia.

    Tan solo cinco minutos después, la señora Koziok regresó a la cocina vistiendo un clásico uniforme azul marino, con delantal ribeteado de encaje blanco y cofia a juego. Conteniendo la extrañeza que me provocaba contemplar el atuendo, le sugerí que no hacía falta que se vistiese así.

    —Es lo conveniente, señorita Rebeca. ¿Me mostrará la casa?

    —Sígame, Dorina.

    Durante un aburrido itinerario a lo largo de doscientos metros cuadrados, no dejé de preguntarme por qué aquella mujer observaba con sumo interés armarios, estanterías e incluso cuadros.

    —La casa es espléndida —consideró.

    Al entrar en el salón, pregunté a la señora Koziok si comenzaría su labor en tan polvorienta habitación. Dispuesta, aceptó y me dijo que iría a por los productos de limpieza para comenzar la faena de inmediato. Aguardando su regreso, decidí que aquella mañana pesquisaría cada uno de sus movimientos. Oculta tras el reloj del pasillo, advertí que desempeñaba los quehaceres del hogar mirando de reojo los compartimientos cerrados con llave. Y pude comprobar que las cómodas del salón, los armarios y las estanterías ejercían un extraño magnetismo sobre su atención.

    Cuando el reloj dio dos campanadas, abandoné el escondite y me hice la encontradiza. Portando los útiles de trabajo, la señora Koziok me sonrió y regresó a la despensa. Una vez en la cocina, le sugerí que podríamos charlar frente a dos humeantes tazas de café.

    —Tengo prisa. Otro día, señorita Rebeca —respondió, adentrándose en el cuarto de la plancha.

    3.

    Un borrascoso viernes, poco antes de que finalizase la jornada académica matutina, me encontraba en el aula escuchando cómo nuestra tutora comunicaba a un generoso grupo de alumnas que había de abandonar sus tareas escolares por circunstancias personales. Minutos antes de que el timbre sonase, Isabel nos explicó que una hermana perteneciente a la orden que regentaba el centro educativo la sustituiría en las labores de tutoría a partir del próximo mes. «No puede ser», pensé, escuchando el metálico timbre que anunciaba el final de las clases.

    Alcancé el semáforo sin apenas observar la fuerza con la que el viento inclinaba el ramaje de los árboles del bulevar; aunque tampoco presté atención a las monjas que concurrían la calle, recolocándose hábitos que parecían estar a punto de echar a volar. Solo pude percatarme de las intimidantes miradas que me dedicaban dos temidas compañeras al otro lado del paso de cebra: Claudia y Renata Noguerales. El tiempo parecía haberse detenido hasta que comenzó a llover, momento en que la señalización cedió el paso a los viandantes. Inicié la marcha recordando la extraña conducta que las cándidas Claudia y Renata demostraron en el jardín de infancia. A medida que la lluvia golpeaba los paraguas que transitaban la avenida, mis pensamientos se remontaron al instante en que dos niñas rubias, de largos y alisados cabellos, atravesaron el patio con la intención de dirigirse a unas compañeras que se disponían a hincar el diente a sus preciados tentempiés. No tardé en conocer que la intención de aquellas era solicitar bocadillos, a diestro y siniestro, a cambio de monedas. Durante aquel primer recreo, las Noguerales se hicieron con galletas y bocatas que guardaron en bolsas, cuidadosamente. La curiosidad me invitó a descubrir que las mañas finalizaron cuando se internaron en el despacho de una de las superioras. Pegando el oído a la puerta, supe que aquellos bocadillos serían donados a un albergue para indigentes, cercano al colegio. Pero también escuché la exagerada gratitud con la que una de las superioras alabó la conducta. La transacción se convirtió en un hecho casi cotidiano en las aulas, y las Noguerales pasaron a ser vanagloriadas. Años después, algunas alumnas decidieron vender sus apuntes a las hermanas Noguerales. Solo las más duchas y empollonas consiguieron ganarse un salario más que merecido, aunque no supuse que la maniobra daría paso al intercambio de favores personales. Ese mismo año, para cuando comenzó una calurosa primavera, las Noguerales ya estaban al tanto de las revelaciones que las compañeras les confiaban por afianzar una amistad que jamás gozó de reciprocidad.

    Las confidencias que fueron derrochadas sobre Claudia y Renata permitieron a las líderes del clan hacerse con la voluntad de las incautas, aunque no aventuré que el llamado clan Noguerales estuviera a punto de constituirse. Ni presumí que, a partir del establecimiento del grupo, se instalaría el temor en las aulas.

    El vendaval trasquiló mi paraguas. Conteniendo el aliento, corrí calle abajo hasta que alcancé un banco resguardado bajo un gran soportal. Tomé asiento y esperé a que la lluvia diese a su fin reconociendo que me había acostumbrado a convivir

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