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El Cordero Perdido
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Libro electrónico173 páginas2 horas

El Cordero Perdido

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Deidra Ann es una niña de doce años que vive en el sur de Estados Unidos a mediados de la década de 1960. Viviendo con su abuela y su tía, Deidra Ann nunca ha conocido a su madre.


Detrás de su casa hay un bosque en el que ocurren cosas misteriosas; un bosque que está prohibido para Deidra Ann. Algunos afirman que su abuela es una bruja.


Cuando Jenny, la compañera de clase de Deidra Ann, desaparece, todos quieren ayudar. Especialmente Deidra Ann, ya que esto le da la oportunidad de explorar el secreto y misterioso bosque, y tal vez demostrar que los rumores sobre su abuela son ciertos.


Pero, ¿qué se esconde realmente en las profundidades del bosque, y podrían ser ciertas las historias sobre la abuela de Deidra Ann?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 dic 2021
ISBN4824103126
El Cordero Perdido

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    El Cordero Perdido - Teter Keyes

    CAPÍTULO UNO

    Me llamo Deidra Ann. Tengo doce años y tengo graves problemas. En primer lugar, no sé a dónde se fue mi mamá y no tengo idea de quién es mi papá. La abuela dice que lo único que le dijo mamá cuando me dejó a las dos semanas de vida fue que el diablo derribó sus defensas. A veces giro la cabeza de lado a lado mientras me miro en el espejo, intentando separar mis partes, la nariz, la boca, las orejas, para ver si se parecen a las de las fotos familiares que decoran el pasillo, o si son diferentes. Sin embargo, de algo estoy segura: en aquellas fotos viejas, nadie es pelirrojo, ni tiene rizos salvajes, ni tiene mis ojos verde hierba.

    En segundo lugar, detrás de la casa de la abuela hay un bosque encantado lleno de árboles retorcidos. Es tan espeso allí, entre los árboles, los matorrales y las enredaderas, que la oscuridad se filtra en el prado. La abuela me asegura que en realidad no está embrujado, pero si es así, ¿por qué no me deja ir allí? Al fin y al cabo, hay un sendero marcado por dos pinos que se apoyan el uno en el otro que se adentra en el bosque. Desde la casa de la abuela, no se alcanza a ver la entrada, la cual está en el lado opuesto de la vasta pradera, y menos aún los pinos inclinados.

    Quizá sea porque vivimos a sotavento del crematorio que se encuentra en McCaw Hill y, cuando está en funcionamiento, las copas de los árboles atrapan las volutas de humo que escapan de la alta chimenea redonda del crematorio. A veces, si la muerte de esa persona es repentina o se produce por algún motivo desagradable, esas volutas susurran su verdad. Al menos para aquellos que pueden oír ese tipo de cosas.

    La inquietud me arranca del sueño esta mañana de junio. La misma sensación me hace vestirme rápidamente y, después de ir al baño y limpiarme las lagañas de los ojos, me dirijo a la cocina. Normalmente, para cuando sale el sol, la tía Willa está sentada en la mesa de la cocina usando un vestido y tacones bajos, con el pelo recogido y los labios pintados, lista para comenzar el día. En un día normal, tiene una taza de café en la mano y la Biblia abierta encima de la mesa de fórmica. Esta mañana en particular, está de pie junto a la ventana de la cocina, mirando hacia el exterior.

    Les contaré algo sobre mi tía; algo le pasó antes de que yo naciera y lo que sea que haya sido la espantó. No sé qué sucedió, ya que todo el mundo dice que no es algo que puedan escuchar los niños, aunque yo tengo ya casi trece años. Huyó a casa de mi abuelita, con su nuevo marido siguiéndola, se lanzó a los brazos de su madre y cerró la puerta con llave, en un intento de aislarse del exterior. Claro que a veces se aventura a salir a la luz del día, lo suficiente como para terminar los trabajos en el jardín, pero más allá de la valla es peligroso y se niega a adentrarse en lo que, según ella, son aguas infestadas de tiburones.

    Eso explica por qué está en la cocina de la abuela mirando por la ventana.

    —¿Qué estás mirando? —pregunto uniéndome a ella.

    —A mamá —responde.

    Cuando corro la cortina para ver por mí misma, veo a mi abuela de pie en la puerta del jardín, inmóvil como una estatua, observando el oscuro bosque. Tiene la cabeza inclinada como si estuviese escuchando algo; un mechón de pelo plateado se escapa de la chaqueta con capucha que lleva.

    —Eso no es bueno —opino.

    —No —concuerda la tía Willa.

    —Será mejor que…—

    —Sí, hazlo —concluye mi tía.

    Justo después, vuelve a la mesa para terminar su café y la lectura diaria de las Sagradas Escrituras. Me pongo una chaqueta que cuelga del gancho junto a la puerta trasera y salgo a reunirme con mi abuela. En cuanto abro la puerta, una gran ola de desolación y miedo me invade al igual que la niebla se apodera de una mañana de otoño.

    —Ay, no. —

    —Y alabado sea Dios todopoderoso —reza mi tía mientras cierro la puerta tras de mí.

    ¿Recuerdas lo que dije sobre el crematorio? Algunos dicen que el alma de una persona abandona su cuerpo cuando fallece. Lo que yo creo, y es lo que cree la mayoría de los descendientes de mi abuelita, es que algún resto de lo que hace que una persona sea diferente a otra se queda en este mundo. Cuando las llamas del crematorio arrasan un cuerpo, ese resto sube por la alta chimenea, se arremolina con la brisa y queda atrapado en los altos pinos Taeda que hay detrás de la casa de la abuela. Eso suele explicar las emociones que se apoderan de mí cuando salgo de la casa. Esta mañana siento algo diferente; algo más fuerte y más vivo. En lugar de ser tenue como el humo, es lo suficientemente potente como para poder olerlo. Algo ha salido terrible e inesperadamente mal.

    —¿Abuela? —le hablo, caminando hacia ella. No quiero sobresaltarla, al ver lo absorta que está en sus pensamientos. Tiene una mano en el pasador de la puerta como si estuviera a punto de abrirla.

    —Buenos días, cariño —me responde, retirando rápidamente su mano de la puerta y poniéndola alrededor de mi hombro. Nos quedamos ahí, dentro de la valla, viendo cómo el amanecer ilumina el patio.

    —Ha pasado algo muy malo —le comento.

    —Sí, tienes razón. Esta vez no fue una muerte no natural, sino algo diferente, algo peor. —

    —¿Vamos a averiguarlo? —pregunto, ya sospechando la respuesta.

    —Lo haremos, pero primero tengo que ver a la señora Lambert. Vendrá tan pronto como el autobús del Colegio Bíblico recoja a los jóvenes. —

    En algunos lugares, como en este estado sureño con demasiadas vocales, a la abuela se la podría considerar una bruja, pero aquí, en este lugar aislado, se dice simplemente que tiene «el toque». Es heredado, al igual que sus ojos marrones. La abuela tiene «el toque». Yo también lo tengo. Sospecho que mi tía lo tiene, pero se niega a reconocerlo y creo que mi madre sigue huyendo de ello.

    La gente viene de todas partes, incluso de más lejos que la cercana Clemmons, en busca de algún consejo de mi abuela. Le hablan de enfermedades, cónyuges infieles, hijos desobedientes o problemas entre ellos y Dios. Algunos traen billetes de un dólar en forma de pago, pero sobre todo traen huevos frescos, pollos, mermeladas de frutas de todos los sabores y, a veces, incluso pan recién horneado envuelto en trapos de cocina. Me alegra saber que la señora Lambert va a venir porque eso significa, con toda probabilidad, que tendremos cerdo ahumado para cenar, ya que su familia cría cerdos. Qué rico.

    —Hola, Diedra Ann —me dice la señora Lambert cuando abro la puerta. —Pensé que estarías en la Colegio Bíblico de verano. —

    — ¿Por qué no estás allí? —me cuestiona estrechando los ojos.

    Como si eso fuera asunto de ella, pienso para mis adentros. Me encojo de hombros y digo: «Decidí quedarme aquí para ayudar a mi abuela a enlatar las habichuelas». Luego, señalo el rincón del jardín donde las habichuelas parecen estar a punto de estallar de las vainas.

    —Bueno, pero tu tía podría darle una mano a su madre, ¿no? —

    Entrecierro los ojos. Sabe muy bien que la tía Willa no sale de la casa. Tal vez los hijos de la señora Lambert tengan que enseñarle a su madre lo que aprenden en las clases parroquiales sobre la importancia de ser amable con los demás.

    Agita la mano desestimando tanto su desprecio como mi tenso silencio.

    —No importa, ¿dónde está tu abuelita? —

    Antes de que la señora Lambert se vaya, con una sonrisa de satisfacción en la cara y cargando una bolsa de hierbas de la huerta para lo que sea que la aqueje, nos deja carne asada. La abuela y yo recogemos fresas y habichuelas de los arriates elevados del jardín y cortamos hojas tiernas de lechuga. Una vez hecho esto, el marido de Willa, Billy, llega a casa luego de haber trabajado en el aserradero. Corro a su encuentro, me toma en brazos y me hace girar en el aire.

    —¿Cómo está mi monita favorita? — me saluda antes de dejarme sobre el suelo. —Uf, cariño, me vas a matar. —

    Se pone una mano en la parte baja de la espalda y se limpia el falso sudor de la frente. Es una rutina que llevamos haciendo desde que tengo memoria, pero todavía me hace reír. El tío Billy es el hombre más guapo que conozco, con su pelo rubio y liso que siempre tiene que apartar de su frente, y unos ojos marrones con rayos de oro. El aserrín le empolva el pelo y los hombros haciéndolo parecer que lo han cubierto con polvo de hadas. También es inteligente; después de darse cuenta de que la única forma en que su nueva esposa saliera de la casa de su madre sería en una caja de pino, construyó una casita para los dos, justo en la colina, y conectó su casa con la de su suegra mediante un pasillo cerrado para que Willa no tuviera que aventurarse fuera.

    —Huele muy bien —exclama Billy cuando entra.

    —Cerdo ahumado —responde Willa.

    Mi tía está de pie junto al fregadero de la cocina aplastando las patatas cocidas en la olla que ha colocado dentro del fregadero para poder pisarlas mejor. La abuela está preparando una ensalada de fresas y lechuga que le ayudé a recoger más temprano.

    —Pon la mesa, Deidra Ann —me pide la abuela, llevando la ensalada a la mesa. —Y tú —dice señalando a Billy— límpiate, que la cena está casi lista. —

    —Sí, señora —responde Billy guiñándole un ojo.

    Cuando terminamos de cenar y de lavar y guardar los platos, ya es demasiado tarde para que Billy nos lleve al pueblo y así enterarnos qué fue lo que nos atormentó esta mañana. Además, mis tíos ya cruzaron el corredor que los lleva a su casa.

    La abuela cabecea sobre el libro que ha estado leyendo.

    —Dios mío, ¡qué tarde es! —exclama la abuela cuando se despierta. El libro que había estado leyendo se le ha caído de la mano y ahora yace en su regazo.

    Estaba absorta en el libro de misterio de Nancy Drew que retiré la última vez que fuimos a la biblioteca.

    —Son casi las diez —digo, mirando el reloj de la chimenea. La abuela bosteza.

    —Me voy a la cama. No te olvides de apagar las luces y de comprobar que las puertas estén cerradas. —

    —Lo haré —le respondo y vuelvo a la lectura.

    Espero un rato mientras escucho la descarga del inodoro y el chirrido de los resortes de la cama mientras la abuela se prepara para dormir. Luego, pongo un señalador entre las páginas, cierro el libro, atravieso la cocina con los pies descalzos y salgo por la puerta de atrás para dirigirme a la entrada.

    No tengo miedo, aunque la luna sea una pequeña rayita en el cielo y aunque siempre esté muy oscuro más allá de la valla. El aire está perfumado de pino y las estrellas brillan en el cielo nocturno. Miro hacia arriba y encuentro la Osa Mayor y el remolino brillante que marca el borde de la Vía Láctea. La brisa hace que las copas de los árboles susurren. Escucho durante mucho tiempo intentando convocar al espíritu perturbado que percibimos esta mañana, pero se ha ido. Entro, pongo la cerradura, apago las luces y me voy a mi habitación.

    CAPÍTULO DOS

    La abuela y yo vamos a la ciudad con el tío Billy a la mañana siguiente en su camioneta Ford de 1966. Al tío Billy le encanta esa camioneta.

    —Lo compré nuevo, directamente del lote—, le había dicho a Willa el año pasado después de conducirlo por el camino y estacionarlo justo delante de la puerta del jardín de la abuela.

    Si no está lavando y puliendo el exterior azul y blanco, se pasa la tarde del domingo con el capó levantado. Se la pasa retocando con las herramientas en la mano, así es como lo llama. El camión tiene un asiento corrido con una funda que cosió la tía Willa. Me siento en el centro y cuando mi tío pisa el embrague, grita la marcha y yo muevo la palanca de cambios al lugar correcto. Es lo que más me gusta hacer.

    —Esta chica va a ser piloto de carreras, estoy seguro —declara el

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