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El odio imposible
El odio imposible
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Libro electrónico207 páginas2 horas

El odio imposible

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Así habla el padre Saúl Zeler, a quien le ofrecen ser director del colegio San Gilles de Rais. Lo acepta, sin quererlo, porque se lo «sugirieron». Sabe que no está a la altura y se recrimina. No porque ahí se malversen fondos o porque los profesores cobren coimas para aprobar a sus alumnos, los empleados sean unos degenerados y los estudiantes, unos insolentes. Su despecho estriba en no ser consecuente. De ahí su tragedia. De ahí su hastío.
Esta sátira oscura, narrada con sencillez, humor y ternura, repara en seres metidos en trances similares con la salvedad de que ellos sí actúan de acuerdo a su moral: como Paz, siempre bondadosa con los perdidos; el maestro OSWALDO, quien a base de sobornos y chantajes consolida su posición laboral; o el extraño personaje que emigra, a pesar de los desengaños que sufre. Otros se consagran al resentimiento que se sustrae de su marasmo espiritual, personificado, en este caso, en la figura del padre Capón, fundador del instituto. Otros no tienen opción ni de pensar, y por eso son tratados a la patada, como al colérico e hilarante Piloso, el asistente de mantenimiento.
A vista de pájaro, sin por ello dejar de ser incisivo, Silcaza nos presenta una trama en donde los personajes tendrán que evitar «que les pasen por encima».
Y mientras caen o suben, se quedan o se van, estos derrelictos que pululan el San Gilles, confusos y asustados, buscan apoyo en la solidaridad para no caer en abismos. Quizá la única salvación mientras se espera el porvenir.
 
Sebastián Silcaza nació el 18 de diciembre de 1991 en Guayaquil, Ecuador. Tras dejar una carrera universitaria al cuarto año, se mudó a Buenos Aires. Allí terminó una tecnicatura en periodismo. Nunca lo ejerció. Tras siete años se mudó a Barcelona y se dedicó a escribir. A mediados del 2021 su relato Un pueblo mejor quedó finalista en la IV Edición del Premio de Periodismo Literario organizado por la editorial Angle y la Universidad Autónoma de Barcelona. El odio imposible es su primera novela.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 may 2023
ISBN9791220140980
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    El odio imposible - Sebastián Silcaza

    Primera Parte

    Capítulo I

    La directiva del albergue

    ¡Yo no soy ningún hijueputa!

    Aunque tal vez sí lo sea.

    Pero no me invento las cosas, ¡no soy chismoso!

    Eso ya es un montón, ¡es algo! Solo eso me ubica por encima de cualquier escala de valores, sobre todo en este lodazal. ¡Claro que sí! Vivo en un estero que apesta lo indecible, ¡así es!, pero eso no significa que yo sea como los sapos que brincan por ahí escondidos, picados, incompetentes, comiendo de los demás solo para constatar la execrable subcagada que son.

    ¡Yo no soy ningún sapo, a pesar de vivir entre ellos!

    ¡No soy sapo! ¡No lo soy!

    Con esas palabras reventándole el cerebro, el padre Zeler se despertó.

    Pero se levantó hastiado, lo que se dice  H A S T I A D O.

    Seguía oscuro afuera. Al lado de su cama, sobre una silla, estaba su clériman. Antes de vestirse se acercó a la ventana mugrienta, donde desde hace días, en el alféizar, había una mosca muerta. Su cuarto estaba en el segundo piso de un albergue deteriorado, conformado por una decena de cuchitriles húmedos y estrechos. Se dividían por paredes de yeso, incapaces de aislar el sonido de los otros huéspedes, de modo que podías escuchar

    sus pasos, sus pedos,

    sus abluciones,

    sus ronquidos y pesadillas con una nitidez desconcertante.

    El albergue lo ocupaba el padre Saúl Zeler, tipo de treinta y dos años de caderas anchas y otros curas tan símiles entre ellos que parecían clonados:

    sesenta años, calvos, panzones, dientes grises, lengua seca.

    Lo único que los diferenciaba, al igual que los Teletubbies, era el color...de sus sotanas ¡Así lucían! Pero la época en que pasaron estas barbaridades, tres días antes de Navidad, la mayoría se largó a pasar las fiestas a otro lado. Cosa que, en el albergue, solo quedó Zeler, el padre Capón y el padre Vijara. Este último, a diferencia de los Teletubbies, era un hombre de luenga barba blanca y supremamente viejo.

    Decían que era exorcista, ¡de los pesos pesados!

    Pero no era cierto.

    Pasa que el viejo dedicó parte de su vida a la labor social, en especial a la construcción de casitas para los pobres. Una vez, hace años, fue a una aldea perdida en la costa en donde, desde la madrugada, una mujer obesa no paró de gritar obscenidades, retorciéndose en convulsiones siniestras, diciendo que la estaban arrastrando hacia dentro. La amarraron a la cama, pensando que era el diablo quien la jalaba. Cuando el padre Vijara la examinó, ante el espanto de los aldeanos, supo que le iba a explotar el apéndice o algo así. Hubo que llevarla al hospital.

    Eso fue todo.

    ¡Pero qué aburrida esa razón! Así que los acompañantes del viejo, con su imaginación morbosa, al regreso, corrieron el rumor, ¡así es esa gente!, y dijeron que el cura exorcizó a una plantilla de demonios que holgazaneaba adentro de la gorda. Quedó echada la semilla desde entonces.

    Padre Vijara, exorcista.

    Ahora bien, el anciano, desde hace unas semanas, apestaba de modo insoportable, hasta sobrenatural diría.

    Una pestilencia enigmática.

    Había otro huésped, pero no era religioso.

    Maridueña se llamaba. Profesor de Ciencias Naturales, mestizo miope, cuarentón. Con él estaban sus dos hijitos. Dormían ahí porque la casa del profesor, precaria y modesta, sufrió un cortocircuito a causa de un cable pelado. Ardió en fuego, pérdida total. Los Maridueña se quedaron en la calle. Fue entonces que la directiva del colegio San Gilles de Rais, en donde daba clases, le cedió uno de los cuartuchos del albergue.

    Ya había pasado un mes del incendio.

    El colegio San Gilles de Rais lo dirigía el padre Zeler, quien sucedió al padre Capón, antiguo líder y fundador, tras veinte años de mando. Los demás curas eran un cero a la izquierda. Capón cedió la gerencia so pretexto de darle al San Gilles un rostro fresco, moderno, de ideas nuevas. Pero en realidad, en el fondo, quería librarse de responsabilidades.

    Esa es la verdad.

    Ya pasó su turno: ya no es su problema. De modo que el padre Zeler, un inexperto, reclutado de la Orden de los Luisines, tras dos meses como flagrante director, supo que su colega, con cierta fama de avaro y cabrón, lo embaucó, ¡así son!, y que se reía en su cara por medio de la zalamería más absoluta y cínica. Sé firme y no te enojes, le solía decir el padre Capón.

    ¿Cómo que enojarse? Zeler era ahora director de una institución privada, y sus colegas lo trataban con distancia: comentarios irrelevantes, ¡paupérrima cordialidad!

    Sé firme. Así hablan los sabios de este mundo. Los contrahechos andantes que ocultan su inconsistencia con una infame serenidad, fingida y sin gusto, cuando lo cierto es que están anquilosados hasta el culo, ¡los sabios de este mundo!

    Así reflexionaba el padre Zeler.

    Afuera el rocío matinal caía sobre el cerro, donde se ubicaba el albergue. Ya clareaba. A lo lejos se veía el techo de la cancha cubierta, y, al fondo, reverberaba el monte que se erguía como un gigante al pie del colegio. Un monte que, por lo demás, siempre olía a quemado.

    Pero la mañana se presentó mansa y dúctil, moldeada a las aspiraciones de uno. 

    El padre Zeler se percató que le apestaba la trompa, y sopló su aliento a su nariz para confirmar el tufo. Se vistió sin apuro. Bostezó. Luego bajó las escaleras y salió sin lavarse los dientes.

    Eran las 6 AM.

    Capítulo II

    El asistente de mantenimiento

    Afuera había un tipo con los brazos cruzados.

    Era Piloso, el asistente de mantenimiento:

    Hombre sin edad, mestizo, bajo, ojos irritados. Tenía la forma de Danny DeVito. Difícil saber cuándo entró a trabajar en el San Gilles, pero ya tenía sus buenos años ahí. De hecho, Piloso también vivía en el colegio. Escondida en el monte, allá arriba, había una capilla que nunca se inauguró por falta de presupuesto. En algún punto le ofrecieron a Piloso que viva ahí, junto con las alimañas que se arrastran por el fango.

    Piloso, además, era uno de esos individuos a quien todos tratan a la patada.

    El asistente de mantenimiento iba y venía, impaciente, y por el hecho que estuviera allí desde quién sabe qué hora, eran señales inequívocas que iba emputado.

    —¡Le quería comentar, nada más, porque es lunes y después no quiero que se anden dañando las cosas y digan que es culpa mía! Yo le aviso, padre. Así queda la constancia para que después no me echen el muerto, como siempre.

    —¿Qué pasa, Piloso?

    —Se lo dije al ingeniero Solís y ahora se lo digo a usted. La cubierta del galpón C, ahí donde estudian los de sexto año, está podrida y floja. Esa vaina en cualquier momento se cae y le corta la cabeza a alguien. El ingeniero dice que solo hay que remachar, en vez de cambiar el tejado de una vez, y eso porque ese hombre es un tacaño miserable. ¡No le daría agua ni al gallo de la pasión! Usted es el jefe, hágase cargo. ¿O hablo con el padre Capón? ¡Ya ni sé quién manda aquí! Se lo digo ahora, después se arma un problemón y yo, el más cojudo, tiene que pagar.

    —Oiga, no sea grosero. Yo no soy su compañero de cantina para que me hable así.

    Piloso suspiró de fastidio.

    —Yo le aviso nomás, padrecito, hay que cambiar esa cubierta. Hay que aprovechar que esta gente sale de vacaciones. Hable con el ingeniero porque yo no puedo. ¡Después no quiero problemas!

    —Una pregunta, ¿arregló el micrófono de la cancha cubierta?

    —¿Qué micrófono, señor? —Piloso respondió con una insolencia increíble. Al otro le tembló la pierna, y tuvo que pasmar el arrebato que le atravesó la tráquea en ese instante:

    << ¡Oye, chucha de tu madre! Te voy a partir la boca, cholo majadero. ¡No me contestes así!>>

    Pero no dijo eso. Su boca se contrajo, como si chupara un limón, y solo dijo:

    —Piloso, no sea grosero. Le pregunto si arregló el micrófono de la cancha cubierta, en donde doy misa todos los lunes. Se lo dije la vez pasada.

    —¡Ah! Ya sirve...

    El asistente de mantenimiento bajó por un caminito. Zeler se fijó como su silueta, fofa y pequeña, daba la impresión que era tragada por el cerro de los pies a la cabeza a medida que descendía. Cuando lo perdió de vista supo que llegó a la depresión del camino, justo donde se pronuncia la curva y que desemboca en el patio central, donde están las canchas de básquet. Solo oía el

    20

    tintineo del juego de llaves que Piloso tenía enganchado al cinto. 

    Cuando llegó al patio, y, desde su altura, Piloso parecía una termita negra, Zeler supo que el cerro no se lo tragó.

    Piloso aún existía.

    El insulto frustrado se transformó en un gargajo que escupió con sonoro asco. ¡Olía mal su baba! El cerro sopló sus últimas brisas. Muy pronto el infierno abriría sus compuertas para dejar salir el calor macabro que fulmina a Guayaquil.

    Aún soplaban las últimas brisas. Gracias, dijo el padre Zeler, gracias por el viento y el silencio. ¡Algo es algo! Pero allí seguía la tensión.

    Bajó por el mismo camino que el asistente de mantenimiento.

    En el albergue las ventanas de los cuchitriles se alumbraron una por una. Los curas y los Maridueña despertaron. Desde la ventana, la mosca muerta parecía mover sus patitas:

    ¡Que tenga un buen día, padrecito!

    Capítulo III

    Pequeños conflictos

    La rectoría era un edificio de una planta.

    Nido de la administración.

    Estaba junto a la entrada del colegio, rodeada de arbustos, de modo que la visibilidad de quién entraba y salía era total. Un punto de control estratégico, como quien dice.

    Coronado por un arco de concreto en donde se leía Unidad Educativa San Gilles de Rais en letras de relieve blanco, el portón de ingreso era el único vínculo a la ciudad. Ahora bien, los goznes de ese portón estaban tan oxidados que, cada vez que se abría, parecía que la puerta gritaba de horror. Era un escándalo, tan podrido era el estado de esas bisagras.

    ¡NUAAAN!

    ¡NUAAAN!

    Así todo el día, abriendo y cerrando esa puerta maldita. De eso se ocupaba un anciano llamado Pachito. Ese Pachito, un raquítico a quien se le caía el pantalón de su uniforme por no usar correa, tenía empotrada una silla justo al lado del portón. Ahí se sentaba todo el día. Comía sol, y para entretenerse le ponía nombre a las iguanas de los setos elevados que servían de muralla al San Gilles:

    ¿Cómo le va, Víctor? ¡Hola, Isabelita, vieja fea!

    Las iguanas se arrastraban desafectadas.

    Es decir, si un alumno quería fugarse tenía que evadir a la rectoría y luego a Pachito, a quien se le caían los pantalones. Eso, o meterse por las entrañas perversas del

    monte que todo lo ve. De todas formas, los adolescentes, incluso los más depravados, jamás se atrevieron.

    No, para escapar no tenían valor.

    El padre Zeler se dirigió a la rectoría. Él también tenía un juego de llaves. Cogió una. Abrió la caja de fusiles y encendió la luz del inmueble. En el instante en que se iluminaron los recovecos de las salas y oficinas, cientos de cucarachas salieron disparadas a buscar refugio. Detrás de ellas, despavoridos y lentos, iban los pececillos de plata. Imploraban.

    Pececillos de plata

    ¡Por el amor de Dios, ayúdennos! Dennos espacio sino nos matan.

    Cucaracha (con puntitos azules sobre sus alas)

    ¿Pero por qué no se largan? ¡Carajo! ¡Váyanse o yo misma los aplasto!

    Pececillos de plata

    Viene una tempestad, ¡vamos a morir!

    Cucaracha 

    ¡Qué manera de joder! Dije que se fueran. Siempre se meten donde no deben. ¿Para qué sirven?

    Pececillos de plata

    ¡Para que…! ¡Pero si ustedes viven para tragarse las sobras de todo! ¡Salen cuando nadie las ve, en secreto, como los maricones de los gusanos! Solo ahí dan rienda suelta a su desvergüenza: roban, discriminan, dañan, estafan y mienten. Son unas víctimas de porquería. Son…son… ¡como los guayaquileños! ¡Vividoras!

    ¡Vividoras!

    Cucaracha 

    ¿¡Cómo!?

    Pececillos de plata

    Se creen la gran huevada, cochinas. ¡Son igual que los monos! No saben dar una mano. ¡Ustedes son unas mantenidas de verga, mezquinas, que cuando no ponen huevos o no mendigan un guiso se quedan quietas esperando que una rata o un pájaro se las coma! Nada más. ¡Son cómo los parásitos de este lugar! ¡Qué feo!

    ¡Qué feo!

    Cucaracha 

    ¡Los mato! ¡Los mato! ¡Los mato!

    Pero era imposible que el padre Zeler supiera de esa vorágine que desató con la luz. Atravesó un pasillo largo hasta su despacho, la oficina del director. Entró.

    Encima del marco de la puerta colgaba un Jesucristo crucificado de porcelana. Le faltaban sus pies. Una vez se cayó al piso y se quebraron, pero nadie se molestó en pegarlos de vuelta.

    Capítulo IV

    La visita

    Pachito llegó temprano.

    Ese sí vivía afuera del colegio,

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