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El inseminador
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Libro electrónico132 páginas1 hora

El inseminador

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La trama se desarrolla en 1939. El nazismo se extiende por Europa, y de su mano se extiende también el racismo. Muchos ciudadanos racialmente "inferiores" huyen buscando un refugio seguro donde llevar una vida tranquila, pero ya es muy difícil encontrar reductos de paz. En Suiza, la organización "humanitaria" Niños de la calle pretende acabar con el nomadismo raptando a los hijos de los gitanos. La aculturación, el desarraigo, el olvido, los malos tratos, los abusos sexuales, la muerte...todo cabe bajo el manto de una cruzada presuntamente altruista.
El dolor tiene nombre y apellidos. Lubo, un cingaro nacionalizado suizo, mientras se ve obligado a cumplir el servidcio militar (un gran esfuerzo para un nómada), recibe la noticia del rapto de sus dos hijos y el asesinato de su mujer, que había pretendido impedirlo. Su mundo se acaba, hasta que en sueños recibe la visita de la Virgen, que es increiblemente parecida a su difunta esposa. Entonces descubre porqué él sigue vivo. Su única meta será la venganza, y para alcanzarla, si es necesario, perderá todo rastro de humanidad. Asesinará con fría premeditación. Y con fría premeditación seducirá y dejará embarazadas a cuantas mujeres racialmente "superiores" encuentre en su camino.
Los hijos bastardos de sus andanzas, nacidos del odio, como no puede ser menos, tendrán una vida mísera y desgraciada, y sucumbirán ante el peso de los prejuicios raciales que los dieron la vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 abr 2014
ISBN9786050300567
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    El inseminador - Mario Cavatore

    Cavatore

    Primera parte

    La simiente

    Lubo

    Porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará

    1.

    Los cíngaros siempre han sido un problema.

    Pero, como Lubo Reinhardt era cíngaro, los problemas de los demás le interesaban poco. Tenía sus propios problemas. Y le causaban sinsabores.

    A Lubo le gustaba tocar la guitarra, estar con sus amigos y parientes, moverse a menudo con su carromato. Le gustaban su mujer y sus hijos.

    También disfrutaba con su trabajo, por qué no, golpear el cobre con su martillo: ver cómo las palanganas y las cazuelas iban adquiriendo, poco a poco, la forma correcta entre sus manos le proporcionaba tanto placer como tocar. Desde hacía siglos, en su familia todos habían sido caldereros y músicos. Aprendían ya desde pequeños, sin esfuerzo, con diversión.

    Pero sólo los varones. Las mujeres no, las mujeres tenían que servir a los hombres, criar a los niños, ir a vender el cobre, conseguir comida y cocinarla, hablar y tratar con los payos.

    Si podían, los hombres evitaban hablar con los payos.

    No era una raza simpática.

    Los problemas de Lubo y de su gente provenían de los payos.

    Se metían en sus asuntos, querían enseñarles a vivir.

    Lubo respetaba a los ancianos pero, a menudo, se preguntaba si la decisión de su abuelo de nacionalizarse suizo había sido correcta.

    Era justo reconocer que tenía ventajas, incluso grandes: sobre todo porque ya no podían ser expulsados como ocurría antes. Y Suiza no era un mal país para vivir. Cuando se hartaban de estar en un lugar, cambiaban de cantón y era como viajar por toda Europa.

    Pero a cambio, cuántas molestias y complicaciones: por ejemplo, pagar los impuestos. Además estaba la instrucción obligatoria, otro engorro difícil de digerir. Ahora Lubo estaba contento de saber contar, leer y escribir, pero las horas, los días y los meses que había pasado encerrado, sentado frente al pupitre, habían sido un tormento. Su gente se había escandalizado por el modo en que se torturaba a los niños en las escuelas, le compadecían.

    Por último, había llegado el suplicio de aquel momento: el servicio militar obligatorio. Lubo había hecho de todo para evitarlo pero la tarjeta de citación le había seguido por toda la confederación hasta que, por casualidad, en un puesto de control le habían identificado. Ya tenía dos hijos pero no hubo nada que hacer: tuvo que ir; la alternativa era la prisión, que para un cíngaro es peor que el infierno.

    Tuvo que afeitarse, cortarse el pelo, quitarse su ropa de colores y vestir el uniforme gris verdoso de los reclutas. Un tormento.

    Por suerte, no pudieron quitarle las dos elegantes fundas de oro que le recubrían los colmillos superiores —su orgullo y lujo—, pero ya no estaba tan guapo como antes.

    Porque Lubo Reinhardt era famoso por su belleza.

    Cuando montaba a caballo con la ropa de fiesta y su ancho sombrero, nadie podía fingir no verle.

    Incluso los payos le miraban, ¡y de qué manera!

    Ahora tenía que dar gracias por haber sido enviado tan lejos de todos, a las montañas, donde su gente no podía verle así, maltrecho e insignificante.

    Allí estaba, humillado, cumpliendo con su deber, contando las semanas y los días que faltaban para volver a la vida libre.

    No podía imaginarse que sus problemas eran poca cosa en comparación con lo que estaba a punto de sucederle.

    2.

    Su hermano le trajo la noticia de la desgracia.

    Estaba en el cuartel y todavía era de día cuando oyó dos veces el canto del búho y comprendió que Taro había venido a buscarle.

    Cuando, al atardecer, le dejaron salir, le vio esperando con su ancho sombrero cubierto de nieve.

    Taro no dijo nada del uniforme ni del pelo cortado al rape, no se burló de él, ni se rió ni bromeó como hacía siempre.

    Bastó con esto y con su rostro para hacerle intuir que traía malas noticias.

    Fueron a cobijarse al cobertizo de la leñera.

    Allí, en la oscuridad, se acurrucaron, encendieron un cigarrillo y Taro habló.

    Hablaba con cautela pero sin rodeos: sólo el peso de lo que tenía que decir le hacía titubear.

    Mirana, la mujer de Lubo, había muerto, asesinada por la policía, y se habían llevado a sus dos hijos no se sabía dónde.

    Tardó dos horas en contar a Lubo cómo había sido posible.

    Lubo no quería, no podía, hacerse a la idea.

    Y sin embargo, los hechos eran muy simples: la policía había ido al campamento para llevarse a los dos niños, su mujer había reaccionado agrediendo con un cuchillo a uno de los policías, los otros le habían disparado y había muerto.

    Pero, ¿por qué vinieron a llevarse a los niños?, preguntaba Lubo.

    Porque un juez lo había ordenado, le explicaba Taro.

    Pero, ¿qué le había pasado por la cabeza al juez, qué podían haber hecho dos niños de dos y tres años?

    Nada, decía Taro, habían decretado que, por su bien, no podían quedarse con los cíngaros, debían criarse en condiciones higiénicas y morales adecuadas.

    Pero, ¿qué le importaba al juez, quién le había dicho que las condiciones no eran adecuadas?

    —Hay una organización que se llama Kinder der Landstrasse, Niños de la calle, que ha sido inventada justo para esto, para arrebatarles los niños a los cíngaros.

    —Pero ¿por qué? —Lubo no acababa de creérselo.

    —Porque nos odian, tú también lo sabes, los payos nos odian. Nos tienen miedo, nos quieren eliminar. Si nos quitan a los niños, dentro de cincuenta años aquí ya no habrá cíngaros.

    Lubo tenía la garganta seca: se levantó, salió del cobertizo, cogió un poco de nieve fresca y se la puso en la boca, luego se restregó la cara con las manos mojadas.

    Taro le siguió y, sujetándole por la cintura, le llevó de nuevo a cubierto.

    —Escucha —le dijo—, tenemos que huir, tengo dos caballos escondidos en el bosque. Ahora, también yo y los demás tememos por los niños, hemos decidido irnos con la familia hacia Francia. Tenemos que marcharnos de aquí, desde Alemania corren malos vientos. Antón, el hijo de tío Yanko, estaba allí e intentó huir pero en la frontera le impidieron el paso y los nazis le fusilaron como a un perro . Ahora estos nazis también están en Austria, son gente que odia a los cíngaros. Tarde o temprano llegarán aquí también, tenemos que marcharnos, no nos podemos arriesgar.

    Lubo tenía los ojos fijos, parecía estar mirando cómo caía la nieve.

    Buscaba en su mente el rostro de Mirana y de los niños, buscaba la cara del primo Antón y no la encontraba. Sólo sentía un gran dolor en la boca del estómago y la rabia que crecía en su interior.

    Un cíngaro no tiene casa, propiedades, no tiene país, no tiene un puesto de trabajo, una iglesia, sólo tiene un carromato y su familia. Y ahora...

    Había perdido y estaba perdido. Se sorprendió al notar que el corazón seguía latiendo con tanta fuerza.

    Permanecieron un rato en silencio.

    Taro lloraba, pero Lubo sólo se dio cuenta cuando lo abrazó para despedirse de él.

    —Vete, Taro —le dijo—, hacéis bien en iros, coge también mi carromato o quémalo como si hubiese muerto, no me esperéis... no sé que haré, pero no os preocupéis, nada peor puede sucederme... vete, ahora los tuyos te necesitan, llévatelos de aquí. Adiós.

    Regresó al cuartel sin darse la vuelta.

    En el dormitorio, sentado en el catre, se puso a observar a los demás reclutas. Algunos jugaban a las cartas, otros leían. El compañero que dormía en la litera encima de él estaba escribiendo una carta a los suyos.

    Rubio, con la cara rosada y los ojos azules, parecía más joven y tierno de lo que era.

    Los viejos de la familia contaban cosas terribles sobre la crueldad de los payos. Lubo siempre había pensado que se trataba de leyendas de otras épocas. Ahora sentía que les odiaba a muerte, le hubiese gustado exterminarlos a todos ellos. Gente que no sabe ni reír ni llorar, hipócritas sin honor y cobardes, son, parecen larvas, y luego pretenden enseñar a los demás cómo hay que vivir.

    ¿Cómo podría soportar el estar con ellos, realizar la instrucción, lavarse, comer, dormir con ellos? Tenía que escapar de allí, quizá ir a Francia, él también, inventarse algo. Pero ¿qué? ¿Buscar a sus hijos? ¿Dónde? E incluso si los encontrara ¿qué podía hacer por ellos sin su mujer, en un mundo así? Y él, Lubo, ¿qué podía hacer con su vida, qué sería de él? ¿Debía convertirse en un fugitivo, en un bandido? ¿Qué mal había cometido para merecer aquello?

    ¿Para qué había servido aceptar el pacto con los payos, las humillaciones de la escuela, de los impuestos, del servicio militar? Pero cómo actúa esta gente... ni siquiera las bestias....

    Tenía que vengarse, vengar a Mirana, tenía que hacer justicia.

    ¿Pero cómo? ¿Podía salir de noche, matarles de uno en uno?

    Se metió en la cama, encogido, y se tapó del todo con la manta, incluso la cabeza.

    Estaba aturdido, la imposibilidad de desahogar el dolor y la rabia lo debilitaba.

    En su pecho, en su vientre, una bola de magma latía con furia.

    Inmóvil y contraído incubó su rabia y su ira durante horas.

    Por fin, después, lloró.

    Algo cedió en su interior, se

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