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Guillotina para títeres
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Libro electrónico315 páginas4 horas

Guillotina para títeres

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Novela de humor, una crítica a la clase política y los gobernantes actuales, hilada a través de las consecuencias de la supuesta desaparición del Presidente del Gobierno y la Presidenta de la Comunidad de Madrid en un accidente de aviación. En este contexto político, Gabriel, un taxista, joven y algo mujeriego, se verá inmerso en una aventura al llevar a un extraño pasaje por hacerle un favor a un policía de dudosa reputación.

Todo parecido con la realidad es pura coincidencia o no.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2018
ISBN9788416159444
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    Guillotina para títeres - Diego PérezCarpeño

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    Guillotina para títeres

    Diego Pérez Carpeño

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    Primera edición, mayo de 2014

    © Diego Pérez Carpeño, 2014

    © Última línea, S.L., 2014

    Luis de Salazar, 5

    28002 Madrid

    www.ultimalinea.es

    editorial@ ultimalinea.es

    Publicado de acuerdo con Letras Propias - Agencia Literaria

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

    ISBN: 978-84-16159-44-4

    IBIC: JFFX, JPZ, WHP

    «Lo mejor de la vida son las ilusiones»

    A mi hija Marta y mi hijo Diego, y a Encarna; porque sin vosotros no hay vida ni ilusión.

    A mis hermanos, ya sabéis...

    Viernes 9 de abril

    «Son las seis de la mañana, las cinco en Canarias.

    Nuestra compañera, Mayte Canás, nos amplía la última hora sobre la noticia que, desde las tres y media de la madrugada, nos tiene expectantes y angustiados en torno al accidente que ha sufrido el avión en que viajaban el presidente del gobierno, don Rodrigo Belchite Guzmán y la presidenta de la Comunidad de Madrid, doña Montserrat de Guevara y Guevara. Adelante, Mayte.

    Buenos días de nuevo, Carlos. Nos confirman fuentes del Ministerio de Defensa galo, que en torno a las tres de la madrugada han perdido el contacto con un avión de la Fuerza Aérea Española cuando sobrevolaba aguas del Golfo de Vizcaya. La hipótesis que cobra más fuerza es que los motores del Falcon—20 en el que viajaban don Rodrigo Belchite y doña Montserrat…»

    «Bueno, siempre hay alguien que está más jodido». Todas las mañanas, al oír las desgracias ajenas que su radio despertador vomitaba, este tipo de reflexiones ayudaban a Gabriel a superar el complejo de paria que le procuraba cada madrugón. Después, continuaba tumbado en la cama, oyendo el receptor sin escucharlo; esperando a que la sangre acumulada en la medianía de su cuerpo comenzara a circular de nuevo para desmontar la improvisada tienda de campaña que formaba la sábana y terminar por regar algunas de sus neuronas. A continuación, procedía con su ritual matutino: levantándose trabajosamente de la cama, rascándose ostentosamente los genitales, oliéndose después la mano rascadora y, tal vez llevado por la proximidad naso/digital, explorando dicha cavidad en busca de algún huésped al que desahuciar.

    A sus treinta y ocho años mantenía su metro ochenta y cinco con una forma física excelente, sólo un par de kilos de más delataban su afición por la cerveza. Gabriel atribuía esta buena forma a lo que él denominaba: «ejercicios filantrópicos», que, quizá de manera inmoderada, gustaba practicar con el sexo complementario. Su madre, por esta afición a la búsqueda desinteresada del bienestar femenino, y seguramente inspirada en su casticismo natal, le llamaba pichabrava; pero él siempre insistía en que aquella prodigalidad no era más que pura generosidad con la especie humana. Su cuero cabelludo apenas cumplía el segundo atributo, pero Gabriel, de natural optimista, achacaba esta precoz alopecia a un exceso de testosterona y remataba su orfandad pilosa con un rapado al cero de los escasos ejemplares que, cual galos rebeldes del Imperio Romano, resistían al acoso de la calvicie en pequeños grupos aislados.

    —Vamos niño, espabila, que a quien madruga… «Dios la cara l’arruga» —canturreaba Feli con su castiza voz nasal a modo de pregón mañanero; mientras, trajinaba por la pequeña casa preparando la intendencia diaria para que a él no le faltase detalle.

    La familia de Gabriel era de extracción humilde. Su madre nació en plena Guerra Civil en uno de los barrios del Madrid más castizo y más castigado por la posguerra: Lavapiés. Su abuelo, caído al terminar nuestra fratricida contienda, la inscribió como Libertad Fresco Monte; pero su abuela, dado lo intempestivo de los tiempos que se avecinaban, optó por ponerle el sobrenombre por el que hoy la conocía todo el mundo: Feli. Aquellos bélicos acontecimientos, sin duda, fortalecieron su carácter, lo que más tarde contribuiría de manera decisiva a la hora de enfrentarse a la educación de sus dos hijos: Ángel y Gabriel. Una educación monoparental, pues su difunto marido (la temprana viudedad parecía ser tradición en la familia), Vicente Del Cura Santisteban, se dejó la vida en el empeño de tener dos hijos. El destino quiso que justo en el momento en que terminó de encargar a Gabriel su corazón cesara. Además del normal disgusto por quedarse sin marido tan joven y en circunstancia tan enojosa, aquel inopinado fallecimiento causó numerosas murmuraciones y gracietas en el barrio: a la curiosa combinación de apellidos de sus hijos, había que sumar la condición de diezmesino del niño Gabriel. Fueron tiempos de muchos cálculos entre las vecinas de Villaverde Bajo, barrio al que el matrimonio Del Cura/Fresco se mudó nada más casarse.

    —¿Estás oyendo la radio? Dicen que sastrellao un avión con el Belchite y la Guevara. Acuérdate de que ayer quedaste con el Emiliano pa llevarle al aeropuerto; lo mismo tenéis follón en la M-40...

    —Ya, ya lo he oído, pero no te preocupes, la Guevara tiene mucha suerte —contestó Gabriel con tono displicente mientras salía de su habitación abotonándose el pantalón vaquero al que, junto a sus refulgentes castellanos burdeos, unía una fidelidad vitalicia sólo rota si la posibilidad de ejercitar su filantrópica afición requería algún cambio de imagen.

    —Si es que bicho malo nunca muere a gusto de tos, pero como les haya pasao algo… Ahora, entre pontebien y estatequieto, vais a estar una semanita sin poder trabajar como Dios manda. Además, no te digo yo na lo que nos puen costar unos funerales pa estos dos prendas, y encima de los dos partidos, ¡toma castaña! Ya ties a to los mandamases del mundo en Madrí pa el quitapenas —dijo Feli desde un punto de vista muy pragmático, inducida por una lastimosa situación económica que arrastraba de manera vitalicia y por una deformación profesional que como ama de casa le hacía valorar el aspecto económico sobre el emocional—. Pues sí que estamos apañaos... Y espérate que no les dé a los de siempre por salir con algún bigotes pegando tiros, que están las cosas mu calentitas con to los choriceos y to las juergas que están saliendo de tos estos, y cuando el diablo no tie ná que hacer, buena sombra le cobija…

    —Anda, anda, no digas tonterías —contestó Gabriel mientras tomaba sorbos del café que su madre le tenía preparado—. Aunque, ¿sabes lo que te digo?, que a lo mejor era lo que nos hacía falta: un tío con un par de pelotas que nos pusiera firmes. Verías como se terminaban las gilipolleces de mucha gente.

    —Claro, niño, y las primeras las tuyas. Pues no te iban a dar bofetás ni ná, con esas costumbres tan... modernas que tienes; con tantas amiguitas y con esos cigarritos que te lías y que te dejan los ojos daos la vuelta. ¡Ay, si tu padre levantara la cabeza! A él sí que le daban de guantás en el cuartelillo cuando le encontraban panfletos del Partido en el taxi, hasta en el cielo la boca le daban, y eso que el pobre siempre ponía su apellido por delante, pero... Y fíjate, las vueltas que da la vida, ahora tu hermano de policía municipal. ¿No quieres caldo? Pues tómatelo hoy por si mañana no hay. Menos mal que tú m´has salío más normal, si no fuera por lo de tus fumaos y tus chicas…, pero ya sentarás cabeza, ya.

    —Venga, venga, mamá; ya estás con las historias del abuelo Cebolleta —dijo Gabriel con tono indolente mientras dibujaba círculos en el aire con la taza para apurar los últimos posos del café—. Me piro a currar que al final se le hace tarde a Emiliano por mi culpa.

    —Niño, llama luego a tu hermano; a ver si él se entera de algo más en el Ayuntamiento. Alguno andará ya haciendo las maletas para cambiar de despacho…, que cuando el gato está ausente, al ratón le hacen presidente —y alzando la voz, convencida de lo baldío de su mensaje diario, le ofrecía el último consejo mientras Gabriel salía ya al descansillo de la escalera—. ¡Niño, si ves cosas raras por la calle, vente pa casa, no sea que…!

    ***

    Don Alfredo leía de nuevo el comunicado que el departamento de prensa de su ministerio tenía preparado para mandar a los medios de comunicación, sólo faltaba su visto bueno:

    OFICINA DE COMUNICACIÓN DEL MINISTERIO DE DEFENSA E INTERIOR

    Gabinete de prensa. Madrid, 21/04/2010

    Alfredo López Barón asume la presidencia del Gobierno.

    El vicepresidente primero del Gobierno y ministro de Defensa e Interior, Alfredo López Barón, en ausencia del presidente del Gobierno de España, Rodrigo Belchite Guzmán, asumirá las responsabilidades inherentes al cargo de presidente del Gobierno de España hasta que la legalidad constitucional así lo estipule.

    Ministerio de Defensa e Interior

    C/ Amador de los Ríos, 7

    Madrid

    Se recostó sobre el mullido sillón giratorio de piel burdeos que reinaba en el despacho del Presidente del Gobierno. Sergio pasó sin llamar, era el miembro más antiguo de su seguridad personal y no tenía necesidad de mantener ningún formalismo con don Alfredo. Le profesaba un cariño muy especial, un cariño que sabía no correspondido; pero esto a Sergio no le importaba, con estar a su lado y verle feliz le bastaba; y ahora le veía muy feliz, veía cómo las ambiciones de Alfredo estaban a punto de colmarse.

    —Alfredo, si necesitas algo estaré entrenando abajo, en el gimnasio.

    Don Alfredo asintió en silencio mientras mantenía una sonrisa de satisfacción instalada en su mimado rostro varonil. Miraba el retrato oficial de don Rodrigo colgado en la pared de enfrente y este parecía devolverle la mirada con cierto descaro. Suspiró hondo y con un «no somos nadie», comenzó a recordar cómo, un par de semanas antes, él mismo presionaba a don Rodrigo para que no dimitiera. Pretendía hacerle ver el peligro que correría una vez dejara de beneficiarse de la inmunidad que el cargo de presidente del Gobierno le procuraba; las denuncias de la fiscalía anticorrupción prosperarían, y las salpicaduras que la fiscalía italiana estaba esparciendo por media Europa tampoco le beneficiarían. Aquellos frecuentes viajes de placer a la Toscana habrían de pasarle factura. Don Alfredo sabía que después de una hipotética dimisión de don Rodrigo él sería su sustituto y vería colmado su eterno deseo, pero tener a un ex presidente incriminado en innumerables casos de corrupción no le facilitaría en absoluto su tarea. La judicatura, con aquella manía tan desconsiderada de querer aclarar todo lo ajeno, no les daría tregua; y con un ex presidente imputado, Emilio Navarro, jefe de una correosa oposición, no tardaría ni un instante en agujerear su yugular. Además, don Rodrigo supondría para su carrera política una gran sombra que ocultaría siempre su proyección pública. Esto era algo que don Alfredo no lograba entender: cómo Rodrigo conseguía mantener ese apoyo tan multitudinario; incluso en sus momentos más bajos de popularidad le ganaba de una manera aplastante. En nada parecía influir entre sus votantes su bien parecido porte, ni su elegancia innata; ahora, después de hacer pública su homosexualidad, podía entender que una parte de la ciudadanía tuviera algún tipo de prejuicio biempensante, pero antes también era así, nunca pasó de ser el segundón de Rodrigo. «Qué cabrón —pensó—, qué facilidad tenía para meterse a la gente en el bolsillo. Hasta su mujer, que le aguantó putadas de todos los colores, seguro que aún le guarda un pedazo de cariño en ese rincón siempre oculto que ellas tienen para los canallas, para los que no merecen nada». De pronto la luz volvió a su cabeza, todo aquel oscuro problema ya no debía preocupar a nadie; él personalmente, con la inestimable colaboración de la agente Vanesa, se había encargado de solucionarlo de la mejor manera posible: yacía en el fondo del golfo de Vizcaya.

    Todo aquello no debería ocupar más tiempo en su vida, sin embargo aún quedaba algún fleco que no terminaba de cuadrarle en aquel escenario: «¿Qué narices hacía Montse con Rodrigo?; a no ser que tuvieran algún escarceo que yo ignorara… Claro que con estos dos personajes no me extrañaría en absoluto. Él, un zahorí: siempre con el palo tieso buscando humedades; ella, una reprimida: amargada por no encontrar quien le apagara su ardor inguinal…». En cualquier caso, aquella cuestión era algo secundario, don Alfredo estaba seguro que a él no le perjudicaría en absoluto: los muertos no hablan, y en una sociedad tan machista e inquisitorial como la española, que estuvieran juntos por algún lío de pasiones entrelazadas, sólo perjudicaría la imagen de doña Montserrat y la de su partido.

    Después de tantos años de eterno segundón de don Rodrigo, don Alfredo estaba satisfecho de ser el promotor de los últimos acontecimientos, pensaba que por fin la suerte le sonreía, que todo empezaba a tomar su rumbo. Aquellas muertes no sólo le dejaban el camino libre para una sucesión suave; al mismo tiempo, tener a un presidente muerto en acto de servicio, les daba un caché y una limpieza de imagen que ninguna campaña de marketing podría soñar nunca alcanzar. Podía dar por bien empleado el dineral que le pidió Vanesa para solucionar aquel asunto de un modo tan brillante. Aquel trabajo tendría que verse recompensado con algún cargo de confianza; sabía que le costaría convencerla, ella siempre alardeaba de ser una agente libre, decía que prefería ser una freelance del amor al servicio de Interior que una puta retirada del oficio mendigando algún roce en los despachos. Este era el lado más negativo de Vanesa, en el Ministerio le propusieron ser la agente 69, pero su orgullo se vendía muy caro. Ahora, a Don Alfredo no terminaba de tranquilizarle que hubiese una boca suelta; concluyó que quizá sería mejor que hubiera otra baja, la sociedad no perdería mucho. Lo hablaría con Sergio, él sabría cómo solucionarlo.

    Se levantaba del sillón cuando sonó el teléfono rojo. Dudó por un instante si descolgar, pero enseguida volvió a sonreír mientras cogía el auricular; tenía que empezar a acostumbrarse a que ahora él era el presidente.

    —Mmm, ¿quién es? —preguntó con su elegante voz de barítono sin percatarse que aquel era el teléfono de línea directa con Zarzuela.

    —Caramba Alfredo, quien voy a ser: tu Rey.

    Don Alfredo entonces, zozobroso, contestó casi balbuciendo.

    —¡Uy! Disculpe Majestad, no había reparado en que era su teléfono.

    —Nada, nada, no te preocupes, al principio siempre os cuesta. Oye, yo te diría que no me llamases Majestad, pero siempre os hacéis un lío y termináis llamándome cosas rarísimas; así es que, si no te importa, me sigues llamando así. Sólo por comodidad, no creas que…

    —Por supuesto, Majestad; además, las formas son fundamentales.

    —Claro, claro, las formas. Oye, que lo siento y que enhorabuena.

    —Mmm, ¿enhorabuena? —preguntó algo asombrado don Alfredo; por un instante, su subconsciente le traicionó y dejó paso a un sentimiento de culpabilidad que tendría que aprender a dominar.

    —Sí, hombre, ¿no eres tú ahora el presidente?

    —Sí…, bueno, mmm, sólo interino, Majestad —contestó don Alfredo engolando de nuevo la voz.

    —Claro, claro, interino; bueno, a ver si preparamos la jura y esas cosas. Aunque tú prometerás, ¿no? Bueno, da igual, el caso es que yo te llamaba porque he estado hablando con el general Parra y le he notado muy nervioso. Yo no sé qué me decía de la Constitución y del ejército y de no sé qué leches. El caso es que yo como siempre, lo que vosotros digáis: que decís Constitución, pues eso; que decís militares, pues lo otro. Yo creo que estamos bien como estamos, pero bueno... De todos modos, le he dado el teléfono de mi chico para que hable con él lo que sea, ¿no te parece?... Que uno ya está mayor para algunas cosas. Ahora le toca a él trabajar un poquito, ¿no te parece?... —tras un breve silencio, prosiguió— Vaya, Alfredo, contigo no voy a discutir mucho, ¿eh?

    —No, no, claro, Majestad. Mmm, disculpe, es que ha ocurrido todo tan rápido que aún tengo que asimilarlo.

    —Bueno, bueno, tú tranquilo, si esto es fácil; no es más que firmar y firmar. Oye, otra cosa tenía que decirte: si tenemos que ir a Italia de viaje oficial o algo así, no tengas reparos en llamarme, ¿eh? Aunque no tengamos los mismos gustos, podremos apañarlo. Qué pena, cuanto voy a echar de menos a Rodrigo; era un fenómeno, cómo me tenía cogida la medida. En fin, qué se le va a hacer, es la vida… Lo de Italia no lo eches en olvido, ¿eh?

    Después de recibir aquel mensaje sobre las supuestas indecisiones constitucionales del general Parra, aquella sonrisa de satisfacción que su espíritu reflejaba en su cara, mudó a seria mueca de preocupación. «Tranquilízate, Alfredo —decía para sí—, no es más que la reacción irreflexiva de un militar indisciplinado y nostálgico».

    ***

    Cuando Gabriel recogió a su vecino Emiliano, tuvo la certeza de que el día iba a ser un monográfico sobre la suerte que habrían corrido el señor Belchite y la señora de Guevara.

    —Buenos días, Emiliano, ¿qué tal todo? —preguntó de forma rutinaria después de verificar de un rápido vistazo el perfecto estado de revista que lucían los mocasines marrones de su vecino.

    —¿Tú crees que serán buenos días? ¿Has oído lo del Rodrigo y la Montse?

    —Sí. La verdad es que no sabemos dónde la tenemos. Tanto currar para que el día menos pensado se nos quede esa carita de gilipollas cuando la diñamos. Pero una cosa te digo, no creas que estos me dan demasiada pena, dejan a sus familias bien colocadas.

    —Pero qué bestia eres macho —le reprochó su vecino.

    —Ni bestia ni leches, Emiliano —replicó Gabriel—, esto no deja de ser un accidente laboral. A mí el Belchite me parecía un tipo majo, pero tampoco hay que sacar las cosas de quicio; cuando se mata un albañil en el andamio no se monta tanto festival. Claro que la viuda y los huérfanos del albañil no salen llorando en el telediario de turno para dar pena a los «españoles de bien». Se joden con una pensión de miseria y se enjugan sus lágrimas con las carencias que tendrán.

    —Joder, Gabi, ¿has desayunado tigre? Yo no les tenía un cariño especial, pero te aseguro que no eran de los peores. El Belchite, metido en juerga, era bastante simpático —le contestó Emiliano sin ningún apasionamiento.

    —Claro, tú tienes negocios con todos estos sinvergüenzas, no puedes ser objetivo. Pero no me puedes negar que el presidente era un niño pijo: el hermano pequeño de la gauche divine madrileña, en caso de que esta hubiera existido. Y de la Montse ya ni te cuento: una Grande de España, catalana, criada y afincada en Madrid; con la de taras, complejos y contradicciones que tales circunstancias pueden acarrear.

    —Coño, que negativo te veo esta mañana, Gabi.

    Emiliano siempre intentaba optimizar las contrariedades cotidianas. Su espíritu luchador y su afán de superación le marcaban esta conducta en el día a día. Él cumplía con el tópico de hombre hecho a sí mismo. Estudió su ingeniería de caminos, canales y puertos con el sacrificio y las privaciones que en los últimos años sesenta suponía para una familia trabajadora ofrecer estudios universitarios a alguno de sus miembros. Después, todo fue trabajo, constantes viajes, mil noches en vela intentando cerrar proyectos… Ahora, rozando la jubilación, tenía la experiencia y peso profesional necesarios para entablar negociaciones con las más altas esferas de las administraciones. Y no sólo a nivel nacional, se movía con mucha familiaridad por los pasillos de los ministerios de media Europa. Con cierta sorna solía decir: «Gabi, estoy hasta los cojones de comer langosta para poder llevar a casa unos garbanzos».

    Después de dejar a Emiliano en el aeropuerto y hacer algún servicio más, con la consiguiente entrega de informes sobre la suerte de los políticos finados, llamó a su amigo Alex con la intención de almorzar con él.

    —Qué tal, casiguapo, ¿dónde andas?

    —Estoy llegando a la glorieta San Bernardo, voy al Iberia a desayunar; invítame tío, que estoy pelao. Por cierto, ¿has oído lo de la Montse y el Belchite?

    —Otro igual. Joder, macho, vaya mañanita que llevo con esos dos pollos… Bueno, espérame que estoy en La Latina; voy para allá y te pago un café, que estás hecho un miserias… Espera, espera —continuó Gabriel con un tono de cierta sorpresa—, espera, que me están parando tres pringaos con traje de pingüino y unas gafas de sol con forma de mariquita. La madre que los parió, qué pinta de gilipollas tienen. A ver si no me joden el viernes. Bueno, luego te llamo, que estos vienen calentitos.

    Gabriel, con una personalidad plagada de contradicciones, tenía un concepto de la justicia social un tanto robinhoodiano que le comprometía con causas muy provechosas y dignas de elogio, pero con una metodología digamos… poco ortodoxa. En la cara de estos chicos, advirtió de inmediato su perfecta condición de víctimas, a mayor gloria de uno de sus más ambiciosos proyectos vitales: la MARIA. Los jóvenes le hacían ademanes lo suficientemente exagerados como para confirmar que habían pasado unas cuantas horas muy ajetreadas, alcohólicamente hablando. Su percepción de la realidad parecía estar filtrada, casi tamizada, por los vapores etílicos. Aunque sus estrafalarias gafas y el chaqué que vestían evidenciaban un disfraz, los pequeños detalles como el alfiler con perla para la corbata gris con nudo Windsor, los gemelos y relojes de oro, así como aquellos escarpines Berluti anudados, con máculas que acreditaban una noche jaranosa, les delataban como chicos de familias bien, familias algo más que acomodadas, familias del desesquinado barrio de Salamanca.

    Fuenas noches, jefe —dijo el que parecía más sobrio de los tres, intentando dar un tono de normalidad a su borrachera—. ¿día es hoy?

    —Hoy es viernes, nueve de abril. ¿Dónde queréis que os lleve? —preguntó Gabriel con cierto mosqueo preventivo.

    —Pueees, ejjque mi amigo se casa mañana en Valencia —dijo mientras señalaba a otro de los perjudicados por la excesiva ingesta; y con los ojos extraviados, buscando un punto donde detener la errática mirada que el alcohol le tramitaba, continuó con sus explicaciones— y no sé cómo vamos de tiempo. Llévanos a Valencia echando leches, pero que no nos salga muy caro, que llevamos dos días despidiéndonos de este y no nos queda mucha pasta, y sin timarnos, ¿eh? Que ya nos conocemos…

    Esto le contestó el beodo con un tono más que provocador, como si efectivamente se conocieran de algo. Las sospechas de Gabriel fueron tomando forma, ya no le cabía duda de que la pretensión de los «señoritos» era continuar con su juerga procurándole un viernes más movido de lo que él deseaba. Estuvo tentado de deshacerse de ellos sin más contemplaciones, pero el trabajo aflojaba y no era cuestión de desaprovechar la posibilidad de un ingreso extraordinario. Entonces, una providencial llamada telefónica hizo que tuviera que improvisar un precipitado desenlace de la relación mercantil que estaba a punto de iniciarse.

    —Perdona, ahora vemos si os llevo o no os llevo a Valencia —le dijo al joven mientras intentaba en vano reconocer el número que le llamaba.

    —¿Sí, quién es?

    —¿Cómo jjje ahora vemos? Tú nos llevas a Valencia porque se me planta a mí en los cojjjones —decía el calavera interfiriendo en la conversación de Gabriel.

    —Hola. Tenemos que vee…vernos —le contestó el subinspector Cárdenas con su voz ronca y la entrecortada vacilación que siempre delataba su nerviosismo. Entretanto, el pijito calamocano insistía en que les llevara a Valencia, insistía en sus impertinencias e insistía en su desacertada estrategia para intentar imponer su voluntad a Gabriel.

    —Vamosss a ver jefe, tú nos llevas a Valencia sí o sí, ¿entendido?

    —Mira, nos vee…vemos en el barrio, donde siempre, y ya te cuu…cuento lo que hay —proseguía su interlocutor.

    —¡Que te calles ya, coño; que no me estoy enterando de nada! —gritó Gabriel.

    —¿Cómo dii…dices? —se oyó al otro lado del teléfono.

    —¡Qué no!, que no es a ti. Es que tengo a unos mendas muy plastas en el taxi y llevan una castaña impresionante. Pero dame más pistas porque todavía no he pillado dónde quieres que nos veamos.

    —Joder, Gabi, «donde siempre, en el baa…barrio» es «donde-siempre-en-el-baa…barrio», y con el de siempre.

    —Aaaaah, bien Cárdenas, «donde siempre, con el de siempre» —aclaraba burlonamente Gabriel al subinspector Cárdenas cuando por fin le entendió—. Qué pasa tronco, que misterioso estás, ¿no? ¿Y qué quieres? ¿Has pillado alguna hueva de chocolate guapo?

    —¡Te quieres

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