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Sangre de bellota
Sangre de bellota
Sangre de bellota
Libro electrónico239 páginas3 horas

Sangre de bellota

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Sangre de bellota es una novela de vampiros con boina y toquilla, una inclasificable pesadilla con ecos de Miguel Delibes, Stephen King o Eduardo Mendoza.

Por primera vez en su vida, Ceferino Morales tiene la sensación de haber perdido el control sobre su destino y el del resto de los habitantes de Cañete del Retamal. A pocos días de la gran cacería que reunirá en su finca a políticos, empresarios y aristócratas, Ceferino debe enfrentarse a una serie de misteriosas desapariciones que hacen peligrar el magno evento y, lo que es peor todavía, su hasta entonces indiscutida autoridad sobre las personas, animales y cosas de aquel tranquilo rincón en los Montes de Toledo. Para colmo de males, la pequeña colonia rumana que habita en el pueblo empieza a hablar de vampiros, y una desabrida inspectora de policía se empeña en meter las narices donde no le llaman.

Sangre de bellota es un inclasificable relato en el que conviven el realismo rural, la novela negra y el género vampírico. Una historia llena de terror, amor y humor, en la que no se sabe muy bien quiénes son los buenos y quiénes los malos. Porque, ¿qué es un vampiro sino un humano liberado del miedo a morir? ¿Y qué es un humano, sino un vampiro aterrorizado?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 sept 2016
ISBN9788491127253
Sangre de bellota
Autor

Nacho Herranz Farelo

Nacho Herranz Farelo es un narrador, antipoeta, humorista gráfico y redactor publicitario nacido en Madrid en 1972. Su obra está impregnada de un pesimismo entusiasta, a caballo entre el realismo social, la sátira, la literatura fantástica y una perplejidad cercana a la candidez. Autor de varios cuentos, una novela corta y varios guiones para cortometrajes, en 2016 publica su primera novela, Sangre de bellota. Extraño, polifacético y socarrón, Nacho Herranz Farelo es un escritor fácil de leer y difícil de descifrar, con un estilo sencillo y cercano, accesible para todos los lectores. Incluso los más inteligentes.

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    Sangre de bellota - Nacho Herranz Farelo

    Sangre de bellota

    Nacho Herranz Farelo

    Título original: Sangre de bellota

    Imagen de la cubierta de Nacho Rojo

    Primera edición: Septiembre 2016

    © 2016, Nacho Herranz Farelo

    © 2016, megustaescribir

    Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN: Tapa Blanda 978-8-4911-2726-0

    Libro Electrónico 978-8-4911-2725-3

    A mi abuelo Paco Farelo. Gracias a él mi sangre huele a bellota, jara, vino tinto y risa. A los bares y restaurantes de Madrid, en los que he escrito el noventa por ciento de este libro. El cien por cien, según algunos estudios. Al patxaran Baines, mi segunda musa.

    A Bea, la musa titular. Es por ella que me siento vampiro…

    (…) El que camina de día no tropezará, porque ve la luz de este mundo;

    Juan 11.9

    - I -

    Si algo tenía claro Ceferino Morales es que a él nadie le tocaba los cojones. Y aquella noche se los estaban tocando. Mucho. Tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse y abofetear al capataz, que estaba plantado delante de él como un pasmarote.

    –A ver si nos entendemos. ¿Qué es lo que ha pasado, exactamente?

    –El abuelo, jefe. El abuelo está muerta.

    –¡Muerto, joder, se dice muerto!

    –Muerto. Eso.

    A Ceferino Morales le gustaban los obreros rumanos. Trabajaban mucho, cobraban poco y no protestaban nada. Bebían, eso sí, pero algo menos que los del pueblo. Eran perfectos en todo menos en su manera de hablar, con esa lengua de trapo y confundiendo las palabras. No había quien se enterase.

    –Vale. Tu abuelo se ha muerto, y yo lo siento mucho. Te acompaño en el sentimiento, majo. Pero ya te podías haber esperado a mañana, ¿no? No hacía falta que me despertases a las tres de la madrugada.

    –Perdona, jefe. Pero es que el abuelo se ha muerta en mi casa.

    –En tu casa. En Rumanía. Y claro, quieres ir al entierro justo ahora, cuando vamos a empezar la obra.

    –No, jefe. El abuelo se ha muerta en mi casa. Aquí.

    Ceferino Morales creyó que le iba a dar un ataque. Le costaba respirar, las mejillas le ardían, sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas.

    –¡Me cago en la puta que te parió, Cosmin! ¿Me estás diciendo que tenías a tu abuelo en tu casa y no me habías dicho nada?

    El capataz agachó aún más la cabeza, como si quisiera hacerla desaparecer entre sus clavículas.

    –Perdona, jefe. Yo lo siento mucho.

    Probablemente, Ceferino no se hubiese enfadado tanto si la casa de Cosmin no estuviese dentro de su finca. El capataz, al igual que el resto de la cuadrilla, el personal del coto, los camareros del restaurante y los domésticos de la casa vivían dentro de su propiedad, pagando religiosamente el alquiler, eso sí. Y vale que aquello era un negocio y para cuatro remilgados del pueblo además una inmoralidad, pero no había derecho a que le complicasen a uno la vida de aquella manera. Ningún hombre se merece que le despierten a las tres de la madrugada para anunciarle que un viejo sin papeles acaba de cascar en su propia casa y sin su permiso. Después de dedicar un rosario de insultos a Cosmin, a su abuelo y a la señora que parió al uno, al otro y a todos sus compatriotas, Ceferino Morales se vistió a toda prisa y siguió al capataz.

    El hecho de que la casa de Cosmin hubiese sido construida dentro de los límites de la finca no significaba que estuviera cerca, ni mucho menos. Ceferino impulsaba su cuerpo rechoncho con un trotecillo agónico, siguiendo a duras penas los largos trancos del capataz. La fatiga y el mal humor le hacían resoplar como un cochino. Y para colmo aquella noche hacía, con perdón sea dicho, un frío de pelotas. Un frío que calaba los huesos y hacía que su resuello se dibujara en la negritud del aire como el humo de un cigarro. En otras circunstancias, aquélla le hubiese parecido una noche perfecta. El frío en el rostro, el olor de la leña en las chimeneas, el perfume de las encinas, la luna plateando las suaves ondulaciones de los Montes de Toledo, el coro de las bestias invisibles en el coto, todo lo que él amaba, había amado y amaría hasta el fin de sus días, se le ofrecía acrecentado por la belleza de una madrugada de finales del otoño, poco antes de la recogida de la aceituna. Pero el hombre no estaba para líricas, y mucho menos después de llegar a casa de Cosmin.

    Por desgracia, Morales había visto bastantes muertos en su vida y todos ellos, jóvenes o viejos, fallecidos por causa natural o violenta, tenían en común la absoluta ausencia, la apariencia de una carcasa vacía donde ya no quedaba nada humano, nada capaz de escuchar los llantos ni de oler las flores del velatorio. Sin embargo, el del abuelo del capataz era un cadáver raro. A pesar de estar tan frío y tan pálido como cualquier otro, aquél muerto tenía una expresión atenta, un poco burlona, como un niño que se está haciendo el dormido. Las facciones anchas del anciano, su colosal estatura, las manazas como palas cruzadas en el pecho, el traje negro, los zapatones descomunales, contrastaban con la pequeñez del dormitorio, en cuya penumbra las velas apenas daban para iluminar al cíclope de cuerpo presente y a su silenciosa familia. Raluca, la esposa de Cosmin, rezaba sin ruido, más ajena a los recién llegados que el propio difunto. Iván, el hijo, miraba ansiosamente a todos, especialmente al viejo y a Ceferino Morales, como si no supiera cuál de los dos le causaba mayor aprensión. Vera, la preciosa y codiciada primogénita de Cosmin, conjuraba su embarazo clavando los ojos en el suelo. Ceferino, disimulando el escalofrío que acababa de recorrerle la espalda, habló a su capataz con toda la mala baba que fue capaz de reunir.

    -¿Tú estás seguro de que está muerto?

    -Sí, jefe, está muerta. Tieso como un mojama.

    Más valía. Porque allí nadie iba a llamar al médico. Ceferino Morales era un cristiano devoto, que donaba sus buenos miles de euros en mantos para vírgenes y en misas para sus difuntos, pero eso era una cosa y arruinarse la vida por un pordiosero muerto era otra. Volvió a dirigirse a Cosmin.

    -Venga, tú, agarra una pala y arrima la furgoneta a la puerta.

    La mujer y la hija de Cosmin le miraron con una mezcla de indignación e incredulidad. Raluca se santiguaba una y otra vez, mientras sus sollozos se intensificaban. Iván miraba al patrón con la arrogancia que solo podemos tener a los veinte años. Ceferino respondió a la altivez del chaval con la seguridad que confiere saberse en el lado del mango de la sartén.

    -Y tú, no mires tanto y vete a ayudar a tu padre.

    Morales mostró algo más de respeto a la hora de dar su pésame a las mujeres. Se sentía como un caballero tratando a las damas con condescendencia, especialmente en el caso de una hermosa cincuentona y de una veinteañera monumental. Cosmin e Iván no tardaron ni tres minutos en aparcar junto a la puerta y cargar con el cadáver del anciano, que aún colgando exánime de los brazos de sus deudos, parecía dedicar a todos una burlesca sonrisa de borracho. No les llevó mucho tiempo llegar a las afueras del pueblo. Atravesaron una alambrada coronada por una enorme valla publicitaria. Las Lomas de Cañete, su chalet de lujo en Cañete del Retamal era la jugosa promesa que abría paso a un barrizal en el que habían sido excavados una docena de fosos de ciento veinte metros cuadrados, lo que multiplicado por dos plantas y sumado a un jardín y un garaje marcaría la diferencia entre el pasado de Cañete y un futuro poblado por habitantes prósperos y modernos, usuarios exquisitos de jacuzzis, solariums y televisión por cable.

    El plan era sencillo. Bastaba con arrojar al abuelo a uno de los fosos, cubrirlo con una capa de barro fresco y esperar a que las hormigoneras llegasen al día siguiente. El nieto y el bisnieto del difunto ejecutaron la operación entre lágrimas, de pena en el caso del primero y de rabia en el del segundo. Por su parte, Ceferino Morales se limitó a supervisar la operación y a recompensar a sus empleados con sendos billetes de cien euros, como si se tratara de un trabajo extra en domingo. Asunto concluido.

    Eran casi las cinco cuando Ceferino se volvió a meter en la cama. La Engracia murmuró algo ininteligible a lo que él respondió nada, los inútiles estos que se han cargado un compresor. Contraviniendo sus temores, se quedó dormido enseguida, aunque tuvo sueños raros en los que siempre aparecía el abuelo de Cosmin, a veces colérico y a veces afable, pero siempre vivito y coleando, y hablando un castellano que para sí lo quisiera el merluzo de su nieto. Pero aunque los sueños de Ceferino no eran especialmente inquietantes, hubiese preferido no tenerlos. Su subconsciente estaba empapado de un catolicismo que estaba por encima de cualquier inhibición. Ni siquiera durmiendo era Morales capaz de asumir que un inocente no fuera enterrado en cristiano. No obstante, un hombre seguro de sí mismo siempre puede manipular las reglas de cualquier cosa, incluso las del mundo onírico, de modo que en su sueño el abuelo acabó perdonándole la chapuza a cambio de una copa de aguardiente, y Ceferino pudo al fin dormir como un bendito. Por poco tiempo.

    A las ocho en punto fue despertado por los insistentes pitidos del coche de Francisco, su único hijo. El chaval siempre se sabía bien recibido por sus padres, fuera cual fuera la hora y el estado en que llegase. Por eso se sorprendió al ver cómo su padre pasaba por su lado como una exhalación y arrancaba el Range Rover a toda prisa, sin siquiera decirle hola. La madre, en cambio, salió a estrecharle en sus brazos como si no se hubieran visto en diez años. Y la verdad es que hacía más de un mes que el muchacho no aparecía por casa. Desde que se fue a Madrid a cursar como estudiante tardío la carrera de Empresariales, Francisco se había entregado a una vida de desenfreno que le hacía acumular deudas escandalosas, y de vez en cuando se dejaba caer por el pueblo, para fingir que ayudaba a su padre en alguno de los negocios y justificar así un generoso sablazo. Y aunque como único heredero se sabía acreedor de los mimos paternos, el joven Morales vivía con la sospecha de que ellos no iban a ignorar eternamente su conducta disipada. Víctima de aquella convicción, Francisco interpretó como un reproche el raudo desdén con el que le recibía su progenitor.

    Pero la verdad era que si Ceferino había salido corriendo de casa sin saludar a su hijo fue simple y llanamente porque no lo había visto. Tanta era su prisa por llegar a la obra antes que los trabajadores. Así y todo, cuando llegó los obreros ya estaban esperando ante la verja, que permanecía cerrada. Buscó a Cosmin con los ojos.

    -¿A qué hora vienen los del hormigón?

    - A las nueve y media, jefe.

    Aún había tiempo para comprobar que todo estaba en su sitio. Ceferino ordenó a los trabajadores que esperasen fuera y entró acompañado por Cosmin y su hijo Iván. Siguieron sus propias huellas, las únicas que no habían sido desdibujadas por la lluvia de la noche, profundas y asimétricas por el peso del cadáver. Se asomaron al foso. El plástico con el que habían tapado al abuelo seguía allí, pero no podía decirse lo mismo del difunto. Dentro del agujero no había nadie, ni vivo ni muerto.

    - II -

    Estimados lectores, debo confesarles que en las pocas páginas que han podido ustedes leer, he tenido tiempo de decir dos cosas que no son del todo ciertas. Ya saben, al final lo de inventar historias se acaba pareciendo mucho a mentir. Ustedes perdonen, procuraré que no vuelva a pasar.

    La primera de esas medias verdades es que Francisco solo aparecía por el pueblo para dar sablazos a sus padres. En honor a la justicia, ni siquiera la fiesta constante que era su vida en la capital podía hacerle olvidar el lugar que le vio crecer. Nada era capaz de apagar su deseo de recorrer las estrechas calles de Cañete, de subir y bajar sus cerros fragantes a jara y tomillo, de escuchar las campanas de la iglesia, de emborracharse con sus amigos, de tumbar jabalíes a tiros, pero sobre todo, de estar con sus padres. Para el chico era un verdadero placer compartir monterías y partidas de póquer con su digno progenitor, o protagonizar con su madre escenas tan encantadoras como la que estaba ocurriendo en aquél momento.

    Imagínense ustedes la cocina más grande y más bonita del mundo, con una enorme mesa de roble en el centro. Sentados a la mesa están un muchachote formidable y una señora de buen ver, espléndida dentro de su bata de seda. Ella acaricia la cabeza del chaval como sí fuera un niño de cinco años, y le habla con esa dulzura inimitable a la que llamamos amor de madre, un sentimiento tan poderoso que merece ser tatuado en los brazos nada tiernos de presos, marineros y legionarios.

    -¿Y me vas a decir que no te ha salido ninguna novia en Madrid? A mí no me mientas, que te he parido.

    -Que no, mamá, que no tengo novia.

    -Tú verás. Entonces a ver de dónde ha salido esa cara de tonto.

    Engracia tenía razón. Es imposible mentir a una madre. En efecto, la causa de la cara de tonto de Francisco era una chica, pero esa chica no estaba en Madrid sino allí mismo, en el pueblo.

    En Madrid él era uno más, pero en Cañete era el rey. O mejor aún, un príncipe de cuento. Para sus amigos, y en general para todos los hombres del pueblo, Francisco era un compañero divertido y generoso, que siempre tenía chistes y ocurrencias con los que matarlos de risa, y que estaba dispuesto a pagarse una ronda en cualquier momento y en cualquier parroquia. Para las chicas, el joven Morales era, sencillamente, perfecto. Alto, guapo, rico, educado y con un aire cosmopolita que contrastaba con los colorados mocetones del pueblo. Francisco arrancaba suspiros a su paso. Y claro, si todas las chicas se morían por él, él solo podía interesarse por la que menos caso le hacía y que además era, con diferencia, la más guapa de todas. Me refiero a Vera, la hermosa hija de Cosmin, el capataz.

    Ella trabajaba en el bar Marciano, propiedad de un paisano del mismo nombre, que había sido el principal punto de reunión del pueblo hasta que Ceferino Morales inauguró La Montería, un inmenso mesón decorado como un pabellón de caza de la campiña inglesa (o como pensaba que era un pabellón de caza británico el criminal que decoró el local), y arrebató a Marciano la mayoría de los clientes, quienes cambiaron de parroquia atraídos por la novedad e impelidos por la necesidad de quedar bien con el hombre más poderoso de la comarca. Uno de los pocos parroquianos que permanecían fieles al Marciano era Francisco, quien desafiando las iras de su padre, acudía al bar para cortejar a la brava camarera, a pesar del trato lacerante que Vera le dedicaba. Como es de suponer, la escasa clientela de la taberna estaba compuesta por admiradores de Vera y por aquellos que se negaban a ir al mesón de Ceferino precisamente porque era el potentado del pueblo y porque además era, en su opinión, un hijo de la gran puta. Por su parte, Morales pensaba que aquellos disidentes eran unos apestados que jamás recibirían de él ni un vaso de agua, así estuvieran muriéndose de hambre. Y la misma suerte correrían los que fuesen vistos por donde el Marciano. Encima de puta, pon la cama, decía éste cuando alguien le hablaba de la maldición que su competidor había impuesto a sus clientes. Lógicamente, la amenaza de Ceferino Morales afectaba en especial a sus propios empleados, por lo que Vera no podía creer que su padre estuviera entrando por la puerta en aquel preciso instante.

    Cosmin entró como un rayo y se dirigió directamente a la barra. Su hija se asustó al verle con el rostro demudado.

    -¿Has visto al abuelo?

    -¿Qué?

    No es que Vera no hubiese oído la pregunta, es que no podía creer lo que estaba oyendo. En pocas palabras y -afortunadamente- en su propio idioma, Cosmin le explicó cómo había transcurrido el inhumano sepelio del anciano y, lo más increíble, cómo éste había desaparecido de su infame sepultura.

    -¡Lo ibais a enterrar vivo!

    Los escasos parroquianos matutinos contemplaban la escena con vivo interés. No entendían ni una palabra de todo lo que Vera y Cosmin se gritaban mutuamente, pero eso no les impediría fabricar la versión que contarían al llegar a casa. Hoy ha habido toros donde el Marciano. Es que la rubita está muy apretada y los muchachillos no dejan de rondarla, tú verás. Y claro, se conoce que al padre se le han hinchado ya las pelotas y no ha podido esperar a que la cría llegara a casa para armar el pitote.

    Ajeno a las lucubraciones de los jubilados del bar, Cosmin respondió a su hija, esta vez en voz muy baja, como si alguien allí pudiese entender el rumano.

    -O eso, o alguien se lo ha llevado.

    -¿Pero quién va a querer un viejo muerto?

    -Muy fácil: algún enemigo de Ceferino, que quiera utilizar al abuelo para denunciarle. O para sacarle dinero.

    La verdad es que a Ceferino Morales no le faltaban enemigos. Y aquí es donde yo les explico cuál es la segunda verdad a medias que les había contado en esta historia, que no por ser inventada está exenta de mentiras, como todo en esta vida. Antes les dije que Francisco era el único hijo de Ceferino y Engracia, y eso es verdad. Lo que no es cierto es que fuera su único heredero. Ceferino tenía un hermano, Germán. Y éste a su vez tenía cinco hijos, todos ellos varones.

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