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Francisco R. Coronado es originario de Cananea Sonora y estudió en la Escuela Nacional de Agricultura Chapingo, México. Actualmente radicado en Sin City, USA, duda muchísimo de ser un escritor, su intención tan sólo es divertir, aunque sea un poco, a los que como él están atados con cadenas a un s

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento30 sept 2019
ISBN9781640864115
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    Línea obstálide - Francisco R. Coronado

    Introducción

    Obstálide es el nombre de una línea tan tenue que dejaría de notarse si no existiera este libro de cuentos. Lidiar con los obstáculos que te impone la vida es difícil, tanto, que a veces es imposible hacerle caso a la imaginación y ponerte a escribir. Después de relatar estas historias me queda una leve idea de lo que significa envolverse en un proceso creativo y admiro a los que realmente son escritores, pues no cualquiera es capaz de imponerse férreas disciplinas, saber organizarse y renunciar a muchas cosas. Aunque no fue poco lo que aprendí en el camino, lamento no haber tomado en serio las clases de español cuando fui estudiante y, además, haber leído tan poco de joven, todo esto, aunado a un incierto talento y a la enajenación de la que es imposible escapar en el mundo capitalista, trabajé con lentitud y al triple para lograr mi objetivo. No obstante, el placer de escribir es extraordinario, con talento o sin él.

    I) Pues Vete Con Él

    1) La Fuga

    Desde un principio los papás de la morra se opusieron al noviazgo pues veían al bato muy baquetón y sin futuro. Hacían hasta lo imposible por desanimarla y, mientras más fuertes eran los argumentos para que lo dejara, más se apretaban los lazos que la amarraban a él. Elisa Guevara, un día en la tienda La Victoria donde trabajaba como dependienta, le platicó su drama amoroso a la hija menor de don Lauro y le pidió consejo:

    —Mis papás lo odian, nunca lo aceptarán ¡qué hago! —expresó Elisa con los ojos llorosos.

    —Todo depende de qué tanto lo quieras —respondió la consejera.

    —Él es el aire con el que respiro —dijo la morra sollozando.

    —¡Pues vete con él! —aconsejó la hija menor de don Lauro—, amores como éste no se dan todos los días.

    Fueron tan contundentes esas palabras que Elisa salió de la tienda en zumba y se fugó con Gorgonio Serrano. Ya ni por la raya del sábado regresó a la tienda.

    Los tórtolos se la pasaron muy contentos y enamorados las primeras semanas. Sin embargo, de repente se les vinieron encima las dificultades para vivir y empezaron a sacar fiado en La Victoria y luego en La Barata. También lo hicieron allá arriba en La Azteca y ya en la colonia de Los Pinos, enque Melicoff, les dijeron sin rodeos que ahí no se fiaba. De la pena que sintieron ya no se atrevieron a pedir en el Paguilleve. El rumor de mala pagas se había corrido por todo El Mineral. Terminaron hasta el pescuezo de las trácalas y por lo embarazoso del asunto, al bato se le ocurrió la idea de irse al otro lado a ganar una feria y que cuando menos alcanzara para pagar las deudas que los tenían más ahorcados. Le lavó el coco a Elisa y ésta, ingenuamente, lo dejó ir. Ni siquiera se habían casado.

    Gorgonio Serrano burló la frontera por Naco y se fue de bracero a una de las zonas agrícolas de California. El problema fue que el no me estaré mucho por allá duró dos largos años y cuando por fin regresó, trató de darle a Elisa un montón de explicaciones. Le argumentó que él había sido objeto de una tremenda explotación en las duras pizcas de cebolla y que ni chanza de un telegramita ni nada, mucho menos de un telefonazo pues la lana no alcanzaba para vivir y a veces ni siquiera para sobrevivir. Con todo el dramatismo de que fue capaz le remató, sin ningún remordimiento, que para él California había sido el mismísimo infierno y que gracias al milagro de algún santo, su pellejo no había quedado en el surco. Elisa, mientras escuchaba, se le ponían colorados los cachetes del coraje y antes de que terminara él con la retahíla de lo que ella consideraba eran puras mentiras, respondió enchilada:

    —Qué raro todo eso que dices, pues por acá se supo que andabas en Bakersfield muy a gusto bailando de cachetito y manita de cochi al pecho. ¿Sabes qué, Gorgonio?, eres un vil mentiroso y un cínico al poner esa cara de santo. No sabes cuánto me he arrepentido de que seas tú el padre de mi hijo y que además haya sido yo tan burra de haberlo bautizado poniéndole tu nombre; pero eso sí, que te quede claro: gracias a Dios nunca, para nada, te hemos necesitado, soy ahora una mujer casada y el niño tiene todo.

    Gorgonio se llenó de felicidad con la sorpresa de saber que tenía un morrito con Elisa, pero tuvo que hacerse el enojado para suavizar aquello de que lo habían visto de baquetón por allá en California; así que levantando una ceja y aplastando la otra como con cara de maldito, volvió al ataque y dijo:

    —Eso de las faldas que te platicaron son puros mitotes de viejas chismoleras, lo que te debería de quedar muy claro es que por allá se la raja uno muy duro en los campos de cebolla, con un solazo de la jodida, ¿qué crees que es muy facilito a 45 grados de calorón agarrar los bonchones de cebollas para cortarles las barbas con unas tijerotas y luego meterlas en grandes guangochis?, ¿alguien te ha platicado que terminas a diario con las rodillas hechas pedazos porque tienes que ir hincado avanzando por el surco?, ¿estás enterada de que en las noches te dan unos dolorazos de espalda que no te dejan ni dormir? Y ya para qué le sigo, simplemente obsérvame lo flaco y ojeroso que estoy por las palizas de trabajo que me han dado los gringos.

    —¿Crees que a mí me vas a engañar, Gorgonio? Te ves como te ves por las crudas que todos los días te cargas ¡desvergonzado! —dijo Elisa con furia.

    —¡Como una jodida! —rebatió el bato enojado— ya te dije que eso de que anduve con otras viejas son puros chismes de alguna vieja mitotera, a mí ni siquiera me gustan las gringas por desabridas.

    —¡Y tú cómo sabes que son desabridas, cínico, descarado!

    Rápido reaccionó el bato y atacó de nuevo por el lado de los sentimientos:

    —No te olvides que a nuestro hijo Gorgonio lo hicimos durante aquellas noches en que contábamos hasta la última de las estrellitas que había en el cielo. Dame chanza Elisa, no seas gacha, yo también soy su papá, ¿pos qué no?

    —¡Te equivocas! —replicó ella sin titubeos—. Un papá ausente es alguien que no existe, además, ¿creías que yo te iba a estar esperando hasta que a ti se te antojara?, es más, desde hace un año que de ti ya ni me acuerdo pues desde entonces soy muy feliz con mi esposo el telegrafista, a quien conocí en la plaza un miércoles de serenata. Y para acabar pronto con este desagradable asunto, que te quepa en tu cabezota que no voy a dejar a mi querido esposo por nadie y mucho menos por un pedazo de cerote como tú.

    Fue tan contundente esto último, que Gorgonio ya mejor quedó callado. Elisa, con un gesto de desprecio, se dio la media vuelta y se fue desvaneciendo entre el humo espeso que descendía hacia las calles desde los tubos gigantes de la fundición. Sólo hasta entonces comprendió el bato que ahí no había nada más que hacer y sumamente frustrado y triste, casi llorando del dolor, se subió al Pichirilo, una troquita de color verde que le tronaba mucho la segunda al írsela metiendo y sabrá Dios por qué se veía ladeada del frente izquierdo. Recién la había comprado. Por cierto, cuando la troquita botaba al tropezar con alguna piedra, las racas hacían mucho ruido por lo guangas que andaban, ya no se diga al ir viajando a Naco, donde el camino de terracería era de mucho permanente, la brincadera era tal, que el golpeteo constante al cerebro y el tremendo ruido, producían sordera temporal y no nada más eso, al bajar de la troquita el atarantamiento experimentado era mucho peor que haber dado 40 tatahuilas sin parar.

    2) Los Lámparas

    Destrozado por el rechazo de quien él pensaba que aún era su morra, Gorgonio Serrano inició su retirada de Cananea. Lo que más le podía era que jamás volvería a encontrar otra mujer como Elisa, quien un día llegó al grado de abandonar absolutamente todo para fugarse con él. Además le había dado un hijo, cosa que remataba aún más lo grandioso del asunto. Se le antojó mucho ir a conocer al morrito pero decidió dejarlo para otra ocasión, pues Elisa estaba demasiado brava y él ya no estaba para que le dieran otra revolcada. Por ahora no le quedaba más que regresarse al otro lado, donde ciertamente se podía vivir con comodidades, pero el precio que había que pagar por ello era muy elevado, las friegas en las pizcas tenían traumatizado al bato, no obstante, de momento no vislumbraba otra alternativa mejor. En esas elucubraciones estaba cuando le gruñeron las tripas y antes de abandonar El Mineral, decidió ir a La Cabaña a echarse unos tacos. Se comió tres de carne, dos de soto y uno de frijoles con la ayuda de dos Tecates. Ya con la panza contenta arrancó su Pichirilo y dando una vuelta izquierda para subir rumbo al puente escuchó unos chiflidos, provenían de los hermanos Lámparas, unos cuates que él conocía desde la infancia. Los tres, en varias ocasiones, habían coincidido boleando los zapatos de la raza que se recargaba en los tubos de fierro para ver pasar a las morras que subían y bajaban el trayecto entre la Xefq y la tienda de Kuliacha. Del gusto de verse decidieron ir a echarse unas Tecas y se empinaron tres rondas en El Patio. Luego le siguieron afuera de El Recreo, pisteando adentro de la troquita, y no tardaron en agarrar la música con el trío Los Morros. Después, como ya no había modo de parar la borrachera fueron a dar a El Furgón, donde a base de hidalgos de mezcal, se pusieron realmente hasta las trancas. Ahí, Gorgonio ya estaba muy terco y enfadoso, tenía hartos a los Lámparas con el tema de Elisa y lloraba a lágrima tendida diciendo que la quería mucho. Los Lámparas, sin resultados, trataban de alivianarlo.

    —No te agüites loco, al cabo que hay muchas viejas —le decía el primer Lámpara.

    —¡Aguántese como los hombres cabrón, no sea llorón! —le decía el segundo Lámpara.

    Salieron de El Furgón y en el Pichirilo se tendieron hacia las afueras de El Mineral. Ya estando en Moscú, Gorgonio no supo ni dónde ni cuándo quedó botado en ese vergel de muchachas alegres. Dándole vueltas la cabeza, despertó al día siguiente en una cama que desconocía y al lado de una morra de la que ni siquiera sabía su nombre. Al vestirse se dio color de que le faltaban las llaves del Pichirilo. La mujer con quien había dormido le informó que él mismo les había prestado la troquita a los Lámparas para que se fueran a su chante a dormir. Ya un poco más tranquilo, Gorgonio se fue a echar unas chimichangas con cerveza en un restaurantito sabroso de ahí de Moscú y para darle matarile a la cruda, se echó un menudo hasta sudar de tanto chiltepín. Con un bato que estaba en la mesa de al lado agarró un raite al Ronquillo para ir a casa de los Lámparas. Cuando iban por la Juárez, a la altura de la plaza, al voltear a su izquierda, Gorgonio vio que estaba el Pichirilo estacionado enfrente de la comandancia de policía.

    —Por favor párale aquí —le dijo al del raite—, creo que allá está mi carro.

    —Pues si es aquella troquita verde que está allá parqueada, es con la que asaltaron el Banco de Cananea anoche —comentó el del raite orillándose a la banqueta.

    —¡Ah cabrón!, no, no, esa no es la troquita mía —dijo Gorgonio sacadísimo de onda—, de todas maneras muchas gracias carnal, aquí me quedo, tomaré un poco de sol en una banca de la plaza, ahí la vemos.

    Se sentó en una banca que estaba medio escondida y desde ahí divisó a los ruquitos que tomaban el sol en los alrededores del kiosco. Se acercó a ellos con la intención de enterarse de las noticias y, precisamente, platicaban con entusiasmo lo del robo al Banco de Cananea. Lo que escuchó con más claridad fue que habían sido cincuenta mil pesos los hurtados, pero que aún no se sabía nada de quiénes habían sido los rateros; que la troquita verde estacionada enfrente a la comandancia la habían encontrado cerca de Cuitaca y se conjeturaba que los ladrones, en su fuga, la habían abandonado ahí. Por último, que el Chapito Aguirre, como buen detective, ya comparaba las huellas digitales dejadas en la troquita verde y en la caja fuerte del banco. Del susto, las neuronas de Gorgonio se tensaron al máximo y decidió ir a casa de los Lámparas para saber algo más sobre tan delicado asunto, pues el Pichirilo parqueado en la comandancia le daba muy mala espina. Espichadito se fue hecho la mocha por el callejón que divide la cuadra de la ganadera y el salón de belleza Elvira, al salir del callejón se escamó mucho al ver a los chotas que hacían guardia en la puerta de la cárcel. En la tortillería de Fucuy dobló a la derecha, luego dio a la izquierda en la avenida Sonora y a la altura del Cine Alameda iba que echaba el bofe de lo veloz que corría; al llegar a la iglesia torció hacia el Colegio Esperanza y atravesó el puente; la cuesta de La Azteca la bajó casi rodando; cuando cruzó el arroyo que pasa por La Monarca lo hizo a brincos, chispeándose los pantalones. Ya en casa de los Lámparas, un familiar le notificó que desde muy temprano los dos hermanos se habían ido a Guaymas de vacaciones. Gorgonio de inmediato se las malició y muy espichadito se fue por una de las cañadas hasta llegar a la colonia de Los Pinos con la esperanza de encontrar en su casa al Marionetas, otro amigo de la infancia; con tan buena suerte que ahí estaba y hasta le dio chanza de pasar la noche.

    Al día siguiente por la mañana, lo primero que hizo fue comprar El Intruso. Así se enteró de que varias huellas dactilares encontradas en el Pichirilo coincidían con las dejadas en la caja fuerte del banco. Atacado Gorgonio por la angustia y el miedo, se fue caminando por la carretera a Naco con la esperanza de agarrar un raite y pelarse al otro lado; pero todo fue inútil, pues cerca del aeropuerto, detrás de unos mezquites, el Chapito Aguirre, con varios chotas ya lo esperaba. En la perica se lo llevaron derechito al bote. Como él era dueño del Pichirilo, no había mucho con qué defenderse y tras las rejas, en la Cárcel de Cananea, quedó guardado. Así es como se hizo famoso el bato.

    3) La Muerte del Telegrafista

    En el fondo, Elisa Guevara se vio afectada de que hubieran metido a la cárcel a Gorgonio Serrano, porque después de todo, era el padre de Gorgui. Estaba segura de que el bato era inocente, lo conocía bien y sabía que era incapaz de cometer un delito así; se le podía acusar de parrandero, mujeriego y otras cosas, pero no de ladrón. Había ciertas esperanzas, pues las huellas digitales de Gorgonio aparecían en el Pichirilo pero no en la caja fuerte, solamente las huellas de los otros rateros aparecían en ambos. Sin embargo, según suposiciones del Chapito Aguirre, no se encontraban los rastros de Gorgonio adentro del banco porque él podría haber sido el chofer que esperaba en la troquita verde con el motor encendido listo para arrancar en cuanto los otros maleantes llegaran con las bolsas del dinero. Gorgonio, sin atreverse a involucrar a sus amigos los Lámparas, intentó defenderse alegando que alguien le había robado la troquita y que esa noche él había dormido en Moscú con una morra de la que no recordaba su nombre; insistía que lo del asalto al banco se había enterado hasta el día siguiente. El Chapito Aguirre fue a Moscú a constatar lo dicho y no pudo verificar el hecho pues en ningún antro quisieron decir que lo habían visto. Con nada se salvó Gorgonio, pues ni siquiera se sabía el apodo de la morra y lo único que supo decirle al detective es que estaba muy cuero. En cuanto a los coautores del robo, la policía seguiría buscándolos y al Pichirilo lo dejarían confiscado al cruzar la calle enfrente de la comandancia de policía. Se hizo tan famosa la troquita verde parqueada en ese lugar, que mucha gente iba a verla. Carlitos Pochis se aprovechó del asunto y se instaló a pedir limosna en ese estratégico punto, yéndole muy bien por mucho tiempo.

    Elisa sufría porque Gorgonio estaba preso injustamente, y no nada más por eso, también de repente le brotaban recuerdos de las revolcadas tan llenas de pasión que se habían dado en la época en que se fugaron juntos. Sin embargo, por decencia y estar casada, la morra de inmediato eliminaba esos pensamientos pecaminosos para luego, con toda alegría y pasión, dedicarse a su amor actual, el telegrafista. No hace malos quesos, decía ella a sus íntimas amigas. Elisa era su tercer esposa y vivía muy contenta con él, era un conocido funcionario en El Mineral y no pisteaba, no fumaba, no era mujeriego y, como no gastaba en nada, tenía bastantes ahorritos en el banco, los suficientes para no entrar en preocupaciones; a las exesposas las tenía bien instaladas sin problemas económicos; para Elisa y al Gorgui había comprado una buena casa con corral grande, donde había manzanas, duraznos, peras, higos y albericoques; una porqueriza, un gallinero y hasta un pequeño establo con unas vaquitas para que el morrito tomara leche fresca. Con satisfacción, ella siempre comentaba que el telegrafista era muy buen padre y que a él no le importaba que el Gorgui no fuese su hijo de sangre, lo quería muchísimo, tanto, que sin falta cada semana lo llevaba a La Polar a chupar paletas. Y ya para acabar con tanta chulada de esposo, Elisa se enorgullecía muchísimo de que el telegrafista, todititos los domingos, iba con ella a misa de doce. Por todo lo anterior resulta fácil entender por qué un día le restregó en la cara a Gorgonio Serrano aquello de que nunca cambiaría a su esposo por un baquetón como él.

    Por fin regresó de nuevo la normalidad al Mineral, pero no por mucho tiempo, pues un día sucedió algo inesperado, no con asaltos de bancos, pero sí por cuestiones relacionadas con dinero. Resulta que tiempo atrás, el telegrafista había hecho un testamento en el cual especificaba que, en caso de defunción, todas sus pertenencias pasarían a Manuelito, el hijo que tuvo con la Chata, su segunda esposa, la cual, al enterarse de que el telegrafista se casaba con Elisa, quedó muy preocupada, pues el Gorgui aparecía en escena. Sin embargo, todo iba bien hasta un día en que, por casualidad, la acongojada mujer vio entrar al telegrafista en las oficinas del Lic. González y con un desasosiego cercano a la locura, pensó que había ido a modificar el testamento a favor del Gorgui; reforzaba su presentimiento el hecho de que todo mundo sabía, en El Mineral, que el telegrafista estaba muy enamorado de Elisa y que al Gorgui lo quería como si fuera su hijo de sangre. Como no soportaba la idea de que su hijo Manuelito fuera desheredado, le empezaron a dar no sólo profundas depresiones mentales, sino también intensas taquicardias y frecuentes soponcios. Nunca llegó a pasar por su cabeza que, en realidad, el telegrafista había entrado a esas oficinas tan sólo para saludar al Lic. González, quien era su amigo. Desde entonces, por más esfuerzos que hacía, no lograba conciliar el sueño, en sus ataques de paranoia extrema daba por seguro que los trámites estaban listos y que ya lo único que faltaba era que el telegrafista pasara a firmar los nuevos papeles.

    Frío y húmedo era ese invierno. Caía una nevada cuando Elisa salió de El Mineral por unos días para visitar a una tía que tenía en Banámichi, le llevaba al Gorgui para que lo conociera. Al regresar de su feliz viaje se enteró de la espeluznante noticia de que habían asesinado a su querido esposo. Según esto, al pasar el puente de la Cananea Vieja, lo habían encontrado tirado con tremenda puñalada en la espalda. Las tres que fueron sus esposas, quedaron inconsolables. Fue a través de la radio que Pepe Murrieta invitó a todo mundo al sepelio. Vestida de negro, Elisa Guevara no quiso ir al Severiano Moreno en carro y desde la iglesia, junto con otras muchas personas, caminó detrás de la carroza rezando. Latigazos en la cara se sentían por el viento helado.

    El Chapito Aguirre, desde antes del entierro, ya tenía algunos avances en la investigación. A través de la autopsia obtuvo la medida exacta del puñal que fue utilizado en el homicidio; con la lupa encontró que en la camisola y en el pantalón de la víctima, estaban adheridos unos pelos blancos de burro, lo que hizo pensar al detective que no habían matado al telegrafista en la Cananea Vieja, sino que, para despistar, lo habían transportado en burro hasta allí, es decir, pretendieron alejar el cadáver de la escena del crimen. Por último, descartó que lo hubieran asesinado por robo, pues en la cartera se encontraba aún el dinero y en la bolsa del chaleco un reloj de chapa de oro.

    Los interrogatorios de rutina que realizó el Chapito Aguirre incluyeron, por supuesto, a las tres viudas, de las cuales la Chata fue la que más despertó su interés, no tanto por los datos recabados sino por lo nerviosa que se puso cuando la entrevistaba. Como al detective pocas veces le fallaba la psicología para detectar sospechosos, decidió investigarla. Al realizar algunas pesquisas con los vecinos de la Chata, uno de ellos dijo que ese día en que hallaron al telegrafista asesinado, al levantarse en la madrugada para irse a trabajar a la mina, se asomó por la ventana porque estaba nevando, entonces fue cuando vio salir a alguien de la casa de la Chata jalando un burro cargado con algo que parecía ser un bulto grande y pesado. Con la información obtenida y dado que la Chata no era propietaria de ningún burro, el detective decidió acudir al barrio del Romerío con los Morales, que rentaban burros y caballos. Y en efecto, ahí le aseguraron que la Chata había rentado un burro dizque para acarrear unas cargas de leña que le habían regalado. Se fueron derechito al corral y el señor Morales señaló al burro, que para rematar, era de color blanco. El acucioso detective, de inmediato, con una navaja le cortó unos pelos al burro y se los llevó para analizarlos en el microscopio. De esta manera determinó que los pelos encontrados en la ropa del telegrafista eran idénticos a los del burro rentado. El siguiente paso dado por el infalible detective, fue un día en que todos estaban en la iglesia rezándole el novenario al famoso funcionario, aprovechó para meterse a escondidas en la casa de la Chata y buscó en la cocina el cuchillo del delito, pero no tuvo suerte. Entonces salió por la puerta que daba hacia el corral trasero y por allá, en un rincón, encontró mal enterrada el arma asesina; el cuchillo coincidía exactamente con las dimensiones del agujero en la espalda del telegrafista. Ya cuando todo había terminado, en la comandancia de policía la Chata confesó que se había atrevido a matar a su exmarido por el inmenso miedo que tenía de que cambiara el testamento a favor del Gorgui.

    Elisa Guevara cayó en una profunda depresión que ni con chochos la sacaban. Inconsolable, porque de los dos hombres de su vida, uno estaba en el panteón y el otro en el tambo. A veces se preguntaba si su destino sería un poco mejor si no le hubiera hecho caso al: ¡pues vete con él! que un día le aconsejó la hija menor de don Lauro el de La Victoria.

    4) Las Carreras de Caballo

    Ya estaban más o menos asentados los polvos que habían sido levantados por la muerte del telegrafista, cuando un día amaneció El Mineral con la noticia de que Gorgonio Serrano salía de la cárcel. Rosa Murillo, recién llegada de Caborca, confesaba que fue ella la que se había entrepiernado con el dueño de la troquita verde la noche del afamado asalto y como la consigna era de no dejarle a Gorgonio la coartada de que en Moscú habían dormido juntos, desapareció de Cananea lo más pronto que pudo. El por qué Rosa Murillo había regresado a denunciar lo anterior, tiene su historia.

    Resulta que desde tiempo atrás, ella y uno de los Lámparas habían sido amantes y después del atraco al banco aún lo seguían siendo, pero todo se vino abajo un día en que este bato viajaba solo de Navojoa a San Luis Río Colorado en un Transportes Norte de Sonora; al llegar a la estación de Empalme, subió al camión una morra de ojazos negros que estaba muy cuero, y ambos, al cruzarse la mirada, quedaron prendidos. El Lámpara, muy acomedido, le ofreció el asiento de al lado. Fue todo tan espontáneo que de inmediato iniciaron la plática. Cuando pasaron por Guaymas iban muy contentos y poco antes de llegar a Hermosillo, ella se dejó dar unos besitos, ya en Benjamín Hill el cachondeo era total. Ambos coincidieron en que lo suyo había sido amor a primera vista gracias al mandato de algún santo. No obstante, al llegar a la terminal de Caborca emergió la mala suerte, pues cuando bajaban con la intención de desentumirse y comprar unas sodas heladas para aligerar el ardor de las caricias, Rosa Murillo los sorprendió caminando abrazados y besándose. Ahí escuchó el Lámpara hasta de lo que se iba a morir y recibió un par de cachetadas tronadoras que llamó la atención de todos. Corriendo enfurecida salió Rosa de la terminal. Al día siguiente llegó a Cananea para llevar a cabo la mayor venganza de su vida. De lo resentida que estaba, fue capaz de todo, y de todo le contó a la policía en relación con lo que fue considerado en El Mineral como el robo del siglo. Los Lámparas fueron atrapados y luego encerrados en la penitenciaría del estado, pues también en Hermosillo se habían aventado varias transas. Ya en el bote, ellos mismos confesaron que Gorgonio Serrano, en efecto, había dormido aquella noche con Rosa Murillo y que previamente lo habían puesto hasta las trancas de borracho para agandallarle la troquita verde y poder realizar el asalto al Banco de Cananea.

    Después de todos estos desagradables incidentes, Rosa Murillo decidió que no la volverían a ver por Sonora y hasta mucho tiempo después se supo que había puesto una casa de citas de mucha categoría por allá en Guadalajara.

    Gorgonio Serrano, cuando lo soltaron, salió con la frente en alto y lo primero que hizo fue ir a buscar a la que fue la última mujer del telegrafista. Elisa estaba muy abatida por la pérdida de su marido y también porque afrontaba una nueva responsabilidad, la de hacerse cargo de Manuelito, pues a la Chata la habían internado por tiempo indefinido en un institución mental de Hermosillo debido a una severa e intensa locura, al grado de que ya se daba topetazos contra la pared. Ahora Elisa, como viuda, tenía que sacar adelante a dos plebes. Se encontraba sentada en el porche pensando en su drama, cuando de repente miró a Gorgonio que se iba acercando hacia ella y pensó que se trataba de una alucinación. Se levantó de la poltrona y corriendo hacia él, se le prendió al cuello, hasta lloró de la emoción. Sin embargo, ya restablecida de la sorpresa, cambió de actitud y le preguntó a Gorgonio qué fregados andaba haciendo ahí. Sin vacilaciones, el bato, tan abusado como siempre, le soltó el rollazo de que había salido libre de la cárcel y venía a hacerse cargo de ella y de los dos chamacos, pues ya se había enterado de lo de Manuelito. Cuando ella quiso saber con qué recursos económicos le haría frente a la situación, él, con todo detalle, le expuso un proyecto:

    —Tengo pensado meterme en el negocio de los botes, los recolectaré para meterlos en piletas que chorrean aguas con residuos de cobre, una vez que se impregnen de este metal, los venderé a la compañía minera y ya estuvo. Es más —continuó emocionado— ya tengo varias piletas apalabradas, unas están por el arroyo que va a La Matanza y otras al noroeste de la Cananea Vieja. Para el acarreo de los botes voy a rescatar al Pichirilo de la comandancia y, por supuesto —dijo rematando el lavado de coco—, también lo utilizaré para llevar al Gorgui a la escuelita del Padre y a Manuelito a la Leona.

    Elisa se dejó convencer por Gorgonio y lo aceptó, pero con muchas reservas, tantas, que el bato estuvo por varias semanas bajo estricta observación antes de poderse dar un revolcón erótico con ella. Con ahínco demostró que era responsable y trabajador, pero sobre todo que no andaba de baquetón con otras viejas. Elisa, al ver a Gorgonio tan chambeador, se motivó y consiguió trabajo en la Botica Iris haciendo capuchinos, surtiendo recetas y hasta poniendo inyecciones, no porque necesitara mucho del dinero, pues el telegrafista la había dejado con comodidad, pero había que proteger los ahorros para darle más seguridad al futuro. Se hizo de una muchacha que ayudara en la casa y cuidara a los lepes mientras ella y Gorgonio trabajaban. Los papás de Elisa se distanciaron de nuevo con ella porque desconfiaban mucho de Gorgonio, de plano no lo querían, pues estaban completamente seguros de que nunca sería un buen partido para su hija. Por su lado, el bato, cada vez que venía al caso, decía muy enojado: ¡suegros pinchis!

    Y sí, en poco tiempo logró la prosperidad en el negocio de los botes, tanto por los esfuerzos realizados como porque habían tenido una buena subida los precios del cobre. Sin embargo, el bato, en lugar de ahorrar para reinvertir y agrandarse como lo haría un buen empresario, se compró un par de caballos de carreras que confió a don Epifanio Ruiz de Las Tres Marías para que se los entrenara. No había oportunidad que Gorgonio desperdiciara para apostarle a su prieto azabache o a la veloz yegua palomina. Ganaba, perdía y ahí la llevaba. En una de las apuestas que ganó, el pago recibido fue con unas vacas de ordeña y las hizo negocio en pequeña escala. Ordeñaba a diario y distribuía la leche fresca en botellas de vidrio a los vecinos del barrio. Un día estuvo tan seguro de ganar con sus caballos que, a escondidas de Elisa, acabaló las apuestas con los papeles del Pichirilo. Las carreras esa ocasión fueron rumbo a la salida a Naco, a un lado de la Empacadora, en una parte del camino de terracería que se improvisó como taste, ahí el prieto azabache y la palomina ganaron con facilidad a sus contrincantes. Gorgonio fue a celebrarlo al Bohemia y en la madrugada, estando ya hasta las trancas de tanta cerveza y trago, siguió apostando, pero ya no con sus caballos. A un comerciante de forrajes y artículos ganaderos, le apostó que el 17 de marzo ganaría en Agua Prieta el Moro de Cumpas; el monto de la apuesta incluía el dinero que había ganado ese día más el Pichirilo y las vacas de ordeña. Llegó la fecha de la carrera afamada y ganó el Relámpago. Gorgonio perdió todo. A Elisa casi le da un infarto del coraje y el bato quedó tan afectado que desde entonces fueron puras borracheras, desatendió el trabajo y se despreocupó de la familia. Llegó un momento en que Elisa ya no sabía qué hacer con él, pues casi todas las noches lo recogía ahogado en las cantinas. En la calle ya empezaban a decirle el Tigre Serrano. Y que se sepa, Elisa nunca perdonó a Gorgonio que haya apostado el Pichirilo. A diario, al salir de La Botica Iris, lo veía parqueado en El Almacén del Ganadero. A veces, al pasar por ahí, saludaba a Chente, que ahí trabajaba, y acostumbraba a recargarse en la troquita cuando no tenía nada por hacer, y le decía:

    —¡Dale una limpiadita al Pichirilo Chente, no seas flojo!

    Elisa no había amenazado con el divorcio a Gorgonio porque no estaban casados, pero qué susto recibió el borrachales, cuando le pusieron todas sus chivas en el porche de la casa y le dijeron:

    —¡Te me largas con tus amigotes y que no te vuelva a ver por aquí nunca jamás!

    Fue tal el susto experimentado por Gorgonio, que ahí mismo le prometió a Elisa hacerse abstemio y que en definitiva cambiaría de vida; es más, le pidió que se casaran a la brevedad posible. Fue tan convincente el bato, que la morra otra vez le creyó y se fueron derechito con don Emilio Fimbres para que los uniera por lo civil y con el padre Monje por la iglesia. Semanas después, ya regenerado por completo, cuando sus amigos tigres lo veían en la calle, le gritaban:

    —¡No seas biscocho, Gorgonio, échate un trago con nosotros!

    Y él respondía:

    —No, ya no se me antoja la pisteada.

    — ¿No será que te traen muy cortito el mecate? —le remataban los tigres.

    —Para nada, decidí que la familia es más importante.

    — ¡No te la jales Gorgonio!, hombre, no desacredites al gremio y vente a echar un bacanora con nosotros.

    Gorgonio ya no les contestaba y seguía su camino pensando que, gracias a Elisa, se había salvado del triste camino de ser un tigre sin remedio.

    5) La Taquillera Cuerito

    Gorgonio Serrano, del susto de que lo echaran de la casa, hasta tomó la decisión de casarse con su adorada Elisa. Y no nada más eso, hizo un gran esfuerzo y de nueva cuenta le agarró gusto al trabajo, tomó la penosa decisión de vender los caballos que tanto adoraba y con el dinerito recabado se fue a Naco y sacó el pasaporte. Lo primero que hizo en el otro lado, fue comprarse un Chevroletón cerrado de color café, un 49 muy usado, pero con el motor aún aguantador, tanto, que con un poco de aviada subía la cuesta de La Gruta en tercera. Le sacó papeles chuecos para andar derecho con los chotas de tránsito. Salió muy bueno para acarrear el mandado, darles raite a los lepes a la escuela y a su vieja a la Botica Iris. Pero como en el Chevroletón no podía acarrear botes, le presentó un proyecto a Elisa que implicaba utilizar algo de los ahorritos que ella tenía guardados. La convenció y dio el enganche en la Ford para sacar a crédito un trocón tres veces más grande que el Pichirilo, también de color verde, como recuerdo. El bato estaba tan decidido a hacer billetes, que ya entrado en gastos, denunció una mina de cobre que llamó El Western, ubicada en el lado oeste de la sierra Helenita. Contrató a Manuelito Rascón, experto en esos trabajos y entre los dos le pegaron duro a la chamba. Barrenaban, retacaban los agujeros con dinamita y prendían mecha; después de la explosión sacaban del túnel los pedazos de roca y con marros separaban lo mejor que podían el cobre del tepetate; cargaban el metal en burros y lo bajaban de la sierra hasta donde estaba el trocón verde esperando; transportaban el metal a Cananea pasando por Cuitaca y lo vendían en las 4C.

    Pero no nada más se dedicaba con afán a los botes y a la minería sino que con parte de las ganancias, ahora sí, como buen empresario, compró otras vacas de ordeña y reinstaló el negocio de la venta de leche. En cuanto a los frutales y los sembraditos de calabacita, frijol, maíz, chile verde, etc., los mantenía resplandecientes. Sustituyó el vicio de la borrachera con el ejercicio y por la mañana corría y levantaba pesas. Elisa Guevara no daba crédito del tan buen comportamiento de su marido, un día hasta le dijo:

    —¡Ándale, Gorgonio! aunque sea vete al cine para que te distraigas, no te vayas a volver loco de tanto trabajar.

    Un día, el bato le hizo caso a su vieja y fue al Cine Fox, le encantaban las películas de suspenso y las de vaqueros. Esa noche exhibían una de Glenn Ford; cuando compraba el boleto se percató que había una nueva taquillera, la clasificó en su mente como todo un cuerito, no le echó los perros porque era hombre casado y todo quedó en un simple taco de ojo. La siguiente vez que fue al Fox exhibían El Asesino de la calle 9, en esta ocasión, ya casi al final de la película, al cácaro se le cortó el rollo y mientras éste lo arreglaba en medio de la chifladera de protesta, Gorgonio fue a la dulcería a comprar un esquite y una soda; como a esas horas, la taquillera ya no vendía boletos sino que ayudaba a limpiar la dulcería, al llegar el bato al mostrador, vio que la morra estaba subida en una pequeña escalerita estirándose hacia arriba para alcanzar a desempolvar una repisa, y va viendo la clase de piernas y la cinturita que tenía la taquillera, quedó hipnotizado. Ya estando en su casa durmió muy inquieto esa noche de tanto que se le antojó la morra. Desde entonces, para mantenerse alejado de las tentaciones, empezó a frecuentar más los cines Minero y Alameda, pero un día que exhibieron en el Fox Las Momias de Yécora, Gorgonio decidió no perdérsela. Al terminar la función, al salir del cine, se dio cuenta que la taquillera cuerito estaba en la banqueta tratando de agarrar un taxi. Como fue incapaz en ese momento de pensar en las consecuencias, se ofreció a llevarla; ella, como ya lo había visto seguido en el cine, le aceptó el raite. Vivía cerca de la escuela Melchor Ocampo, en la Mesa Sur. Al llegar, el bato bajó como balazo del Chevroletón y muy atento le abrió la puerta, le dio la mano y cuando ella se impulsaba para salir, perdió un poco el balance y Gorgonio, acomedido, la agarró de la cintura quedando los dos muy pegaditos, cara a cara. Nunca pudo entender el bato cómo fue capaz de no besarla. Luego, la morra, con una vocecita bien cachonda, le dio las gracias y las buenas noches. Con la babas hasta al piso, Gorgonio siguió con la mirada la cadencia con que movía los glúteos al caminar. Para cerrar con broche de oro, un momento antes de cerrar la puerta ella le envió una sonrisita por demás coqueta.

    Se mortificó mucho, pues se le instaló en la mente el deseo de echarse un clavado con ella. Iba manejando a su casa y a la altura del cuartel militar, decidió detener el Chevroletón para divisar el regadero de luces que centellaban disparejas a lo largo de El Mineral. Siguió elucubrando en el asunto y llegó a la conclusión de que la próxima vez, ya no iba a poder resistir la tentación de besar a la taquillera, por lo tanto, determinó con firmeza que no se volvería a parar en el Cine Fox, era mucho más importante serle fiel a su amada Elisa. Sólo un día hizo una excepción, cuando fue a ver el estreno de la esperada película Sangre en la Cama, pero se cuidó de mandar a Chente a que le comprara el boleto y así no hubo problemas. Elisa Guevara hasta aquí se había salvado del cuerno, pero tal equilibrio duró hasta un día en que a Gorgonio no le quedó otra más que romperlo.

    6) Empate Inolvidable

    Resulta que por fin llegó el momento de que el tío Juan tenía que demostrarle al Indio quién era quién y Agua Prieta, como siempre, se convirtió en importante escenario de afamadas carreras. Gorgonio, desde que supo de este evento, programó su asistencia no sin antes haber prometido a Elisa, de manera muy solemne, que no iba a apostar ni un cinco y que ni tan siquiera una cervecita se iba a echar. Con la raza, se aventó ese día a la ciudad, donde la gente se asfixia, porque grandes cantidades de polvo quedan suspendidas en la atmósfera cuando el viento no sopla. Los amigos de Gorgonio, desde las carreras preliminares, empezaron a pistear y todo mundo se dedicó a gozar de la algarabía. Un poco antes de que se iniciara la carrera principal, Gorgonio quiso ir a ver al tío Juan a donde lo estaban cepillando, y al tratar de abrirse paso entre la gente, de repente sintió unas manos que desde atrás le cubrían los ojos y una vocecita cachonda que le decía: ¿adivina quién soy?. Al bato, al voltear, se le saltó el corazón del susto, pues era la taquillera del Cine Fox, ni más ni menos que el cuerito de las piernas bonitas, de cinturita chiquita y una vocecita que se le escuchaba como con campanitas. No la había vuelto a ver desde hacía mucho tiempo por la promesa que se había hecho él mismo de no acercársele mucho, por aquello del alto riesgo de terminar entrepiernado con ella. Se le cayeron los calzoncillos. Sin embargo, para su buena suerte, las amistades de la morra se la llevaron y el asunto quedó sin ninguna implicación.

    El tío Juan ganó la carrera y retó de nuevo al Indio para que viniera otro día y le quitara la costumbre de ganar. Gorgonio, por supuesto, acá a la sorda, había apostado una lanita chica y hasta dos cervecitas espaciadas se empinó. Sus amigos, cuando se acabaron las carreras, ya andaban hasta las trancas y entercados en seguirla, se metieron al Copacabana. Ya entrada la noche, Gorgonio, el único aún sobrio, metió a toda la raza al carro a empujones y agarró rumbo hacia El Mineral. Cuando iban cruzando las calles queriendo salir de Agua Prieta, la mayoría se empecinó en que querían echarse la última, la del camino. No quedó otra alternativa y, de pasadita, entraron al Santa Fe, que estaba, por cierto, a reventar y quedaron atrapados en el ambientazo del baile amenizado con conjunto musical en vivo. Se pusieron a mirar a los cueros de morras que por todos lados pululaban. Cuando tocaban El Ausente, nomás se veía cómo los batos, al bailar, les metían la rodilla entre las piernas a las morras para avanzar y de la cintura las amacizaban muy bien para las vueltas que había que dar. En eso estaban entretenidos los de Canapas, cuando de repente Gorgonio sintió la tersa piel de unas suaves manos que le tapaban los ojos y escuchó por segunda vez ese día la voz con tilín de campanitas que le decía: ¿adivina quién soy?. Cuando él se dio la vuelta, la taquillera cuerito en forma provocativa le dijo: ¿bailamos? Empezaban a tocar La Flor de Capomo y tendidos se fueron a bailar. Despuesito los otros también agarraron muy buenos cueros e hicieron lo mismo. Al rato, sin avisarle a nadie, Gorgonio se llevó a la morra al Elvira y se metieron en un cuarto con un six de Tecates y una cajetilla de cigarros Belmont. Ella se dirigió a la cama y empezó a desvestirse, él entró al baño para echar la agua y darse una peinada. Se miró al espejo y se dijo: echarme al plato a esta sabrosura va a ser un pecado, pero más pecado va a ser si no me la echo. Por desgracia así era Gorgonio, a veces la moral, quién sabe por qué, se le estropeaba. Decidido salió del baño y lo primero que vio fue a la taquillera recostada bichi en la cama, como si estuviera posando para un pintor. Al recorrer su mirada por las piernas y los muslos llegó a pensar que jamás encontraría otros tan bien torneados, como si recién hubieran salido del taller de Denogean. Disfrutó hasta el éxtasis observando la curva, ésa que va desde lo más angosto de la cintura hasta lo más alto de la cadera y concluyó el bato que la morra tenía la cualidad de ser, en definitiva, un monumento. En los senos ya no se detuvo a mirarlos con mucha calma, porque ya no se aguantó y de inmediato se quitó la botas, los pantalones, la camisola y los calzoncillos, metió la panza, sacó el pecho y antes de aventarse un clavado a la cama dijo a la morra:

    —¡Estás de rechupete!

    Dos horas se perdieron en los deleites sexuales más inimaginables. El bato se sentía como un caballo que le jugaba carreras a una

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