EN LA CARRETERA PERDIDA
LA FURGONETA BUICK DEL ABUELO, todo un dinosaurio, avanza despacio en el camino de terracería a 30 kilómetros por hora. Frank Brown conduce con los ojos entrecerrados y su boca apretada dibuja una delgada línea blanca. Corinne, su señora, va de copiloto, lleva su iPad abierto en las piernas, y cuando Frank le pregunta si está segura de que van bien, ella responde que sí, que siga derecho, que en unos 10 kilómetros se van a incorporar a la carretera principal, máximo 13, y de ahí a la caseta no es nada. No le quiere decir que el punto azul que marca su ubicación dejó de parpadear hace cinco minutos y que el mapa se quedó congelado. Tienen 14 años de casados y Corinne conoce bien el gesto de su esposo. Quiere decir que está a punto de perder la paciencia.
En el amplio asiento trasero, Billy Brown y Mary Brown van sentados a cada lado del abuelo, que lleva sus zapatos negros, grandes y viejos bien plantados a cada lado del eje de transmisión. El abuelo tiene 75 años, para su hijo es una molestia monumental y muy viejo para tener nietos tan pequeños, pero así las cosas.
Desde que salieron de Falmouth para ver a la hermana moribunda del abuelo en Derry, el abuelo no ha parado de hablar, sobre todo de la bolsa Ziploc en el asiento trasero. Guarda los souvenirs de beisbol de la abue. Les cuenta que estaba loca por el beisbol. Según él, varias tarjetas valen una fortuna (Franck Brown tiene sus dudas), su guante de softball de la universidad que firmó Dom DiMaggio y el premio mayor, un Louisville Slugger que firmó Ted Williams. Se lo ganó en una rifa de beneficencia de Jimmy Fund un año antes de que renunciara Splen– did Splinter. “Teddy Ballgame se fue a Corea y le metió una bombardeada a los amarillos”, le narra el abuelo a los nietos.
“Los niños no tienen por qué saberse esa palabra“, dice Corinne desde el asiento delantero, pero sin muchas esperanzas. Su suegro creció en una era políticamente incorrecta que ha perpetuado. También quería preguntarle qué va a hacer una octogenaria semicomatosa, moribunda, con un guante y un bate, pero mejor no dijo nada. Donald Brown nunca ha tenido mucho que decir sobre su hermana, ni bueno ni malo, pero debe sentir algo o no hubiera insistido en hacer este viaje. También insistió en que se llevaran el Buick viejo. Porque es espacioso y porque aseguró conocer un atajo que era un poco brusco. Y tenía razón.
También empacó una pila de cómics antiguos. “Material de lectura para las criaturas en el viaje“, dijo. A Billy le importan un carajo los cómics antiguos –está jugando en su teléfono–, pero Mary se arrodilló para buscar en la cajuela, abrió la bolsa del abuelo y sacó algunas. La mayoría son vulgares, pero hay algunos buenos. En el que está leyendo, Betty y Veronica pelean por Archie, se jalan el pelo y demás.
–En los viejos tiempos, uno podía ir a Fenway con tres dólares de gasolina. Te alcanzaba para el juego, comprarte un hot-dog y una cerveza…
–Y te sobraba cambio de uno de cinco –murmura Frank.
–¡Exacto! –grita el abuelo emocionado–. ¡Claro que sí! El primer juego que vi con mi mana, Ellis Kinder era pitcher y Hoot Evers mediocampo. Caray, ese chico tenía buen brazo. Reja del campo derecho y la abuela tiró sus palomitas por gritar tan fuerte.
A Billy Brown le valía madre el beisbol.
–Abuelo, ¿por qué te gusta sentarte en medio? Tienes que abrir las piernas.
–Para ventilar las bolas.
–¿Qué bolas? –pregunta Mary, frunce el ceño cuando Billy ríe con disimulo.
Corinne mira por encima del hombro.
–Abuelo, ya. Te estamos llevando a ver a tu hermana y en tu coche, como pediste, así que…
–Y la gasolina que traga es impresionante –dice
