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Horror faciem
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Libro electrónico201 páginas3 horas

Horror faciem

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En Horror faciem se narran los extraños sucesos que ocurren en la sala Blanca Marchant del hospital El Redentor, donde el médico a cargo, el doctor Rodolfo Gress, debe averiguar el misterio tras las trágicas muertes de funcionarios y enfermos, mientras es atormentado (y a la vez guiado) por el doctor Echeverría, el jefe de servicio de medicina. Gress cuenta con la capacidad de ver más allá del mundo de los vivos y tiene a su cargo cinco pacientes, quienes van sufriendo los tormentos de la sala que parece ser un portal al infierno, llevando al protagonista a un viaje aterrador donde la realidad y lo sobrenatural entrelazan sus límites.

La obra cuenta con algunas situaciones basadas en hechos reales que son parte de las vivencias del autor durante sus años de ejercicio de la medicina — especialmente en el hospital del Salvador—, las que dan a la obra un toque de inquietante realismo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 dic 2023
ISBN9789564063447
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    Horror faciem - Daniel Erlij

    Horror faciem

    © 2023, Daniel Erlij

    ISBN: 9789564063287

    eISBN: 9789564063447

    Primera edición: Noviembre 2023

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, tampoco registrada o trasmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mediante mecanismo fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo escrito por el autor.

    Imprenta: Donnebaum

    Impreso en Chile/Printed in Chile

    Capítulo 1

    El Redentor

    1

    Hospital El Redentor. Mi viejo y querido hospital. El esplendor del siglo XIX, cuna de los más grandes médicos de la historia de este país, se cae hoy a pedazos. Su agonizante estructura contrasta con la imponente presencia del moderno centro de atención que se erige a metros de allí. El nuevo hospital El Redentor, lo llaman. De todas formas, circulan rumores que aseguran que la demolición será parcial. Quizás por el título de Monumento Nacional que algunos de sus rincones han recibido o por la utilidad que las viejas salas podrían tener en la atención de pacientes de baja complejidad. Aun en el ocaso de su existencia, El Redentor se aferra a la vida con garras que muchos de quienes trabajamos en él, hemos ayudado a afilar.

    Llegué a la capital con un poco más de dieciocho años a estudiar Medicina, luego de dejar a mi madre sola con su máquina de coser, vestidos y confecciones, en la hermosa y rústica casa de campo donde nací, me crie y devoré cientos de libros en mis solitarias tardes carentes de amigos y hermanos. No fue fácil decidir partir. Aquella fue una decisión llena de sentimientos encontrados, pero de la que no me arrepiento.

    Luego de dos años lidiando con enormes libros saturados de latín, fórmulas y tubos de ensayo con olores penetrantes y cuerpos fríos de órganos pálidos con esquivas remembranzas a tiempos provistos de alma; llegaba el momento de conocer los hospitales y sus pacientes. El día del sorteo del campo clínico en el cual iniciaríamos nuestra formación como médicos, se sentía una fuerte tensión en el ambiente. No me vaya a salir El Redentor, dicen que allí hacen sufrir a los alumnos con sus métodos de tortura psicológica de la vieja escuela o He oído de alumnos que han salido de allí con licencia psiquiátrica, eran las expresiones que más veces oí de mis compañeros ese día. Cuando fue mi turno, introduje la mano en la caja de cartón bajo la atenta vigilancia de la secretaria de la facultad, quien exigía que se le mirara fijamente a los ojos para evitar trampas durante el proceso, cual duelo de pistoleros. Escarbé con obsesión, como si mis dedos pudieran leer los nombres de los hospitales escritos en cada uno de los trozos de papel por puño y letra de la anciana funcionaria. Al final, me decidí por uno y lo saqué en medio de un suspiro. Al abrirlo, mientras un intenso silencio inundaba la oficina, el arrugado y amarillento papel que parecía ser el mismo utilizado por años en el sorteo, dejó entrever el que sería no solo mi centro formador, sino el lugar donde trabajaría gran parte de mi vida. Mi segundo hogar: el hospital El Redentor.

    Para esas fechas, tenía el cabello largo y un aspecto algo desgarbado, pero era dueño de una credencial reluciente en mi delantal que llevaba con orgullo, a pesar de que mi nombre Rodolfo Gress aparecía con una s y no dos como correspondía. La facultad, una vez más, había escrito mal mi apellido; pero aquello no era novedad. Complementaba el atuendo un estetoscopio recién comprado que conseguí a buen precio con un alumno de un curso superior.

    Recuerdo el primer paciente que vi en mi tercer año de carrera como si fuera ayer. La anamnesis no estuvo carente de inconvenientes. El hombre, de unos sesenta años, con una verborrea incontrolable y unas ganas irresistibles de conversar de cualquier cosa que no fuera su enfermedad, habló sin parar, impidiéndome dirigir la entrevista. Fueron quince minutos desperdiciados, escuchando la injusta situación que condujo a que lo despidieran de su trabajo. Cuando lograba llevarlo a la descripción de sus síntomas, el paciente recordaba alguna anécdota que le parecía importante compartir conmigo y que nada tenía que ver con el cuadro clínico. Al ver que el tiempo se agotaba y que debía mostrar la historia a mi tutor, comencé a transpirar bajo el delantal. Saqué la información necesaria con enorme dificultad, lo examiné mientras no paraba de hablar, a pesar de que le rogué que guardara silencio para auscultar sus pulmones, y salí corriendo de allí. Armé un relato clínico contra el tiempo y lo presenté al doctor que me supervisaba.

    Siendo sincero, la historia que escribí sobre el caso clínico fue horrible, torpe y francamente ridícula. Mi tutor la leía frente a mí y mis compañeros, y ver como su rostro se deformaba con cada párrafo me secó la garganta y generó un escalofrío que recorrió toda mi espalda. Al terminar la lectura, el docente me miró con una cara de: ¿qué mierda es esto?. Culpar a la verborrea del paciente por aquel desastre era indigno y solo hubiera empeorado las cosas, por lo que opté por guardar silencio, avergonzado. El tutor destruyó mi historia de principio a fin, imposibilitado de rescatar al menos un aspecto positivo, pero lo hizo con tanta delicadeza y de manera tan pedagógica, que lo sentí como una humillación constructiva. A pesar de ello, la vergüenza me consumía y, si hubiese sabido en ese momento dónde estaba el baño, habría corrido a encerrarme allí a llorar un rato. Mi amigo Joaquín Mascallanos, compañero de grupo y testigo de mi tragedia, me tomó el hombro e intentó consolarme con su habitual humor carente de tino mientras caminábamos hacia los casilleros una vez finalizado el paso práctico. No tuve más respuesta para él que una sonrisa forzada. Estaba en una especie de trance y sabía que, si hablaba, me caerían las lágrimas. Es por ello que me desvié del camino sin que los demás lo notaran, decidiendo que ese día no almorzaría con mi grupo, sino que daría vueltas en el hospital hasta que esa amarga sensación se atenuara lo suficiente como para seguir con mi vida. Me sentí un inútil e imbécil. «¿Habré elegido bien la carrera?», me preguntaba mientras pisaba esas ruidosas tablas de madera de El Redentor dañadas por el paso del tiempo.

    Fue en esa peregrinación sin destino que llegué a las afueras de la sala Blanca Marchant y, atraído por un magnetismo inexplicable, me planté frente a ella.

    Puse mi mano sobre la vieja puerta. El vidrio de esta, justo a la altura de mi vista, evidenciaba la pobre iluminación en su interior, siendo la más oscura de las salas que había conocido. Aquella lobreguez era una clara advertencia, pero decidí seguir adelante. Empujé la puerta poco a poco, escoltado de principio a fin por un agudo crujido que sonaba como el quejido de una mujer agonizante… Y entré.

    La sala constaba de la misma arquitectura básica de todas: un largo pasillo que unía la envejecida entrada con una salida posterior de uso exclusivo del personal del lugar. El techo estaba desdibujado por una red de grietas y pintura descascarada que le daba un aspecto tenebroso. Colgando de él, como un columpio lo hace de un árbol, había tres lámparas rectangulares de luz fría con una extraña tendencia a balancearse sin estímulo evidente. Aquellas no eran lo suficientemente grandes como para iluminar el pasillo por completo, dejando unos vacíos entre ellas que la oscuridad aprovechaba para penetrar. A la izquierda del pasillo estaban las quince camas de los pacientes hospitalizados, separadas en tres sectores de gruesos muros, cada uno con cinco camas, denominados con las letras A, B y C. Cada sector tenía una entrada donde la puerta permanecía abierta para el libre paso del personal. A pesar de que cada sector contaba con amplias ventanas, la luz parecía negar sus brazos a los enfermos, generando un ambiente lúgubre del cual ningún rincón escapaba. A la derecha del pasillo se encontraban tres grandes escritorios con las fichas de los pacientes, cada uno frente a un sector. Las sillas de dichos escritorios, donde el personal médico se sentaba a escribir, daban la espalda al pasillo. Esto hacía que quien se posara allí estuviese en una especie de aislamiento temporal, ignorando la dinámica de los sectores a sus espaldas. Al mismo tiempo, permitía quedar frente a los ventanales, a través de los cuales podía verse las demás salas construidas en paralelo y los techos más bajos que siempre estaban alfombrados de hojas secas. Al fondo a la derecha, finalizando el pasillo, estaba la sala de enfermería donde se preparaban los medicamentos, sueros y el desayuno de los técnicos paramédicos, con el inconfundible aroma matinal a pan tostado.

    Consciente de que mi aspecto y actitud imberbes no me hacían pasar por doctor y que en cualquier instante me sacarían de allí —debido a que el horario después de mediodía en El Redentor era libre de alumnos—, enlentecí mis pasos y me arrimé a la pared para despejar el pasillo hasta que la rocé con mi hombro. Me quedé inmóvil unos segundos e, inesperadamente, me sentí invisible a los ojos del personal de la sala, por lo que decidí continuar mi camino. En la puerta del sector A pude ver una mancha de sangre en el piso y la curiosidad sobre su origen me impulsó a entrar. Allí, una paciente anciana de rostro marchito y pálido estaba sentada sobre su cama con un pañuelo tapando su boca. Un hilo de sangre bajaba por su antebrazo para gotear en el piso. Sin mover su cuerpo, dirigió su vista hacia mí, y lo hizo de manera tan intensa, que quise salir corriendo, pero mis músculos desatendían mi control. Repentinamente, una enorme arcada advirtió lo que sería una nueva oleada de sangre brotando de su boca, rociando el piso con más de su vida. La mujer era observada por una inconmovible doctora de ceño fruncido quien, sin delicadeza alguna y mientras escribía indicaciones en la terapia, comentaba a su joven interna.

    —Es una hemoptisis secundaria a un cáncer pulmonar y está fuera del alcance terapéutico. Ahora, si la sangre viene del pulmón, ¿por qué acaba de vomitarla en vez de expectorarla? O sea, ¿por qué la precedió la arcada y no la tos?

    La interna quedó petrificada con dicha pregunta al igual que yo, que apenas podía definir una hemoptisis. La doctora dejó de escribir, miró a la joven y pude ver cómo le decía imbécil ignorante con su mirada. El mutismo y los ojos llorosos de la interna la obligó a responderse ella misma.

    —Pues porque es tanta la sangre que elimina, que termina tragándola para luego vomitarla cuando su estómago se ha llenado. Eso deberías saberlo, niñita.

    La paciente volvió a vomitar sangre y su pañuelo ya era más rojo que blanco. Me quedé parado viendo el exanguinante espectáculo, no sé si por morbo o curiosidad científica, pero fue en ese momento cuando me golpeó una ráfaga de viento frío. No logré determinar de dónde venía, sin embargo, lo más intrigante, es que traía consigo un inquietante olor que podría describir como de hojas dulces. Una mezcla de hojas húmedas y un dulzor hostigoso, pero tan intensificado y denso, que me raspaba la garganta. El inspirarlo era tan asfixiante que debía tragar para seguir respirando. Fue una sensación horrible, incómoda y angustiante que me mantuvo inmóvil unos segundos para intentar recuperar el aliento. Aquel aroma amenazaba con dejarme sin aire si no escapaba pronto de allí. A pesar de ello, comencé de a poco a tolerarlo y acostumbrarme a él, así pude seguir avanzando.

    Repentinamente, un paramédico pasó raudo por mi lado con un carro lleno de implementos, dirigiéndose al sector B. La curiosidad me arrastró hacia dicho lugar, y de pronto sentí un olor que opacó al de hojas dulces, tan insoportable y nauseabundo que en un acto reflejo me tapé la nariz y la boca como lo haría un niño.

    —Eso se llama melena —sentí en mi oído una voz que me remeció de manera indecible y que añadió—: Sangre degradada en el tubo digestivo que se elimina con las deposiciones.

    Al girarme, pude ver a la joven doctora que me hablaba. Era una hermosa mujer de frondoso cabello anaranjado y ojos azules.

    —Ese olor nunca se olvida —agregó dibujando una sonrisa algo burlona en su angelical rostro.

    Unos segundos después, su delicada silueta se perdía en el interior del sector B hasta donde la seguí con la esperanza de al menos conocer su nombre. Dentro del sector, me vi sumergido en una creciente oscuridad. Creí que la iluminación estaba fallando, pero el personal seguía trabajando inalterable, por lo que pensé que el problema eran mis ojos. Apenas podía ver dónde pisaba. El sonido del agua en el suelo hizo que mis pasos se enlentecieran. Sabía que debía salir de ahí, pero mi cuerpo decía otra cosa. Me quedé paralizado esperando recuperar mi vista, mientras que las gotas de sudor me irritaban los ojos y me hacían llorar. Por fortuna, poco a poco comenzó a reaparecer la luz, pero solo para mostrarme como bajo una de las camas, una pasta negro-petróleo avanzaba por el piso. Era la fuente de aquel olor que me tuvo al borde del vómito: la melena.

    Me hice a un lado sin darme cuenta de que estaba parado en medio de un charco de aquella repugnante secreción. Creo que fue la vergüenza de solo pensar en vomitar delante del personal de la sala y los pacientes lo que me dio las fuerzas para salir casi corriendo del lugar. Avancé lentamente y el pasillo parecía alargarse con cada paso. Una rama golpeaba las ventanas desde fuera con una fuerza tal que me hizo dudar de la intencionalidad del viento que la remecía. Luego de lo que pareció una eternidad, llegué a la puerta del sector C.

    Antes de mirar al interior de dicho sector, me di unos segundos para recuperarme y alejar los deseos de rociar el piso con mi escuálido desayuno, apoyándome en la pared que separaba las camas del sector con el largo pasillo. Desagradable fue mi sorpresa al darme cuenta de que había posado mi mano en una mancha de sangre esparcida en dicha pared. Saqué con disimulo un pedazo de papel de mi bolsillo para limpiarme. No me atreví a entrar a lavarme al sector. Sabía que no debía estar allí y no quería que alguna enfermera de mal carácter me sacara furiosa del lugar.

    Mientras me limpiaba e intentaba calmarme con ejercicios de respiración improvisados, escuché los chirridos de carros de enfermería acompañados de voces con palabras inentendibles y tonos temblorosos. Una fuerte sensación de algo malo pasa allí adentro aceleró mi corazón y me estranguló hasta el punto de obligarme a desabrochar el cuello de la camisa. Sentí que si no escapaba de allí en el acto, me asfixiaría, y aun así, decidí quedarme a mirar lo que ocurría al interior. El eco de la severa voz de mi madre diciéndome tantos años atrás: Hijo, no bajes la mirada, al miedo hay que mirarlo de frente retumbaba

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