Mano Santa: Novela
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Busca en las neurociencias cognitivas (la biologa de la mente) la solucin a su agnosticismo y examina las teoras que postulan la existencia de un "rea de Dios" en los lbulos frontales del cerebro humano. Al no poder resolver as su agnosticismo, se lanza a una serie de aventuras peligrosas para solucionar su crisis de identidad patritica. Fuerzas externas le agudizan su situacin y se complica la trama con un clmax doloroso y un sorprendente final donde se le revela la verdadera razn de su crisis.
La escritura es fluida, con una lengua familiar, a veces muy potica, preada de metforas y smiles, descripciones hermosas del paisaje isleo, sobre todo, del caaveral, y tambin descripciones muy atinadas de las escenas de procesos quirrgicos; con un vocabulario diverso y variado, desde los tecnicismos cientficos, los anglicismos, los vulgarismos, modismos puertorriqueos, vocablos corsos Es un estilo narrativo descriptivo y potico muy ameno. Patricia Trigo Tio. Profesora Literatura Universidad de Puerto Rico (Ret.)
Miguel Enrique Fiol Elías
Miguel Enrique Fiol Elías basa su novela en sus experiencias como médico puertorriqueño en la diáspora de EE.UU. Es Profesor de Neurología en una universidad de Estados Unidos y le interesan las bases biológicas y genéticas del comportamiento humano. Anteriormente, había publicado la controversial novela, “La Crisálida”, que explora las bases genéticas de la homosexualidad humana y “Un Boricua en el Desierto” que narra sus aventuras como profesor visitante en la Arabia Saudita. Este libro, contiene, además, el poemario “Mi voz interior” de temas mixtos, entre ellos la evolución religiosa del autor, las reflexiones de sus viajes y otras vivencias poéticas.
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Mano Santa - Miguel Enrique Fiol Elías
Copyright © 2015 por Miguel Enrique Fiol Elías.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2015908950
ISBN: Tapa Dura 978-1-5065-0546-6
Tapa Blanda 978-1-5065-0545-9
Libro Electrónico 978-1-5065-0544-2
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Fecha de revisión: 10/06/2015
Palibrio
1663 Liberty Drive
Suite 200
Bloomington, IN 47403
Gratis desde EE. UU. al 877.407.5847
Gratis desde México al 01.800.288.2243
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Desde otro país al +1.812.671.9757
Fax: 01.812.355.1576
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Índice
Capítulo 1 — El accidente
Capítulo 2 — La diáspora
Capítulo 3 — Yauco y Guánica Central
Capítulo 4 — Los Corsos
Capítulo 5 — Gabriela
Capítulo 6 — La mano poderosa
Capítulo 7 — La violinista
Capítulo 8 — Adiós
Capítulo 9 — El Dios inmisericordioso
Capítulo 10 — El área de Dios en el cerebro humano
Capítulo 11 — El nacionalismo
Capítulo 12 — El paciente
Capítulo 13 — Arresto del galeno
Capítulo 14 — Prisión
Capítulo 15 — El clandestinaje
Capítulo 16 — Regreso
Capítulo 17 — Regreso a Yauco
Capítulo 18 — Final – el padre
Poemario
Mi voz interior
Vuelta a la poesía
Religión
Dicen que más allá…
Paréntesis en tiempos de dudas
¡Que todos los días sean así!
Al subir la montaña nos raspamos las rodillas…
¿Cómo se rompe el abrazo de un hermano?
¡Adiós a un compañero de jornada de Acts!
La nueva canción de mi alma
Poemas de mis viajes
Viaje a Santander, España
Viaje a Burgos, España
Los barcos pequeños 2013
El sudor de nuestro Caribe transportado a España
La batidora humana
Estambul, ciudad en constante debate
El puerto de las aguavivas
Odessa, tienes alma poética
Soy el huérfano de unos tiempos
El despojo de los pobres del mundo…
Arrástrame poesía
Poemas de tema variados
Amor y rechazo en Puerto Rico
El hombre que desafió el mar
El niño y la estrella
La lluvia y la ciudad de San Juan, Puerto Rico 2014
Los cinco pescadores en la orilla del mar
No verán el blanco de mis ojos
El niño y la bandera
A la clase de la Academia del Perpetuo Socorro del 1961
¿Qué nos dice el Mar?
¡Qué distancia nos separa!
Canto a la tristeza
Yo me voy disolviendo en mi pasado
Una noche desvelado…
Despedida del día
A la niña de seis años que se suicidó
Yo, tu arbolito de Navidad
Al 21 de marzo de 2015
Noorah, y la luz de la razón
El roble amarillo
La Patria que me tiene cautivo
Nacionalismo y Diáspora
A la familia de don Pedro Albizu Campos
La diáspora que me persigue 2014
¡La diáspora se juyó!
La tortolita borinqueña
A Enrique y Vilma Chaves en su aniversario de oro
Poemas en inglés
Be the star we all need!
Oh…the beauty of it all!!
You have your pride; we want the might
What if you were not born yet?
¡Bravo, Chacatito!
As Venus gazed at us in awe…
Takes courage to feel those cells dying off…
The last dream…
To Cam on his six birthday
Dedicado a mi esposa Marta Pérez Urrutia, mis hijos, mis nietos, y a mis pacientes que me enseñan tanto. También a mis compañeros de la clase del 1969 de la Escuela de Medicina de la Universidad de Puerto Rico.
16287.pngCapítulo 1
El accidente
L a sangre, eterna adversaria de los cirujanos, salió a borbotones tomando el control de la operación y de su usual presencia secundaria se convirtió en la principal protagonista del drama. Rápidamente inundó la apertura del tórax, la toracotomía, por donde el cirujano trataba de remover el tumor pulmonar del paciente. La enfermera asistente notó, por primera vez en muchos años, que al reputado cirujano, el doctor Alberto, le temblaron levemente las manos al ver que la apertura se convertía en un lago de sangre. El anestesiólogo anunció, con voz temblorosa, al estupefacto grupo la caída de la presión arterial del paciente. Un frío de soledad se apoderó de la sala de operaciones. El cirujano se acordó de lo dicho por su viejo profesor de la Escuela de Medicina: «no sabrás lo que es ser cirujano hasta que no tengas que poner el dedo en el agujero de un dique».
A tientas, y usando sus dedos de guía, introdujo una pinza fina y larga dentro de aquel lago de sangre, buscando, como pescando, la arteria sangrante. Después de largos minutos, pudo encontrarla y cerrar el vaso sanguíneo accidentalmente lacerado.
Usando la succión removió la sangre regada por toda el área operatoria. El ruido que hacía esta, de tono más alto a medida que se removía la mayoría de la sangre, sonaba como un violín roto, irreverente y vulgar. Al final, la ausencia del ruido se convirtió en sonido de triunfo para el equipo reunido allí y el cirujano dijo en voz alta en buen puertorriqueño para que no le entendieran los gringos:
—Si te creías que me ibas a joder, te equivocaste, ¡cabrona! y sonrió debajo de la mascarilla empapada de sudor.
Doctor Alberto, como le decían los colegas norteamericanos que no podían pronunciar sus apellidos boricua y corso, pausó brevemente para recuperar su conocida y famosa cachaza. Entonces se apreció, por primera vez, en el fondo del quirófano un radiocasete que tocaba la música alegre de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, su favorita en sala, y que alguien en la confusión olvidó apagar. El contraste entre la brutalidad y crueldad de la hemorragia y la dulzura y viveza de la música dominó la escena, y el frío cuarto de operaciones se humanizó brevemente.
Suspiró con un peso de años en su pecho y terminó la operación, pero tenía la certeza que el hombre probablemente sufriría un daño cerebral por la pérdida prolongada de sangre.
El doctor Alberto Ramírez Mariani era delgado, guapo, trigueño, alto, con pelo un poco canoso a los cuarenta años. Sus ojos azul celeste, usualmente embravecido por su determinación y sus luchas titánicas contra las enfermedades, estaban hoy sin su usual brillo.
Había estudiado su especialidad en cirugía torácica en Estados Unidos luego de terminar medicina en su isla caribeña. Luego ingresó en la prestigiosa Universidad de Chicago, donde hacía seis años era miembro respetado de la facultad médica con título ya de Catedrático en Cirugía, una carrera académica acelerada con muchas publicaciones e investigaciones y varios descubrimientos técnicos a su haber que le producían entradas cuantiosas a la universidad. Era la estrella de su departamento, puesto que producía más dinero y atraía más grants de investigación que ningún otro de sus colegas.
Sus amigos latinos y otros más cercanos le apodaban Mano Santa
por la increíble rapidez de sus manos, que se movían como alas de colibrí en el acto quirúrgico más complejo. Habían interminables historias de las hazañas de sus prodigiosas manos.
Al concluir la cirugía, salió de la sala de operaciones a hablar con la esposa del paciente, que lo aguardaba ansiosamente en la sala de espera. Era mejicana, como el paciente, y vestía traje de seda azul y collar de aguamarinas que, ceñido a su cuello blanco, armonizaba con sus resplandecientes ojos azulosos. Era de gestos finos, delicada como una rosa, y con una sonrisa eterna ahora apagada por la noticia que se corrió rápidamente por el hospital de que algo había pasado en el quirófano. Lo esperaba junto a su madre y su hijo. Lo escuchó, llorando silenciosamente, sus ojos como los cristales de una ventana empañados por una lluvia matutina tenaz.
—Veremos a ver cómo sigue… luego te daré más información, Silvia… lo siento —le dijo y cogió las trémulas manos entre las suyas y mirándole a los ojos, le enseñó brevemente su tristeza.
Se retiró al cuarto de los cirujanos a cambiarse de ropa, pero antes de hacerlo, algo lo llevó a mirarse, como lo hacía mucho últimamente, en el espejo del baño. Temeroso, reflexionó antes de hacerlo.
Hoy se sentía, de nuevo, desconectado, herido y un vacío le arropaba su velludo pecho. Cuando vio la sangre corriendo desenfrenadamente, posesiva y loca, sintió que le ahogaba y que se vengaba de algo.
Finalmente, reunió fuerzas, se miró fijamente en el espejo y notó que sus ojos estaban apagados, diferentes, con una mirada triste y desolada.
De momento tuvo la idea, o no supo si fue una alucinación, que estos cambiaron de azul celeste a un rojo diabólico y feroz.
Electrificado, horrorizado, se cubrió el rostro con manos temblorosas y sudando profusamente se apartó abruptamente del espejo. Enloquecido y confuso se dijo:
—¡Coñooo…¡Me estoy craqueando
!
Y salió del cuarto como un celaje.
Capítulo 2
La diáspora
H uyó de si mismo hacia la sala de recuperación, o el post-operatorio, a chequear a su paciente y calmarse los nervios. Llegó jadeante, agitado y al examinarlo lo encontró muy mal. Estaba severamente paralizado del lado izquierdo por un derrame cerebral que le impediría, quizás, caminar.
«La sangre se ha reído de mí, me jugó una broma mala y sucia» pensó, mientras escribía, todavía algo agitado y tembloroso, unas notas ininteligibles en el expediente y ordenaba tratamientos adecuados y consultas a sus colegas. Después de conferenciar con su staff
, consultantes y hablar de nuevo con la familia, salió apresurado camino a su casa murmurando:
« ¡Dios me ha jugado una treta!»
Montándose en su BMW del último modelo, se metió por la avenida Michigan en el tapón de las cinco de la tarde del downtown Chicago.
Interrumpió sus pensamientos un bocinazo de un taxi detrás de él y la boqueta del boricua que le gritó:
—¡Muévete, cabrón! Que nos van a cantar los turpiales en esta fila.
Furioso, el médico saco la mano con el dedo del medio en alto, o flip de bird, se viró para atrás, y le gritó:
—¡Mano, tranquilo! No me jodas la existencia. —y aceleró, sonriendo por primera vez, entrando en la autopista que lo llevaría al Lago Michigan y de allí a su casa al sur a Hyde Park, un suburbio exclusivo de Chicago donde vivían muchos de sus colegas.
En su casa le esperaban su esposa Gabriela y vendrían hoy sus dos hijos, y el nietecito, a cenar.
La mansión de los Ramírez tenía una majestuosa entrada con un driveway circular, alineado con pinos altos de Colorado. Solo le faltaba un mayordomo que los recibiera para completar el cuadro de una novela de televisión, de esas que parece nadie trabaja y les sirven desayuno en el patio a las familias. Los sirvientes terminan enredándose con los de la casa y, eventualmente, alguien sale encinta y se acaba todo con un titingó, como el rosario de la aurora
y a golpe limpio.
Alberto dejó su BMW en el driveway y entró a la casa mal vestido y desgarbao’.
Recordó, con precisión, las exactas palabras de su mujer esa mañana cuando había salido bien temprano en ropa regular y sin chaquetón:
—¡Estás estocao y más mal combinado que una papeleta del hipódromo!
—Máma, tú te crees que estamos todavía en Puerto Rico donde alguna gente se viste a to’ fuete, pa’ impresionar —y añadió —estás fuera de época, Gabriela, ahora es todo let it hang out, ya nadie se viste así en el hospital, excepto los médicos nerds.
—¿Tú te crees que eres el doctor Ben Casey, de la serie esa de televisión, que no importa lo que vista siempre es el cheche
y que la gente no te juzga por tu ropa y por sólo ser cirujano torácico prima donna te puedes poner un mameluco y sigues siendo el titán de la llanura? —terminó diciéndole ella mientras él salía por la puerta.
Ahora entró por la cocina suavemente, con el alma y el cuerpo pesándole una tonelada, y destapó las ollas a oler y le gritó a ella que venía por el pasillo:
—Umm… gandinga y arroz con gandules… Umm… mamita, que chula eres.
—¿Fuiste a la tiendita boricua en la calle División hoy a buscar comida criolla?
—¡Claro! ¿Cómo crees voy a hacer yo la gandinga aquí, matando un puerco en este vecindario? Si toco un cerdo en el patio será para que llamen a la policía y animal protection.
—Sabes, los vecinos del lado son judíos bien ortodoxos… baby — y entrando en la cocina le dio un beso amoroso en la boca.
—¿Cómo está mi Mano Santa hoy? —le dijo ella con voz suave y tirándole los brazos alrededor del cuello. Él evadió la mirada, se separó de sus brazos después de un beso prolongado y le dijo, mirando al piso, para provocarla:
—¿Qué tal… vieja?
—¡Más viejo es el Morro de Puerto Rico y todavía dispara! —le ripostó en voz baja, su usual contestación, y con una sonrisa medio sensual.
Gabriela tenía cuarenta y dos años, pero se veía más joven; era blanca, con pelo negro largo, sexy, bien gordita pero muy guapota. Tenía los senos grandes y se le notaban los pezones. Daba la impresión de una mujer bonachona, sencilla, pero que no se le paraban las moscas encima
y, sobre todo, adoraba a su Mano Santa. Era inteligente, con alguna educación secundaria, pero no era sofisticada y de cuna más humilde que Alberto. Se le decía en Guánica, Puerto Rico, de donde procedía, que era una muchacha de pueblo
.
Su lenguaje no era refinado, como el que se esperaba de la esposa de un cirujano de la prestigiosa Universidad de Chicago, pero no le importaba lo que pensaban, ella era al pan… pan y al vino… vino.
—Papito, vete y sácate la toba que ya mismo vienen los muchachos a comer —añadiendo —traje gandinga… pero pa’ los que no comen eso… los que son tiquismiquis
les tengo pollo al horno con arroz y habichuelas. Conseguí una calabaza criolla para las habichuelas y están que le ronca la siquitrilla
.
Alberto subió al baño, se desnudó rápidamente y no pudo evitar de nuevo mirarse en el espejo. Sus ojos se fijaron intensamente en el hombre que veía en el espejo y le dio la misma sensación de extrañez que en el hospital. Le entró un sudor frío, y apartándose del espejo rápidamente, se dijo:
«Los jodíos espejos… ¡los odio!» y se empezó a meter en la ducha.
«Le diré a Gabriela que lo quite… Le daré alguna excusa, es muy analítica y querrá saber el por qué.»
Se enjabonó con esos jabones de olor, -los Majas-, que ella le compraba y sintió placer en tocarse suavemente el cuerpo desnudo. Sus manos se deslizaron por sus muslos bien fornidos. Se mantenía en forma a través del ejercicio y en el gimnasio de la universidad levantaba pesas. Cuando llegó a los genitales, tuvo una sorpresa que lo hizo sonreír:
«Si sigo aquí en Chicago un día no me lo encuentro, o se me sube un testículo al cuello y aparece como un chichón en mi pescuezo. Imagínate si estoy mirando una buena hembra y se me crece el chichón en el pescuezo como será eso de sorpresa» —se dijo y sonrió.
«El invierno hace eunucos de los boricuas, pero siempre están calientes.»
Oyó el ruido de los hijos entrando a la casa y se salió rápido de la ducha, se vistió y bajó a encontrarse con ellos, que como siempre, lo esperaban al pie de la escalera.
Guillermo, su hijo mayor, medio geek, el más americano que ninguno, delgado, a los 21 años era feliz en su recién comenzado puestazo como químico de alimentos. Tenía una marinovia y vivían juntos. No mascaba el español nada, aunque lo entendía todo.
—Hi Dad —y lo abrazó con cariño.
—How