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Simplemente sangre: Mitos y verdades sobre el líquido rojo que recorre nuestro cuerpo
Simplemente sangre: Mitos y verdades sobre el líquido rojo que recorre nuestro cuerpo
Simplemente sangre: Mitos y verdades sobre el líquido rojo que recorre nuestro cuerpo
Libro electrónico119 páginas1 hora

Simplemente sangre: Mitos y verdades sobre el líquido rojo que recorre nuestro cuerpo

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En este libro de verdad impresionante, Héctor Luis Castillo despeja todas las dudas en torno a esos cinco litros de líquido rojo que recorren sin parar todos los recovecos de nuestro cuerpo para llevar ayuda, recibir quejas y ser el mensajero de los dioses: ¿dónde se forma la sangre? ¿Para qué sirve? ¿Cómo hace para moverse libremente a través de los vasos? ¿Qué relación tienen el aumento o la disminución de glóbulos blancos con el estrés, las alergias o el cáncer?

Sin embargo, a veces la sangre puede faltarnos, y en esos casos no hay nada mejor que andar prestándonos líquido unos a otros, convirtiéndonos en verdaderos hermanos de sangre, esos que veíamos en las películas. Claro que nos cuesta poner el brazo y el brebaje, aun cuando del otro lado pueda haber vidas en juego. Hay muchos, demasiados mitos alrededor de la sangre: ¿es verdad que una transfusión dura muchas horas? ¿Cómo se trabaja en un banco de sangre? ¿Y si siento algo extraño mientras me transfunden? ¿Es cierto que puede transmitir enfermedades infecciosas? ¿Es verdad que donar sangre debilita? ¿Se puede donar a cualquier edad? ¿Puedo donar si tuve hepatitis? ¿Y si estoy embarazada? ¿Es cierto que podría disminuir mi virilidad?

Con maestría, el autor explica y derriba estas falsas creencias, que van desde condes vampiros hasta enfermedades, mareos y desconfianzas, contándonos todo lo que queremos y debemos saber sobre la sangre. Simplemente sangre.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2019
ISBN9789876293884
Simplemente sangre: Mitos y verdades sobre el líquido rojo que recorre nuestro cuerpo

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    Simplemente sangre - Luis Castillo

    sirve.

    1. Había una vez…

    Donde se conocerá el origen mítico de la sangre y se podrá apreciar que la película Sangre y arena fue pensada dos mil años antes de su estreno. Además, se repasará cómo nació tanto la idea de sacar como la de poner sangre en el cuerpo.

    Sangre que no has de beber

    Desde nuestro más remoto pasado, la relación entre la sangre y la vida ha sido y continúa siendo un hecho indiscutible. Como afirman acertadamente algunos investigadores, "el Génesis, el Levítico, el Deuteronomio y el Talmud babilónico insisten en la similitud entre el alma y la sangre. El Deuteronomio sostiene sin rodeos que la sangre es la vida".¹ Por aquel entonces, establecer la relación entre un hecho y otro no resultaba muy dificultoso, puesto que la mayor causa de muerte eran las heridas de batalla (eso sin contar las bajas en las trifulcas posteriores al combate), donde la pérdida de sangre se asimilaba sin dificultad a la pérdida de la vida y, con ella, del alma. Un concepto que, quizá de manera inconsciente, aún persiste en los ámbitos médicos de emergencias (terapias intensivas y salas de guardia). Allí denominan RCP (reanimación cardiopulmonar) a las maniobras utilizadas tras un paro cardíaco, y cabe recordar que reanimar no es sino devolver el ánima, devolver la vida. Otras veces se utiliza un término aún más cargado de misticismo, como resucitar. Y es entonces cuando la bíblica historia de Lázaro vuelve a recorrer las asépticas salas de emergencia: Levántate… y cúrate.

    Antes que volverlas más comprensibles, las traducciones, muchas veces, oscurecen ciertas acepciones de las palabras; así, por ejemplo, el nombre del primer hombre –Adán o Adam– es traducido como tierra roja (¿una referencia a la arcilla?) o barro de sangre, en una elíptica alusión a la sangre menstrual. En numerosas tribus de diferentes partes del globo, sus integrantes, tras las cruentas luchas que los mantenían ocupados gran parte de sus breves vidas, tenían por costumbre o bien beberse la sangre de los vencidos a fin de extraer la fuerza y el coraje de los caídos o –lisa y llanamente– comerse su corazón, fuente casi segura de ese néctar vital de atractivo color bermellón. El mismísimo Sigmund Freud abordaría algunos siglos más tarde este tópico al afirmar que:

    El canibalismo de los primitivos presenta una análoga motivación sublimada. Absorbiendo por la ingestión partes del cuerpo de una persona, se apropia el caníbal las propiedades de que esta se hallaba dotada, creencia a la que obedecen también las diferentes precauciones y restricciones a las que el régimen alimenticio queda sometido entre los primitivos.

    Una mujer encinta se abstendrá de comer la carne de determinados animales, cuyos caracteres indeseables, por ejemplo la cobardía, podrían transmitirse al hijo que lleva en su seno.²

    En este sentido, en el seno mismo de la antigua Iglesia católica, debemos mencionar a los cafarnaítas, quienes se destacaban por su tendencia a la exageración del realismo de la comunión en cuanto consideraban que la carne de Cristo en la eucaristía debía ser absolutamente la misma que tuvo tras su encarnación y [que] la Misa sería un caso de antropofagia querida por Dios.³

    Por otra parte, esta práctica también era llevada a cabo por los entusiastas precursores de los fanáticos del deporte, quienes, al no haberse inventado aún el fútbol, asistían al circo romano para disfrutar de un ameno domingo familiar, mientras entre combate y combate se empapaban con la sangre de los caídos con idénticas intenciones a las de esas tribus bárbaras que tanto desdeñaban y esclavizaban.

    Pero no sólo la sangre vertida a fuerza de garrotazos y espadas era apreciada, también lo era –y mucho– aquella que manaba en forma natural del cuerpo femenino durante el período menstrual. Los chinos, por ejemplo, bebían una infusión a base de esa sangre, a la que denominaban jugo yin rojo; los celtas, por su parte, poéticamente llamaban a un brebaje similar en su componente base aguamiel rojo o aguamiel real, y los griegos, con su característica sabiduría, preparaban un licor espirituoso a base de sangre menstrual al que en un alarde de imaginación denominaban vino tinto supernatural.

    Como vemos, el envase y/o la preparación variaban, pero el contenido esencial era el mismo: la fuente de la vida, la sangre.

    Por aquel entonces, si bien se establecía de modo precario la relación del corazón con la sangre, el concepto de circulación sanguínea aún se hallaba en el terreno de la especulación. La sangre era, en todo caso, un humor más de los cuatro que componían el cuerpo humano. Los otros tres eran –según Hipócrates (460-370 a.C.)– los humores biliosos (negro y amarillo) y la flema. Y los cuatro estaban vinculados con los cuatro elementos de la naturaleza: el agua, el fuego, el aire y la tierra. De allí a relacionar los humores con la personalidad había sólo un paso, y fue Teofrasto de Ereso (c. 372 a.C.) quien lo dio al afirmar en su libro Sistema Naturae (un manual de clasificación de plantas y diferentes tipos de sangre de animales con propiedades presuntamente curativas) que "aquellos individuos con mucha sangre son sociables, aquellos otros con mucha flema son calmados, aquellos con mucha bilis amarilla son coléricos y los portadores de mucha bilis negra son

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