Qué es (y qué no es) la evolución: El círculo de Darwin
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Así, viajaremos en el Beagle con Charles Darwin, escucharemos los entusiastas argumentos de Thomas Huxley, Ernst Mayr o Stephen Jay Gould, y hasta temblaremos cuando el ex director Burmeister haga alguno de sus trucos. Estas son algunas de las peripecias de nuestro héroe en la noche del museo, entre dinosaurios, aves y rocas. María Susana Rossi y Luciano Levin nos llevan de paseo por la evolución, de la mano de los mejores guías posibles: los miembros del exclusivo círculo de Darwin. Y, hacia el final, Marcos se preguntará qué hace con una muñeca rusa en el bolsillo y un diagrama de árboles evolutivos en la mano… Todo un misterio que el lector compartirá en esta travesía, mezcla de ciencia y de ficción en las dosis justas.
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Qué es (y qué no es) la evolución - María Susana Rossi
Índice
Cubierta
Índice
Portada
Copyright
Este libro (y esta colección)
Dedicatoria
Agradecimientos
Sueño de una noche de verano
El viejo
Maestro y discípulo
La suerte de una teoría
La presentación en sociedad
La belleza feroz de este mundo
Árboles
Especies
El director de orquesta
La ruleta de la evolución
Las malas razones
La Tierra no es de diamante
Un mono entre otros monos
La evolución de la evolución
El evolucionismo criollo
Burmeister
Bibliografía comentada
colección
ciencia que ladra
Dirigida por Diego Golombek
María Susana Rossi
Luciano Levin
QUÉ ES (Y QUÉ NO ES) LA EVOLUCIÓN
El círculo de Darwin
Rossi, María Susana
Qué es (y qué no es) la evolución: El círculo de Darwin // María Susana Rossi y Luciano Levin.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2017.
Libro digital, EPUB.- (Ciencia que ladra… serie Clásica // Diego Golombek)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-629-725-7
1. Teoría de la Evolución. I. Levín, Luciano II. Título
CDD 599.938
© 2006, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
Ilustraciones de portada: Mariana Nemitz
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: febrero de 2017
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub):
Este libro (y esta colección)
Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?
Samuel Coleridge
Sirvo una doctrina científica: el Darwinismo. Tarde o temprano llegará a ser una doctrina política y necesito cierto misterio en mi conducta.
Eduardo L. Holmberg, Dos partidos en lucha, 1875
Yo era el rey de este lugar… Hubo un tiempo en que el único libro digno de ser enseñado en las escuelas era, por supuesto, la Biblia. La creación divina era indiscutida y, por supuesto, el hombre (que en esos tiempos, de las mujeres, ni hablar) estaba en la cima, como el rey de la creación. Hasta que vino un tal Charles Darwin y arrasó con todo: cambia, todo cambia, y no hay una creación –al menos definida– sino una serie de transformaciones a lo largo de mucho más que siete días. Vale la pena recordar que cuando se les señaló a los bibliófilos que era imposible que los hallazgos geológicos y paleontológicos, que hablaban de millones de años, fueran compatibles con los famosos siete días de la creación, contestaban tranquilamente: es que en esas épocas los días eran muchísimo más largos…
.
El origen de las especies, publicado en 1859, fue un verdadero best-séller que se agotó inmediatamente. Lo curioso es que Darwin fue leído poco después en nuestras costas; uno de sus primeros y lúcidos admiradores fue nuestro naturalista Guillermo Enrique Hudson. Pero el mayor defensor de Darwin fue acaso nuestro primer escritor de ciencia ficción, Eduardo Holmberg, mentor de las ciencias y artes de 1870, junto con su primo Francisco Moreno y el joven Florentino Ameghino. Claro, esos jóvenes progresistas de cerca del novecientos, triunfantes con sus ideas, no sabían que más de un siglo después todavía se discutiría la vigencia de la teoría de la evolución… Aunque parezca increíble, aún hoy el tema de la teoría de la evolución es materia de debate, sobre todo en lo que respecta a su enseñanza en las escuelas públicas.
Si no puedes vencerlos, inventa algo que parezca complicado y académico… Ya no queda bien decir que la selección natural no existe o que Darwin es un mono, así que los antievolucionistas modernos han evolucionado e inventado el concepto del diseño inteligente
: la complejísima información presente en las células y en el universo no pudo haber sido creada al azar, sino diseñada por algún mandamás que tiró la primera piedra. Y esto, de científico, no tiene nada de nada.
Estas y muchas cosas más son las que aprende nuestro héroe Marcos cuando pasa una escalofriante noche en el Museo de Ciencias Naturales. Los autores Susana Rossi y Luciano Levin nos llevan de paseo por la evolución, de la mano de los mejores guías posibles: los miembros del exclusivo Círculo de Darwin. Y hacia el final, como Coleridge, Marcos se preguntará qué hace con una mamushka en el bolsillo y un diagrama de árboles evolutivos en la mano… Todo un misterio que el lector compartirá en esta aventura, mezcla de ciencia y de ficción en las dosis justas.
Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos (y, como en este caso, periodistas) que creen que ya es hora de asomar la cabeza afuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.
Ciencia que ladra… no muerde, sólo da señales de que cabalga.
Diego Golombek
A Tomás
A Romeo y Daniel
Agradecimientos
A Diego Golombek por su infinita paciencia, y también a Alejandro Alonso y a Ana De Micheli por sus lúcidas lecturas.
Sueño de una noche de verano
Hoy, muchos años más tarde, recuerdo aquella noche con nostalgia. Pero la verdad es que tuve mucho miedo. Nunca hablé de esto para evitar que me tomaran por loco, pero ahora quiero contarlo, porque lo que viví entonces marcó mi vida para siempre. Quizá se me hayan olvidado algunos detalles, pero no lo esencial. La cosa fue así: viernes por la tarde, enero. Buenos Aires estaba inmersa en ese aire de irrealidad que adoptan las ciudades súbitamente despojadas de sus habitantes, de su respiración habitual. Había decidido tomarme la tarde libre. Iré a un museo, me dije. Los museos son buenos lugares para descansar, sobre todo en verano, porque garantizan silencio. Elegí el Museo Argentino de Ciencias Naturales, el que está en el Parque Centenario y que, como muchos de ustedes sabrán, tiene esas enormes y fantásticas colecciones de dinosaurios, arañas, mariposas y escarabajos.
Las salas del museo estaban realmente frescas. Pasé buena parte de la tarde mirando las colecciones, leyendo las inscripciones de las vitrinas e imaginando cómo habría sido la vida en la Tierra en los tiempos sin historia. Antes de entrar en la Sala de Paleontología decidí tomar un descanso. Quería enfrentarme a los dinosaurios con la mente despejada, para no pasar por alto ningún detalle. Esas bestias anticuadas todavía hoy me fascinan. Ya había visitado el museo otras veces y sabía lo larga que puede ser una recorrida. Me senté en un banco apartado e inmediatamente sentí un enorme cansancio. En el museo había poca gente a esa hora y, como la sala estaba desierta, decidí acomodarme a mis anchas. Cerré los ojos, me estiré cuanto pude y me dispuse a disfrutar del silencio.
Me quedé profundamente dormido. Al despertar, la sala estaba en penumbras. Me costó reconocer el lugar, había anochecido. Me di cuenta de que habrían cerrado el museo, y empecé a inquietarme, pero enseguida pensé: debe de haber un sereno, es cuestión de encontrarlo.
Traté de reconstruir mentalmente el mapa del edificio, pero sólo las luces mortecinas de algunas vitrinas, que alguien se había olvidado de apagar, me servían de referencia.
Mientras decidía por dónde iniciar la búsqueda, recordé una conversación que había tenido con un empleado de limpieza del museo, unos meses antes. Dentro del edificio, me contaba el hombre, estaban depositadas las cenizas de Germán Burmeister, quien había sido el director del museo hace más de cien años, y que murió como consecuencia de una caída por las escaleras del antiguo edificio del museo. El personal no estaba muy de acuerdo con que las cenizas del cadáver de Burmeister estuvieran depositadas allí, pero ese había sido el último deseo del director.
La cripta está en la planta baja, frente a la Biblioteca, muy cerca del área de descanso del personal. Una imponente estatua del viejo director custodia la puerta de la cripta, que permanece cerrada con cadena y candado. Alguien recorre los pasillos en las noches
, me aseguró el empleado. Cuando me contó la historia me burlé para mis adentros del pobre hombre, pero en ese momento, deambulando solo y a tientas en un pasillo del museo, el asunto empezó a perturbarme.
Traté de alejar de mi cabeza la historia fatídica y me dirigí hacia donde creía que estaba la salida del edificio, todo mi problema sería llegar a la puerta, pero no lograba orientarme. Subí a la planta alta por si había alguien a quien pedir ayuda. Al final de la escalera desemboqué en un hall, en el que está ubicada una enorme vitrina que encierra a un grupo de babuinos embalsamados. Llegaba muy poca luz al recinto y a pesar de que no los podía ver, recordé los fantásticos colmillos del macho dominante. Los pasillos del museo comenzaban a resultarme amenazantes, y luego de dar algunas vueltas sin encontrar a nadie, descendí a la planta baja, ya algo desesperado. De repente me encontré frente a una puerta de hierro forjado, con la figura de una inmensa araña en su tela, como esperando a su próxima presa. ¿Sería yo un ínfimo insecto atrapado en la trama mortal? Pero el corazón me dio un vuelco de alegría: un cartel en letras verdes, colgado por encima de la puerta decía SALIDA. Si van al Museo, verán que las puertas principales son enormes estructuras de hierro, pesadísimas. Sacudí una y otra vez el picaporte con violencia, pero no logré abrirla. Con una barra de hierro que encontré apoyada en la pared, lo golpeé varias veces con desesperación, pero la cerradura no cedió. Grité, con la esperanza de que hubiese un sereno en el edificio, pero nadie respondió y, para agregar más salsa al asunto, el eco me devolvía mi propia voz desgarrada. Imaginen la situación: encerrado en ese inmenso edificio, con una larga noche por delante. Sentí que allí iba a empezar la peor pesadilla de mi vida.
Tranquilo, me dije y respiré hondo. No puede ser tan malo, pensé con poca convicción, mientras unas gotas de sudor frío resbalaban por mi frente. Durante la siguiente media hora subí y bajé escaleras, intenté abrir puertas de los laboratorios, pero no encontré a nadie. Traté de aparentar calma. En un momento me topé con un teléfono público, pero la línea estaba muerta. Si hubiese funcionado, todo habría terminado en un embarazoso y vergonzante rescate con el propio director del museo abriendo las pesadas puertas de hierro en plena madrugada porteña, liberándome de la pesadilla de una noche entre animales embalsamados. Hasta me habrían entrevistado en algún canal de televisión para la nota de color del informativo de la noche, y quizás habría conocido a algún periodista famoso. Pero la vida me tenía reservado algo definitiva e infinitamente mucho más interesante.
Con los ojos algo acostumbrados a la penumbra comencé a recorrer el hall. Apenas distinguía mis propias manos. Volví al banco y me recosté a esperar que esa noche nefasta pasara lo más pronto posible. Estaba exhausto y dormité por un rato. Cuando desperté, la luz mortecina de la luna, ya alta en el cielo, se filtraba por las ventanas. Me asomé a la baranda de hierro de las escaleras y miré hacia arriba, aunque con pocas esperanzas de que algo mejorara mi situación.
Al volver a mi banco para rumiar sobre mi evidente mala suerte, vi que la puerta de una sala contigua estaba entreabierta, dejando escapar un reflejo vacilante y amarillo, como la luz de las velas. Me detuve y me dirigí con cautela hacia la sala. Apenas pude leer BIBLIOTECA en el cartel que estaba encima del marco de la puerta. A medida que me acercaba, el rumor de una voz monocorde y algo ronca se hizo