Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El Corredor Polaco o La sotana de Camilo
El Corredor Polaco o La sotana de Camilo
El Corredor Polaco o La sotana de Camilo
Libro electrónico622 páginas21 horas

El Corredor Polaco o La sotana de Camilo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La joven encargada de la cocina de la gran casa, contigua a la inmensa Catedral de la ciudad de Manizales, tiene un hijo a quien todos llaman Santi. Educado como uno más de la numerosa familia, se enamora de una de las nietas de la dueña de casa, lo que produce su salida de esta; inicia una nueva vida sacerdotal y conoce al padre Camilo Torres, convirtiéndose en su amigo y contradictor. Viaja a Lovaina donde se pone en contacto con las ideas renovadoras que anticipan al Concilio Vaticano II. Santi ejerce en las mujeres una atracción casi animal y tiene varios romances; uno de ellos, con un una periodista rusa, lo lleva a viajar a Cuba en la época de la confrontación de los misiles. La muerte de Camilo cambia su vida y, finalmente, sigue sus pasos: se vincula a un grupo guerrillero de carácter continental, en el que se le encomienda ejecutar un secuestro, que lo llevará a conocer sus verdaderos orígenes y el amor.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento4 oct 2012
ISBN9789588732381
El Corredor Polaco o La sotana de Camilo

Relacionado con El Corredor Polaco o La sotana de Camilo

Libros electrónicos relacionados

Thrillers para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El Corredor Polaco o La sotana de Camilo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El Corredor Polaco o La sotana de Camilo - Juan Manuel Jaramillo

    Cortázar

    I

    Debo empezar por los hechos más recientes, más dolorosos, que me arrojaron dentro de estas cuatro paredes cercanas a la ruina, lugar desde donde escribo estas notas como acto de contrición y de arrepentimiento.

    Sin querer llegué a esta situación que se inició con una encerrona, una emboscada. Afortunadamente Mirta no estaba conmigo. Lo recuerdo bien. Solo sentí como una picadura de avispa, luego un dolor intenso dentro de mi cuerpo. Los tiros provenían de todas partes y el sonido repetitivo de la ametralladora me forzó a actuar. Mis compañeros caían uno a uno sin poder utilizar las armas. El toro me cubrió gritando desaforado que pararan de disparar. Luego un gran silencio y una sensación de paz me envolvieron; sentí que iba a morir. La sangre cálida impregnó mi uniforme de fatiga y luego la nada, el túnel nebuloso donde el espíritu intenta abrirse paso dejando el cuerpo.

    Antiguos recuerdos desfilaron por mi mente: la inmensa cocina, la Catedral con sus campanas, el comedor solemne y solitario, el trisagio y la oración, sí, la oración, la contrición de corazón, el Ave María, el Padre Nuestro. ¿Sería digno de entrar al reino de Dios después de haber seguido los pasos de Camilo y de haberme convertido en su ferviente discípulo? Yo era como él, pero mi gesto carecía de significado, mi gesto era mezquino y no merecía compararse. Él murió convencido, yo moría porque no tenía más salida, yo solo moría y no dejaba nada tras de mí, solo odio y resentimiento, deseo de venganza y la frustración de no haber servido al Señor, a la humanidad, de no haber propiciado un cambio para hacer de este país un lugar más digno, más justo, más feliz. ¿Me había equivocado de camino?

    Desperté adolorido; mi cuerpo estaba conectado a varias máquinas que generaban un persistente sonido y a través de un catéter en mi brazo derecho me realizaban una transfusión de sangre. Varios miembros del ejército fuertemente armados hacían guardia frente a la puerta. Nuestros ojos se encontraron y sentí su rabia y resentimiento, no me querían vivo, yo era una amenaza, un enemigo. Una enfermera se acercó, revisó los equipos, y me habló tomándome de la mano:

    –Padre, me alegro. Se salvó de morir. Ahora que está un poco mejor voy a llamar al doctor Abuchaibe y a la hermana Marisol que quieren hablar con usted.

    Le agradecí con un gesto y entré en un estado de sopor. Seguramente las drogas eran muy fuertes y me indujeron a soñar: la gran casa en el marco de la plaza con las puertas siempre abiertas, mi madre con sus ojos azules parecidos a los míos acariciándome la cabeza. A través de la ventana la vista de la Catedral, la inmensa catedral de cemento gris arropando con su sombra toda la plaza y las palomas volando a través de sus cuatro torres laterales y del corredor de la torre central. Unas voces me despertaron, vi a una hermana vestida de blanco que hablaba fuerte con un marcado acento español y pude oír que se oponía a que fuera entrevistado.

    –Aguarden por favor a que esté un poco mejor y les aseguro que podrá darles toda la información. 

    Un fotógrafo logró disparar su cámara a distancia y el destello se estrelló contra mi rostro. ¿Cuál información? Yo solo recordaba las baldosas blancas y negras de la cocina de la gran casa, el fogón de carbón y el aroma de la comida. La hermana ajustó la puerta, se acercó y se presentó.

    –Soy la hermana Marisol, jefe de enfermeras, todos quieren hablar con usted, ahora cierre los ojos y descanse.

    No tenía hambre, me alimentaban a través de sondas que infiltraban suero en mi cuerpo. Me estaba convirtiendo en un vegetal. El dolor era más intenso al iniciarse la noche y el doctor Abuchaibe, director de la clínica, me visitó y autorizó una dosis más fuerte de morfina para atenuar el dolor. Entraba en un mundo que giraba a gran velocidad, donde mi cuerpo ingrávido subía y bajaba produciéndome alegría. Se abrieron puertas a nuevas sensaciones y viejos recuerdos. Pude al fin sentir en carne propia los efectos de la droga que tiempo atrás le habían aplicado a mi madre para mitigar su agonía.

    Una noche, después de transitar por arcos de colores, apareció un resplandor y lo vi a él, a Camilo, tal como la primera vez. Yo acababa de pasar del Seminario Menor al Seminario Mayor de Bogotá, al norte de la ciudad, frente a la casa de doña Clara Sierra, heredera de una de las fortunas más importantes del país. Ella había donado el terreno para construir el seminario y conservó un predio vecino donde tenía una inmensa casa rodeada de fuentes y jardines con palmas reales, protegida por un cerramiento de torreones de piedra y verjas de hierro forjado.

    Yo tenía diecisiete años recién cumplidos y él me llevaba unos siete; se decía que encontró la vocación tarde, pero aun así era el alma del Seminario. Lo rodeaba permanentemente un grupo de seguidores y un día se acercó y me preguntó si era cierto que yo hablaba francés.

    , le respondí, e iniciamos una corta conversación donde le conté cómo había aprendido. Después de varios días me adoptó y me convertí en miembro permanente de su grupo. Una noche tocó a mi puerta, me despertó y me invitó, junto con varios compañeros, a un balcón desde el cual se podía ver la fiesta de la casa vecina, la de Clara Sierra. El jardín estaba lleno de luces y los invitados bailaban frenéticamente la música de moda. Los camareros ofrecían champaña y platos con comidas exóticas. De un momento a otro se inició el espectáculo de fuegos artificiales; todos quedamos en silencio, embelesados por las luces y en ese momento Camilo dijo unas frases que no se me borrarían en la vida y que fueron el principio de una nueva forma de entender el mundo.

    –Esto no puede continuar así –dijo, mirando la explosión y lluvia de estrellas que se abrían en colores contra el negro de la noche–. Necesitamos una nueva luz que ilumine este país y permita que no existan diferencias entre los poderosos, los ricos y los numerosos pobres que nada tienen. Tenemos que dirigir nuestras fuerzas para lograr una mayor igualdad, educación y amor para todos a través de un gran cambio, con la ayuda de Dios. ¡Que estas no sean palabras al viento! –remató enfáticamente con un gesto que nos impactó a todos y nos hizo corear un siii prolongado que fue interrumpido por una explosión, tal vez una premonición de lo que pasaría posteriormente en nuestras vidas. Desde ese momento se creó una unión, una fraternidad entre nosotros, que se fue enriqueciendo a través de los años. 

    Después de la nitidez de estos recuerdos perdí la noción del tiempo. Pasaron dos, siete, quizás quince días, no lo sé, y en una mañana llena de luz apareció nuevamente la hermana Marisol y me obligó a despertar. Ya no estaba conectado a las sondas y parecía que estaba mejorando. Entre risas me comentó que pertenecía a la congregación de las Hermanas de los Pobres de San Pedro Claver y que su misión en la vida era servir a los enfermos. Me obligó a tomar una compota licuada y sin sabor para ver si mi estómago, que había sido perforado, asimilaba algo de comida. Me contó que después del combate había sido remitido a la clínica El Amparo, en la población de Fundación, lugar cercano al enfrentamiento. Debido a mi gravedad fui trasladado de inmediato al hospital San Juan de Dios, en Santa Marta. Luego de un largo silencio me entregó un papel arrugado con manchas de sangre.

    –Lo encontré en sus bolsillos, parece que se salvó de la requisa del ejército –dijo en un susurro, como si fuera mi cómplice. 

    Lo abrí y de inmediato recordé el día en que en medio de la montaña pasó un helicóptero por encima de nuestro cambuche arrojando panfletos. Uno de ellos cayó cerca de mi hamaca y sin que mis compañeros se dieran cuenta lo recogí. Decía: Guerrillero, su familia lo está esperando, desmovilícese. Acójase a la amnistía otorgada por el gobierno, inicie una nueva vida, acuda a la guarnición más cercana y entregue su arma. Miré mi AK-47 ruso, fusil que me había acompañado el último año. Era mi amigo, lo armaba y desarmaba con los ojos cerrados y me gustaba acariciar su curvo proveedor de sesenta tiros. Pocas veces lo había usado en los enfrentamientos, pues el ejército siempre estaba a la defensiva y disparaba desde lejos sus fusiles Galil. ¿Entregar mi arma? ¿Por qué no? ¿Reencontrarme con mi familia? Ya no tenía familia. ¿O sí? No lo sabía.

    También recordé la última reunión con el comando central del Mar, Movimiento de Acción Revolucionaria, donde se reiteró la política de oposición a cualquier negociación con el gobierno de turno y la intención de seguir aplicando la filosofía foquista, que consistía en crear nuevos grupos armados, utilizando todos los métodos de lucha, hasta llegar al poder e imponer un estado socialista en una nueva nación independiente al norte del país llamada Miranda, en honor al precursor de nuestra independencia. Yo hacía parte de esta organización. ¿Debía obedecer? ¿Qué pasaría conmigo? ¿Dónde me admitirían después de lo que había hecho? Si me desmovilizaba, ¿cómo haría para iniciar una nueva vida lejos de todo? 

    –¿Qué piensa de esa posibilidad? –la voz de la hermana Marisol me sacó bruscamente de mis recuerdos. La miré intrigado por su forma de leerme el pensamiento.

    –Lo he estado pensando –respondí sin convicción–. Fui capturado en mi condición de alzado en armas. Por lo tanto, esta posibilidad es lejana y el Estado solo espera a que sea dado de alta para iniciar un juicio contra mí por rebelión y así poder enviarme por años a prisión.

    La pregunta me hizo recordar la ocasión en que el toro me encontró leyendo el panfleto y me hizo la misma pregunta. Le contesté que ninguna situación podía ser eterna. Él insistió y le dije que era una de muchas posibilidades. La hermana continuó hablando, pero ya no la oía y me sumergí en los recuerdos. El toro y yo habíamos logrado un inexplicable acercamiento a pesar de nuestras diferencias ideológicas. Sí, yo había hecho una retención o, como dicen los civiles, un secuestro, siguiendo las órdenes del comandante Ramón, jefe del grupo Bolívar en la zona. El toro era mi retenido.

    El doctor Abuchaibe me visitó cuando me sentí un poco mejor; estaba alegre y con deseos de hablar, hizo algunas bromas y finalmente me miró a los ojos y dijo:

    –Ya sé, con esa barba y esa cara de sufrimiento se parece a Cristo en el Calvario.

    –Sí, se parece a las estampas de Jesús con esos ojos azules –continuó la hermana, ruborizándose. No me gustaba que me encontraran ese parecido, pero mis feligreses, especialmente las mujeres, me lo decían con frecuencia.

    El doctor miró irritado a la hermana Marisol y ella agachó la cabeza. Luego él tomó una tablilla con apuntes, los revisó detenidamente y después de un momento dijo:

    –Se salvó de milagro. La bala no afectó sus órganos vitales. Entró por el epigastrio sin tocar el estómago, hígado, ni vesícula; pasó al lado de la columna y salió por el lado opuesto del cuerpo. El organismo se ha venido recuperando de forma natural, pero… la bala que entró por la pierna, a la altura del fémur, hizo estragos en los músculos y la parte ósea y tendremos que realizar una intervención quirúrgica para extraer el cuerpo extraño, extirpar los tejidos muertos y dejar la herida abierta por varios días, cubierta con gasa para que absorba la sangre. Posteriormente, si todo marcha bien, suturaremos con material reabsorbente. Es una intervención delicada, pero necesaria para prevenir que se gangrene la pierna y tengamos que amputarla. Lo vamos a intervenir mañana mismo; usted va a ser uno de los últimos pacientes que operaremos en este hospital, que se está cayendo a pedazos; después de setenta años ya cumplió su misión. Próximamente nos trasladaremos a un nuevo edificio con modernos equipos, allí seguramente podremos ofrecer un mejor servicio –miró a su alrededor y continuó con nostalgia–. Yo he dirigido este hospital por muchos años y he aprendido a querer este edificio. Me gusta su cercanía al mar, sus pisos y mosaicos de colores, sus patios, unos con fuentes de agua, otros con árboles, almendros y palmas, sus corredores con barandas y balaustres y sus escaleras en hierro forjado; me gustan sus espacios altos y amplios, los adornos en los techos y su pintura blanca carcomida, pero ya es imposible mantenerlo. La sal del mar ha venido afectando la estructura y el edificio puede derrumbarse de un momento a otro; las cucarachas y los ratones nos han invadido y ha sido imposible erradicarlos.

    A la mañana siguiente me sacaron en silla de ruedas hacia la sala de cirugía. Al salir de la habitación me cegó el sol del amanecer, pero en pocos segundos recuperé la vista y pude apreciar que el doctor Abuchaibe tenía razón: el edificio estaba muy deteriorado; sin embargo, conservaba la apariencia de un antiguo noble en decadencia. La fuente y el ruido del agua me tranquilizaron en el camino.

    Desperté adolorido por la cirugía y la hermana dijo que me había visitado un hombre joven interesado en mi salud. Luego me entregó una caja pequeña, adornada con un lazo rojo. La revisé por todos lados y no vi nota alguna. La abrí y encontré una pequeña escultura de un toro en bronce.

    –¿Qué significa este regalo? –preguntó intrigada la hermana Marisol, recogiendo el papel de la envoltura.

    –No lo sé –mentí.

    Al visitarme al día siguiente, el doctor Abuchaibe sacó de su bata blanca un pequeño objeto y me lo entregó. Era una bala calibre 5.56 mm.

    –La amiga que hizo todos estos estragos –señaló mi pierna y continuó –. Guárdela como un amuleto, pudo haber estado alojada en su corazón –y soltó una estruendosa carcajada. Después, sin levantar los ojos de su carpeta, me informó de la operación–. Resultó más difícil de lo esperado, tuvimos que reconstruir el hueso astillado con una buena labor de carpintería, ahora tiene varios tornillos y tuercas en su humanidad, pero finalmente todo salió bien. Debe estar atento a la herida para que no se infecte, el dolor lo trataremos con los medicamentos que ya hemos usado.

    Un grito nos interrumpió y la hermana Marisol apareció en la habitación moviendo los brazos y gesticulando. 

    –Doctor Abuchaibe, hay dos ratas en el cuarto de los traperos, no las soporto –y continuó histérica subida en una silla. Varios enfermeros aparecieron y a punta de golpes las mataron. Luego, a través de la puerta, vi pasar las dos ratas muertas cogidas por la cola.

    Pasaron varias horas. Sentí nuevamente el dolor con intensidad y me inyectaron el bálsamo que ya conocía y que me abría unas puertas insospechadas. Esa noche, en medio de los sueños, creí ver a un par de ratas merodeando por mi habitación; las vi crecer hasta ocupar todo el espacio de mi cuarto, vi sus colas rugosas y desagradables, sus ojos pequeños y brillantes, fijos en los míos. Quería gritar y no podía. En su pelambre gris tenían pústulas sangrantes y pude intuir que sufrían, seguramente habían ingerido veneno y estaban próximas a morir. A la mañana siguiente, la hermana Marisol encontró las cosas revueltas en mi cuarto, algunos frascos estaban caídos y los algodones regados por el suelo. 

    –Aquí estuvieron las ratas anoche, afortunadamente saldremos de este edificio en un par de meses –afirmó esperanzada. Con horror vi que los algodones que estaban en el suelo provenían de mi herida. La hermana Marisol quedó estupefacta y sin color, luego salió al corredor y pidió ayuda a gritos. El doctor Abuchaibe apareció a los pocos minutos, revisó mi herida y mandó a traer desinfectantes, algodones y gasa; actuaba con diligencia y no se dirigía a mí, yo solo era un paciente más. 

    * * *

    –Tengo entendido –dijo el oficial de inteligencia del ejército, alargando las palabras –que antes del enfrentamiento usted tenía intenciones de acogerse a la amnistía que ofrece el gobierno.

     –¿Cómo lo supo? 

     –Tengo un testigo que así lo afirma.

    ¿Quién podría estar afirmando tal cosa? ¿Quién estaría detrás de todo esto? Pensé rápidamente, luego respondí:

    –Sí, lo estuve pensando, es decir, quería aprovechar alguna ocasión para hacerlo –afirmé con una falsa seguridad. De un momento a otro apareció la hermana Marisol y enfrentándose al militar le dijo:

    –Sí, él tenía esa intención.

    –Hermana, esta es una conversación privada, ¿podría dejarnos solos? –dijo el oficial en tono contundente.

    –Sí señor, pero con todo respeto, quiero mostrarle el papel que encontré entre su ropa el día en que llegó al hospital.

    Sacó de la mesa de noche el volante ensangrentado y se lo entregó al oficial. Este lo cogió con algo de repugnancia, lo miró y lo reconoció. Bajo sus órdenes se habían distribuido por toda la Sierra miles de ellos. 

    –¿Usted tenía este material cuando se presentó el enfrentamiento?

    –Sí –le respondí.

    –Entiendo que se encuentra en mal estado de salud, pero quiero apersonarme de su caso y solicitar que se le trate de forma especial; para el gobierno sería muy importante que una persona con su trayectoria deje las armas y se reincorpore a la vida civil.

    Estaba sorprendido con la velocidad en que se desarrollaban los hechos y confundido por mis pensamientos encontrados. El militar continuó:

    –Su caso pasará a la justicia ordinaria, un juez penal está recopilando toda su información antes de ser juzgado, pero al acogerse al programa de reinserción su situación jurídica podría mejorar –dijo devolviéndome el panfleto.

    –Por hoy está bien su visita –comentó amablemente la hermana. El oficial se levantó de la silla y al girar pude ver la marquilla Blandón cosido en la chaqueta.

    –Hermana –dijo Blandón–, sería bueno que lo afeitara antes de presentarse al juicio.

    –Sí oficial –respondió ella con cierta tristeza, tal vez pensando que sin la barba ya no me parecería a Jesucristo.

    El doctor vino a revisar la herida a la mañana siguiente y me felicitó por la decisión de reintegrarme a la vida civil. Se notaba preocupado y de mal humor.

    –¿Cómo lo supo? –le pregunté entre intrigado y molesto.

    –Las paredes hablan –me respondió mirando a la hermana Marisol.

    Me sentí muy mal con la infidencia, iba a hacer un comentario de lo peligroso que podía ser si la información salía de aquella habitación, pero el doctor continuó, notando mi irritación:

    –Tranquilo padre, que yo sí sé guardar secretos y este permanecerá entre nosotros.

    –No me diga padre, ya no lo soy –le dije con desagrado.

    –¿Cómo quiere que le diga? –me interrogó desconcertado–. ¿Quiere que le diga Salvador? –dijo con ironía.

    –No, ese es mi nombre de guerra, llámeme por mi nombre: Santiago Ramírez.

    El doctor miró sus papeles y continuó:

    –Bien Santi –dijo como si me conociera de toda la vida y tratando de ser amable, arrepentido de sus últimas palabras. Santi era la forma cariñosa como mi madre me llamaba en la casa, la gran casa en el marco de la plaza. Oía al doctor hablándome, rebuscando las palabras y moviendo sus manos de una forma inusual, pero yo estaba muy lejos y solo pude oír Estafilococo dorado.

    –Perdón doctor, ¿quiere repetirlo todo por favor? –dije intuyendo que me acababa de decir algo importante.

    –Sí –dijo el doctor con el ceño fruncido, su locuacidad había desaparecido–. Los exámenes fueron enviados a Bogotá y se confirmó que adquirió una infección producida por una bacteria llamada Estafilococo Dorado. Le hemos aplicado codeína y fentamil, pero parece que se ha hecho resistente a los antibióticos; estamos buscando drogas más fuertes para contrarrestarla.

    –¿Es mortal? –pregunté apresuradamente.

    –En algunos casos –respondió mirando para otro lado.

    –¿Qué lo produjo? –pregunté, sintiendo un sudor frío por todo el cuerpo. El doctor se quedó callado por un rato y luego dijo:

    –La bala, o tal vez las condiciones asépticas de este hospital, que no son las mejores, o quizás las ratas y las cucarachas.

    –¿Ratas? –repetí intrigado.

    –Sí –y continuó–. Una deficiente técnica aséptica cuando se manipula un catéter o muchos otros motivos pudieron ser la causa de la presencia de la bacteria.

    –¿Qué me espera? –le dije todavía incrédulo.

    –Tener fe y que aparezca una nueva droga.

    El doctor hizo un gesto con la mano y se retiró caminando con la cabeza inclinada, dejando un vacío en la habitación. La hermana Marisol estaba pálida, entendía la gravedad de la situación y para romper el silencio murmuró:

    –¿Qué quiere padre? ¿Qué necesita? ¿Lo puedo ayudar en algo?

    ¿Qué podía querer? Estar solo y medir las consecuencias de la bacteria en mi futuro. Sin darme cuenta le respondí, haciendo un esfuerzo para que mi voz saliera natural.

    –Papel, mucho papel, voy a empezar a escribirlo todo.

    Creía que estaba preparado para enfrentar el mundo, pero ahora tenía que enfrentarme con algo invisible, microscópico y, para colmo, dorado.

    Hay rumores de que no soy la primera víctima de la bacteria en este viejo hospital con baldosas de colores. Se dice que algunos han muerto en un corto plazo, es posible que solo tenga unos pocos días. Entonces he decidido darle instrucciones a la hermana Marisol para que, en caso de que el estafilococo me lleve a la muerte, me entierren con la sotana blanca de Camilo.

    *

    II

    Las reflexiones y los escritos se han transformado en recuerdos y quiero refugiarme en ellos. Por condiciones del azar nací en la enorme casa contigua a la Catedral. Hice parte de los Velesurraga por muchos años. Familia encerrada en sí misma, ajena al mundo exterior, me dijo el psiquiatra cuando me sometí a una terapia para arrancar de mi espíritu las viejas sombras que habitaban los recuerdos. Yo era como ellos, jugaba con ellos, comía con ellos, hacía todo con ellos, hasta que entendí la diferencia. Fue como cuando cae el rayo. Quedé aturdido. En la memoria quedó grabada aquella ingrata sensación que me marcaría por el resto de mis días, que hizo de mí un ser cegado por el odio, la envidia y los deseos de venganza. Luché contra estos sentimientos cuando los descubrí en el seminario, con la ayuda de mi tutor y consejero espiritual. Fui mi propio testigo de una guerra interna entre el bien y el mal. Estaba atrapado por mis sentimientos y nunca imaginé que los acontecimientos me llevarían por caminos tan difíciles.

    Para mi sorpresa, al empezar a escribir mi historia he sentido una fuerza vital que me impulsa y me dicta lo que imprime el lápiz torpemente en este papel, generando una sensación liberadora.

    Un nueve de junio de 1938 mi madre, Aminta Socha, me dio a luz con la ayuda de la partera y al día siguiente tomó de nuevo el mando de sus dominios, el epicentro de la casa: la cocina. Ella era indispensable y así se sentía a pesar de su juventud.

    A mi primer padre no lo conocí; decían que había muerto en una explosión en las minas de oro de Marmato. Al segundo, quien me dio el apellido Ramírez, lo recuerdo por el alboroto que se produjo cuando, durante un crudo invierno, el Packard negro de la familia fue recubierto por toneladas de piedras y el automóvil quedó inservible y dentro de él, el cuerpo destrozado de Otoniel, mi padre adoptivo y conductor de la familia. Yo tenía tres años y mi único recuerdo suyo era una pálida fotografía de un señor con bigote pequeño y cara de susto, que mi mamá guardaba.

    Minta, así le decían a mi madre en la casa, hacía parte de esta familia y compartió con ellos casi toda la vida. Llegó muy joven, con su trenza anudada en la nuca y un vestido de zaraza negro con puntos blancos. Vino de El Otoño, la otra gran hacienda de la familia, para atender a un hijo enfermo de Mamá Mayuya, la dueña de la gran casa. Luego se quedó como ayudante en la cocina y al poco tiempo se posicionó como su reina. Sus padres habían llegado de las planicies andinas, donde se cultivaba la papa tocana. Eran agricultores de mejillas sonrosadas y ojos azules, sabían todos los secretos de la plantación del tubérculo y por eso fueron reclutados para manejar nuevos cultivos en el páramo. Mi abuelo, Coroliano Socha, un trabajador compulsivo, logró aclimatar las semillas de su tierra del páramo del Cocuy, a la tierra del páramo de Letras, desde donde se divisan las nieves perpetuas del nevado del Ruiz. Con el tubérculo se trajo a Marta Guacaneme, su mujer, y a varios compadres que le ayudaron a manejar los bueyes y a trazar las eras en aquellas tierras empinadas de origen volcánico. Hombres taciturnos de pocas palabras, recuerdos indescifrables y tradiciones perdidas en los mitos de los indios Chibchas y Muzos, fieros indígenas que se enfrentaron hace más de cuatrocientos años a los conquistadores alemanes comandados por Alfinger, cabeza de una reducida tropa de teutones, financiados por la banca europea con el fin de conseguir la mayor cantidad de oro. Se enamoraron del aire que respiraban aquellas bellas mujeres de color canela y senos erectos al sol. Fueron dejando sus semillas en un loco recorrido y a los pocos meses las tribus recibieron a aquellos niños de ojos azules y cabellos de oro. Mis abuelos descendían de aquel fugaz contacto entre dos mundos.

    Los Velesurraga, de ascendencia vasca, también tenían el cabello rubio, los ojos claros y se sentían orgullosos de estas características genéticas, que se acrecentaron cuando la familia Lindsay, de origen inglés, permitió que sus hijas se relacionaran con ellos, pues les recordaban a sus semejantes en el lejano Londres. Míster Lindsay había venido al país para construir el cable aéreo más largo del mundo, cruzando picos y cañadas para transportar por más de cien kilómetros el café de estas tierras hasta el puerto fluvial a orillas del río Magdalena y exportarlo a Europa.

    La mayoría de los habitantes de la pequeña ciudad de Manizales, con excepción de los miembros de algunas familias ricas, descienden de la mezcla entre las razas española, mora, negra e india, y tienen un pigmento diferente a la mía, yo era rubio como los Velesurraga. Sentía el mismo orgullo y el mismo desdén; me consideraba especial y podía mirar por encima del hombro. Pero luego sabría la verdad y mi orgullo se convertiría en una herida profunda. Comprendí tarde que era diferente. Era más inteligente, más ágil, más recursivo, pero era diferente y estos recuerdos de mi diferencia me invadieron durante los interminables días en la mitad de la selva, en el cambuche, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Desde ahí, desde mi posición de guardián encargado de vigilar y transformar esta sociedad en una más digna e igualitaria, podía apreciar junto a Mirta, mi compañera, las mañanas claras del mar Caribe y a lo lejos vislumbrar a Cuba, la patria de mis sueños, la que me dio el Juan Salvador Gaviota, mi alias, mi nombre de guerra. Durante la instrucción en la isla la comandante Uno me bautizó con este nombre, pues decía que yo volaba en busca de la perfección y la libertad y me regaló el libro de Richard Bach, con sus anotaciones en tinta verde, que llevaba siempre a escondidas. Ella sabía que tener un libro de superación personal escrito por un gringo era peligroso y no sería bien visto junto a los escritos de Marx y Hegel. Un amigo canadiense, quien visitaba con frecuencia la isla en plan de negocios con el Che, se lo había regalado y explicado debajo de las sábanas; ella lo entendió más en forma poética que práctica y prefirió deshacerse de él regalándomelo cuando terminé mi entrenamiento, para evitar problemas y olvidar de una vez por todas a su amor fugaz.

    Yo vigilaba y a mis espaldas se elevaba la Sierra Nevada con sus picos Cristóbal Colón, Simón Bolívar y el pico Guardián; todos nevados, se veían como un gran faro enfrentando el Caribe. En un día de inusual transparencia llegó una estafeta con un sobre cerrado. Aún recuerdo como me temblaban las manos con la orden escrita por el Comando Central donde daban instrucciones precisas para adelantar mi primera misión no política llamada Operación Camarón: debía retener a un empresario vinculado a la región que estaba desarrollando en su hacienda un amplio programa camaronero y ganadero en un predio contiguo al mar. Personalmente no estaba de acuerdo con estos métodos. Mi formación filosófica y eclesiástica me lo impedía; realizar un acto en contra de la dignidad humana y la libertad personal era un acto contra Dios, pero los últimos acontecimientos vividos me hicieron recordar el entrenamiento que había recibido en Cuba, donde me demostraron que la revolución y el cambio lo debían financiar aquellos que ostentaban el poder y el control económico, logrado a través de la explotación política y el enriquecimiento por medios deshonestos en contra del pueblo, razón por la cual no merecían gozar de ningún beneficio, incluyendo la libertad. Con la retención se lograban herramientas convincentes para que las familias pagaran una indemnización, dinero que serviría para afianzar la presencia del Movimiento Armado Revolucionario, Mar, en la zona. Estaban a mi disposición unos negociadores expertos en el tema para ayudarme a lograr que esta misión tuviera éxito lo más pronto posible. La comandante Uno y mi amiga Petrovna me lo repetían: ellos son un objeto negociable con un precio equivalente a su rescate. La revolución la debe financiar la misma clase que pretendemos destruir. No debemos tener sentimientos de culpa.

    * * *

    Un enfermero interrumpe los recuerdos. Es nuevo en el hospital, me ayuda hace pocos días y entra con pasos sigilosos mirando fijamente a mis guardianes. No me gusta su expresión e intuyo que quiere hablarme a solas. Me entrega un paquete haciendo un guiño. Lo abro distraído y me encuentro con un libro de pasta azul que reconozco al instante, Juan Salvador Gaviota, el ejemplar que había dejado en mi cambuche en el monte, con las anotaciones verdes al margen hechas por la comandante Uno.

    –¿Quién lo trajo?

    El enfermero me toma la temperatura, mira el termómetro contra la luz y exclama:

    –Tiene treinta y nueve y medio, está un poco alta. ¿Cómo se siente?

    –Bien –le respondo apático esperando mayor información. Solo entonces me doy cuenta que me duele mucho la cabeza.

    –Lleva horas escribiendo.

    –Sí. Creo que necesito un descanso, me duele la cabeza.

    –Tómese los remedios primero y luego le aplico una inyección para el dolor.

    Abro el libro y lo empiezo a hojear leyendo las anotaciones con cierta añoranza y temor. Indudablemente este gesto es un mensaje de Mirta. El comando central del Mar ya me tiene localizado y el enfermero es un auxiliar o un miliciano. Miro las ilustraciones de gaviotas que vuelan al viento. En una de las páginas encuentro una pequeña anotación con tinta azul que dice: Prepárate, estamos contigo. Es la letra de Mirta. ¿Prepararme para qué? Termino de leer la nota y aparecen ante mí algunos apartes del libro que antes me sabía de memoria, paro para reflexionar y entro en una especie de ensoñación, veo colores: Volaba entre ellos, quería ser libre y huir, sentía que al volar apreciaba una forma diferente de la libertad. El cuerpo no era más que el propio pensamiento. Quería volar tan alto hasta tocar con mis alas el sol. Sentía que el espacio y el tiempo eran limitaciones que me imponía a mí mismo. Quería ayudar a los demás a volar y traspasar las fronteras de lo real para llegar a la libertad. Un remolino de colores amarillo y naranja me llevó a entender que había una vida más allá de las reglas. Libre de existir la existencia que elegí existir. Extendí mis brazos, es decir, mis alas de gaviota, en esa dolorosa posición para lograr un vuelo pausado, aminoré la velocidad hasta que una brisa azul susurró en mi cara. El océano parecía detenerse allá abajo. Entorné los ojos, contuve el aliento y me lancé contra el mar desde dos mil metros de altura. Pegué las alas contra mi cuerpo y dejé los extremos como dagas al viento cayendo en picada y con un mínimo movimiento de alas disminuí gradualmente el picado y salí disparada sobre las olas como una gris bala de cañón nuevamente al cielo. La velocidad era poder, la velocidad era gozo, era belleza. Puedo subir hasta los cielos claros, cabalgar los altos vientos y llegar a un nivel de entendimiento donde comprendo que el aburrimiento, el miedo, la ira son las razones por las cuales la vida es tan corta y vacía. ¿Este es el cielo? Me pregunto, ¿o un lugar como el cielo? ‘El cielo no es un lugar, es un tiempo’, me dice una voz y continúa: ‘El cielo consiste en ser perfecto y la perfección no tiene límites’. Uno no es prisionero de un cuerpo, un cuerpo limitado, el secreto es saber que la verdadera naturaleza vive simultáneamente en cualquier lugar del espacio y el tiempo y se puede aprender a volar por el pasado y el futuro y así estar preparado para entender el significado de la bondad y el amor. Los colores se esfuman y me sorprendo aún leyendo el libro de pasta azul. El sudor me cubre el cuerpo, el dolor de cabeza ha desaparecido y siento paz y felicidad.

    –¿Por qué tiene esa cara? –me pregunta la hermana Marisol interrumpiendo mi ensueño.

    –Porque volé por el cielo.

    –¿De dónde sacó este libro? –me interroga mirando detenidamente las fotografías de las gaviotas y las anotaciones y agrega–: Lo que usted tiene es fiebre, mire cómo está sudando.

    –Sudo de felicidad, eso es posible.

    Llama al enfermero para que la ayude a cambiar la cama y en un momento en que él y yo quedamos solos me dice de forma tajante, como una orden:

    –Soy un cooperante. Estoy encargado de lograr su libertad apenas se recupere. No dé información al ejército sobre nuestro frente y nuestra organización, invente o presente algún informe falso si el ejército lo presiona.

    –¿Se salvó alguien de la emboscada? –pregunto con temor.

    –Todos murieron, el ejército tenía interceptadas nuestras comunicaciones –me dice bajando el tono de su voz al ver que la hermana Marisol se aproxima. Luego agrega–: Mi nombre es Artemio Franco.

    –Pero, ¿qué pasa aquí? Salga y traiga los tendidos –le dice la hermana al enfermero mirándolo fijamente.

    –No sé, pero no me gusta ese hombre –dice la hermana para sí misma cuando Artemio traspasaba puerta–. Padre, se puso blanco como un papel ¿Se siente bien? –dice mirándome fijamente.

    No le respondo, estoy lleno de pánico, me encuentro en medio de dos fuegos, no sé cómo enfrentar esta nueva situación entre el coronel Blandón y Artemio Franco. Mi cama se ha convertido en un campo de batalla. Se podría presentar un enfrentamiento en el hospital, con consecuencias imprevistas en caso de que un comando entre a sangre y fuego buscando mi liberación antes de ser llevado a la cárcel. Por otro lado, estoy pensando seriamente en acogerme a la amnistía ofrecida por el gobierno, si logro, claro, vencer al Estafilococo invasor, áureo, que me tiene entre sus microscópicas manos.

    Sueño con frecuencia que estoy en el Corredor Polaco, la parte alta de la torre central de la Catedral de Manizales. Veo a la gente en las calles gritando arengas y blandiendo machetes que lanzan reflejos al sol, un reflejo de ese nueve de abril cuando mataron a Gaitán. Oigo chirriar las viejas escaleras de madera en un vertiginoso acenso y veo a diferentes personas cercanas a mi vida que suben lentamente. Todos entran en silencio y me invitan con sus manos; cuando estoy a punto de seguirlos, se desvanecen en el abismo de la nada.

    *

    III

    Los Velesurraga descienden de un capitán de origen vasco que comerció con barriles de ron en Cuba en el siglo XVIII y luego se instaló en Cartagena. Don Eudoro, su nieto, partió para Santafé de Antioquia, donde fundó una casa de comercio. En 1870 se estableció en la naciente pero pujante ciudad de Manizales, donde hizo inversiones en minas de oro, tierras ganaderas y, por último, el negocio más rentable, tierras cafeteras. Se enamoró de Mayuya, hija de uno de los fundadores de la ciudad, se casaron y tuvieron catorce hijos, la mayoría mujeres. En 1928, después del gran incendio de la ciudad, decidió construir su casa en la esquina contigua a la Catedral utilizando los servicios de los arquitectos italianos encargados de las obras de la gótica catedral vecina, en la calle veintitrés, aprovechando la misma técnica del ferro-concreto a prueba de fuego. Don Eudoro murió joven, justo antes de que la casa fuera terminada.

    La casa colinda con la Catedral por el acceso del costado norte; esta última tenía, no sé si aún la conserva, una amplia zona verde sembrada con araucarias y varias plazoletas con bancas de hierro forjado, donde se reunían los feligreses después de misa y se sentaban los terciadores, mientras los llamaban de las casas vecinas. "Venga Carevaca y tráigame del mercado dos pollos, tres puchas de papas, quince naranjas, seis panelas". Los terciadores eran personajes indispensables para el buen funcionamiento de los hogares. Cargaban a sus espaldas unos canastos que ajustaban a sus hombros y tenían una banda adicional sobre la cabeza que les ayudaba a compensar el peso. Usaban los sobrenombres más extraños y sonoros; hombres fuertes y rudos, hacían el trabajo de traer los productos desde el mercado, en la zona baja de la ciudad, subiendo por empinadas faldas, hasta llevarlos a las diferentes casas alrededor de la Catedral. Cuando era pequeño todos ellos eran mis amigos a pesar de mi corta edad. Me enseñaron a jugar a los dados, a manejar la baraja española como un experto, a decir groserías y pesados piropos a las damas que se atrevían a pasar frente a su territorio. Respetaban a mi mamá; ella los utilizaba con frecuencia y les daba chocolate con arepa después de subir el mercado a su cocina. Más arriba estaba María, la de los tirados, que vendía los dulces rellenos de corozos que comprábamos después del colegio. María conocía todos los chismes del lugar y los contaba a quien quería oírlos; cuando yo no tenía plata le contaba algunas intimidades de la casa y ella, a cambio, me regalaba uno que otro dulce.

    La casa tenía tres pisos; en el primero funcionaban varios locales comerciales, entre ellos el Banco Francés e Italiano, cuyo gerente, el señor Miani, un europeo viejo y calvo que usaba unos anteojos con marco redondo de oro, se convirtió en mi amigo. Hacía abrir la caja fuerte en medio de carcajadas para mostrarme los innumerables fajos de billetes acumulados en ella. Antes de mi cumpleaños le recordaba la fecha y siempre me entregaba un frasco lleno de ciruelas pasas importadas. El señor Miani me enseñó algunas palabras en italiano que luego repetía en la casa, como buon giorno, buona sera, prego, bambino, amico. Según él, yo tenía facilidad para los idiomas.

    Otro local era el de los olores, se llamaba Almacén España; allí vendían toda clase de productos comestibles importados: dulces de diversos colores y sabores, frutas acarameladas, ciruelas pasas, almendras, pistachos, jamones, latas de conservas, quesos con olores apestosos, manzanas, peras; todo exhibido en unos cilindros transparentes de cristal que permitían incrementar la gula, los deseos más recónditos y los sentidos del gusto y el olfato. Don Paco, un español de boina y tabaco permanente en la boca, convertía en realidad nuestros deseos con diez o veinte centavos.

    Para llegar al segundo piso de la casa había que atravesar un portón en el primer piso, que siempre estaba abierto; luego un contra-portón, donde se iniciaba una escalera que daba a un descanso, en el que nacían otras dos elegantes escaleras con barandas de hierro forjado, que llevaban a un vestíbulo de repartición. Al frente estaba el salón dorado con muebles estilo Luis XV, traídos directamente de Francia; de la pared colgaba un gobelino tejido con una escena bucólica donde los hombres estaban vestidos con medias largas, pantalones cortos y unas pelucas blancas, y las mujeres usaban unas faldas que se ampliaban de forma desmesurada en la cintura; todos disfrutaban de una fiesta en la mitad de un bosque. Este salón permanecía en la oscuridad, con las ventanas cerradas y sábanas encima de los muebles que los hacían parecer fantasmas. Allí jugábamos a los sustos y a las escondidas. Este salón solo se abría para las grandes ocasiones, como las visitas del presidente o del obispo, y los matrimonios o funerales de algún miembro de la familia, cosa que pasaba con alguna frecuencia y hacía que las mujeres permanecieran en un luto riguroso que las iba marchitando día a día. Era obligación guardar un luto de seis meses por un familiar lejano, de un año por un familiar cercano y de dos años por el padre, la madre o uno de los hijos. Esta familia, conformada por catorce hijos y sus descendientes, sufría permanentemente enfermedades y muertes que se transformaban en eventos de varios días.

    Sin embargo, había una salita que se utilizaba con más frecuencia, amoblada con tres sillones y un sofá. En el centro de la casa existía un patio lleno de matas, helechos y orquídeas, cubierto por una marquesina por donde entraba la luz a raudales. Allí solíamos patinar sobre un piso de baldosas con diseño de flores. En un costado del patio estaba el comedor, con una mesa para veinte personas, de patas talladas en madera como si fueran garras de león. Las sillas, con altos espaldares forradas en cuero oscuro, parecían más para uso de la Catedral que para el de la casa de una familia. En las paredes había unos cuadros repujados en plata con escenas de caza o naturalezas muertas a los que yo siempre les descubría nuevos detalles; uno de ellos era la cara de Jesucristo demacrado con una corona de espinas. En el centro de la mesa había una bandeja o espejo en forma de trébol y encima de esta una gran ponchera redonda de cristal cortado con una base y tapa de plata. Los niños nunca podíamos ocupar aquellos tronos y teníamos una mesa al lado, con menores proporciones y lujos.

    El epicentro de la casa era la habitación de Mamá Mayuya, enfrentada al comedor y con vista a la calle. Desde sus aposentos ella tenía el control de toda la vivienda y de su amplia familia. Había sufrido una fractura de cadera y estaba imposibilitada para caminar; por lo tanto su habitación, su cama y su poltrona eran los espacios habituales para pasar el día y la noche rodeada por sus hijos, familiares, amigos, servidumbre y clérigos de la Catedral. Un día, a mis seis años, tuve ocasión de ver una fotografía de la reina Victoria de Inglaterra en las viejas oficinas del cable aéreo regentado por su súbdito, míster Lindsay. El parecido con Mamá Mayuya era indiscutible: ambas tenían labios delgados y una apariencia dura e imperiosa; las dos vestían de negro y reflejaban la misma edad; sus ojos eran azules y tenían una mirada fuerte; sus rostros redondos estaban enmarcados por cabellos entrecanos y usaban finos aretes y gruesos collares; pero mientras el de la reina estaba conformado por inmensas piedras preciosas, el que Mamá Mayuya utilizaba diariamente estaba compuesto por pequeñas y valiosas figuras de oro: dijes, pájaros y ranas provenientes de las guacas encontradas en una de sus haciendas, ubicada en territorios de la antigua cultura indígena Quimbaya. Desde ese momento solo podía verla como a una reina.

    Al frente de su cuarto y separado por un corredor se encontraba el baño principal: tenía una iluminación cenital de cristales de colores, una tina blanca que nadie usaba, un lavamanos con una base que parecía una columna dórica, un sanitario con un tanque alto del cual pendía una cadena y un espejo de cristal cortado donde hacíamos mímica y nos veíamos reflejados en un juego interminable. La ducha estaba en un espacio aparte; era amplia, con una silla que servía para que Mamá Mayuya se bañara. Había varios muebles de madera donde se guardaban las toallas, los tintes para el pelo y los menjurjes de colores que utilizábamos para hacer experimentos químicos. El piso era de mármol blanco y tenía extraños dibujos en otros colores; jugábamos a buscar en ellos parecidos con animales, personas y cosas.

    En la fachada que daba a la Catedral había dos amplias habitaciones. En una de ellas vivían don Valeriano Arango y doña Merce, la hija menor de Mamá Mayuya, encargada del manejo de la casa. En la otra vivían sus hijos, mis compañeros más cercanos, Francis y su hermana menor, Malú. En esta alcoba vivió por muchos años otro hijo soltero que no conocí, pero supe que la familia le había comprado una finca cerca de Santa Marta, pues le gustaba el mar; allí lo encontraron muerto, posiblemente debido a una cirrosis crónica producida por su afición al chirrinche, un licor producido por la comunidad indígena Wayuu de la alta Guajira.

    Contra la marquesina interior había otras habitaciones que utilizaban dos de los hijos de Mamá Mayuya, uno de ellos bien parecido, por lo menos eso era lo que decían las mujeres, pero sordo. Hacía gestos con sus manos para hacerse entender, fumaba permanentemente y el humo lo obligaba a entrecerrar sus ojos de un azul intenso. Ese era Kepel, era sordo, hablaba en forma confusa, pero se hacía entender; una enfermedad mal curada en su juventud le había producido esta lesión. Siempre quería estar enterado de los pormenores de la casa, de los chismes que se contaban las mujeres en el cuarto de Mamá Mayuya. Nosotros lo visitábamos en su cuarto y en un cuaderno le escribíamos lo que considerábamos importante; él, de acuerdo con la información, nos daba una buena o una mala propina. Tenía gran imaginación y a todos los miembros de la casa les inventaba un sobrenombre o un apodo, fue él quien me puso Santi. Tomaba aguardiente a escondidas desde muy tempranas horas de la tarde, y yo era el encargado de ir a la tienda de la esquina para comprarle la botella y subirla escondida entre mi ropa. Por este oficio también recibía honorarios adicionales. A Kepel le gustaba leer y tenía una pequeña biblioteca, pero en ocasiones se sentía muy solo y nos invitaba a Malú, a Francis y a mí para que lo acompañáramos en su cuarto. Allí nos enseñaba historias, cuentos y magias, o nos ayudaba a hacer las tareas con una enciclopedia verde recién comprada llamada El tesoro de la juventud. Gracias a estos libros inicié el gusto por la lectura. En otras ocasiones simplemente quería nuestra compañía mientras tomaba grandes sorbos de su botella y entraba en mundos tenebrosos. Para evitar que nos durmiéramos, nos amarraba el dedo pulgar con un cordel y lo jalaba cuando empezábamos a cabecear.

    Ateneo, el otro hijo soltero, vivía en el cuarto contiguo; era introvertido y tímido, pero poseía una elegancia natural. Tenía una finca cafetera cercana, pero nunca la visitaba, y los sábados se reunía con su mayordomo, en horas de la tarde, para hacer las cuentas de lo producido y luego perderse con él en las cantinas a jugar billar y tomar aguardiente. Dos o tres días después aparecía cargado por sus amigos, con la ropa arrugada y huellas de colorete en su camisa. Se conocía todos los tangos de Gardel y había aprendido a hablar en lunfardo. Usaba unos gruesos anteojos de carey que ampliaban desmedidamente sus opacos ojos azules. Tenía con nosotros una relación lejana que se convertía en efusiva cuando se le sentían tragos encima.

    En el último piso de la casa, que tenía una entrada independiente, habitaba Gorgui, el hijo mayor, con su esposa y sus hijos. Era el administrador de los bienes de la familia y quien imponía el orden en la casa, disponía la compra del mercado y estaba pendiente de los deseos de Mamá Mayuya.

    En la parte posterior y en el costado derecho estaba la cocina, el reino de mi madre. Allí, por aquellos días, se estrenaron la nevera Frigidaire y la licuadora Osterizer, con la cual se podían hacer unos deliciosos batidos y jugos de frutas; todos llegábamos gritando y pidiendo que nos osterizaran un banano, un mango o un batido con leche Klim. También había un fogón eléctrico de cinco hornillas, con horno incorporado, que había sustituido a la vieja estufa de carbón. Pero la mayor atracción era el radio negro marca Philco que transmitía música, noticias y radionovelas que paralizaban las labores de la casa, como El derecho de nacer, de Félix B. Cañé, donde se dramatizaba la

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1