El brillo de los ojos no se opera.
Por Susana Pó
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El brillo de los ojos no se opera. - Susana Pó
ÉRASE UNA VEZ
Aquella mañana de julio estaba en el lugar soñado y todo era igual o mejor a lo imaginado. Inexplicablemente, me desperté llorando. Nada me hacía sospechar que aquellas lágrimas me llevarían a escribir este libro.
Eran apenas las ocho de la mañana. Olía a tierra mojada y todavía no apretaba el calor de los días previos. Sin duda la tormenta de la noche anterior había ayudado a refrescar y aligerar el ambiente. Sonreí por un instante al recordar las prisas y las carcajadas, el viento, los truenos, los relámpagos y la torrencial lluvia que dio por terminada la boda. Había durado todo el fin de semana y en los preparativos de la misma había invertido la mayoría de mi tiempo las últimas semanas.
Todo había concordado. El domingo al acabar la fiesta solo tendría que hacer unos kilómetros, desde el pueblo de L’Empordà en el que se casaban mis amigos, para despertarme el lunes, día de mi cumpleaños, en aquel «hotelito boutique» que llevaba años en mi agenda de soñados.
Me acosté creyendo que descansaría y me levantaría flamante y feliz, como una reina entre los brazos del hombre que amaba. Contra todo pronóstico, lloraba.
Las sábanas entre las que me desperté eran blanquísimas. Una hermosa buganvilla asomaba por la ventana entreabierta. La habitación decorada con materias naturales, tonos blancos y grises, denotaba el gusto exquisito de quien, con mimo, la había diseñado. Había planeado todo para que resultase perfecto y con respecto a la boda y mis preparativos todo había resultado serlo. Pensaba en el esfuerzo, la organización y la pasta que me había costado despertarme en aquel decorado, lloraba y sentía que me ahogaba.
Mi hijo de once años me había llamado muy temprano desde las montañas. Prometió que sería el primero en felicitarme y no había fallado. Como parte del aquel «plan perfecto» lo había enviado a pasar unos días con mi hermano. Me rompió oírle decirme que me echaba muchísimo de menos, que contaba cada día con una raya que tachaba y que definitivamente odiaba comer vegetariano. Pero ese no era el motivo de mis lágrimas; ni lo fueron las sucesivas llamadas que recibí desde los distintos puntos del mundo donde he vivido o viven personas a quienes amo y me aman: Barcelona, Ginebra, Zaragoza, París, Marruecos, Brasil, Nueva York… Ninguno de mis familiares y amigos se olvidaba de que, aquel 1 de julio, cumplía cincuenta años.
El hombre que yacía a mi lado no daba crédito, trataba de consolarme, me acariciaba y me miraba atónito. Yo tampoco sabía por qué lloraba. Solo sentía que la vida se me atragantaba. Una inmensa, abrumadora e incomprensible tristeza me desbordaba y ahogaba. O para ser más exacta, la visión de mi vida futura se me atragantaba. Esa fue la única conclusión a la que llegué, a lo largo del día, entre lloros y llamadas.
Cuando, por fin, pude responder a los insistentes «Pero ¿qué te pasa?» de mi amoroso acompañante, le espeté:
—Siento, y me duele, que ya nunca podré hacer un estriptis con un tanga de leopardo encima de una barra.
No tengo palabras para describir su cara pero recuerdo que, al cabo de unos instantes, él consiguió balbucear:
—No sabía que ese fuera uno de tus sueños…Y tú nunca usas tanga.
Ante tal verdad solo pude responder:
—Ni yo tampoco.
¿Cómo era posible que yo, una mujer a la que le gustaba ser la alegría de cualquier huerta, el alma de toda fiesta y a la que le hacía falta muy poco para reír y contagiar ganas de vivir estuviese en ese estado?
¿Cómo era posible que la visión de mi vida y mi futuro me perturbasen tanto, con todo lo que había sido capaz de superar en el pasado?
Me había reinventado laboralmente más de una decena de veces. Había cosechado más éxitos que fracasos en disciplinas tan diversas como la restauración de pinturas murales, actriz de teatro, la producción de películas documentales, artista plástica, la decoración de bares y restaurantes, gerente de una empresa de sombreros hechos a mano… Llevaba varios años estudiando y formándome para convertirme en la terapeuta que ansiaba ser.
Esa llorona era la misma mujer que varios años atrás había vuelto a la vida tras un cáncer fulminante, una menopausia inducida y una experiencia cercana a la muerte. La que, desafiando todo pronóstico médico, se había quedado embarazada en una playa de la India, tras seis años aceptando la infertilidad que los tratamientos de quimioterapia, autotrasplante de médula y radioterapia me habían dejado como efecto secundario. La misma que, tras haber superado varias rupturas, había vuelto a enamorarse cada vez con el mismo entusiasmo que la primera, aunque con más tablas.
A ver, guapa, me decía a mí misma, pero si te pasaste las contracciones del parto haciendo la maqueta a escala de la librería que separaría el dormitorio de la cocina-comedor-salón-despacho y habitación de invitados todo en uno. El embarazo haciendo la reforma completa de aquel nido hasta casi la víspera de traer a tu retoño al mundo. Pintaste paredes y zócalos, bregaste con electricistas, fontaneros y paletas, incluso cuando la barriga te impedía verte los pies y atarte los zapatos. Has criado sola y feliz a tu precioso hijo, en un piso de 38 metros en un cuarto piso sin ascensor. ¿Qué me dices? ¿Que se te atraganta la vida cuando empiezas a respirar y te puedes relajar un poco?
Así era, aquel día en el que todo estaba pensado para ser perfecto, divertido, armónico y maravilloso, tan estupendo como el hotelito que había reservado y pagado, la reina del mambo, sin motivo aparente, se había despertado llorando.
Todavía no sabía que aquellas lágrimas, ese desasosiego tan incómodo como inesperado, esa falta de comprensión de lo que me estaba ocurriendo, eran solamente la punta del enorme iceberg de sensaciones, emociones y síntomas con el que iba a chocar en los meses y años venideros.
Recuerdo que en algún momento hice el clic con el diagnóstico del neurólogo meses atrás. Me habían hecho todas las pruebas necesarias para tratar de entender el porqué de aquellos vértigos repentinos que me habían durado más de seis meses y que acabaron en crisis de migrañas insoportables. El médico me preguntó entonces si todavía tenía mi menstruación. Al responderle afirmativamente su conclusión fue tan rotunda como devastadora:
—La artrosis cervical que tienes es parte del problema, pero la causa de tus dolores de cabeza, que irán en aumento y pueden llegar a ser insoportables, está en la menopausia hacia la que te diriges. Las que habéis sufrido de este tipo de patologías en algún momento de vuestra vida lo tenéis muy crudo al afrontar la menopausia. No hay nada que hacer, es una de las consecuencias de la caída de estrógenos. Te voy a recetar unos analgésicos para cuando te den las crisis.
El veredicto, más bien la sentencia, no tenía discusión ni solución alguna.
En aquellos tres esperados días de descanso mi intuición me hizo entender que aquel cuadro emocional era el primer peldaño de una escalera. Esa denominada «climaterio», que desembocaría en la temida, silenciada y menospreciada menopausia. Mi miedo y mi angustia eran debidos a imaginar ese hipotético y negro futuro en el que todo en mí se iría apagando, cayendo y secando. Ese en el que la publicidad insistía en anunciarme que cambiaría las compresas que me darían alas por otras que absorberían mis pérdidas de orina. Las copas de gin-tonic en fiestas al atardecer por botecitos lácticos que regularían mi tránsito intestinal. Los planos para recorrer el mundo por planes de pensiones. Todo un planazo.
Veinte años antes, mi cuerpo ya había pasado por un proceso menopáusico —inducido, en aquel caso— mientras me sometía a quimioterapia. Por eso, algunos de los temas y síntomas que conlleva me resultaban más que conocidos e, ingenuamente, había pensado que los tendría superados cuando volvieran a presentarse. Mi sorpresa llegaría al comprender que cada menopausia es distinta.
A mi vuelta de aquel largo fin de semana comencé a buscar información acerca del tema. Alucinante. Francamente, para ser un proceso por el que pasan millones de mujeres en todo el mundo y en todas las épocas, me pareció que había muy poca. Mi primera impresión fue que el tema no tenía ni mucha gracia ni mucha audiencia. Casi todos los artículos, libros y blogs se centraban en explicar el proceso, los síntomas y los cambios hormonales, emocionales y fisiológicos. Unos, más esperanzadores y con visión más positiva que otros. Todos, tratando de normalizar y estandarizar el proceso. Era una etapa en la vida, sin más. Punto.
Descubrí, por ejemplo, que la edad de la menopausia no ha variado. Es un proceso al que las mujeres de hoy en día, igual que las contemporáneas de Cleopatra, llegamos en torno a los 45-50 años. Posiblemente por ello, en generaciones pasadas, no todas las mujeres vivían lo suficiente como para desarrollarla por completo.
Hubo un artículo que colmó el vaso. Explicaba que, junto con las ballenas, somos la única especie que experimenta la menopausia. La conclusión final a la que llegaba parecía ofrecer un porqué y un para qué: aparentemente, la razón biológica es que, al pasar por este proceso, las ballenas ayudan a sus propias crías a ocuparse de su progenie.
Si hacíamos un símil, ¿todo ese descalabro en el que me encontraba era para que me ocupase de mis nietos? Valoro la idea de que mujeres y hombres pasen parte de su vida dedicando tiempo y energía a colaborar en la crianza de sus nietos. Pero, en mi caso, habiendo sido madre tardana, seguramente me faltaban muchos años para ello. Así que las cuentas entre mi menopausia y el momento en que sería abuela no me cuadraban.Y el propósito tampoco me encajaba. Esa boutade fue la gota que colmó el vaso: yo no era como las ballenas y te aseguro que tú tampoco.
Comencé a mirar a mi alrededor y comprendí que la crisis que yo estaba viviendo con la menopausia se manifestaba de muy diversos modos entre mis amigas, clientes, pacientes, mujeres de mi familia y otras que no conocía personalmente pero de las que, por una u otra razón, sabía parte de sus vidas. Podía, sin arriesgarme demasiado, establecer un patrón. A partir de los 40 o 45 años, había un denominador común: el 80 % de las mujeres experimentaban una gran crisis en su vida. Unas se divorciaban o pasaban un gran conflicto con su pareja, otras sufrían una grave enfermedad o eran despedidas del trabajo de su vida, otras entraban en depresión o crisis de ansiedad y veían llegar añadidas a sus vidas alguna de las experiencias anteriores como guinda.
Sentía que algo me estaba frenando y mucho. Mi formación o deformación como terapeuta en Ampliación de Consciencia me llevaba a buscar respuestas más allá de los cambios hormonales y fisiológicos. Por si te estás preguntando qué es esto de la Ampliación de Consciencia, acompaño a otras personas a ampliar la comprensión que tienen de su realidad. A ser conscientes de sus ideas, vivencias y creencias limitantes, a deshacerse de apegos, hábitos y mandatos familiares que, inconscientemente, les bloquean y a sustituirlos por otros potenciadores en su vida. Sabía perfectamente que tener consciencia del origen de lo que nos está desequilibrando, enfermando e impidiendo vivir la vida que queremos era el primer paso que debía dar.
La apatía que sentía ante la información que iba encontrando vino a poner en evidencia que, a pesar de llevar más de veinte años realizando un trabajo personal profundo de autoconocimiento, seguía teniendo muchas creencias inconscientes que había asumido sin cuestionarlas. Había estado aceptando lo que —cultural y socialmente— otros habían decidido que sería mi futuro sin plantearme que era yo quien debía decidir lo que quería.
Me aferré a una de mis únicas certezas: la naturaleza es sabia. Entonces, ¿por qué y para qué nos hace pasar por este proceso cuando menos incómodo y doloroso en la mayoría de los casos? Los síntomas que yo experimentaba podían tener su origen en un cambio bioquímico y fisiológico, cierto. Pero el proceso estaba siendo, al menos en mi caso, demasiado potente y desgastador energéticamente. Me empeñé en comprender qué iba a obtener yo y el resto de las mujeres de esa crisis.
Según mi propia experiencia y los casos compartidos en mi vida como terapeuta, toda enfermedad, malestar, dolencia o síntoma viene a dar información de un desequilibrio —casi siempre inconsciente— en la persona. Nuestro cuerpo físico enferma para alertarnos y expresar que existe una incoherencia o una falta de armonía entre nuestro cuerpo y nuestros pensamientos, creencias, energías, sentimientos, emociones y acciones.
En otras palabras: enfermamos para sanar, para corregir un desequilibrio, una falta de armonía, para llevar a cabo una gran metamorfosis que nos incomoda o que nos da miedo realizar. Para evolucionar.
En mi consulta acompañaba ya entonces a muchos adolescentes —o a sus padres— y podía constatar cada día que el proceso que transitamos en esa etapa temprana de la vida tiene un sentido muy concreto. La adolescencia es un mecanismo de evolución de la especie durante el que desarrollamos nuestro córtex prefrontal, el área del cerebro que sopesa y evalúa la realidad para tomar decisiones. Es decir, la naturaleza nos incita a cuestionar lo que hemos aceptado hasta entonces y, en consecuencia, desarrollamos la capacidad de valoración y criterio propios. ¿Cómo, si no, hubiésemos avanzado y progresado si los adolescentes de todas las épocas no hubiesen tratado de romper los moldes y desobedecer las órdenes?
Entonces, ¿qué sentido podía tener todo esto en esta otra etapa de nuestra vida? Encontrar una explicación al inevitable proceso que había comenzado y al que parecía estar abocada, se convirtió en una obsesión. Compartir mi visión de los aprendizajes y conclusiones a que he llegado se ha convertido en uno de mis propósitos.
Desde mi experiencia puedo asegurarte que esta crisis, con menopausia o no, responde a un porqué y a un para qué. Aun así, te ruego que, desde este momento, pongas en duda todo lo que yo o cualquiera te cuente y pases a interrogarte sobre el momento vital que estás atravesando. Porque solo poniendo consciencia y comprensión a nuestras propias experiencias, la travesía cobra sentido.
La sorpresa para mí ha sido confirmar que, una vez más, la correspondencia crisis = oportunidad es completamente cierta y lleva incorporado un gran regalo. Podemos perderlo si no hacemos nada por desenvolverlo o si, al hacerlo, ignoramos su significado y su potencial. Con este libro me gustaría despertar en ti la curiosidad de abrirlo y comprender su poder.
De algún modo se trata de romper con parte de tu vida anterior para poder acceder a tu vida futura, igual que sucedió en tu adolescencia. Una vez que has llegado hasta aquí… ¡cuestiónate todo! Es tu personaje el que te mantiene atada a un sistema que tú crees haber elegido y en el que has ido dejando de lado tu esencia. Has hecho casi todo hasta ahora por y para que te acepten. Pues bien, ya has cumplido. Ha llegado el momento de preguntarte quién eres, qué quieres realmente y qué sentido tiene tu vida después de haber hecho todo lo que has hecho.
El despertador puede ser un cambio fisiológico, relacional, laboral, emocional o una enfermedad. El despertar es espiritual. Aunque en principio no te lo parezca, te puedo asegurar que todo lo que te está ocurriendo te lleva a poder iniciar una reconexión espiritual de tu existencia.
Hoy, además, en este preciso momento, las mujeres somos indispensables en el salto de consciencia que el ser humano debe dar, porque albergamos sabiduría, creamos vida y saberes, conectamos generaciones. Somos por ello los ancestros —las ancestras— de las generaciones futuras que completarán con éxito la oportunidad de cambio que nos está siendo dada. Convertirnos en mujeres y hombres conscientes, comprender las leyes universales