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Días de rabia
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Libro electrónico205 páginas2 horas

Días de rabia

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Información de este libro electrónico

En México el panorama no es alentador. Parecería que autoridades y criminales son dos caras de la misma moneda; el tipo de cambio: el miedo. El médico, protagonista de esta historia, nos recuerda que hay otras opciones además de callar o huir y que se puede y se debe luchar en contra de la injusticia y el abuso.

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The scenery in Mexico isn't very encouraging; authorities and criminals appear as the two faces of the same coin whose exchange rate is fear. The doctor, who is the protagonist of this story, reminds us that there are other options besides silence or running away, and that we should and must fight against injustice and abuse.
IdiomaEspañol
EditorialCIDCLI
Fecha de lanzamiento18 abr 2016
ISBN9786078351510
Días de rabia

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    Vista previa del libro

    Días de rabia - Alejandro Madrigal

    Contenido

    Título

    Legales

    Prólogo

    Dedicatoria

    Cita

    Capítulo Uno

    Capítulo Dos

    Capítulo Tres

    Capítulo Cuatro

    Capítulo Cinco

    Capítulo Seis

    Capítulo Siete

    Capítulo Ocho

    Capítulo Nueve

    Capítulo Diez

    Capítulo Once

    Capítulo Doce

    Capítulo Trece

    Capítulo Catorce

    Capítulo Quince

    Capítulo Dieciseis

    Capítulo Diecisiete

    Capítulo Dieciocho

    Capítulo Diecinueve

    Capítulo Veinte

    Capítulo Veintiuno

    Capítulo Veintidos

    Capítulo Veintitres

    Días de rabia

    Alejandro Madrigal

    Ilustraciones: Rafael Gaytán

    Días de rabia

    Edición digital, marzo, 2016

    D.R. © 2016, CIDCLI, S.C. Av. México 145-601,

    Del Carmen, Coyoacán, 04100, Ciudad de México

    www.cidcli.com

    D.R. © Dr. Alejandro Madrigal (texto)

    D.R. © Rafael Gaytán Legorreta (ilustración)

    Coordinación editorial: Rocío Miranda

    Cuidado de la edición: Elisa Castellanos

    Adaptación digital: Moisés Cervantes

    ISBN: 978-607-8351-51-0

    Todos los Derechos Reservados.

    Queda prohibida la reproducción

    total o parcial de esta obra

    por cualquier medio o procedimiento,

    comprendidos la reprografía y el tratamiento

    informático, la fotocopia o la grabación,

    sin la previa autorización por escrito

    de los editores.

    Prólogo

    Escribir una novela, mientras la pluma fluye en el papel o las manos teclean un texto, es abrir un mundo. Al relatar esta obra, entre mis experiencias personales y otras inventadas, intenté re ejar una imagen de lo que pasa en México, donde la estabilidad y la cordura dominan ante la incoherencia; aunque en ocasiones, para lograrlo, se deban sacrificar tantas cosas.

    El servicio social para los estudiantes de medicina es no sólo una manera de adquirir una experiencia individual, única para los médicos que se inician, sino también es quizá la única oportunidad de que algunas comunidades tengan acceso a un médico que, aunque joven e inexperto, tiene la mejor voluntad de ayudar y mejorar la salud social de las comunidades remotas, que de otra forma no contarían con una atención médica adecuada.

    Lamentablemente, por las circunstancias que nuestro país sufre actualmente, muchos médicos han sido víctimas de la violencia que acosa a algunas comunidades; entre ellas he perdido gente valiosa como mi amigo el Dr. Güero Hernández y otros más.

    Sin embargo, aliento a los jóvenes médicos que terminan su carrera a elegir este apostolado en donde la experiencia del día a día en nuestra comunidad, con sus necesidades, nos da la verdad realista de lo que nuestro país necesita: individuos que sean capaces de hacer grandes sacri cios por tener el México que todos nos merecemos.

    A María Elena, a mis

    familias Madrigal y

    Macarty, a todos en

    la Fundación Anthony Nolan:

    mis amigos y colegas.

    Especialmente a la memoria

    de don Carlos Macarty,

    Fred Tattam, John Goldman,

    Tony Dodi, Stephen McEwen y

    Fernando Beddoe.

    Las masas humanas

    más peligrosas son aquellas

    en cuyas venas ha sido inyectado

    el veneno del miedo...

    del miedo al cambio.

    Octavio Paz

    I

    Mi padre, a quien le gustaba el box, pensaba que uno nunca está lo suficientemente preparado para recibir un golpe bajo. Ese derechazo invisible directo a donde más duele, lanzado sin ningún tipo de miramientos ni una pizca de conmiseración hacia el contrario, un buen día me escogió como su víctima. El destino aciago llegó a la puerta de mi casa y clavó los nudillos afilados. Desconocía aún lo que me depararía en las siete horas siguientes. No tenía la menor sospecha de la crueldad del dolor que entraría como un huracán en mi vida arrasando con cuanto encontrara a su paso. Lo que iba a acontecer, ni yo ni nadie lo hubiera podido presentir. Quizás lo sabía aquella lluvia de agosto que caía sobre nosotros con la insistencia de una maldición. Pero qué lejos estaba entonces de adivinar que ese día sería el más largo de todos mis días. Que la vida y la muerte se encontrarían frente a frente, que en esas horas conocería lo mejor y lo menos digno de mí; lo peor y lo más noble de los demás.

    Gaspar apareció con el pánico estampado en los ojos. Sus gritos de auxilio le precedieron. Su voz de gruta, antes que su cuerpo, atravesó las cuatro paredes de mi consultorio; luego fueron sus puños los que golpearon con insistencia la madera. Venía anunciando una tragedia de aquellas que te agarran desprevenido y vulnerable: eso que mi padre llamaba fatalidad.

    –¡Rosendito! —fue lo que salió de su garganta cuando entró bañado en sudor.

    –¿Qué ocurre? —pregunté sintiendo cómo un frío repentino se me pegaba a la nuca.

    –¡Se muere, ayúdeme, doctor, por Dios se lo pido! —me suplicó Gaspar con los ojos hinchados y la respiración entrecortada.

    Me desconcertó que aquel hombre, cuyo temperamento era atrabancado y que nunca salía de su casa sin el cuchillo amarrado a la pernera, estaba ahora frente a mí, deshecho, temblando como un niño.

    –Tiene que venir conmigo. Es muy urgente. —Y sus dedos gruesos se aferraron con fuerza a mi brazo.

    Le pedí que se calmara, así no había manera de entendernos y, suponiendo que estábamos perdiendo un tiempo precioso y que luego lo lamentaría, comencé a impacientarme.

    –Le dije que se tranquilice —pronuncié con sequedad.

    El hombre cerró los ojos por un momento haciendo un esfuerzo por dominar los nervios que lo atenazaban y, a trompicones, logró ponerme al corriente de la situación.

    –Mi chamaco se volvió loco. Esta mañana salió hacia los pastizales, doblado de dolor, iba grite y grite como alma que lleva el diablo.

    Gaspar contó que había sido su mujer la que vio al niño sufriendo, que él acababa de llegar a su casa después de dos días de andar en el camino, incluso habló de una mercancía que llevaba a no sé dónde. Dijo que Clotilde creía que a Rosendito lo mordió el perro de don Tomás y que el perro parecía tener rabia.

    El mero hecho de escuchar aquella palabra fue como recibir cien dentelladas al mismo tiempo. Rabia. En un instante, su sonido me regresó a recuerdos terribles, demasiado recientes, que no habían tenido tiempo de cicatrizar ni de perder fuerza. Todavía aquella experiencia me castigaba con noches de insomnio en las que deambulaba por la casa perdiéndome en preguntas obsesivas sobre lo que pude hacer y no hice. Para mí, rabia sólo tenía un rostro, un nombre propio: Alejandra. Al terminar de oír a Gaspar comprendí que mi fantasma personal regresaba prendido a los labios de otro hombre.

    Apenas habían transcurrido cuatro años y dos noches de aquel bautismo de fuego; sucedió cuando aún era un estudiante de segundo año de medicina que realizaba sus prácticas en el hospital de salubridad en la colonia Pantitlán. Como tantas noches, crucé el umbral de la clínica convencido de que al final de la guardia escribiría en el libro de asistencias un nada relevante. Cuando entraba allí, en el ánimo llevaba implícito cierto aire de decepción. Para mi desgracia, la rutina me había aleccionado en que los casos asignados por mis superiores apenas entrañaban cierta curiosidad médica para un estudiante inquieto. Eran comprensibles las ganas que tenía de experimentar situaciones con las que se dispara la adrenalina. Pero aquellos casos excepcionales no se habían presentado y, la verdad, me cansé de preguntarme por qué los facultativos eran tan poco solidarios con sus novatos. Así que, con excepción de algún paciente con descompensación de diabetes o con crisis de asma, por lo general, el turno de noche solía ser muy aburrido. Las mañanas que seguían a las guardias, yo tenía pocas anécdotas que contar al resto de mis compañeros de facultad. Con secreta envidia escuchaba a quieneshabían participado en intervenciones importantes.

    En esa época me encontraba en desventaja con respecto al resto de mis colegas de clase. Por el momento, me era imposible dedicar el cien por ciento de mi tiempo a la medicina. Mi padre había muerto dos años atrás, precisamente cuando él y mi madre comenzaban a disfrutar de una época dulce. Nos habíamos mudado a una casa con una habitación para cada uno de los hijos. Yo comenzaba a salir de la adolescencia y disfrutaba las conversaciones con mi padre sobre temas más interesantes, como la situación económica del país y los movimientos estudiantiles. Después de la cena nos pasábamos horas conversando.

    Un sábado de marzo mi padre fue la noticia inesperada. Sonó el teléfono. Tu papá sufrió un accidente, dijo mi tía con una voz entrecortada que apenas pude escuchar por el auricular. Explicó que le habían llamado desde Oaxaca, donde él se encontraba viajando. Luego dijo que tuvo un infarto al miocardio. No necesité muchas preguntas para saber que había muerto. Junto con un tío viajamos toda la noche de la capital a esa ciudad que en ese momento no me interesaba conocer. El recepcionista del hotel donde mi padre se había hospedado me contó cómo lo había visto desplomarse en el rellano de la escalera: Lo vi subir de dos en dos los escalones y de repente... un golpe tremendo. Cuando fui a ayudarle, ya no respiraba. Una pena, muchacho, pero así es la vida. Así era la vida, así comenzó a ser, algo pesado, como el oficio de viajante que tenía mi padre. Aquel día, como tantos otros, lo esperábamos en la casa. Estábamos seguros de que él regresaría de algún lugar, que aparecería por la puerta como siempre había hecho. ¿Por qué iba a ser distinto ese viaje de otros anteriores? Lo cierto es que de Oaxaca él no volvió por sí solo. Yo lo traje a casa en un ataúd.

    Después del entierro, a todos se nos hizo muy cuesta arriba recuperar el compás de la rutina, sobre todo a mi madre. Las cosas cambiaron y nosotros tampoco fuimos los mismos. Mis dos hermanos y yo al cabo de unos meses logramos reponernos al dolor, pero mi madre renunció. Como una sombra ingrávida se dejó llevar. Su tiempo de dolor se prolongó hasta el final de sus días. Los discos de tangos que tanto le gustaba oír a mi padre dejaron de escucharse en la casa; desapareció su risa y el sonido de sus zapatos por el pasillo; pero sobre todo, se desvaneció aquella voz a la que le gustaba cantar a la manera de Gardel. Volver con la frente marchita.... Era su canción, la que cantaba cuando quería espantar la nostalgia y las preocupaciones. Nunca se me ocurrió preguntarle por qué le gustaba Gardel. Pude haberlo interrogado sobre el significado que tenía aquella canción para él. Quizás se veía retratado en la letra que habla de un viajero; o tal vez se identificaba porque también las nieves y los disgustos le habían plateado las sienes. Quizás cantar Volver era su manera de exorcizar el miedo de pensar que, al fin y al cabo, es un soplo la vida.... Nunca le pregunté por las cosas que ahora me parecen verdaderamente importantes. Me he prometido que algún día escribiré la historia de mis padres, la historia de nosotros.

    Continué con mis estudios. Mi mayor deseo era verme pronto convertido en médico. No me quedó más remedio que asumir también las responsabilidades de cabeza de familia. Acudía a mis clases por las mañanas y las tardes las ocupaba como programador de computadoras en una de las secretarías del gobierno. Sólo me quedaban las noches y los fines de semana para poner en práctica mis conocimientos en distintas clínicas de la periferia del Distrito Federal y cumplir con los créditos académicos reglamentarios.

    Esa noche en el hospital de Pantitlán, cuando crucé la entrada, las enfermeras y el resto del equipo sanitario corrían por los pasillos del pequeño edificio en el que flotaba un permanente olor a desinfectante. Alguien me gritó que estuviera prevenido, que en cualquier momento necesitarían mi ayuda. El ruido y el calor parecieron aumentar de pronto. Que se contara conmigo, con un estudiante en prácticas en un caso que parecía importante, me aceleró el pulso a mil por hora. Por fin se presentaba esa oportunidad que había esperado.

    En la planta de urgencias se respiraba una atmósfera de confusión. ¿Qué estaba ocurriendo? En ese momento dudé de si estaba realmente preparado. Tenía un expediente brillante, pero cualquiera sabe que eso no me convertía automáticamente en un buen médico.

    Junto a mí pasó una enfermera hablando con otra. Paciente con rabia, alcancé a escuchar. Inmediatamente me sentí acorralado por un torbellino de dudas. Desconocía cuál era el tratamiento a seguir: ese cuadro clínico no se había tratado en ninguna de las materias. Sí, estaba al corriente de los trabajos de Pasteur, pero aparte de eso ninguno de mis maestros había dedicado una sola palabra a la enfermedad.

    Lo que sucedió esa noche en el sanatorio fue verdadero. Comprendí que la realidad de la clínica nada tiene que ver con la descripción de los casos en los manuales, en cuyo estudio me había aplicado dos años durante horas interminables, con los codos apretados contra una mesa estrecha, bajo una lámpara disfuncional que sufría constantes fallas, ya fuera por falta de pago o por el mal servicio de la compañía hidroeléctrica de la ciudad.

    El personal sanitario bullía en el desconcierto. El médico jefe, el doctor Aceves, y su equipo de enfermeras se habían protegido con gorros, guantes desechables, cubre bocas, escarpines y batas de aislamiento. No hizo falta que nadie se molestara en decirme que yo debía hacer lo mismo.

    A medida que nos íbamos acercando a la habitación, se distinguían con nitidez unos alaridos fuertes y penetrantes. Sentí cómo la piel se me erizaba e inmediatamente empecé a sudar. La sensación de angustia crecía en mi estómago. Imaginé que tras aquel umbral no habría más que caos. Por un lado, una voz me decía que lo mejor que podía hacer era salir huyendo; por el otro lado, mi curiosidad médica estaba impaciente por conocer el rostro de aquel enfermo que chillaba de forma desgarradora y conocer de primera mano su dolencia. Por encima de todo, no quería defraudar a mi superior, pero no podía negar que tenía el presentimiento de que, una vez que se abriera la puerta, el peligro saldría en estampida.

    Estaba lleno de miedo, sería una cobardía negarlo. Fue la primera vez que como médico tuve ese sentimiento, algo que, por lógica, parece contraproducente, impropio de mi

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