Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los límites del segundo
Los límites del segundo
Los límites del segundo
Libro electrónico571 páginas8 horas

Los límites del segundo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En "los límites del Segundo", Julián, el protagonista, es lanzado a la vida sin más armas que su aguda inteligencia y su innato optimismo.A pesar del infortunio que golpea a su familia desde su niñez , progresa y nada lo detendrá hasta lograr lo que se ha propuesto.

En esta cautivante novela aparece retratada una sociedad de manera irónica pero certera. El relato abarca treinta años. Casi una vida. Con sus luces y sombras, con sus tragedias y sus alegrías.

Una historia que nos habla de la libertad, y de la importancia de dibujar el propio camino. Pero sobre todo, nos habla de la necesidad de mantener vivos los sueños de la infancia y no dejar de perseguirlos nunca.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 may 2021
ISBN9788468557847
Los límites del segundo

Relacionado con Los límites del segundo

Libros electrónicos relacionados

Cómics y novelas gráficas para jóvenes para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Los límites del segundo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Los límites del segundo - L.E. SABAL

    7

    PRIMERA PARTE

    1

    El hombrecito morado ingresó a la sala de urgencias con aire despreocupado. Venía solo y parecía conocer ya la rutina. Era menudito, no medía más de un metro con sesenta. Toda su piel estaba cianótica y tenía los labios a punto de reventarse.

    La sala de espera era un amplio salón enchapado de azulejo blanco desde el piso hasta la mitad de la pared, el resto pintado de amarillo. Los abanicos giraban perezosamente y apenas lograban esparcir un leve vientecillo que era ahogado rápidamente por el calor. Tres camillas, varios asientos y un escritorio desvencijado conformaban la dotación de la sala.

    Nadie venía a atendernos. De un saltito Tomás se sentó en el borde de la camilla y me abordó sin ningún preámbulo.

    —Ajá. ¿Y quién es el viejito? —preguntó señalando a mi abuelo.

    Entablamos así una conversación anodina en la que le respondía con monosílabos. No me sentía con ganas de hablar y he pasado por descortés. Aunque suene increíble, Tomasito estaba en las últimas. Me contó que tenía tres hijos y que vendía lotería en el mercado.

    —Ron, cigarrillo y mujeres han sido mi vida, loco. Pero el chicote es el que me va a matar. A mí ya no me importa —continuaba en su monólogo—, tengo treinta y dos años y ya viví bastante, afirmaba con convicción.

    Dos infartos seguidos lo han tenido al borde de la muerte, su familia lo ha abandonado y no siente ningún deseo de continuar. De pronto sacó un cigarrillo, lo prendió y empezó a fumar. Alarmado le he recordado dónde estabamos, le dije que estaba prohibido y le advertí por su salud. Él me obedeció y salió al patio a terminar su puchito.

    En las salas de urgencias mueren a diario personas en todo el país. El servicio es deficiente porque los hospitales no cuentan con suficientes camillas, ni personal médico, y mucho menos con drogas de primera necesidad. El presupuesto de la salud cada año disminuye, el Gobierno tiene otras prioridades.

    Cuando se tiene la suerte de ser atendido toca con estudiantes, residentes los llaman, que generalmente no conocen la historia del paciente. Entonces llegan en tropel acompañados por un doctor titulado que examina, hace preguntas, dictamina y se va. Detrás de él siguen todos en cola como patitos al estanque. Ninguna explicación al enfermo. Para eso se llaman pacientes.

    Ahora ha vuelto Tomás tembloroso, respiraba agitadamente.

    —Esta vaina me va a matar, compa —y se acostó sofocado en su camilla.

    A las tres y media de la mañana ya hacía calor. La temporada había sido tan caliente que las brisas no habían regresado con la fuerza acostumbrada, el mar permanecía quieto, los árboles no movían ni una hoja. Los abanicos se batían con desespero en todas partes, los cortes de luz eran frecuentes.

    —Si tan solo cayera un aguacero —dijo Tomás, como adivinando mi pensamiento.

    Llegaron entonces dos jóvenes borrachos, uno de ellos venía herido. Traía la camisa roja empapada en sangre. El otro vomitaba profusamente su revuelto de trago y comida. Ambos hacen un ruido espantoso. Mi abuelo seguía en su trance.

    El más joven de ellos había sido apuñalado, no se sabía aún con qué gravedad. A mí me ha parecido que venía en mal estado y he tratado de ayudarlo. Con la ayuda del borracho le quitamos la camisa en medio de sus gritos. No se veían las cortadas sino el líquido rojo que salía a chorros. El herido se desvaneció y cayó al suelo donde permaneció inmóvil y enroscado como un caracol, ya no se quejaba. El otro ha corrido afuera a buscar ayuda. Los minutos transcurrían interminables, mis tres pacientes yacían en silencio. Solo escuchaba mis pensamientos en el gran salón.

    A las cinco de la mañana, el alba empezó a despuntar. Había que prepararse para más calor. Por fin apareció la tropa nómada de patitos principiantes. No venían con su tutor y hacían más ruido que los enfermos. Una enfermera desenrolló al herido y lo limpió con un trapo húmedo. Todos gritaban, era la barahúnda de los practicantes. Subieron al herido en una camilla para trasladarlo a otro sitio. Más tarde confirmaría que ya había muerto.

    Según me contó Tomás, que nuevamente había resucitado, los fines de semana el agite era peor. He salido a tomar un café con pan y de regreso le he traído para su desayuno.

    Yo he debido ir a mi casa a bañarme, arreglarme, y a atender algunos asuntos con mi madre. Cuando he regresado al hospital a eso de las cuatro de la tarde mi abuelo seguía igual pero no encontré a Tomás. «Tal vez ya le han dado de alta», pensé con optimismo. El hombrecito se conoce y sabe qué hacer. Un día de estos iría a visitarlo a Bazurto.

    He visto pasar una camilla con un cadáver cubierto por una sábana blanca. Por curiosidad he preguntado por el muerto. «Un ataque cardíaco fulminante lo mató hace un rato», me han respondido. Era Tomás. Al levantar el envoltorio observé su cara abotagada. Para mi sorpresa he creído advertir una sonrisa en su rostro. El hombre por fin ha descansado.

    En el tercer día de mi permanencia en el hospital, mi abuelo seguía igual. Escuchaba el sonido seco de su respiración a través de la máscara de oxígeno. Por momentos parecía detenerse y entonces escuchaba una especie de ruidito sibilante, su rostro no mostraba dolor, se diría que dormía plácidamente. Yo aprovechaba mis ratos de vigilia para leer o para hacer un recorrido por los corredores donde charlaba con médicos y enfermeras. He logrado observar su dedicación y ahora me resultaba francamente admirable. No podía culparlos por las fallas del sistema. En el salón de urgencias la rutina no ha cesado. Llegaban enfermos, accidentados, violentados, de todo. Algunos salían recuperados, otros eran remitidos para tratamientos, otros morían. Mi resistencia ante el dolor se había endurecido en tan poco tiempo. ¡Qué podía esperar del personal médico! No era falta de sensibilidad, era una condición inexorable de este trabajo.

    Me di cuenta de que hacía rato que no me acercaba a mirar a mi abuelo, la ausencia de sonidos atrajo mi atención. En efecto, se había detenido el ruido de su respiración, ahora lo veía inmóvil, con la boca abierta. Presintiendo el fin corrí a llamar a las enfermeras, estas llegaron con un joven médico. No había nada que hacer.

    —Se nos fue tu viejo, lo siento mucho —me dijo.

    Tras varios días de agonía se ha ido de este mundo. Hoy lo he visto morir, lo he acompañado hasta su último suspiro.

    No sabía si sentir pena o alivio, acababa de terminar mis estudios superiores y la siguiente semana debía viajar a Francia por primera vez, al menos he quedado libre para partir.

    ***

    Es curioso cómo muchas veces se encuentran presentes el dolor y la alegría, van de la mano, recordándote que todo continúa.

    —La vaina es que uno le aprende a la vida cuando ya está viejo —decía mi abuelo—. Y entonces no vale de mucho porque ya no quedan alientos.

    Yo siempre lo escuché con sentimientos confusos de admiración y desconfianza. Claro, el viejo no tenía dinero ni posesiones, pero su vida había sido marcada por tantas amarguras, decepciones y experiencias, que para un joven como yo era difícil ignorarlo. Por otra parte, mi padre murió muy joven así que, aunque tardíamente, mi abuelo vino a llenar el vacío paterno. Yo creo que lo hizo bien, pero no lo creía así mi madre.

    —Pero qué podemos agradecerle, mijo —me recriminaba—. Solo causó problemas toda su vida y aquí llegó a pasar sus últimos días —insistía—. Además, a usted ya se le olvidó todo lo que lo maltrató. ¿No se acuerda, mijo?

    Y era cierto. A pesar de ser el único de sus nietos con quien podía hablar, o hacerse escuchar, no me dejaba pasar ninguna falla. La cosa era que no solo me regañaba sino que también me cascaba. Coscorrones, bofetadas, o trompadas, lo que cayera. Seguramente aplicaba el viejo adagio: «Porque te quiero te aporreo». Así pasé varios años hasta el día que lo enfrenté. Al lanzarme uno de sus golpes le atrapé el brazo y lo apreté con fuerza.

    —Usted a mí no me pega más —le dije exaltado.

    —Ah, ¡se me enfrenta!

    —Usted no me pega más —dije soltándolo rápidamente.

    Con una mueca de asombro se retiró a su alcoba mascullando maldiciones. Dos días duró sin dirigirme la palabra hasta que de pronto sin más ni más empezó a contarme una de sus historias, una tarde que me encontró leyendo en la sala. Comprendí entonces que ahí terminaba una etapa y que probablemente ahora comenzaría a ganarme su respeto.

    2

    Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años, en un accidente durante un viaje en un barco de guerra de la Armada. Desaparecieron allí diez marinos, perdidos en las aguas del Atlántico. El Estado pensionó a las viudas e hizo los reconocimientos de rigor.

    A partir de ahí comenzaría otra historia para mi familia. Luego de vivir cómodamente con los ingresos de mi padre, que también percibía réditos de una finca cafetera propiedad de su familia, la economía del hogar se vino al suelo. Como era la costumbre en esa época, las mujeres a lo sumo completaban estudios de secundaria, se casaban y se dedicaban al hogar. Sin poder conseguir un trabajo bien remunerado, manteniendo cuatro hijos, y en medio del impacto de la viudez, mi madre no lograba salir a flote.

    Las cuentas no se hicieron esperar, muy pronto debimos salir de nuestra casa en uno de los mejores barrios de la ciudad para pasarnos a una más modesta, ubicada frente al mar, acompañados ahora por mi abuela materna.

    Mi madre amaba cantar y nos enseñó a todos a hacerlo, boleros principalmente, pero también las canciones infantiles que cantábamos todos como un coro unidos. La abuela nos llamaba por las tardes a mirar por las ventanas de madera húmedas del salitre marino el vuelo organizado de gaviotas y alcatraces. A veces en línea recta, otras en V.

    —¿Qué se traerían estas aves? ¿A dónde irían con tanta certeza?

    También veíamos pasar los delfines saltando presurosos y ordenados, como si fuesen a llegar tarde a alguna parte. Nos parecía verlos reírse mientras ellos también nos miraban.

    Sin embargo una sensación de vacío y de miedo que se apoderaba de mí por las noches y me convirtió en un niño de apariencia débil que siempre pensaba en la muerte. La veía como una cosa oscura e insondable, algo que me tragaría sin darme ninguna oportunidad, ese monstruo odioso que seguramente era el causante de nuestros males.

    —¿Qué tiene el niño, señora?

    —Se queja de dolores en el pecho, no puede dormir bien, doctor.

    —Además hago popó varias veces al día.

    —Sí, doctor.

    —¿Y dónde está escrito cuántas veces debe uno hacer al día? No se preocupe por eso, señora. Veamos: el corazón está bien, sus signos vitales son perfectos, está un poco flaco. Hay que hacer algo por este joven.

    La recomendación del médico fue sencilla: debían sacarme a la playa a respirar profundamente, caminar y comenzar a trotar. Estas salidas maravillosas que hacía siempre con mi abuela mejoraron mi estado de ánimo milagrosamente. Junto con mis hermanos retozábamos sin descanso y regresábamos a la casa transportados como de un sueño mágico. Aprendimos así a amar el mar. Sabíamos ahora distinguir tamaños y colores de los caracoles. Conocíamos la estación de las aguamalas y de las estrellas de mar, sabíamos dónde se escondían y a qué hora salían los cangrejos, los rojos, los verdes.

    Por la noche pensaba en el vaivén de las olas y en sus sonidos, a veces apacible, agotándose suavemente sobre la playa, a veces terrible, explotando estruendoso contra las rocas del malecón. Y veía la línea del horizonte imaginando hasta dónde llegaría mi padre en su barco, y me dormía tranquilamente protegido por el dios de los mares.

    Nuestra infancia transcurrió allí apacible y sin tropiezos, hasta que un día sin ninguna explicación mamá decidió que nos mudaríamos nuevamente de casa. Indudablemente fueron razones económicas las que motivaron este cambio pero mi madre jamás hubiera tratado este tema con sus niños. Tal vez era su forma de protegernos; pensándolo bien nuestra niñez fue una vida de ángeles, nada nos tocaba, el mundo era maravilloso.

    ***

    El velo comenzó a caer con la muerte de mi padre, aun así la educación que nos proporcionaron curas y monjas en colegios de elite nos mantuvieron en la inocencia infantil de aquel que nada siente porque nada sabe. La misa y el rosario eran actividades obligatorias a las cuales yo asistía con renuencia. Mi estado de indefensión me hacía desconfiar de estos curitas de acento español y ademanes autoritarios. Fue a los diez años cuando me confesé por última vez. Debíamos hacer una larga fila para pasar uno a uno todos los niños de la clase a postrarnos frente al confesor a contarle nuestras faltas.

    —Dime tus pecados, hijo mío.

    —Acúsome, padre, de ser desobediente.

    El curita debía de tener por lo menos noventa años, su voz era apenas un hilito de aire. Su aliento era una mezcla acre del olor combinado de remedios y de la resina de las velas de incensario típico de las iglesias.

    —¿De qué te ríes niño? ¿No te enseñaron a respetar a tus mayores?

    —Perdón, padre, no quería ofenderlo.

    —No me cuentes más, ahora esta es tu penitencia.

    Ni las bofetadas, ni los coscorrones recibidos en los años que pasé en este colegio habían logrado alejarme de la fe tanto como el aroma de este curita. De ahí en adelante mi aversión por la enseñanza religiosa fue en aumento, pero también descubrí con ese episodio que tenía una cierta predisposición al disfrute o al rechazo de los olores del entorno que más adelante llenaría de riqueza muchos aspectos de mi vida.

    ***

    La verdad es que no fueron tan felices esos años. Las carencias económicas comenzaron a notarse y nuestra participación en las actividades corrientes del colegio, que requerían cuotas adicionales, era cada vez más difícil. La discriminación por parte de los profesores era implacable. El llamado a lista diario, que incluía regaños a los niños incumplidos en los pagos, era el inicio de una jornada marcada por la humillación y el rechazo.

    La práctica casera del canto nos convirtió, sin embargo, a mi hermano y a mí, en miembros indispensables del coro escolar. Éramos los únicos solistas y teníamos un papel estelar en cada presentación. Pero las humillaciones nunca cesaron y algo me decía que no pertenecíamos a ese lugar.

    De manera que cuando nuevamente mi madre nos anunció que haríamos otros cambios, sentí una sensación de alivio al pensar que podríamos esperar cosas mejores en ese sitio extraño adonde nos enviaba el destino.

    ***

    El nuevo barrio, cerca del mar pero lejos de las playa, me separó por un buen tiempo de mis caminatas infantiles, de la seguridad que me brindaba una vida más saludable. No obstante, la curiosidad que me había despertado la posibilidad de una nueva vida era más fuerte que mi instinto de supervivencia.

    Que la calle era maluca, le decían a mis hermanas, que el colegio era de pobres decían donde los curas, que era de comunistas, decía mi tía en Bogotá.

    Cuando llegamos al Segundo yo tenía once años. Esta era una cuadra de unos trescientos metros situada a solo cien pasos de la bahía interna del caño San Lázaro, conformada por unas veinticinco casas en cada uno de sus costados, algunas construidas modestamente de material, como la nuestra ; la mayoría, de madera rústica y pobremente terminadas.

    Entrando por la Jiménez se pasa por el Primero, el Segundo, el Tercero y el Cuarto. Estas vías no estaban pavimentadas, tampoco tenían servicio de alcantarillado. De ahí en adelante las vías toman los nombres de próceres de la Independencia, de personajes locales, o nombres elegantes como la calle del Bouquet o la calle Real. Las casas eran grandes y elegantes. Parecían de otro barrio.

    Diez metros antes del caño, en el costado sur de la cuadra, atraviesa la paralela que viene desde el puente Román y llega hasta el Trébol a todo lo largo de la isla. Esta vía estaba destapada y llena de charcos y de barro dejados por la marea alta desde su entrada hasta el Cuarto. Un olor nauseabundo se desprendía de allí en las tardes soleadas. En el sector aledaño al caño y en la parte inferior de las cuadras numeradas todas las casas eran de madera, vivían aquí los más pobres del barrio y los negros. En el Segundo las casas de material estaban habitadas por los blancos.

    El barrio es una isla conectada al resto de la ciudad por cuatro bellos puentes tan bien construidos que uno no percibe el aislamiento. Manga fue primero la morada de terratenientes que poseían aquí sus pequeñas fincas citadinas y construían grandes casas, a veces verdaderos palacios de estilo mozárabe, colonial, o mansiones copiadas del estilo sureño americano. Con ellos llegaban sus sirvientes, descendientes de antiguos esclavos que al término de su vida útil recibían como pago pequeños lotes situados en la entrada norte de la isla. Luego llegaron los comerciantes, generalmente descendientes de sirios y libaneses que los locales llamaban turcos.

    Así, en este barrio se fue asentando la homogénea clase dominante de la ciudad que más tarde ocuparía la punta de la península del Castillo y de la Playa Grande, los mejores terrenos de la ciudad.

    Los negros se localizaban en los guetos destinados para ellos en las afueras o en los barrios donde no había servicios públicos. Existen incluso pequeños palenques en las afueras de la ciudad donde viven únicamente descendientes de africanos que conservan aún sus costumbres y sus lenguas. Cartagena es una pequeña ciudad donde las elites se perpetúan y nadie que no provenga del estrecho círculo de familias de abolengo tiene ninguna oportunidad. Así son las cosas aquí.

    ***

    De mi primera infancia solo persiste el miedo a la muerte. Por las fotos de mamá he visto que fuimos una familia feliz. Siempre sonrientes, posando con ropas nuevas, jugando con pelotas y triciclos en el patio de la casa abrazados por nuestros padres. Mamá casi no hablaba de esa época. Sin duda para ella el recuerdo era aún más traumático pero enfrentaba con fortaleza los avatares de la vida. Mis padres habían nacido en el interior del país, habían llegado a la costa transplantados voluntariamente pues el trabajo de mi padre así lo exigía. Mis hermanos y yo fuimos educados conservando las costumbres propias de sus sitios de origen; cuando éramos niños los vecinos no nos consideraban costeños a pesar de haber nacido en Cartagena, nos llamaban peyorativamente cachacos, como les dicen a los del interior.

    Al cambio de barrio se sumó también el cambio de colegios, instituciones modestas donde estudiaban jóvenes de escasos recursos; el de mi hermano y mío, por lo demás, era un colegio mixto, lo que vino a añadir un componente totalmente nuevo a nuestras vidas.

    Mamá se había empleado como secretaria en una empresa estatal. Su sueldo, me di cuenta rápidamente, no alcanzaba para el sostenimiento de la familia.

    Al regresar del colegio nos enterábamos a menudo de que no había almuerzo, pues la despensa de nuestra cocina estaba vacía. No había plata. Mi abuela, sin embargo, levantaba algún alimento y nos distraía así toda la tarde.

    Luego, de forma maravillosa aparecía mamá con un pollo frito, arroz y unos patacones, o un pequeño mercado y cenábamos. Después charlábamos, cantábamos y reíamos hasta la hora de acostarnos. Mi abuela nos contemplaba sentada en su silla. Yo sentía que una sombra oscura nos acechaba pero no tenía idea de qué se trataba.

    Yo admiraba a mamá, me parecía muy bella, a su lado me sentía protegido, como si un ángel de grandes alas blancas descendiera cada tarde para custodiarnos. Su alegría serena me transmitía la seguridad que necesitaba para sentirme poderoso. La perseguía por toda la casa contándole mis asuntos y haciéndole las preguntas más insólitas.

    —¿Volverá papá algún día? ¿Tenemos que morir todos?

    ***

    Mamá me pidió un día que acompañara a mi abuela a hacer unas diligencias en el centro de la ciudad. Últimamente había tenido sus achaques y mamá no quería que fuera sola por ahí. Tomamos el bus en la esquina de la casa, el sol resplandecía como siempre pero ese día se sentía especialmente el agobio del calor. Mi abuela hablaba poco, se limitaba a responderme con monosílabos, su rostro se veía pálido, sudaba copiosamente. Apretaba mi mano izquierda y parecía inclinarse sobre mí. No veía nada raro en sus movimientos y seguía ensimismado en mis fantasías. El calor era sofocante. Por instantes pensé que mi abuela iba a caerse sobre mí pero luego se repuso y continuó apretando mi mano.

    —Llegamos. Debemos ir a una notaría. Camine rápido, mijo, y no me suelte la mano.

    De repente, como si un rayo partiera la tensa hora canicular, las sombras me envolvieron. Mi abuela yacía a mis pies en medio de la calle, gemía de dolor, su cuerpo se agitaba. Un líquido sanguinolento escurría por su boca y su tez se había tornado lívida. Yo temblaba, quería gritar pero mi voz se atoraba allá adentro. Llegaron transeúntes a ayudarnos, las mujeres gritaban. La levantaron y la subieron a un carro, un policía me tomó de la mano y me embarcó a mí también. El recorrido hasta el hospital fue corto pero inútil, murió en el camino. El policía me apretó la mano y se echó la bendición, lloraba angustiado. Me asombré de verlo perder la compostura. Yo no lo haría si fuera grande, yo sería valiente.

    ***

    De manera insensata la muerte siguió paseándose por la casa, nadie la había invitado pero ella se sentía allí con derechos adquiridos. Llegaron después los tíos de mamá, bordeaban los sesenta años y habían venido a Cartagena a pasar una temporada con propósitos de salud. Ellos no sabían que la Flaca merodeaba por ahí. El tío sufría del corazón y le habían recomendado instalarse al nivel del mar. Nunca nos contaron que era su viaje final, creo que mi madre también lo ignoraba.

    Los tíos eran personas afables y consentidoras, ninguna de nuestras travesuras parecían molestarlos. El calor, sin embargo, los agotaba, sudaban todo el día. La tía abanicaba a su marido, le pasaba litros de agua y le administraba amorosamente sus remedios. Así pasaron once meses de esta rutina hasta que el tío pasó a mejor vida. Nosotros no entendimos cómo, ni siquiera sospechábamos que estaba enfermo. La tía lloró desconsoladamente por varios días, mi madre también. Nos contó que ella vivió con sus tíos toda su infancia, que ellos fueron sus padrinos de matrimonio. Familiares cercanos llevaron a mi padre hasta su casa en Bogotá permitiéndole conocerla y, a pesar de la oposición de algunos miembros de la familia, los tíos siempre protegieron ese noviazgo. La madeja se desenredaba lentamente en mi mente.

    Desgraciadamente doña Flaca no había terminado aún su tarea. El turno ahora fue el de la tía. Aunque era de sospechar por su peso excesivo, también ella tenía el corazón enfermo. Pero fueron las penas las que la extinguieron rápidamente, solo duró tres meses más que su amado esposo.

    ***

    Fueron días aciagos para la familia. Mis parientes viajaron dos veces seguidas desde Bogotá para las ceremonias de despedida. Los tíos eran una institución familiar y habían prodigado afecto y protección a sobrinos y a hermanos, le habían ayudado a todo el que lo necesitaba. Cuando tuvieron dinero, recuerdan todos, derrocharon bondad y generosidad. Llegaron los cachacos, mi familia del interior, todos gordos, cachetones y colorados por el calor.

    ***

    Los rituales de la muerte eran muy peculiares por estas tierras, conformaban una mezcla sincrética de costumbres heredadas de tiempos antiguos. Las velaciones se hacían en el salón principal de la casa en cuyo centro se ponía el féretro a la vista de todos. Dos o tres grandes bloques de hielo eran colocados debajo del ataúd para retardar la descomposición. Los muertos por acá debían ser sepultados el mismo día, el calor no daba espera. La casa se llenaba de gente que no conocíamos pues no solo entraban los vecinos, sino que cualquier persona que deambulase por ahí podía entrar a preguntar por el muerto y a expresar «Mi sentido pésame, mijo». De pronto, se escuchaban gritos y lamentos desgarradores: eran las plañideras, mujeres negras que tenían como trabajo llorar los muertos ajenos. Era tal el escándalo de gritos y lamentos que semejaba más bien a un espectáculo jocoso. Los cachacos observaban con ojos desorbitados e incrédulos, nosotros reíamos, los vecinos murmuraban; costumbres paganas que iban desapareciendo. En adelante la muerte sería cruda y seca, un hecho luctuoso del que preferiríamos nunca ocuparnos.

    ***

    El desfile de los viejos de mi familia no paró aquí. El padre de mamá, mi abuelo, hizo entonces su aparición. Durante mucho tiempo no entendí por qué estuvo primero mi abuela con nosotros varios años, y ahora ya muerta, el hombre llegaba a ocupar su lugar. Venía enfermo de reumatismo, sin dinero, y ya no era posible que consiguiera un empleo. Por algún tiempo se dedicó a su profesión de zapatero, hasta que la artritis le inutilizó las manos, sus dedos se encogían y se retorcían poco a poco sin que hubiera remedios capaces de detener la enfermedad. Otra carga más para mamá.

    Sin embargo, hablar sí podía mi abuelo: tenía un repertorio tal de historias que a mí me mantuvieron atento durante años. Oriundo de Boyacá, provenía de una familia numerosa de campesinos y obreros de la región. Seguidores del partido liberal, se vieron pronto envueltos en la encrucijada de la violencia partidista que azotó al país en los años cuarenta y cincuenta. No había salida, era imperioso tomar partido, y aunque su familia no era activa, su filiación política era conocida por todos. Mi abuelo contó cómo fue testigo del asesinato de su padre una tarde en la propia puerta de su casa. Varios hombres llegaron, preguntaron por él, y sin mediar palabra lo atravesaron varias veces por el pecho y el estómago con tijeras de peluquería. El crimen provocó la huida de la familia hacia Bogotá, donde se establecieron en medio de grandes dificultades.

    El paso de mi abuelo por varias fábricas como obrero raso lo puso en contacto con el sindicalismo, las revindicaciones por mejoras laborales se convitieron en su propia lucha, y pronto llegó a ser un conocido líder. Pero estas no eran épocas de tolerancia laboral, empresarios inescrupulosos respaldados por autoridades y policía aplastaban a los llamados voceros del comunismo. Las palizas y el encarcelamiento se convirtieron en una constante de su vida: mi abuelo era un agitador, un inútil. Así lo veían en su familia, y hasta su propia esposa, que al final optó por abandonarlo. Es cierto que el viejo no era un angelito, pues siempre fue reconocido como un picaflor y sus aventuras resonaban tanto como sus discursos encendidos. Razones tendría mi abuela para dejarlo.

    3

    Fue en el Segundo y en mi nuevo colegio donde mi vida comenzó a recibir la luz, era como si de un momento a otro el velo hubiera desaparecido por completo. Ahora veía los hechos más claros en su contexto, podía distinguir lo que sucedía en mi entorno, y mis percepciones eran más profundas. Y comencé a caminar con seguridad en los azarosos vericuetos de la amistad.

    La Academia era un colegio regentado por la logia masónica de la ciudad; por lo tanto, era laico y no poco anticlerical. Estudiaban allí los hijos de los masones, y jóvenes de clase media o pobres que contaban con la ayuda económica de la institución. La mayoría de los estudiantes eran negros. Algunos compañeros provenían de pueblos cercanos; otros, la mayoría, venían de los barrios marginales de la ciudad. Las ideas pedagógicas de la Academia acogían a todo aquel que quisiera ingresar, con plata o sin ella, esa era la política oficial del colegio. Sorprendentemente gozaba de un buen nivel académico, se conocía de personajes ilustres de la ciudad que habían egresado de allí. Los masones tenían una poderosa rosca entroncada en todos los ámbitos del poder local, la Academia era su semillero. Cuando habíamos recién ingresado al colegio nuestro país ganó el campeonato mundial de béisbol aficionado. El lanzador de la selección y dos jugadores más eran estudiantes de último año en el colegio, fueron días gloriosos, la institución era muy popular.

    Mis compañeros fueron lo mejor que obtuve del colegio, allí encontré jóvenes extraordinarios que enriquecieron mi vida haciéndome más resistente y más mundano. Entre ellos conocí al Mono, cuyo padre también había desaparecido en el accidente del barco; conocerlo me hizo consciente por primera vez de que lo había perdido para siempre.

    En los patios primaba la ley del más fuerte, era indispensable pertenecer a un combo, de lo contrario la masa te engullía; las peleas a trompadas estaban siempre a la orden del día. Mi hermano fue el primero en mostrar su valor al enfrentarse a un muchacho negro muy fornido que gustaba de amedrentar a los demás, aunque quedó muy aporreado logró derrotarlo terminando así su reinado de terror. De esta forma logramos algo de respeto, pero las peleas nunca terminaron en el colegio, ni en la calle, siempre había algún motivo, no fueron pocas las veces que llegábamos a la casa magullados por completo. Y aunque no se permitían las peleas, profesores y adultos las toleraban. «Así se vuelven hombres», decían.

    Las cosas cambiaron cuando nos percatamos de que un grupo de compañeros eran también nuestros vecinos. Eran seis más que vivían entre el Primero y el Cuarto, entre todos nos dimos protección y amistad por los años siguientes.

    Nos íbamos y regresábamos juntos a pie del colegio, caminábamos para no pagar bus cerca de treinta minutos bajo el sol todos los días. En la calle aprendimos a defendernos y muchas cosas más, la caminata nunca fue motivo de queja para ninguno, al contrario, la disfrutábamos a fondo, molestando y haciendo travesuras en el camino. Por la noche nos reuníamos frecuentemnte en alguna esquina a conversar y a mamar gallo hasta muy tarde, cuando nos dábamos cuenta de que era hora de ir a dormir. Éramos libres, la vida con ellos era divertida.

    ***

    En mi casa, fui el escogido por mi madre para ir al cine, no había plata para los demás. Me asignó la tarea de contarles las películas, así podían decir después que fueron al cine. Como mamá era la más interesada la perseguía por todas partes contándole hasta lo más mínimo. Si entraba al baño me paraba en la puerta y continuaba mi narración mientras ella me escuchaba desde adentro, éramos unos loquitos. Por cerca de cinco años fui el narrador del cine de actualidad en mi casa, hasta que comencé a ver películas para adultos. No había restricciones de edad en los teatros populares, podía ver lo que quisiera. De esta forma terminaron mis narraciones para mi público y comenzó mi verdadero amor por el cine. Me convertí en un cinéfilo empedernido, estudié la historia y la técnica del cine, aprendí sobre los grandes directores y su filmografía. Amaba el cine, y sigo haciéndolo.

    ***

    Tres años después de llegar al Segundo, mamá decidió construir otro piso, quería que ahora que todos estábamos creciendo tuviéramos un espacio propio, así que mandó a construir dos habitaciones arriba para ella y para mis hermanas. Abajo quedamos mi hermano y yo en una habitación, y mi abuelo en otra. Ellas se mudaron contentas sin tener terminada siquiera la construcción, el dinero no alcanzó para más.

    Por esos días mamá contrató una empleada para ayudarla con los oficios de la casa, venía dos veces por semana, nosotros alcanzábamos a verla cuando llegaba temprano y por la tarde al regreso del colegio. Era una morena de talla mediana, maciza, y más o menos agraciada, de unos veinte años, usaba el pelo muy corto, de lejos parecía un muchacho. Le gustaba hacernos chanzas y jugar atrevidamente con mi hermano y conmigo, que para esa época, teníamos catorce y quince años. Nos hacía cosquillas y nos tocaba como al desgaire.

    Un tiempo después de estar viniendo a la casa, le pidió permiso a mamá para quedarse por la noche, pues tenía alguna dificultad en su hogar. Sería cosa de un par de días, le dijo. Y mamá aceptó. Curiosamente decidió dejarla en nuestra habitación, donde acomodó un colchón en el suelo, cerca de nuestras camas.

    La mujer dormía semidesnuda, apenas cubierta por una sábana blanca. Cuando apagábamos la luz comenzaba su juego: se levantaba con los senos al aire y sus pequeños calzoncitos y nos destapaba para hacernos cosquillas y tocarnos, nosotros disfrutábamos del asunto, en una mezcla tensionante de excitación y temor. Al rato se calmaba y regresaba a su colchón y se quedaba dormida. Pero nosotros no podíamos dormir, era demasiado para dos jóvenes en plena adolescencia. Mi instinto me empujaba sin dudas a lanzarme sobre ella.

    La segunda noche la historia comenzó a repetirse inmediatamente apagamos la luz, pero esta vez se atrevió a agarrarme el miembro parado a reventar, no sé si hizo lo mismo con mi hermano, y luego se acostó en su colchón. Entonces me levanté desnudo y con mi lanza enhiesta, caminé hacia ella y de un salto caí en sus brazos. La oscuridad era total, solo podía ver sus ojos y sus dientes blancos claramente. Muerta de la risa me enganchó entre sus piernas y sin saber cómo me introdujo entre su cuerpo tan rápidamente que solo sentí un intenso calor, como si hubiera caído en el centro de un volcán llameante. Mientras su cuerpo se zarandeaba extrañamente, sus gemidos sonaban como gata en celo. Yo intentaba mantenerme encima, sin saber qué hacer hasta que mi cuerpo explotó en un enorme fluido de emociones dentro de los suyos, el ruido comenzaba a ser demasiado notorio. De pronto, observé a mi lado a mi hermano, también desnudo. «Me toca» —dijo a media voz.

    Pero esta vez la gata no estaba disponible, de un salto me sacó de su caldo hirviente y me arrojó a un lado, se levantó, prendió la luz, y comenzó a llamar a mamá.

    Y ahí fue que se armó el jaleo: bajaron mamá y mis hermanas, mi abuelo miraba parado en la puerta de su alcoba, todas gritaban, mis hermanas no entendían por qué las caras agitadas, por qué los cuerpos temblorosos.

    —Nosotros no hemos hecho nada, mamá —se defendía mi hermano.

    —¡Corrompidos! —gritaba mi abuelo.

    —Me querían comer —alegaba la fulana.

    Conclusión: la gata debió regresar a su pueblo de inmediato, mamá misma la embarcó en un bus a la madrugada. Nunca hizo ningún comentario sobre el tema, ni regaños, ni sanciones. Después de todo comprendí que darle rienda suelta al cuerpo, no tiene por qué ser un pecado; no fue tan buena mi primera experiencia, pero vendrían tiempos mejores.

    ***

    La mudanza más grande que vi en el Segundo fue la de don Mario y su familia, llegaron con tres camiones llenos de chécheres que los cargueros desocuparon con gran estruendo. Muebles, armarios, espejos, ¡dos televisores!, equipo de sonido, cuadros y matas. Era evidente que se trataba de personas con dinero. Habían hecho construir previamente una gran casa como ninguna en el Segundo, con don Mario llegaron doña Leoncia y Simón, su único hijo.

    Don Mario era un hombre blanco, corpulento y bien parecido. Al verlo pensaba siempre en aquellos vaqueros de las películas del medio oeste norteamericano: fuerte, rudo, hombre de pelo en pecho, así era don Mario. También era un hombre muy trabajador y dedicado a sus negocios, en poco tiempo montó una fábrica de juguetes en el patio trasero de su casa, algunas personas del Segundo encontraron empleo aquí, lo que trajo progreso entre nuestros vecinos. Así se creó la imagen poderosa y protectora de don Mario, quien se convirtió rápidamente en el personaje más influyente de la cuadra.

    La casa de don Mario quedaba a unos veinte metros, casi frente a la nuestra, de esta forma prontamente nos hicimos buenos amigos con Simón, quien apenas se dignaba dirigirnos la palabra a nosotros, a nadie más en la cuadra. Era un adolescente un año mayor que nosotros, muy mimado y algo amanerado en sus modales y en su hablar, pero congeniamos fácilmente pues compartíamos la afición por la música, que podíamos escuchar en su casa, y por algunos programas de televisión que también teníamos oportunidad de ver en su alcoba. Simón estudiaba en el mejor colegio de la ciudad, sabía manejar, su padre le prestaba su carro para ir a las fiestas de los clubes elegantes, y frecuentaba a las chicas de sociedad.

    Macho como era, don Mario no escatimaba esfuerzos para educar a Simón: lo había matriculado en un prostíbulo de Getsemaní a donde podía ir cuando le daba la gana, su padre cancelaba más tarde sus servicios. Nosotros lo acompañamos varias veces, esperándolo en el carro, y siempre nos sorprendió la premura de su salida. «Polvitos de gallo», decía mi hermano con sorna. Sin embargo envidiábamos sus cosas y su estilo de vida, nosotros no teníamos un padre que nos llevara de la mano hacia nuestro destino.

    ***

    Consuelo y Rosy fueron las primeras niñas que conocimos en el Segundo, ambas eran muy amigas y tenían un año más que nosotros, ya eran unas señoritas. Ambas eran muy atractivas y muy coquetas, hubo una época en que mi hermano y yo estábamos con ellas todo el tiempo, era una atracción desafiante. No bien quedábamos solos en casa de una de ellas, comenzábamos a besarnos y a tocarnos, la curiosidad no tenía límites para ninguno. Con ellas aprendimos a besar y a tocar a una mujer, era delicioso, pero no tuvimos sexo, ellas nunca lo permitieron, tenían la idea de que debían llegar vírgenes al matrimonio. El juego terminó cuando Consuelo se mudó para otra ciudad, desde ese momento todo se enfrió con Rosy y solo seguimos siendo buenos amigos.

    La desgracia vendría a tocar a la puerta de su casa cuando apareció Jorgito, su hermano menor. Venía de Sucre, donde vivía con su padre, había llegado de visita a pasar el fin de semana. Tenía quince años, era la primera vez que venía a Cartagena. Después de dos días de turismo, Rosy me pidió que los acompañara a llevarlo a la playa el domingo. Jorgito estaba muy emocionado con el mar, dijo que sabía nadar y estaba ansioso por demostrarlo. Los jóvenes en la playa acostumbraban a mostrar su virilidad y sus habilidades, y se mostraban como pavos reales; las chicas, por su parte, mostraban sus encantos, y practicaban el coqueteo. Era un ritual imprescindible y atractivo a la vez, allí se imponía la moda, se marcaban territorios, nacían amores. Tristemente, también a veces se convertía en el escenario de tragedias, la muerte ronda cercana en las entrañas del mar.

    Mientras conversábamos y aprovechábamos los rayos del sol matinal para broncearnos, Jorgito nadaba y nos llamaba desde las olas, pero nosotros seguíamos entretenidos. De pronto no volvimos a escucharlo, desapareció entre las olas, no podíamos verlo y nos asustamos. Así que corrí afanosamente a tratar de encontrarlo, Rosy gritaba su nombre y corría de lado a lado frente a la playa, no lo veíamos.

    Frente a la presencia de la muerte se siente un malestar extraño, algo que te hace temblar, te seca la garganta, se produce una especie de vértigo que impide pensar con claridad.

    —¿Lo ves? —me gritaba Rosy.

    Yo me sentía paralizado, miraba mar adentro y solo veía cabezas o cuerpos que se desplazaban en todas direcciones, pero no podía reconocerlo. Súbitamente escuché los gritos de la gente que se amontonaba en un lugar preciso entre las olas.

    —¡Un ahogado!

    Algunos nadadores lograron atraparlo y lo sacaron jalándolo de los brazos, era Jorgito. Desde el momento en que lo perdimos de vista no habían pasado quince minutos pero su cuerpo mostraba ya rasgos cadavéricos; la piel se tornó morada, le salía espuma por la nariz y por la boca, estaba totalmente desgonzado. En medio de la multitud y los gritos pusieron su cuerpo en la playa, donde muchos lo rodeaban e intentaban reanimarlo. Un señor que dijo ser médico le dio respiración boca a boca, otros levantaban el tronco y le agitaban los brazos.

    —Es inútil —exclamó—, está muerto.

    Los acontecimientos posteriores sucedieron vertiginosamente: la ambulancia, los enfermeros, la policía. Y Rosy, su angustia, su desesperación, su impotencia.

    —Es mi culpa, es mi culpa —gritaba.

    Yo observaba todo aquello como si fuera una película repetida varias veces, así lo sentí por mucho tiempo después.

    Luego, la noticia en su casa y nuevamente los gritos y los lamentos. El hecho sacudió al Segundo y fue noticia en el periódico local. Nadie nos culpó, nadie nos regañó.

    —Fue la voluntad divina, debemos aceptarla —sentenció la tía de Rosy, y así todos la acataron, como si hubiera sido una orden.

    ***

    En el mes de noviembre terminaba el año escolar, en Cartagena se conmemoraba la independencia de la ciudad como una fiesta patria. Durante todo el mes había múltiples celebraciones, el acto central era el reinado nacional de belleza. Las grandes galas estaban diseñadas únicamente para el disfrute de la elite, los desfiles privados y las fiestas importantes se hacían en los clubes más exclusivos de la ciudad. El pueblo debía conformarse con observar a las reinas en los desfiles públicos, donde la aglomeración, la pólvora, el ron

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1