La magia de tu poder
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Más que una simple recopilación de historias desgarradoras, La magia de tu poder se presenta como una guía inspiradora, desvelando de manera sencilla las inexploradas capacidades humanas para encontrar el equilibrio y avanzar hacia la plenitud. A través de herramientas y prácticas, te conduce de la mano hacia una transformación personal significativa. Este viaje literario te sumerge en tus propios abismos, te anima a abrazar la incertidumbre con valentía y a descubrir el poder transformador que reside en lo más profundo de tu ser.
Adéntrate en esta travesía y descubre un potencial ilimitado que aguarda en cada página, recordándote que el corazón humano posee el increíble poder de convertir la adversidad en una fuente inagotable de fortaleza y crecimiento. ¿Estás preparado para liberar la magia que reside en tu interior y embarcarte en una aventura hacia tu mejor versión?
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La magia de tu poder - Lina Toro Álvarez
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Lina Toro Álvarez
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de cubierta: Rubén García
Fotografía de cubierta: Diego Herrera Peñaranda
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1181-873-5
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».
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A las valientes almas que han atravesado las sombras del conflicto armado, a hombres y mujeres luchadores y a los jóvenes resilientes cuyas historias de coraje iluminan el camino hacia la esperanza.
A ustedes, que han soportado sobre sus hombros el peso incesante de la adversidad, dedico estas palabras cargadas de profundo respeto y sincera admiración. Han descubierto el poder de la magia que yace en lo más profundo de sus seres, transformando las cicatrices en testimonios de valentía.
A mi madre, Olga, quien, entre tantas enseñanzas, me inculcó la importancia de priorizar la paz interior.
A mi esposo, Ronnie, por su constante apoyo en mi búsqueda de la mejor versión de mí misma. A mis hijos, Leticia y Lorenzo, la luz que fortalece mi ser.
Con respeto y admiración profundos,
Lina Toro Álvarez
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Aliviar el dolor puede ser extremadamente difícil, pero evitar que se convierta en sufrimiento es nuestro desafío. Ahí es donde radica la magnitud de nuestra tarea.
Capítulo 1
El despertar en el abismo del miedo
Una soleada mañana me dirigía hacia la parada de autobús escolar en mi recién estrenado vecindario. Los acordes de una canción de Kronos, una banda de Rock colombiana, resonaban en mis oídos a través de mi fiel walkman: «… y confundidos entre sábanas mojadas. El tiempo se nos detuvo. Y tus cabellos largos sobre la almohada. Mi mejor canción de amor eres tú». En mi mano, sostenía una manzana roja. Ese preciso instante, en el que luego supe cómo mi cuerpo fue ferozmente embestido, se grabó como mi último recuerdo de aquel momento.
Sin previo aviso, mi siguiente memoria fue un paisaje inusual: observaba mi propio cuerpo inerte en una camilla de hospital, desde arriba. Batas blancas de médicos se agolpaban a mi alrededor, y al otro lado de una pared, una mujer vestida de rojo sostenía mi maleta café en sus piernas. Veía cómo se tocaba la cara en un gesto de preocupación.
De repente, me encontré nuevamente encerrada en mi propio cuerpo. Todo era confuso, y doloroso. La mente sobrepasaba la cantidad de pensamientos sin sentido que podía soportar a mis trece años. Mi cerebro se había inflamado tanto que no entendía lo que sucedía en mi entorno, ni tampoco el sentido de lo que mis oídos aparentemente escuchaban. Mi movilidad era muy poca, y mi dolor era infinito.
Días después, al adquirir un poco de conciencia sobre lo que ocurría, solo alcanzaba a ver las partículas de sangre que quedaban en las fundas de las almohadas. Mi cadera estaba partida en varios pedazos, mi pierna izquierda, mi rodilla, mi brazo, y parte de mis pies. Lo que parecían dos enormes pesas jalaban mis piernas desde el borde de mis tobillos durante 24 horas al día. Posición recta, y un brazo absolutamente inmóvil convertían la cama en mi prisión. No soportaba el respiro de ningún ser que me rodeaba. El ardor de mi piel desgarrada del costado izquierdo resultaba insoportable. La caída del agua parecía una motosierra que atravesaba mi cuerpo y dejaba en lo que quedaba de mi piel un pálpito permanente por varias horas, hasta que cansada de luchar me rendía hasta dormir.
En las paredes de la habitación del hospital había letreros, carteles y tarjetas de niños y niñas que me deseaban que me recuperara pronto. No era para menos. El accidente ocurrió a la hora exacta en la que las familias estaban esperando que los buses escolares recogieran a los niños para ir a sus colegios. Todos los que estaban allí, de alguna forma y diferentes puntos, lo vieron.
Luego supe que ellos vieron cómo mi cuerpo cayó sobre el parabrisas del carro gris que venía rápidamente por la vía, y me arrolló por completo, desapareciendo fugazmente. Fueron testigos del vidrio que se rompió en millones de pedazos en mi cara cubierta por mis manos, que quedaron marcadas para siempre. Sus miradas recorrieron mi cuerpo que voló nueve metros hasta caer inconsciente en el andén del otro costado de la calle. Todos los que estaban allí lo vieron. Incluso la señora de vestido rojo y tacones negros, que, desde el edificio blanco del frente de la calle, escuchó el golpe, sintió los gritos, bajó las escaleras, y se acercó para ver si estaba con vida.
Quienes se acercaron gritaban: «está muerta, está muerta», pero de repente mi mano derecha se movió tímidamente, y la mujer, decidida, con una inmensa compasión, me cargó inconsciente en sus brazos, tomó un taxi y me llevó al hospital que estaba a tan solo a tres cuadras.
Mientras tanto, mi madre estaba en casa, terminando de arreglarse para ir a su trabajo. De repente, sonó el teléfono. Eran las 6:30 a. m. de un lunes en la mañana. Al otro lado de la línea, una mujer le preguntó:
—¿Es usted la madre de Lina?
—Sí —respondió mi madre.
—Su hija tuvo un accidente, venga al hospital, está en estado crítico.
La confusión y el miedo se apoderaron de mi madre en un abrir y cerrar de ojos. Hacía tan solo unos minutos, había compartido el desayuno a mi lado. Sin detenerse a pensar, abandonó la casa precipitadamente, sus pasos errantes corrían por las calles hacia un destino incierto. Estaba perdida, era su primera vez en el vecindario, y nada era familiar para ella. El tiempo parecía un enemigo implacable, y cada latido de su corazón resonaba con la angustia de la incertidumbre. Corría sin tener claro adónde ir.
Al final de la cuadra vio el hospital, entro corriendo desesperada y en medio de la incertidumbre, se cruzó con la señora de vestido rojo y zapatos negros, quien sostenía en su regazo mi maleta café. Entre lamentos y sollozos desgarradores, sus oídos se encontraron con mis gritos, y en ese fugaz instante, la expresión de alivio que dibujó en su rostro se convirtió en un suspiro de gratitud hacia lo divino: «Gracias a Dios, está viva», pensó.
Los recuerdos de mi estadía allí son escasos y se desvanecen como tenues destellos en mi mente. Uno de esos retazos de memoria es la imagen de mi padre, quien llegó angustiado horas después de recibir la noticia. Vivía en una ciudad distante, lo que no hizo más que agravar su angustia. Recuerdo que entró en la habitación y, con manos temblorosas, alzó las sábanas desde los pies, sus ojos se encontraron con los míos, y en ese instante las lágrimas se desataron como un torrente de desesperación. Mi madre, como solo es ella, sacó a mi padre fuera de la habitación, susurrándole seriamente que no podría volver a verme hasta que encontrara la calma.
Cada semana, como un rayo de esperanza en aquel sombrío recuerdo, la hermana de una de mis amigas, Naysla, me visitaba infaltable. Se presentaba en la habitación del hospital, llevando consigo cómics de Condorito, y me hacía sonreír un rato. Sus visitas eran las más esperadas para mí.
Después de varias semanas de estar allí, pude regresar a casa, donde por varios meses permanecí inmóvil en una cama que mi madre movía con una palanca, para ayudarme a levantar mi espalda cuando debía comer. Permanecía muda, excepto cuando escuchaba a los hijos de mi vecina jugar y reírse. Me hacían enfurecer hasta tal punto de sentirme poseída por una presión que salía de mi cuerpo en forma de grito intenso que se escuchaba en