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Un Altísimo Descontento
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Libro electrónico361 páginas5 horas

Un Altísimo Descontento

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En muchas ocasiones tendemos a catalogar fcilmente algn evento en nuestras vidas como de procedencia exclusivamente divina, al igual que clasificamos otros como de origen totalmente humano y terrenal. En ambos casos ignoramos que el mbito divino y la esfera terrenal interactan simultneamente y se influye una a la otra. Esta obra narra la historia de una muy improbable amistad entre un joven llamado ngel, profundamente mutilado moralmente por una temprana adolescencia plagada con promiscuidad y violencia; y un nio llamado Raziel, con un modo de vida diametralmente opuesto al de ngel y con un claro llamado para cumplir una misin divina. A pesar de tan abismales diferencias, Raziel lo acoge en su familia y le ofrece sin preguntas ni reproches, su afecto completo e incondicional; con l, tambin le brinda algo que ngel nunca crey merecer: la esperanza de una redencin. Unidos por un vnculo sin tiempo ni distancia que ambos desconocen, entre estas dos criaturas tan dismiles florecer por varios aos una entraable amistad, que a la postre sintetizar la imperecedera pugna entre lo espiritual y lo carnal, entre lo divino y lo profano, entre la lealtad y la traicin, los altos valores y las pasiones ms bajas, el perdn y la sed de venganza, emociones y vivencias que aparecern plasmadas en un lienzo literario cuya total magnificencia eludir al lector, hasta el momento en que el autor le haya trazado su ltima pincelada.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento3 ago 2016
ISBN9781506513935
Un Altísimo Descontento
Autor

Juan Benoit Prado

Juan Benoit Prado Nació un 26 de diciembre en la casa no. 223 de la calle Del Pescáo en el humilde corregimiento de Juan Diaz, en las afueras de la ciudad de Panamá. Es el menor de los cinco descendientes del matrimonio formado por Juan B. Benoit Gómez (QDDG) mecánico de aviación y Lucía G. Prado de Benoit (QDDG). Se graduó de Bachiller en Letras en el Instituto Nacional de Panamá, para luego estudiar por cinco años en la Escuela de Francés, de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional. Después de una modestamente exitosa carrera en la banca local, emigró a los Estados Unidos en donde actualmente reside. Su primera obra, la novela corta (o cuento largo) titulada “De Hadas Duendes y Otras Hierbas Aromáticas” fue publicada en octubre del 2013.

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    Un Altísimo Descontento - Juan Benoit Prado

    Copyright © 2016 por Juan Benoit Prado.

    Ediciones Paulinas Verbos Divinos Septima edicion.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2016905721

    ISBN:   Tapa Dura                     978-1-5065-1395-9

                  Tapa Blanda                  978-1-5065-1394-2

                  Libro Electrónico           978-1-5065-1393-5

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 01/08/2016

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Gratis desde EE. UU. al 877.407.5847

    Gratis desde México al 01.800.288.2243

    Gratis desde España al 900.866.949

    Desde otro país al +1.812.671.9757

    Fax: 01.812.355.1576

    740303

    Índice

    1 Ángel

    2 Estela

    3 Fito

    4 Judith

    5 Las Patronales

    6 Bruno

    7 La Faena

    8 Perdidos

    9 Ícaro

    10 Raziel

    11 El Canto del Cisne

    12 Remigio

    13 La Despedida

    14 Azariel

    15 Raderiel

    16 El Reencuentro

    17 El Concilio

    18 El Presagio

    19 La Masacre

    Nota Del Autor

    Acerca del Autor

    A mis hermanos Arturo y Juliana

    Cuando le preguntaron: ¿Qué es la amistad?, él respondió:

    Es un alma que habita en dos cuerpos, un corazón que palpita en dos almas.

    Aristóteles

    1

    Ángel

    …a partir de este momento, jamás podremos decirnos mentiras.

    Si alguien me hubiera dicho, hace algunos años, que un hombre despertaría en mí este tipo de sentimientos, creo que después de romperle la cara con un puñetazo, me hubiera reído a carcajadas viéndole sangrar en el piso. Pero la verdad es que se requiere de mucha hombría para admitir que el incondicional afecto que este extraordinario hombre me inspira, fue dirigiendo mi vida lentamente y a voluntad hasta convertirme en lo que soy hoy: un ser totalmente distinto a aquel que pensé (o temí) que llegaría a ser.

    En este preciso momento cuento con la dicha y el honor de caminar, sin prisas ni lamentos, al lado de este hombre extraordinario. Dentro de poco tomaremos el camino que nos llevará de vuelta a la ciudad de Rosario en donde nos espera una maravillosa familia con los brazos abiertos. Emprendemos este regreso con una gran ilusión por volver a ver a los nuestros, así como también con un gran pesar en nuestras almas luego de haber presenciado como seres increíbles masacraban brutalmente a un numeroso grupo de inocentes muchachos cuyo único pecado había sido el de acudir a un llamado celestial. A parte de nosotros dos, su caballo y nuestro cóndor (que sobrevuela el área), en este momento no subsiste aquí otra forma de vida animal, lo que crea una triste paradoja ya que, hace menos de una hora, este mismo lugar vibraba con la vida y el ímpetu de más de treinta almas jóvenes que cantaban a coro, felices, las estrofas de una secular canción para celebrar la llegada de su amado líder. Pero no quiero adelantarme. Prefiero narrar primero la insólita historia de cómo empezó mi amistad con este extraordinario hombre. Amistad que hoy día llena mi ser con un gran orgullo y profunda satisfacción.

    Mi madre y yo llegamos en tren a Rosario, una ciudad pequeña enclavada en las faldas de una gigantesca montaña conocida como El Nevado de Enero. Llamada así debido a que solo durante ese mes se podía apreciar su cumbre cubierta de nieve. El resto del año la cima permanecía envuelta en nubes. Como todas las famosas ciudades de Europa, Rosario era recorrida a todo lo largo, de Este a Oeste, por el gran río Mamonal, completamente navegable, hermoso y diez meses al año pacífico. Los poco más de cinco mil habitantes estaban distribuidos en seis barrios, tres a cada lado del río. Bordeando la ribera norte estaban ubicados los barrios de La Anunciación, La Visitación y La Presentación. Mientras que en la orilla sur se encontraban los barrios de La Asunción, La Coronación y el Barrio de Pentecostés. Cada barrio contaba con su propia plaza central presidida por una fuente iluminada donde se apreciaba una imponente estatua en bronce de la virgen María representada en escenas según los misterios gozosos y gloriosos del rosario católico. Rosario sería mi última oportunidad, me dijo. Mi madre soñaba con que, en un ambiente diferente, alejado de las drogas, pandillas, sexo fácil y otras tantas tentaciones de la gran ciudad, podría modificar mi comportamiento. Lo que jamás consideró (cuánto me gustaría que estuviera aquí para ponderarle su candidez y agradecerle su tenacidad), es que mis planes no se semejaban en nada a sus nobles expectativas.

    Era una nublada tarde otoñal de miércoles cuando entré por primera vez a aquel salón de clases nítido y bien iluminado. Como siempre, estaba acompañado por mis inseparables: un condón extra grande en uno de los bolsillos traseros del pantalón, un pito fresco de marihuana en el bolsillo de la camisa y una navaja automática de cinco pulgadas atada a mi tobillo izquierdo. La clase estaba presidida por la profesora consejera: una mujer casi atractiva, de poco más de treinta años quien con el pelo más corto y piernas menos flacas podría parecerse a Estela. Llevaba un vestido verde pastel de algodón de una sola pieza con mangas cortas con un discreto estampado de flores amarillas. Supongo que aquella educadora leyó el desafiante <<abran paso, que llegó el nuevo papi>> en mi mirada, pues no me presentó siquiera con el resto de los veintiséis alumnos quienes me miraban sin rechazo, pero inquisitivos. Con la más desdeñosa de mis sonrisas recorrí en silencio, una por una, todas las caras de los estudiantes, en busca quizás de la más apetecible de las chicas, la cual convertiría en la afortunada víctima de mis cada vez más exigentes apetitos sexuales.

    De pronto mis ojos detuvieron de tajo el escrutinio al descubrir por primera vez el rostro más hermoso que jamás hubiera visto en mis poco más de catorce años de existencia. Rodeados por pestañas largas y abundantes, un par de enormes y almendrados ojos color miel me miraban con una dulzura tan profunda como inesperada. Su piel era blanca y tersa como la más fina de las porcelanas, sus mejillas de un intenso color rosado. Una nariz de seguro robada a una de las esculturas de Miguel Ángel presidía sobre un par de labios perfectamente dibujados, de un brillante color rosado intenso que clamaban por ser besados por horas y horas. La intensidad de su mirada borró de súbito mi sonrisa cínica. Creo que mis ojos perdieron toda expresión y mi mente retorcida detuvo por varios instantes sus maquinaciones malévolas, cual si tratara de reservar todos sus recursos para la apreciación pura y simple de la belleza infinita que irradiaba de aquel plácido rostro.

    Pero… ¡Espera un minuto…! Pensé al notar que su cabello castaño claro estaba cortado casi al rape con una sola porción de dos o tres pulgadas que caía en completo desorden sobre su frente. ¡Es un chico! Gritaron a coro todas mis hormonas hiperactivas. ¿Estoy recreándome en la belleza de alguien de mi propio sexo? ¿Qué es esto? Preguntó el más macho de los tantos demonios que entonces moraban en mi interior. Esta sería la primera de un sinnúmero de devastadoras sacudidas que esta criatura increíble, sin intención ni piedad, detonaría en mi interior. Hasta entonces, jamás había considerado duda alguna acerca de mi orientación sexual. Hacía más de un año, mucho antes de que mi cerebro conociera siquiera las palabras eyaculación y orgasmo, una mujer, tan insaciable como inescrupulosa, me había arrebatado la inocencia sin mayor reparo ni remordimientos. Ni siquiera en los momentos más desesperados de aquella desaforada marabunta de promiscuidad y violencia que ella desató cual caja de Pandora, jamás pude ni intenté siquiera imaginar ningún tipo de actividad erótica con alguien de mi propio sexo.

    Una pubertad demasiado prematura estalló en mis venas pocos meses después de cumplir los doce años. Al súbito cambio de voz le siguieron intensas jaquecas nocturnas que pretendían hacer estallar mi cabeza. Sentía agudos dolores en mis huesos todas las mañanas. En menos de cinco semanas mi estatura aumentó en más de siete pulgadas. Mucho antes de que aparecieran los primeros trazos de vello púbico o axilar, mi pene decidió crecer en forma vertiginosa y desproporcionada. Durante las duchas que seguían a las prácticas, mis compañeros del equipo de fútbol me miraban y se comparaban despavoridos con aquella boa constrictor de un solo ojo que pendía de mi ingle. Los más despiadados me apodaron tres patas a mis espaldas y el comentario corrió como reguero de pólvora por toda la escuela, al punto de que algunos padres se quejaron con el director acusándome de frustrante para el resto de los adolescentes. Las erecciones nocturnas involuntarias y los sueños húmedos empezaron de inmediato. Quizás esa fue la razón por la que mi madre suspendió, de súbito y sin razón aparente, aquella maravillosa mala costumbre de entrar en mi cuarto para descorrer las cortinas, quitarme la cobija de un tirón para luego remolcarme, aun semidormido, hasta la ducha. ¡Cielos, cuanto añoro aquellas mañanas!

    El comité de conducta escogió a Estela, quien fungía como profesora de Educación Física y directora del equipo de fútbol. Su misión sería la de comunicarme los pormenores de la decisión: a partir de ese día me iría a las duchas quince minutos antes que el resto del equipo y era obligatorio que estuviera duchado y vestido antes de que los demás llegaran a los vestidores. El desconcierto y ansiedad que tal decisión creó en mí fueron por demás devastadores ¡Qué injustos y egoístas podemos ser algunas veces los adultos! Por supuesto que Estela, para corroborar de propia fuente aquellos rumores, irrumpió en las regaderas cuando todo el equipo tomaba una ducha. Al verla, mis compañeros corrieron en todas direcciones en busca de cualquier pieza textil que cubriera sus partes íntimas. Sin el menor trazo de malicia, me volví hacia ella. Creo que jamás lograré borrar de mi memoria la expresión de su rostro: su boca abierta, sus ojos triplicados en tamaño y fijos en mi entrepierna, cual renuentes a aceptar lo que veían. ¡Bebé, todo eso es tuyo! Me contaría luego que fue lo único que alcanzó a pensar en aquel momento. Cuando por fin reaccionó, me lanzó una toalla.

    –Sécate y vístete –me dijo en su habitual tono seco—. Tengo que hablar contigo.

    Las semanas siguientes fueron muy confusas y frustrantes. Si no entendía los desaforados cambios que por minutos sucedían en mi cuerpo, mucho menos comprendía por qué aquella diferencia me aislaba de los que hasta entonces consideré mis hermanos. Como hijo único de madre soltera, jamás conté en casa con una figura paterna que me hablara acerca de las verdades de la vida o me explicara las teorías de Freud acerca de la obsesiva fijación del hombre con el tamaño del miembro sexual (propio o ajeno). Tal zozobra afectó de sobremanera mi rendimiento académico, al extremo de que estuve a punto de reprobar varias materias. Estela me habló de sus intenciones de ayudarme después de clases con mis estudios y tareas; también me advirtió que si no mejoraba mis calificaciones para el próximo bimestre, me expulsarían del equipo de fútbol. Como directora del onceno, no podía darse el lujo de perder a su mayor goleador y capitán del onceno.

    Estela era una mujer de poco más de treinta años y de corta estatura. En su cuerpo firme y carente de grasa se apreciaban aun marcados los trazos de aquella otrora gimnasta que representó al país en dos olimpiadas consecutivas. Una lesión incurable en el tobillo izquierdo la obligó a renunciar al sueño de medalla de oro. Marcos, su entrenador, un hombre casi veinte años mayor que ella, le propuso entonces matrimonio, pagó sus estudios docentes y la envolvió en lo que muchas mujeres llamarían un matrimonio feliz. Estercita, su única hija, era once meses mayor que yo y había heredado de ambos progenitores la pasión por los deportes.

    Hasta aquel miércoles fatídico, el fútbol era mi única pasión. No concebía mi vida sin un balón ni un arco. Cada vez que nuestro equipo anotaba, aquel grito de goool en las gradas me llenaba de un orgullo y regocijo que entonces pensaba eran el sumun de todo placer habido y por haber en toda la tierra y todos sus alrededores. ¡Que inocencia tan tonta y dulce aquella! Por supuesto que no podía permitirles que me sacaran del equipo. Sin pensarlo siquiera, acepté el tutelaje que Estela me ofrecía. Acordamos reunirnos en mi casa al día siguiente después de clases. Mamá trabajaba hasta las once de la noche así que contaríamos con tiempo ininterrumpido y de sobra para los estudios. Cuánto me hubiera gustado borrar de mi vida aquella tarde de miércoles, cuando mi inocencia huyó despavorida y el primero de mis demonios me invadió.

    El timbre de la puerta sonó poco antes de las cuatro de la tarde. Al abrirla, mis ojos descubrieron una Estela que hasta entonces desconocía. En lugar de los consabidos pantalones anchos ajustados a los tobillos con elásticos, ahora vestía una discreta falda gris que terminaba a unos cuatro dedos arriba de la rodilla. La sudadera amplia de mangas largas con el logo de la escuela era reemplazada por un suéter ajustado, sin mangas y con un moderado escote que dejaba ver el nacimiento de sus senos modestos e insinuaba, sin mayor esfuerzo, las pequeñas protuberancias de sus pezones. Un agradable olor a palmolive rosa la envolvía. Por unos instantes permanecí estático, no por lo sensual y radiante que lucía (con poco más de doce años, la libido aun no invadía mi torrente sanguíneo), sino porque me costó un mundo reconocer a la directora del equipo de fútbol, siempre ruda y casi varonil, en aquella mujer que al notarme atónito decía:

    –¿Es que vamos a estudiar en la puerta toda la tarde?

    –Perdone, profesora —por fin balbuceé—. Pase usted.

    Nos dirigimos hacia el pequeño desayunador que mi madre y yo usábamos como mesa de comedor. Dos sillas opuestas entre si y varios libros de texto y libretas de apuntes evidenciaban mi intención sincera de ponerme al día con mis materias. Estela no desperdició un solo instante:

    —Siéntate— me ordenó con su tono seco y autoritario de costumbre.

    Acto seguido tomó la otra silla, la ubicó justo al lado de la mía y se sentó.

    –Vamos a empezar por Ciencias Naturales –me dijo—. ¿Cuál es la parte que más te confunde?

    Usted estuve a punto de responder, pero me contuve. Abrí el libro de texto en el capítulo que habíamos estudiado en clases aquella semana. Pero antes de que pudiera señalarle nada, su hombro y pierna empezaron a rozarse suavemente con los míos.

    –El sistema solar –me dijo acercándome su cara— está compuesto por ocho planetas conocidos.

    Su cálido aliento golpeó mi cara con un agradable aroma a menta de pasta de dientes. Debo haber empezado a sudar pues ella, sin apartar sus ojos de los míos, sacó de su bolsa un pequeño pañuelo y lo paseó suavemente por cada milímetro de mi rostro. Un embriagador olor a perfume barato invadió mi cerebro cual gas letal que complace y adormece al mismo tiempo. Su mirada ahora hacía un escrutinio detallado de todos los rasgos de mi faz. Cuando llegó a mis labios fue el acabose… Una de sus manos rozó mi muslo izquierdo y se deslizó suavemente hasta mi ingle. Luego, con uno solo de sus dedos empezó a rozar de arriba hacia abajo, una y otra vez, mi hasta ese momento flácido miembro.

    << ¡Mariquita Linda!>> Pensé al sentir agredida mi flagrante virilidad. <> y sin esperar bienvenidas falsas ni invitaciones forzadas, me dirigí hasta la silla ubicada exactamente al lado de la suya y con la más amenazante de mis miradas hice que el estudiante sentado allí se retirara.

    << ¡¿Pero que tenemos aquí…!?>> Traté de decir, pero las palabras inexplicablemente se atoraron de súbito en mi garganta. El chico puso una de sus manos sobre mi hombro. De inmediato pude sentir una descarga eléctrica, tan poderosa como placida, que viajó desde ese hombro hasta mis pies, ascendió hasta mi pecho, paralizó mi corazón por unos instantes y finalmente estalló en mi atribulado cerebro. Imagino que, por segunda vez en menos de cinco minutos, mi cara volvió a perder toda expresión y mis demonios recién regresados volvieron a huir despavoridos, cual vampiros huyen de la cruz. Luego, con un gesto suave pero firme, el chico acercó su boca a mi oído.

    –Mi nombre no es Mariquita Linda –murmuró— ni Estela el de la profesora consejera.

    Un gélido vacío se posesionó de mi vientre, volví mis ojos hacia él. La misma mirada dulce y plácida parecía perforar mis ojos, esta vez acompañada por una aún más dulce sonrisa.

    –Ahora cállate. ¿Sí? –-agregó con voz de niño de película Disney— ¡Hablas demasiado!

    En vano buscaba recursos en mi interior para responder a esta agresión tan irreverente. Llamaba, uno por uno, a todos mis demonios, pero éstos parecían agazapados en quién sabe qué rincón, aterrados ante el fin de su reinado sobre mi comportamiento. Un incómodo silencio se apoderó del resto de los estudiantes quienes observaban incrédulos la escena. La profesora consejera se dirigió entonces a la clase.

    –Como muchos de ustedes saben, mañana saldrá la novena luna llena del año. En esta fecha, nuestra querida ciudad celebra el Festival de la Luciérnagas, por tanto, no habrá clases.

    Llevaaaaa gritaron a coro los estudiantes entre risas y esporádicos aplausos.

    –Esperen un minuto –continuó la consejera—. Tengo aún mejores noticias: el alcalde ha hecho arreglos para que a partir de las diez de la mañana hasta la una de la tarde todos los niños y niñas menores de quince años puedan disfrutar gratis de todos los juegos mecánicos y algunas otras atracciones en el parque de diversiones instalado cerca del puente del barrio Asunción.

    ¡Yupi! gritaron todos alborozados al tiempo que hojas de apuntes y libros de texto volaban en todas direcciones. Entonces se escuchó la campana que anunciaba el final del día escolar. Los estudiantes recogieron veloces el reguero y corrieron hacia la puerta cual manada de venados asustados. La profesora consejera recogió también sus libros y abandonó el salón sin siquiera dirigirme una mirada.

    De pronto me encontré íngrimo, sentado en medio de un aula vacía. Intentaba en vano poner algo de orden en aquellos pensamientos tan confusos. Trataba de reconstruir mi escala de valores, ahora maltrecha y siempre retorcida. Ansiaba descifrar el misterioso poder con que este chico parecía escuchar mis pensamientos, ahuyentar mis demonios. Mis divagaciones honestas no duraron mucho. Mis demonios regresaron sin retraso y la mirada desconcertada se borró de inmediato para transformarse en una cínica e impersonal expresión de unos ojos que ahora mostraban trazos de resentimiento y avidez de revancha. ¿Por qué siempre procuramos destruir aquello que no entendemos?

    –Mañana será otro día, Mariquita Linda –murmuré entre dientes mirando con odio hacia la puerta por donde lo había visto salir—. Mañana te veo en la feria.

    Camino a casa, trataba de mantener mis pensamientos enfocados en la planificación de mi venganza en la feria de los cocuyos. Pero mi mente, desesperada por remendar mi autoestima mutilada, se empeñaba en recordar cada momento de aquella tarde fatídica de miércoles.

    Ante la inesperada caricia de Estela, la reacción de mi cuerpo fue tan violenta como inmediata. Cual tocado por el aliento del dios Eros, aquello empezó a vibrar entre mis piernas con vida propia. Piernas, pecho, nalgas; todas las partes de mi cuerpo, conocidas y desconocidas, vibraban ahora con un extraño y febril cosquilleo. Violentas y entrecortadas descargas eléctricas recorrían en una misma dirección todo mi ser a la velocidad del pensamiento para converger y acumularse todas de golpe en mi área inguinal. El bulto entre mis piernas parecía a punto de estallar, como si quisiera romper la tela de los pantalones y liberarse para correr en busca de qué sé yo qué. Cuando se percató de la erección, el suave roce de la mano de Estela se transformó en un poderoso apretón que en circunstancias normales lo hubieran tornado morado. Yo no lo sentía siquiera; primero porque estaba tan rígido que arrancaría de raíz las garras del desafortunado gato que intentara arañarlo, segundo porque me faltaba cerebro para registrar la miríada de sensaciones nuevas que por segundos me invadían sin concederme tregua alguna para reparar en su procedencia ni consecuencias. Entonces Estela bajó la mirada. Sus ojos casi saltaron de sus órbitas al ver la cabeza ciclópea que se asomaba por uno de los bordes de mis pantalones cortos.

    —¡Santa Petra Cotes! —Murmuró al tiempo que el fuerte apretón cedía para convertirse en un tanteo detallado. Con las tres yemas de sus dedos más largos lo impulsaba hacia arriba levemente para luego detenerlo en su caída, cual joyero experto que calibraba el peso del metal precioso en una valiosa pieza.

    Entonces me tomó por los hombros con ambas manos y, con un gesto casi violento, me levantó de la silla sin darme tiempo a recuperar el equilibrio. Una vez de pie, presionó la parte frontal de su cadera contra la mía como si quisiera soldarlas para siempre. Su respiración empezaba a acelerarse. A cortos momentos de inhalación les seguían prolongadas y sonoras exhalaciones que se confundían con los violentos y ruidosos latidos de mi músculo cardiaco. De alguna forma que no recuerdo, la parte superior de nuestros atuendos voló lejos cual mariposas asustadas. Sus pezones, ahora ensanchados y protuberantes, parecían tratar de escribir palabras ilegibles en mi pecho desnudo. Sus tibios labios recorrían lentamente mis orejas, cuello y hombros acompañados por la suave caricia de una respiración irregular. Entonces, con un torpe esfuerzo, logró deshacer los botones de mi bragueta. Una brisa suave acarició de pronto mi trasero, pero mi pantalón aún se resistía a caer, soportado solo por aquel soldado que, en posición de firme, parecía tenaz y decidido a no revelar mi total desnudez. La discreta falda gris se deslizó por las piernas de Estela hasta dibujar en el piso un caprichoso marco alrededor de sus pies. Con un gesto casi ensayado, sus pies se deslizaron fuera de los zapatos. Acto seguido y sin mayor dificultad, venció los esfuerzos de mi fiel aliado. Mis pantalones sucumbieron a la fuerza de gravedad. El hasta entonces guardián de mi pudor ahora me traicionaba, rítmico y erguido en perfecto ángulo de cuarenta y cinco grados, se movía de arriba hacia abajo cual ávido de aquel próximo paso del cual yo no tenía la más remota de las ideas

    Estela lo miró. Una malévola sonrisa, cual avaro que contempla por primera vez un incalculable tesoro, se dibujó en su rostro.

    –De lo que me he estado perdiendo– murmuró al tiempo que acercaba su cuerpo colocando al inquieto traidor entre sus piernas.

    Entonces lo apretó entre sus muslos con una presión más que suficiente para hacer polvo una bola de billar. El contraste de aquella insólita caricia proveniente de un arbusto de abundantes vellos negros el cual rozaba suave pero firme mi desnuda piel, sumado a la casi violenta presión que parecía decidida a asfixiar mi miembro resultaron demasiado. Mis piernas fallaron, ambos rodamos por el piso en medio de gemidos, suspiros e incomprensibles murmullos. Con mi espalda contra el piso, las rodillas de Estela desplegadas una a cada lado de mis caderas, sus manos aferradas a mis tetillas cual última tabla de salvación y aquel arbusto negro, húmedo y fragante, paseándose violento desde mi pubis hasta mi ombligo y viceversa; mi cerebro claudicó. Sensaciones demasiado intensas y hasta entonces desconocidas agredían sin piedad ni tregua mis seis sentidos. En silente derrota, cerré los ojos para no volverlos a abrir hasta que este cataclismo de sensualidad terminara. Si es que algún día terminaba.

    Entonces Estela levantó un poco sus caderas y lo agarró para colocarlo en la posición debida. De pronto mi miembro se sintió envuelto, desde su ciclópea cabeza hasta el propio punto de unión con el resto de mi cuerpo, en una cálida y húmeda caricia. Con los ojos cerrados y la boca entreabierta, ahora Estela movía sus caderas de abajo hacia arriba, de un lado al otro en pausados y progresivos movimientos que parecían, querer perpetuarse hasta el final de los tiempos. Mis dientes parecían tratar de destruirse entre si. Mi rostro se contorsionaba violento con sonrisas, exhalos, extrañas muecas y otras tantas desconocidas contracciones y expresiones que evidenciaban mi abandono total y absoluto. Entonces Estela hizo girar noventa grados aquella amalgama de cuerpos. Con su espalda ahora contra el piso, sus piernas rodeaban y presionaban ávidas mis caderas y sus manos intentaban clavar sus cortas uñas en mis nalgas. El ahora el complacido y feliz soldado parecía tomar control.

    En ese momento, cual impulsadas por aquel ancestral instinto grabado por generaciones en el ADN de todos los machos de nuestra especie, mis caderas empezaron a moverse con voluntad propia. Con los ojos aún cerrados, aquel movimiento casi involuntario de mi pelvis, rítmica y progresivamente, parecía hacerse cargo de la situación sin mayor dificultad. Con cada movimiento, las manos de Estela apretaban más y más los músculos rígidos de mis glúteos cual si quisiera introducir todo el resto de mi cuerpo en aquella pequeña guarida que mi miembro exploraba una y otra vez. ¡Dale, papi, dale! Repetía una y otra vez con ahogados y entrecortados gritos. El suave olor a palmolive rosa había sido reemplazado por un penetrante olor a sudor fresco, a hormonas femeninas, a hembra en celo. Las lúbricas paredes de la guarida ahora se contraían y expandían por segundos en una succión violenta que parecía asfixiar y a la vez exacerbar más y más la piel de mi miembro.

    No recuerdo si mis violentas arremetidas fueron cinco o quinientas. Tampoco recuerdo cuánto tiempo duró aquella aleación de cuerpos, húmeda y fragante, sellada con sudor, lágrimas y otra gama de desconocidos fluidos corporales, pero de pronto sentí la garganta de mi miembro ahogarse con un fluido proveniente de más allá del fondo de mis entrañas, el cual parecía quemar los conductos que recorría. Cuando alcanzó el extremo superior, explosiones líquidas y expansivas detonaron una y otra vez a todo lo largo y ancho de mi ser. Cada parte de mi anatomía parecía tener independencia y vida propia. Mis músculos se contraían y expandían en involuntarios y violentos espasmos que parecían pretender desensamblarme. Jadeante y seminconsciente dejé caer mi torso sobre los húmedos pechos de Estela. Mi cabeza yacía apoyada sobre su cuello donde podía escuchar su profunda y entrecortada respiración, los violentos y arrítmicos latidos de su corazón perecían competir con los del mío propio. Mis convulsiones se fueron haciendo más espaciadas, mi respiración recobró por fin algo de normalidad. Traté de girar sobre mi hombro, pero Estela se opuso; apretaba sus piernas contra mis caderas y empujaba hacia ella mis nalgas en un último esfuerzo para no dejar escapar a su prisionero de guerra. ¡Santos cielos… Yo aún no cumplía siquiera los trece años!

    Por supuesto que ahora, después de más de dieciocho violentos meses que dejaron

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