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Embarazado
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Embarazado

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Embarazado narra nueve meses en la vida de un personaje muy particular, del cual vamos conociendo sus circunstancias a través de una especie de diario en el que deja constancia de sus más íntmos pensamientos. Acomplejado por su físico y con unos muy acentuados valores sociopolíticos, nos va contando las peripecias de su vida, utilizando la rima para hacerlo y poniendo de manifiesto lo insólito de su personalidad. Pronto seremos testigos de una traumática decepción amorosa que será clave en el devenir de los acontecimientos que se narran.
Sergio Telles nos radiografía la realidad social de su país, México, en consonancia con los valores morales y políticos que se están perdiendo en todo el mundo. Una novela analítica y polémica que no dejará indiferente a nadie.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 dic 2014
ISBN9788416118861
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    Embarazado - Sergio Telles

    Embarazado narra nueve meses en la vida de un personaje muy particular, del cual vamos conociendo sus circunstancias a través de una especie de diario en el que deja constancia de sus más íntmos pensamientos. Acomplejado por su físico y con unos muy acentuados valores sociopolíticos, nos va contando las peripecias de su vida, utilizando la rima para hacerlo y poniendo de manifiesto lo insólito de su personalidad. Pronto seremos testigos de una traumática decepción amorosa que será clave en el devenir de los acontecimientos que se narran.

    Sergio Telles nos radiografía la realidad social de su país, México, en consonancia con los valores morales y políticos que se están perdiendo en todo el mundo. Una novela analítica y polémica que no dejará indiferente a nadie.

    Embarazado

    Sergio Telles

    www.edicionesoblicuas.com

    Embarazado

    © 2014, Sergio Telles

    © 2014, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-16118-86-1

    ISBN edición papel: 978-84-16118-85-4

    Primera edición: diciembre de 2014

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Yo he nacido entre dos extremos que son amar y aborrecer;

    no he tenido medio jamás.

    Lope de Vega

    A los que siempre han callado.

    I. Concibiendo

    Comenzaré escribiendo del lugar donde crecí: un pueblo hipócrita, persignado, sometido al perdón y la culpa, donde un cielo diáfano y una voz de mujer contaban historias, las mejores, las que aún no se escriben. Historias de vidas aderezadas de delirios concurrentes, cifras sordas y lepra en los meses.

    Aquí se encomian la proeza de un día soleado, la cadencia de los atardeceres y los vocablos no proferidos. Los que se han ido regresan a diario en las bocas malhadadas de los que se quedan, de los que prolongan la vida porque con la costumbre inequívoca han conseguido anestesiar a la muerte.

    Mi abuelo murió hace catorce años, pero aún hace acto de presencia en mi mesa. Aún se le enciende una veladora en todos los lares donde se ha desparramado su apellido. Le recuerdo bien, aunque sólo tenía seis años cuando él feneció. Recuerdo con algo de gracia aquella ocasión en la que me sentó en sus piernas y, mirando al horizonte, furtivo y temeroso de que mi abuela pudiese escucharle, con su comicidad agigantada, apuntando con su brazo trémulo en diagonal, me dijo: «Ese cerro son las nalgas más hermosas que he visto». Mi cara despidió una extraña semblanza, estimulada por el deterioro de la inocencia de aquellos días. Una sonrisa arcana y algo de morbo. Él me enseñó a defender la retaguardia endémica de nuestra historia.

    La diabetes mellitus terminó con todo: con su habilidad ecuestre, con su comunión de sonrisas afanas, con su espontaneidad. Le desmenuzó el cuerpo poco a poco y sin detenimiento, sin piedad ni resistencia. Un mal día se llevó entre sus cauces sus dos piernas oblicuas, su altivez desmedida y sus ganas de seguir viviendo. Yo prefiero recordarle como él era: un viejo meditabundo de axilas agrias, un trovador de sonrisas convexas.

    Hoy estuve recordándole a cada momento con el ímpetu y la nostalgia de siempre, al borde de la soledad y los rasguños. He perdido la calma, si es que alguna vez la tuve. Mi barbilla imberbe se contrae entre las sombras de un día claro, de un día oscuro. El claroscuro más voluble de todos y la pregunta trillada del mes.

    Después de conocer la devastadora noticia permanecí el día entero sentado en el sillón sintiendo el aire del exterior sin tener la ventana abierta, con el trasero sudado y la vergüenza enseguida; olvidé que hacía treinta y un días que octubre tocaba a la puerta. El gallo corvo y fratricida no ha cantado desde el viernes. El pueblo calla.

    Afuera, las ramas del viejo nogal comenzaban a quedarse sin hojas, mutiladas por el viento inoportuno del penúltimo mes. Había llegado la hora de emigrar para las mariposas. Mariposas macondianas. Yo hacía lo mío, pues comencé a deambular de un lado a otro en una misma dirección donde el punto de partida y la victoriosa meta eran ese mismo sillón. El sillón de las calamidades sin nombre.

    Hace mucho tiempo que no lloraba como lloré esa tarde, a pesar de que le veía seguido comenzaba a sentir la necesidad de necesitarle y todo se convertía de pronto en un efecto dominó donde se desmembraba mi mundo sin siquiera explicación.

    Por otra parte, sentía la inquietud de mirar por la pequeña ventana en la cual un papel tornasol hacía la función de persiana y por un pequeño orificio se podía ver. Veía afuera al esnobismo en su máxima expresión, tantas monas vestidas de seda y tantos nibelungos subiendo escaleras para aparentar lo que no son hicieron que declinara la decisión de salir de casa, y preferí quedarme recostado en el añejo y desteñido sillón. Escuchaba, al pie del delirio, las palabras tórridas que ya no duelen, distanciadas de la gratitud y el resentimiento. Estiércol escupido por hocicos onerosos que rezan, juzgan y tragan. Cae la tarde.

    Los gatos (que debo admitir que son mis once mascotas favoritas) estaban acostados e inmóviles en un alcor de arena dispersa entre tierra, con el pelaje disuelto y la mirada angustiosa, todos ellos tan exánimes que parecía afectarles lo que a mí me estaba afectando y ni una fuerte dosis de filete de ternera con judías hubiese tenido el poder suficiente para reanimarlos.

    En esas horas difíciles en que la realidad se asemeja tanto a la ficción, un cigarrillo barato puede ser la salvación de un fumador; pero tengo que confesar que no fumo. Nunca aprendí a hacerlo. A pesar de que el tío abuelo, entre burlas inquinas, me introducía las colillas agonizantes en los labios.

    Tomé una ducha prolongada para enjuagar las lágrimas de mi cara y evitar que alguien más fuera testigo de lo que pasa un día en el que se pierde por completo el control y éste se esconde en donde la luz andrógina se deja de vislumbrar. Yo me acabé refugiando en la cama que no pregunta nada y sólo deja descansar.

    La alarma había sonado a las 4:15 y, con las siete horas que dormí, sentí que hubiese, como un oso polar, hibernado un año entero. Aún seguía pensando en lo que había acontecido ayer, pero debía darle vuelta a la página para seguir con el itinerario que iniciaba, cada día, aguardando en la misma estación.

    Bendito sea el genio que inventó la rueda, pues ocho de ellas día a día me llevan. Desde un autobús se puede ver el hambre en persona, gente que sale a flote sin una profesión. He visto decenas de accidentes y enamorados, y entre el cruce de las avenidas periféricas he conocido de frente a la prostitución. En las tres horas que viajo de lunes a viernes desde que salgo de casa hasta que regreso de nuevo a ella transcurren, sin detenerse, 28 días al año; 140 días cuando finalice mi carrera. Y pudiese decir que he gastado bastante tiempo surcando el asfalto. Sin embargo, he ganado entendimiento, de esas pequeñas cosas que sólo se aprenden en la inmensidad de la calle y que son útiles en la tesis de una vida.

    Tomé el autobús agrisado que me lleva a la universidad. Era lunes dos de noviembre y sólo asueto para los muertos que tienen permitido faltar. Cuando la carrocería veterana se detuvo, saludé a un casposo conocido que me hizo una buena pregunta que dos semanas después pude contestarle. El día siguió deprisa y, al tratar de atraparlo, perdí la frigidez y me encontré con su cuerpo. Y eso no fue un obstáculo: fue el premio de agradecimiento porque eso sería lo único catalogado creíble y, todo lo demás, incierto.

    En un mundo fecundo de amaneceres y noches frías la única forma de no discrepar acerca del panorama abstruso de la realidad es concebirla tal cual es sin tapujos ni averías. Y, desde este día, con un orgasmo existencial, fue eso lo que hice.

    Mi necesidad será necesitarla. Lunes 2 de noviembre de 2009 21:02

    Te marchaste cuando más te quería, cuando más me faltaba tiempo y cuando menos lo tenía; desde que te fuiste he caído al abismo de la locura; me la paso abriendo obstinadamente la puerta de la nevera sintiendo un hastío solemne y luego cerrándola vociferando obscenidades por no saber qué diablos pasa contigo. Tu nombre no es digno siquiera de que lo nombre.

    ¿Cómo poder besar otros labios si tú me dejaste tatuados los tuyos? ¿Cómo puedo estar con alguien más si aún llevo tu fragancia impregnada en mis miembros? ¿Cómo olvidar los recuerdos si en todos ellos estás tú? Esta desesperación de no tenerte me ha llevado a odiarte y, dos minutos después, a volverte a amar.

    ¿Dónde escondo las cicatrices de los rastros de tu amor, el sitio lúgubre en donde nos conocimos y estas ganas inmensas de llorar? ¿A quién le heredaré tu pernicioso recuerdo y la bellísima aria que te compuse? Sólo sé que tengo en el pecho la sensación de aquel que ha perdido algo o un todo y no tiene ni la más remota idea de dónde empezar a buscar.

    Me enseñaste que la última letra no siempre es la Z y el último número no siempre es el infinito, pero jamás me dijiste cómo poder seguir sin ti; recuerdos ubicuos me persiguen sin sosiego alardeando pertinazmente que fue un craso error dejarte ir. Los resquicios, en las paredes pardas del comedor, conocen la historia a detalle.

    ¿Por qué existe un instructivo para cualquier estupidez y no uno para la vida? Aquel que me indique qué hacer en cada paso pero que, sobre todo, me diga cómo sobrellevar esta gran necesidad: la necesidad de amarte.

    Hoy mi necesidad de verte me ha orillado a deber lo que jamás podré pagar, este amor lúdico me ha hecho pagar intereses de dolor con un I.V.A elevado de melancolía porque no importa si es noche o día no te dejo de pensar.

    ¿Cómo entender a Descartes y su «pienso, luego existo», si lo último que quiero es pensar, pensar en ti, mas no dejar de existir con la ligera esperanza de verte de nuevo conmigo pues me he convertido en un triste mendigo que depende sólo de la vida que tú le quieras obsequiar?

    Si Roma no se hizo en un día, ¿por qué el dolor pío de tu partida sí? Me duele admitir que mi necesidad será necesitarle porque no siempre querer obliga aprender a quererse. Hoy aunque el viento ya no sople, la mecedora broncínea no para de mecerse.

    Consumación de una elucubración matinal: burdel. Miércoles, 11 de noviembre de 2009 2:32

    Hace tiempo, en las vísceras del pueblo, se erigió un burdel muy concurrido por los terruñeros adinerados que buscaban sensaciones extraviadas durante el ancho trayecto del matrimonio. En ese serrallo acotado por dos paredes de un adobe alazán, desfilaban a diario, de refilón y en caravana, la infidelidad, la vieja moralidad y el despotismo colectivo.

    Ahí bailaban, bebían, sonreían y fornicaban con las prostitutas, que con los senos dormidos y las manos salobres, baldadas y llenas de excrecencias, recogían sus propinas por sus meneos de cadera y por los roces fálicos.

    Esto causó una gran efervescencia entre los nativos puristas de aquel tiempo, que, coléricos, terminaron confinándolo primero a un breñal, a la frontera del cerro y, un mes después, a la ciudad vecina. Los chismosos de la cuadra a cada momento se vanagloriaban de lo pasado, de haber vencido la batalla insigne contra lo que ellos recuerdan como la podredumbre social.

    Este último término ha trastocado mi cerebro durante un par de semanas en las que he inquirido en el trasfondo de las andanzas sofocantes, del remedo cotidiano y del simulacro absurdo de vivir sin mochuelos.

    Apenas ayer me he decidido a redactar un informe minucioso sobre la prostitución laboral e intelectual de este lugar. Las notas, los sonidos y las cosas transfigurándolo todo, oponiéndose a mi paso; viento subversivo, arrogante, necio. He pasado casi doce horas fijo en una banca de acero, bajo la sombra inmóvil y perfumada de un esmirriado arrayán, en el exterior de la droguería del solterón más requerido.

    Cerca de las seis de la madrugada me ha despertado el molesto gorjeo del motor de la vagoneta destartalada del tonel panadero, del cual intuyo, gradualmente, que utiliza los dos asientos de enfrente para sentarse. A dos calles venía de prisa, renqueando un poco y gritando palabradas, la dueña de los departamentos celestes, que también es la propietaria de la casa en donde habito, de un motel de paso y de casi un tercio de los galpones de este pueblo. Los campesinos montados en sus jamelgos tordos, revejidos, tirando una carreta repleta de milpa, anuncian su llegada con el olor infame del salario mínimo.

    A las siete en punto han desfilado por enfrente de esta amplia banca los jóvenes adeptos al Partido Revolucionario Institucional, partido político del cual mi difunto abuelo se refería con encono como: La peor mierda

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