Dios te salve querida
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Una llamada desde Argentina confirmará la peor de las pesadillas: excesos y perversiones encuentran cobijo en la mente de un verdugo letal y despiadado.
Leticia Conti Falcone nació en Villa María (Córdoba, Argentina), el 23 de abril de 1973. Licenciada en Comunicación Social por la Universidad de Buenos Aires (UBA), ha dirigido, colaborado y participado como periodista en más de cincuenta proyectos. También fue Docente en la Universidad de Buenos Aires en la Carrera de Ciencias de la Comunicación. En 1999, publicó sus primeros dos libros de salud y divulgación científica. En España, trabajó en el área de sensibilización de la Comisión Española de Ayuda al refugiado. Ha sido presentadora del programa radial, “Café babel, porque hablar es gratis” y tertuliana política en el programa “Días de radio”. En abril del 2016, presentó su primer libro de ficción, Dime que me deseas, relatos eróticos para leer con una sola mano, once cuentos de narrativa erótica. En febrero del 2017, presentó El ocaso de la mantis, una novela policíaca con tintes dramáticos. En octubre del 2018, Ángela, su quinta novela, fue seleccionada como una de las diez finalistas del Premio Planeta.
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Dios te salve querida - Leticia Conti Falcone
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Capítulo I
Me llamo Julián Piedrahita. Tengo 50 años. Treinta como policía y veinticinco como Jefe Inspector de Homicidios. Prometo que jamás vi nada igual. O por lo menos nada que me revolviera tanto. ¿Con qué asociaba el nauseabundo aspecto de aquella vagina provocadora de mis náuseas? Tardé diez horas en descubrirlo. Fue en la cafetería que hay debajo de mi casa, la mañana siguiente a la autopsia de Josefina.
Me senté en la única mesa disponible, la que estaba pegada al pasillo que iba a los servicios. Pedí lo de siempre: café solo, corto y muy cargado.
Amén de la poca gracia que me hacía ver cómo se terminaban de secar las manos los meones, sacudiéndolas o pasándoselas por las caderas, ese día, que no cabía un alfiler ni en la barra ni en la sala, me anexaron otra mesa, sospecho que para aprovechar el metro y medio que quedaba hasta el muro de la fachada.
Allí se sentó una señora mayor muy gorda. Sus caderas rozaban con las mías y su respiración ahogada —imaginaba que por exceso de peso y asma— me incomodaban.
Se pidió un vaso de leche muy caliente y con espumita
—dijo.
Dos días atrás José, el dueño del bar, me había estado educando sobre el difícil arte de conseguir esa espuma prieta tan demandada, asquerosa para mí. El truco consiste en mover hacia arriba y hacia abajo el artilugio responsable de calentar la leche. Así, luego de unos cuantos meneos, se logra una crema blanca parecida a la de la cerveza que la señora de la mesa de al lado agradeció con un gesto de aprobación con la cabeza y una media sonrisa que le provocó una tos perruna bastante desagradable.
Como la mayoría de mis asociaciones, un olor trajo una imagen y esta, un lugar y un momento de mi vida: los veranos en Galicia y los desayunos con mis primos en el caserón de mi tía Paca a las afueras de Pontedeume, a Coruña.
La familia de mi madre tenía tres vacas lecheras. Las ordeñaban todos los días y hervían la leche para evitar que las bacterias nos hicieran daño a la tripa. Además de tartas, galletas y mantequilla, las cuarteadas ubres de lastres vacas rubias eran nuestras proveedoras oficiales de desayunos y meriendas.
Recuerdo a mis primos Pablo y Mario removiéndose en sus sillas con la cuchara en la mano, impacientes, eléctricos, como una señora gruesa que luego de una semana de dieta a base de pan integral y pavo, el médico le deja un día de libre albedrío para comer lo que le apetezca. Así esperaban mis primos la leche, sin ColaCao y con azúcar. ¡Qué asco! Aquellas enormes y esmeriladas tazas de vidrio verde cargaban con cinco centímetros de nata espesa, medio amarillenta que me provocaba arcadas nada más verlas, igual que el vaso de leche de la señora gorda de la mesa de al lado y la deshilachada vagina de Josefina.
También recuerdo cómo la gran olla en donde se hervía la leche absorbía todos los aromas, hasta el olor a tabaco de liar de la tía Paca, hermana mayor de mi madre, que fumaba como un carretero.
Mis primos quitaban la crema y se la comían a cucharadas. Algunas veces, como si tuvieran miedo a quedarse con hambre, cogían una rebanada de pan de pueblo y la untaban con esa asquerosidad.
Al contrario que el resto de la humanidad que visita tierra gallega, yo regresaba de las vacaciones con tres o cuatro kilos menos por culpa de las removidas estomacales que me producía aquella capa densa y hedionda. Esas tres vacas rubias y mis primos son los responsables de mi aversión a la leche y de la úlcera estomacal que probablemente contraeré por abusar del café solo.
Cuarenta años después revivía las mismas sensaciones. Náuseas, arcadas y tirar de cabeza para frenar el vómito.
Capítulo 2
Según me contaron los primeros agentes que llegaron al escenario del crimen, tuvieron que abrirse paso a codazos entre la muchedumbre para acceder al cadáver, un varapalo para todos los que trabajamos en esto por la probable contaminación de las pruebas.
Lo encontraron unos niños en un huerto junto al anillo sur de la M30, justo detrás del hospital Doce de Octubre.
Mucho me temo que los críos, antes de llamar a la policía, corrieron a contárselo a sus padres y estos, a todos los vecinos de la zona.
La morbosidad, el ansia de ver rastros de violencia en un cuerpo inane, son emociones transversales a la raza, a la religión, a la condición sexual, económica o a la clase social. Al igual que el dolor producido por la pérdida de un ser querido o los celos, siempre he pensado que, si hay una emoción democrática por naturaleza, esa es la morbosidad.
Afortunadamente para cuando llegué, Sebastián ya había hecho un cerco policial lo suficientemente grande como para que pudiéramos trabajar tranquilos.
El gordo —como le llamábamos por una ausencia total de creatividad a la hora de poner apodos— había engordado desde la última vez que nos vimos, una semana atrás. Le costaba agacharse. De tan ceñida, la camiseta se le subía unos centímetros por encima de la cintura dejando entrever una barriga fofa y estriada. Aunque fuera un tipo distante, reservado, de ésos que no dan pie a comentarios de tipo personal, pensé que debía decirle algo sobre su sobreabundancia. Empezaba a parecerse a esos policías de película norteamericana paticortos, rechonchos y pachorras que caricaturizan así fundamentalmente para que asociemos su aspecto físico a una cierta pereza mental o falta de inteligencia. Nada más alejado de la esencia de Sebastián, tal vez, mi agente más valioso. Apático, rácano de palabras y sonrisas, el gordo generaba en mí lo que ningún otro miembro del equipo: confianza. Por eso le recomendé a mis superiores para que me reemplazara durante mis vacaciones. Tenía ese sexto sentido, eso que algunos llaman olfato, imprescindible en nuestro trabajo.
Le conocí así: parco y desconfiado, aunque dicen que su carácter cambió tras una investigación de asuntos internos que le vinculó a sobornos a prostitutas. Al parecer, antes era un tipo alegre y cercano. Nunca se repuso de aquella acusación que acabó con él absuelto y con su compañero de rutas, un amigo de la infancia con el que patrullaba, expulsado de la policía.
Jamás compartió conmigo un solo detalle de la investigación, pero me atrevería a decir que le dolió más la traición de su colega que estar en el punto de mira. Sólo por eso, ya me gustaba.
Durante mis vacaciones tuvo un caso importante —una prostituta asesinada por su proxeneta— que resolvió con notable.
Estaba inspeccionando la zona que él mismo había delimitado. Al verme, me dedicó una sonrisa afectuosa que correspondí con una palmadita en la espalda. «Ya tendríamos tiempo de hablar de los estragos que causa el sobrepeso en la salud», pensé.
La víctima era mujer, estaba desnuda, boca arriba, con las piernas y los ojos muy abiertos. De cintura para arriba era un cadáver más.
En honor a la verdad, si no hay lesiones, lo que diferencia a un muerto por causas naturales de otro que ha sido brutalmente asesinado, es la expresión de su mirada inerte. Podría sentenciar homicidio
sólo con ver los ojos de la víctima. Son ojos opacos, dilatados, dolientes... ojos de susto con destellos de tragedia incapaces de liberarse hasta tanto alguno de nosotros no podamos leer en ellos el padecimiento vivido.
Ese horror encapsulado en el iris cobró aún más sentido cuando Rocío, la forense, quitó la tela con la que había cubierto el cadáver, con el objetivo —según dijo— de que ningún curioso pudiera ver el estropicio.
Tenía un orificio de veinte centímetros de diámetro en la zona genital que unía en un único y profundo agujero el clítoris, la vagina y el ano.
Estoy seguro de que ninguno de los que estábamos allí, incluida la forense, habíamos visto nada igual. Parecíamos miembros de la NASA frente al descubrimiento del primer extraterrestre, todos en cuclillas, incrédulos y expectantes ante el veredicto de la experta sobre el instrumento con el cual habían desdibujado la intimidad de aquella dama.
Con la miel en los labios y la decepción en las rodillas, Rocío, mujer prudente donde las haya, determinó que lo mejor era trasladar rápidamente el cadáver al anatómico forense, dejándonos en ascuas. «Va a llover», balbuceó sin quitar la vista de aquel cráter de carne.
Miré hacia al cielo los pocos claros que dibujaban las nubes que crecían en grandeza y negrura. Acto seguido miré en mi móvil el pronóstico del tiempo. Ciento por ciento de probabilidad de lluvia, es lluvia. Había que darse prisa. Como dijo George Peleconos en El jardinero nocturno, si llovía, el asesino reía
.
Anclada en la tesitura de no mojarse con respecto al arma homicida hasta no hacer las pruebas científicas pertinentes, Rocío hizo un punteo de las primeras conclusiones del crimen.
Por la rigidez muscular y la temperatura corporal, llevaba muerta entre veinticinco y treinta horas. Los músculos van endureciéndose poco a poco hasta llegar a su máxima rigidez, tal como estaba mi muerta. Luego, el agarrotamiento desaparece por completo.
La habían matado en otro sitio, cuestión relativamente sencilla de determinar sólo haciendo una inspección ocular de los alrededores más próximos. Allí no había más que un poco de sangre coagulada que provenía de la entrepierna de la mujer.
Tampoco encontramos huellas de arrastre del cuerpo, por lo que Rocío barajó dos posibilidades. Que hubiera llegado hasta allí en brazos, o que hubiera sido transportada encima de un carro de dos ruedas, las únicas huellas claras que visualizamos —fuera de las cientos de pisadas— desde la carretera hasta el sitio en el que estábamos. Calculé que serían unos doscientos metros.
Tenía marcas de ligaduras en las muñecas y en los tobillos en forma de heridas superficiales y discontinuas, signo claro de que había sido atada.
Comenzaban a caer las primeras gotas.
Carlos, fotógrafo e integrante destacado de mi equipo desde su gestación, colaboraba con Sebastián en la recogida de pruebas: hierbas, colillas, un trozo de tela vaquera que parecía ser de una falda, una cinta de pelo, cristales y hasta una compresa manchada de sangre en medio de un matorral a diez metros del cadáver.
Nos encontrábamos en un predio de tres hectáreas que el ayuntamiento de Madrid intentaba transformar en huertos educativos para institutos y asociaciones ecologistas. Gran parte de la zona ya estaba rehabilitada.
El cuerpo de Josefina apareció en uno de los laterales aún virgen y mugriento.
Pedro, mi última y forzada incorporación, vivía muy cerca de allí. Me contó que las denuncias y las llamadas de los vecinos a la policía eran constantes por los problemas que ocasionaban los toxicómanos, las prostitutas y los grupos de jóvenes que hacían botellones en ese espacio aún sin cultivar. Le encomendé la tarea de interrogar a los vecinos más próximos con la esperanza de que alguien hubiera visto u oído algo.
«Menos mal que no la han asesinado aquí», pensé. Las tierras de nadie, esas en las que las malezas ocultan sexo consentido y no consentido, jeringuillas, anticonceptivos, desenfreno y promiscuidad son, de todos los posibles, los escenarios más enfarragosos de procesar.
Afortunadamente a Silvia le había dado tiempo de identificar a la víctima. La rajas
—la apodaban así por una cicatriz que le atravesaba el pómulo desde el lóbulo de la oreja hasta el inicio de la nariz— además de mi novia, también formaba parte de mi equipo. Su trabajo se centraba fundamentalmente en el análisis de las huellas y el ADN.
La mujer se llamaba Josefina Moreno Arias y vivía en Madrid.
Desnuda y con ese tremendo orificio en la vagina, parecía una muñeca hinchable, irreal, de plástico, hecha a imagen y semejanza de una conejita de play boy. Le calculé unos cincuenta años bien llevados a golpe de gimnasio y bisturí. Los pechos de silicona, redondos como las tazas boca abajo de mis primos gallegos, los brazos y las piernas firmes, el abdomen tenso, dibujaban el perfil de una mujer adicta a la eterna juventud. Tenía el cuerpo de una veinteañera y un rostro poco agraciado, trasnochado, de facciones duras, con patas de gallo y pliegues en las comisuras de los labios, finos y rectos.
El ciento por ciento de probabilidad de lluvia derivó en un aguacero más propio del Caribe que de Madrid. En medio del diluvio y de las quejas de los míos por carecer de la indumentaria apropiada, establecí los primeros protocolos de actuación.
Me había gastado la última partida presupuestaria en zuecos, mascarillas y chalecos anti balas. Los viejos, ahora translúcidos chubasqueros, debían aguantar hasta la próxima entrega, prevista con suerte para dentro de seis meses.
Mientras tanto, el secretario judicial certificaba cada una de las tareas realizadas y el juez ordenaba el levantamiento del cadáver.
Pedí a Carlos que llevara al laboratorio las muestras de hierbas, tierra, la compresa y todos los objetos encontrados en el escenario.
A Silvia, además de los análisis de rigor, le encargué que cotejara las huellas de la víctima con la base de datos de la que disponíamos para corroborar si tenía o no antecedentes penales.
La búsqueda de testigos por los alrededores de la zona se la dejé al musculitos.
Finalmente, en Sebastián, delegué la misión de investigar en profundidad a Josefina: su entorno más próximo, su trabajo, su vida privada y social.
Eran las cuatro de la tarde. La autopsia estaba prevista para esa misma