Los años que no
Por Lidia Caro
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Esto es una novela fragmentada en el tiempo y acelerada hasta el accidente, con algo de activismo de batín contra la actual redacción del Título VIII del Código Penal, el relativo a los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, con algo de amor y dependencia.
En este libro solo es ficción lo que es verosímil.
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Los años que no - Lidia Caro
PRIMERA PARTE
BA 4265 MAD Illustration LAX
La máquina de vending no funciona. No hay café. Ni Dónuts, ni Doritos, ni galletas bajas en azúcares con fibra añadida. Un sándwich se ha quedado atrapado entre el dispensador y el cristal de la máquina. Su relleno, blancuzco con motas naranjas, se ha desparramado por el envoltorio de papel kraft y ha dibujado eclipses de mayonesa. Un niño de cinco años mete el bracito en el lugar en el que tendría que aterrizar el cambio del importe del sándwich, 4,99 euros. Su madre tiene la cara hundida en la pantalla del móvil, cambia de color según contesta a mensajes de Facebook o WhatsApp. Rostro azul, rostro verde. Tiene rasgos amerindios y pasaporte canadiense.
Tengo sed y hambre. Todos tenemos sed y hambre, pero los de seguridad no nos dejan atravesar el pasillo de cristal blindado que nos separa de una pequeña cafetería take away, en la que solo está la camarera, una ecuatoriana de cara redonda que da brillo a un grifo de cerveza reluciente.
La sed me escuece más que el estómago. Mi faringe es un domingo sin dormir en casa. Voy al aseo y formo un cuenco con las manos para beber del grifo. El agua de Barajas sale tibia, casi caliente, es agua de discoteca con aviones despegando y llamadas de megafonía.
En las puertas de embarque para los vuelos con destino a Estados Unidos hay tres controles de seguridad especiales. Si los cruzas, entras en un sector estepario sin duty free ni restaurantes de comida rápida.
No hay vuelta atrás. Llevamos dos horas y media de retraso, deberíamos estar abriendo cajitas de pasta con boloñesa, ensalada de patata y tarta de manzana, mientras una azafata nos ofrece otro bollo con mantequilla. Solo en los aviones los españoles comen mantequilla. Somos los pasajeros del vuelo de las 13:40 a Los Angeles International Airport, y nos estamos peleando por los únicos cinco enchufes que hay en la sala de espera contra los del Hartsfield-Jackson Atlanta de las 14:10.
Además de beber agua, he ido al váter. Cuando me he limpiado, no había sangre. De nuevo el papel higiénico en blanco. Es como presentarse a una oposición bien estudiada y olvidarlo todo de golpe. Llevo once, doce, trece meses sin tener la regla. Mi cuerpo —¿o es mi cerebro?— no quiere crear vida. Se enrosca en sí mismo y busca la sombra, hiberna. Cuando me subo los pantalones, hay un puño entre mi cadera y la cintura de la talla treinta y dos. Mi sangre no puede engendrar otra sangre. Mis entrañas son un acto tímido de subversión contra la vida. Solo sale sangre de mi cuerpo por un sitio, las rodillas. Es una sangre muerta, que supura por las costras que tengo sobre tres cicatrices distintas, todas en las rótulas. Cuando me agacho, me pellizcan y me ponen andares de vieja. La primera ronda de cicatrices fue en una escalera, la segunda en una bici, la tercera en un monopatín. Siempre caigo de rodillas.
Las escaleras
Rebusqué las llaves en el bolso. Se habían enredado con el cable de los auriculares y una servilleta negra arrugada que estaba húmeda por restos de cerveza y por el aceite de unas papas, que fue lo único que había cenado.
Txras una cháchara entre la llave del portal y la blindada de mi piso, conseguí abrir. Cuando la puerta advirtió con un chirrido que se iba a cerrar, una voz masculina a mi espalda dijo «vivo aquí».
Todo se oscureció. Me caí al suelo empujada por un hombre que pesaba bastante más que los cincuenta kilos a los que yo no llegaba. De hecho, en el Centro de Transfusiones no me permitían donar sangre.
Durante la milésima de segundo que tardó en cerrarse la puerta, rugió el edificio. El bombín selló la frontera entre el portal y el país rico, una de las calles más turísticas de Madrid, donde era sábado noche y la primavera abarrotaba los bares.
Me quedé paralela al suelo. Las líneas de las palmas de mi mano coincidían con las vetas de la madera sin barnizar del portal. El suelo era de pino viejo, barato, pardusco. El propio de una finca centenaria con una placa conmemorativa que nadie lee. Una vez vivió ahí un poeta del Romanticismo que también era político. Cuando murió, entró a vivir un torero de poca monta que apenas sabía leer. Ahora duermen turistas que salpican las escaleras de sangría. También vivía yo, en una buhardilla mal reformada.
Esa noche no había turistas subiendo y bajando esas maletas pequeñas que caben en el compartimento superior de equipajes de los aviones low cost. Ningún John, Ben o Paul vieron mis rodillas de las que goteaba una sangre oscura y densa. Ninguna Marie, Sophie o Rose vio la piel y la saliva que dejé en los escalones. No hubo testigos que vieron cómo me derrumbé por tramos: primero las rótulas, luego los antebrazos. Tras ellos, los codos, la barbilla y la frente. Después, como consecuencia de un movimiento brusco del hombre, la espalda, las corvas y los tobillos. Mis tobillos angulosos, punzantes como mis pómulos, chocando contra la nariz de tres escalones. Del escalón inferior se quedaron colgando mis bragas.
Si yo hubiera sido la escalera, me habría sentido como si me atacara una plaga de termitas famélicas. Perforada por insectos que mastican celulosa y escupen fibras de madera seca.
Pero era una mujer.
Mi camisa estaba enganchada al balaustre y mi pantalón hecho una bola. Las perneras eran un nudo de violencia. En el contrapicado estaba el hombre. Un hombre gordo, que olía a alcohol, odio y sudor agrio. La hebilla de su cinturón golpeaba el suelo produciendo el mismo sonido que el de una campana que tañe a un muerto. O el de un coco estrellándose contra un cráneo infantil.
Respiraba muy fuerte, respiraba por todo lo que no estaba respirando yo. El oxígeno me abandonaba. Sus manos se cerraron sobre mi cuello y la escalera crujió. Yo callé.
Cayeron unas gotas en el rellano, lechosas, que apestaban a bestia. El hombre se incorporó y se abrochó el cinturón. Rebuscó en los bolsillos de mi pantalón y dio con un billete arrugado de diez euros. Lo cogió y me insultó. Desapareció dando un portazo. Tembló el edificio. Yo seguí en silencio.
Nadie le llama Luisa
En el trabajo nadie me llama Luisa. En cuanto atravieso la garita de la Jefatura Superior soy «compañera» o la agente número dieciocho del Servicio de Atención a la Mujer. En terreno, en la calle, no nos llamamos por nuestros nombres. Nadie debería saberlos. No somos Luisa, Merche o Andrés, somos una fuerza de placas y armas reglamentarias.
«Compañeros y compañeras, somos un ejército. Una familia de placas y armas reglamentarias para proteger a las mujeres de sus agresores». Esto fue lo que dijo mi inspector jefe en la cena de Navidad. Se me quedó grabado, y cuando fui al baño, le envié un mensaje con la frase a Nora, una compañera de mi promoción. Mi mejor amiga entre todos aquellos tíos de la Academia que parecían nacidos para destruir.
Llevo cuatro años en el SAM de la Policía Nacional. Dejé mi anterior unidad por discrepancias con un compañero, un gilipollas que se llevó un buen expediente. Casi que le di las gracias, porque por su comportamiento de mierda estoy aquí. Él está en la comisaría de Usera, haciendo de administrativo. No se apaña con los chinos ni los bolivianos. Ojalá le sancionen por abuso, por cabronazo misógino.
Me quedan ocho años para jubilarme, hasta entonces quiero seguir haciendo algo útil de verdad, joder. Ayudar, no echar el día vigilando la cola de los DNI. Por eso tengo una cicatriz en la cara e insomnio. También por eso me machaco en las clases de defensa personal.
¿El tópico de que esta profesión es vocacional? Pues lo es. No sé hacer otra cosa que ser policía, para desgracia de mi madre.
En el instituto me llamaban marimacho porque era grande, caballuna. También porque jugaba al fútbol, reventaba a todos en baloncesto y corría más que nadie. La mejor en el test de Cooper, casi de las peores en inglés. Llegó la adolescencia y adelgacé. Me quedé en alta, en espagueti. Luego, a los dieciséis en tía que estaba buena. A los diecisiete me convertí en pibón.
Hoy es mi día libre. Quería ir al centro a devolver unos zapatos y tomarme un café con mi tía Juana, la hermana mayor de mi madre, pero estoy baldada. Anoche a las dos de la madrugada entró una llamada desde emergencias. Mujer, veintitrés años, agredida en el portal de su casa por un desconocido. La chica estuvo declarando tres horas y media, después la llevamos al Clínico San Carlos para que la vieran. El sol ya estaba arriba cuando aparcamos.
El protocolo de todas las noches: el terror de la exposición a las ETS, cita para la prueba del VIH, sugerencias de tratamiento psicofarmacológico y muchos lloros. Quieres abrazar a la víctima, pero el reglamento no te lo permite. Es la mierda de todas las noches en las que desde centralita entra el código numérico que a las mujeres de la unidad nos llena el intestino de gas mostaza.
El médico forense determinó que no era violación porque no hubo penetración. Lo dice el 179 del Código Penal: «Cuando la agresión sexual consista en acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de las dos primeras vías, el responsable será castigado como reo de violación con la pena de prisión de seis a doce años».
Nos personamos rápido, rapidísimo. Juro que lo hicimos. Cuatro segundos menos de lo habitual. Yo me quedé con la víctima, tranquilizándola. Dos compañeros fueron a buscar al tipo por el barrio. Las calles estaban tomadas por guiris borrachos, con los ojos sumergidos en cubalitros de bebida. Nadie había visto nada. Los camareros que en las puertas grasientas de sus bares daban flyers con ofertas en cubo de quintos y bravas tampoco habían visto nada. A nadie le sonaba el sujeto que describió la chica: varón, entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años de edad. Nacionalidad sudamericana —peruano, ecuatoriano o boliviano—. Complexión gruesa, altura media, sin cicatrices aparentes ni tatuajes. Cara redonda, afeitado, pelo negro bastante corto. El tío era invisible. Ninguna de las cámaras de seguridad de los edificios oficiales cercanos —la Real Casa de Correos, el Congreso de los Diputados, un puñado de teatros en edificios históricos— tenían algo que nos sirviera. Nos quedaba la carta de proteger los vestigios biológicos y avisar a los de la Científica y Judicial.
Mi tía Juana se preocupa mucho por mí: «Vete tú a saber en qué fregaos te metes. Si es que, hija mía, con lo bien que tú estabas en la oficina y tu madre y yo, tan tranquilas. Anda, échate un rato y descansa y otro día quedamos a merendar, pero ni una palabra de tu trabajo me puedes contar. Que se me pone un mal cuerpo…». Cuando colgué el teléfono, desobedecí el consejo de mi tía y me puse ropa deportiva. No necesitaba tumbarme. El cansancio no era físico, era mental. La rabia de no cumplir, las agujetas que provoca decepcionar a las víctimas, a mujeres anónimas que son expedientes. Desde la Unidad de Salud Emocional te recomiendan poner un límite a la empatía, meter distancia para que no te alcance el fuego. Pero a mí se me escapa el afecto. Digo que, gracias a Dios, ningún hombre me ha agredido físicamente, pero a mis amigas sí. Mis amigas son todos los expedientes que han pasado por mis manos, aunque los superiores no me permitan trabar amistad.
Contra la cólera, fusta, espuelas y Bombón. Bombón es mi caballo favorito de la hípica La Colina. Empecé a montar cuando entré en el cuerpo. Fue gracias a Josito, un compañero que se transformó en rollete. No funcionó, pero nos llevamos bien. Quedamos a echar cañas de vez en cuando. Me encanta oírle hablar de lo que hace en la Unidad de Caballería. Él y el caballo son el mismo agente.
Yo, cuando monto, desaparezco. El caballo sabe que quiero huir y me responde con un relincho de comprensión. Escucha mis servicios más duros y violentos. Los que no le puedo contar a mi tía, ni a nadie. Llevo siete años sin una pareja con quien tener confianza para hablarle de mis días más nauseabundos. A los pocos hombres nuevos que conozco me da miedo contarles lo que hacen otros hombres. Por si les asusto. O por si se les pega.
Bombón galopa más rápido de lo que yo puedo pensar. Levanta un manto de polvo que cubre la impotencia que siento. Lo fuerzo. Noto su trapecio estresado y ardiendo. Le pido más, más, más. Tenso los estribos, agacho el cuello y pego mi cuerpo al suyo. Su crin es un revoltijo de pelo duro y oscuro. Me roza la cara y me hace cosquillas. Toda mi ira está sobre el caballo. Se está enfadando conmigo. Me desconcentro y pierdo la posición. Sé que me va a expulsar de su grupa, que me he pasado de pedirle velocidad. Me merezco irme de morros contra el suelo.
Suelto los estribos y las riendas. Inclino mi tronco hacia su cruz. Cojo impulso para caer lejos de Bombón y que no me pise. Me protejo el cuello. Rezo para no golpear con la cabeza. Llevo las piernas al pecho y espero a llenarme de polvo y paja. Por suerte he tomado bastantes clases de formación en caídas. La arena de la hípica parece una playa de Gandía.
Noche añil
Esa noche fue