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Yo no quería, pero...
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Libro electrónico81 páginas1 hora

Yo no quería, pero...

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Cuando el lector se zambulle sin vuelta atrás en esta historia, se dice, al término de la obra, que el área metropolitana de Rennes se revela decididamente como un marco ideal para el género novelesco. Las persecuciones por pasillos mugrientos del hospital Pontchaillou y por las inmediaciones del parque Thabor no tienen nada que envidiar a la novela negra del asfalto parisino. Al margen de su brevedad, uno se engancha sin remedio a la opacidad de los protagonistas principales: a Corynthe, a Louise e incluso a crápulas como Baloo.

Lo que revela, de todos modos, cuando se tiene la suerte de conocer un poco al autor, es que el afamado Desmund Sasse se le parece en muchos sentidos. No es descabellado pensar que Danquigny, al igual que su doble, no haya ido dando tumbos por las calles, por las azoteas de la universidad de esta misma ciudad. Hablando más en serio, entre una cierta trama policiaca rural que imposibilita la crítica social inherente al género y la novela policiaca de la gran urbe, esta obra se hace un hueco en el mundo de las novelas urbanas que nos traen un poco de aire fresco.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 sept 2019
ISBN9781071506349
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    Yo no quería, pero... - Danü Danquigny

    YO NO QUERÍA, PERO...

    Diario de Desmund Sasse

    Danü Danquigny

    Traducción de Mar Cobos Vera

    Cuando el lector se zambulle sin vuelta atrás en esta historia, se dice, al término de la obra, que el área metropolitana de Rennes se revela decididamente como un marco ideal para el género novelesco. Las persecuciones por pasillos mugrientos del hospital Pontchaillou y por las inmediaciones del parque Thabor no tienen nada que envidiar a la novela negra del asfalto parisino. Al margen de su brevedad, uno se engancha sin remedio a la opacidad de los protagonistas principales: a Corynthe, a Louise e incluso a crápulas como Baloo.

    Lo que revela, de todos modos, cuando se tiene la suerte de conocer un poco al autor, es que el afamado Desmund Sasse se le parece en muchos sentidos. No es descabellado pensar que Danquigny, al igual que su doble, no haya ido dando tumbos por las calles, por las azoteas de la universidad de esta misma ciudad. Hablando más en serio, entre una cierta trama policiaca rural que imposibilita la crítica social inherente al género y la novela policiaca de la gran urbe, esta obra se hace un hueco en el mundo de las novelas urbanas que nos traen un poco de aire fresco.

    Marek Corbel

    Diario de Desmund Sasse, martes

    Un martes por la tarde bajo el calor aplastante de una canícula que ya no cuenta sus muertos. En el centro cardioneumológico, constantemente en obras, solo hay ahora dos seres silenciosos y cansados: mi compañero y yo. La cortesía obliga y le pregunto su nombre.

    —Depende de la hora —me responde, como si nada.

    Me quedo pasmado, mirándolo fijamente. Rondando la cincuentena, más bajo que yo, rubicundo y con bigote, con el pelo canoso y los rasgos duros y marcados, se parece un poco a Super Mario, con ese mono de trabajo que la empresa de seguridad nos ha endosado a modo de uniforme. Huele a aguardiente barato, y la cuperosis de sus mejillas delata una vida afectada por el alcoholismo.

    —¿Cómo es eso?

    —¡Soy el noble Patrick por la mañana, el pobrecillo Patraque al mediodía y el ruidoso Pa-tra-tac por la noche!

    Se ríe abiertamente de su gran ocurrencia, la cual debe de tener la costumbre de emplear más de una vez. Hago un esfuerzo por imitarlo. De pronto, en nuestra pantalla de vigilancia transformada en televisor gracias a él, el anuncio de la quiniela hípica internacional capta su atención. Se acaba de acordar de que no ha jugado. Me dispongo a intervenir sobre esta brillante observación cuando dos paseantes despistados entran en el edificio.

    —Ya voy yo —le digo, muy contento de encontrar una escapatoria.

    Con las manos en los bolsillos, indico el camino al Servicio de Dermatología a mis dos peregrinos y aprovecho la ocasión para hacer una ronda. Salgo, rodeo el edificio, vuelvo a entrar por el pasadizo del parking subterráneo, bajo a la segunda planta del subsuelo (¿acaso no estaba cerrada esta puerta hace un momento?), vuelvo a salir, veo una ventana abierta en el segundo piso, fuerzo un poco la puerta de la esclusa de emergencia y me tomo mi tiempo para subir las escaleras y cerrarla. Con este maldito calor, los obreros ventilan a menudo, para refrescarse o para fumar. Sin embargo, no ha habido nadie trabajando en las obras desde el viernes. Los del turno de ayer no debieron de hacer gran cosa.

    Cuando regreso al vestíbulo, me encuentro a Patrick-Patraque hablando animadamente con cuatro personas. Me ve llegar y hace un gesto hacia un hombre alto y delgado con canas en las sienes, distinguido.

    —Aquí el señor es el profesor Boisleau y le gustaría enseñar el centro a...

    El hombre lo corta.

    —Eso es, pero no tengo el pase.

    Echo una ojeada a sus acompañantes. Son tres ancianos: dos hombres y una mujer.

    —Yo les acompañaré.

    Me hago con un juego de llaves y voy detrás de ellos pisándoles los talones.

    Primera etapa de la visita, la parte universitaria: biblioteca, anfiteatro (que es puntualmente pista para partidas de dardos cuando las noches son largas y me toca trabajar con Jota Pe), moqueta roja, columnas, enormes despachos y bar. Uno de los ancianos, de cabellos de un blanco inmaculado y abrigo negro, se dirige a mí.

    —Cuando nosotros estudiábamos medicina, hace ya sesenta años de eso, no estábamos tan bien equipados.

    El otro, con gorra y chaleco de caza, hace una señal de asentimiento. La mujer escucha las explicaciones del profesor con un interés férreo.

    El anciano vuelve a la carga.

    —En el Hôtel-Dieu, los edificios eran de ladrillo y hacía mucho frío. Aquello era otra historia.

    Le devuelvo una sonrisa, preguntándome hasta qué punto le viene larga la medicina moderna. Volvemos a pasar por el vestíbulo para dirigirnos hacia otra ala. El profesor, encogido dentro de su abrigo marrón, me pregunta si es posible poner los ascensores en marcha porque su padre se arriesga a pasarlo muy mal por las escaleras. Sonrío de nuevo al viejo doctor de tez pálida y me meto por el hueco de la escalera. Subo al trote los siete pisos que me separan de la maquinaria, atravieso un pasillo, bajo los escalones hasta el nivel inferior, entro en el montacargas y me reúno con mi grupo en la planta baja. Ascendemos hasta la segunda, donde hay una sucesión de despachos y de habitaciones atestadas de material complejo que nadie entiende muy bien.

    —... equipamiento de último grito, de la gama más alta. De hecho, este es un prototipo desarrollado por un laboratorio de Kuru; llegó justo ayer. Este aparato, por sí solo, supone casi la mitad del presupuesto del hospital. Solo esta lente —dice señalando un platillo debajo de una cama, vale ya una fortuna. Y todos los programas informáticos

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