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La duquesa bien vale una misa
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Libro electrónico171 páginas2 horas

La duquesa bien vale una misa

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La duquesa vale una misa narra la obsesión de Leonardo por una mujer retratada en un cuadro francés del siglo XVI. A partir del momento de la muerte de su padre. todo su interés se centrará en la suerte del cuadro heredado, recorrido delirante que lo llevará a reflejarse en el estrellado espejo de todos los prejuicios de su clase, y rozar el borde mismo de la locura. A duquesa vale uma missa. O quadro, es sin duda una de las más acabadas obras de José Sarney, destacado político y escritor brasileño, a quien el Fondo de Cultura Económica ya le ha publicado Dueño del mar: novela (1997), Norte de aguas: cuentos (1989) y Saraminda (2001).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 mar 2014
ISBN9786071618689
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    La duquesa bien vale una misa - José Sarney

    Mexico

    Capítulo uno

    SALÍ temprano de casa, con ropa ligera. Nada me anunciaba que jamás olvidaría aquel día. Pasé unos veinte minutos atorado en el tránsito de la avenida Paulista, llegué a mi trabajo, estacioné el auto y subí. Al entrar en la oficina, mi colega Sabino me dijo que mi hermana Selene había llamado tres veces; parecía muy ansiosa y me pedía que le regresara la llamada con urgencia. Llamé y el teléfono sonó ocupado. En­tonces ha­blé a casa de mi padre con el presentimiento de que algo estaba ocurriendo.

    Contestó Maria Sérgia, la empleada de servicio, y sin rodeos me anunció el fallecimiento de mi padre.

    —El señor Jacques ya descansa.

    —¿Cómo fue? ¿A qué hora? —pregunté.

    —De repente —respondió Maria.

    Le pedí que llamara a Selene o a alguno de mis hermanos.

    —Están en la habitación.

    —Llámalos —le pedí, impaciente—. Soy Leo, el hijo que vive en São Paulo.

    —Ahora los llamo.

    Yo estaba impresionado por la noticia; sentí un profundo dolor. Selene contestó el teléfono; era pura desesperación. Nuestro padre había sido víctima de un infarto fulminante y ella me pedía que fuera. Hacía más de una hora que intentaba entrar en contacto conmigo.

    Colgué el teléfono, comuniqué a mis colegas lo ocurrido y me conmovió la solidaridad de todos. Después, me fui para organizar el viaje. Recibí la noticia con gran amargura. Es verdad que él ya estaba en una edad en la que la vida empieza a terminar. Muchas veces me dijo que vivir más allá de los ochenta años era algo que no tenía mucho sentido ni gozo. La vejez le pesaba como una extraña carga. Confesaba estar libre de las tentaciones del mundo, en el completo silencio de los deseos ya inalcanzables. El cuerpo ciertamente se va desmoronando a esa altura de la existencia; es dolor por aquí, achaques por acá y la espina de que cuando un viejo despierta y no le duele nada es porque está muerto. Mi padre añadía, medio irónico, que la vida de los santos debía ser muy aburrida: en la pureza total, comiendo azúcar de las nubes, sin tentación de pecar, entregados a la contemplación eterna de Dios y a divertirse con oraciones. Revelaba, en medio de la incredulidad general, que frecuentaba una casa de mujeres en la calle Cândido Mendes, dirigida por una argentina que, como triunfo, afirmaba haber sido una de las máximas atracciones de los mejores prostíbulos de París. El viejo recordaba las proezas de su juventud, bien marcada por los tiempos de bohemia y después transformada en obsesión por el trabajo. Tras la muerte de mi madre, al principio de su viudez, mi padre no llevó una vida muy virtuosa. Le gustaba presumir: No puedo vivir solo, pero casarme de nuevo, nun­ca. Y así justificaba sus ausencias de casa, lo que preocupaba mucho a mis hermanas. Ellas juntaban pedazos de sus confesiones y concluían que el viejo tenía nostalgia de sus tiempos de soltero. Todos aceptaban como prueba de vigor y disposición sus recurrentes salidas, que últimamente justificaba con la necesidad de vigilar sus cuentas bancarias. Iba solo, se rehusaba a tener acompañantes. Según rumores, visitaba a una cajera del banco, de ojos y cabellos muy claros, Tecla.

    —Ay, señor Jacques, si yo tuviera más edad, me enamoraría de usted.

    Él se ponía todo feliz. Ella de treinta años y él de ochenta y uno; sus pláticas le dolían en la entrepierna.

    —Señorita, no juegue con un viejo.

    Tecla soltaba una risa que comprendían todos los de la fila.

    Un día, cuando fui a Río de Janeiro para visitarlo, me soltó a quemarropa una pregunta que me sorprendió:

    —¿Has tomado Viagra?

    —Sí —respondí—, un amigo trajo de Estados Unidos y me dio una pastilla.

    —Pues yo quiero experimentar.

    —Pero usted debe saber que el efecto que espera no viene solo. Es necesario que estimule la libido; necesita excitación y compañía, y si es bonita, mejor.

    —De eso me ocupo yo; ésa es mi parte —dijo el viejo, con el pecho henchido.

    Su primer infarto apagó el deseo de usar el estimulante, pues era incompatible con los nitratos que tomaba. Sin embargo, lo que en realidad me tortura hasta hoy es que, a pesar de haberme preparado para su desaparición, cuando me enteré de su muerte, mi pensamiento no se volcó hacia él, sino hacia el Cuadro. ¿A quién le va a tocar el Cuadro? Era lo más importante en mi vida. Me juzgué, entonces, sin sentimientos y me autocondené; en un momento así no era el amor de hijo lo que me pasaba por la cabeza, era el Cuadro.

    Después de pasar por la casa y arreglar mi maleta de mano, tomé el primer avión del Puente Aéreo para Río de Janeiro. No fue fácil llegar al aeropuerto con la avenida Rubem Berta paralizada por el tránsito imposible de São Paulo. Jovino, el chofer del taxi, no paraba de quejarse.

    —Y la prefectura hace todas estas obras. ¿Para qué?

    —A mí me gustan —repliqué.

    —Son sólo para agradar a los cuatrocentones del centro. Esos barrios ya están terminados. Me dan horror esos paulistas cuatrocentones.

    —¿De dónde sacó usted esa historia de los cuatrocentones? —pregunté.

    —Fue el doctor Sodré, mi primer patrón, que sólo hablaba de eso. Decía: "Soy cuatrocentón, pero de los buenos, soy rebelde. Y tú, Jovino, eres nordestino, y nosotros aquí adoramos a los nordestinos; pero fíjate bien, sólo sirves para chofer, lavador de carros, empleado doméstico y albañil".

    Luego el taxista añadió:

    —Todo era broma. Al doctor Sodré le gustaba provocarme. ¡Qué inteligente hombre, el señor Sodré! ¿Usted lo co­noció?

    —Claro, él fue gobernador y tenía fama de conquistador.

    Jovino engrosó la voz:

    —Si quiere llegar al aeropuerto, no hable mal de él. Era mi amigo, y de las mejores personas que he conocido. Para mí, es sagrado; no se habla mal de él en mi presencia.

    No entendí aquella frase del chofer.

    —Pero si yo no dije nada —intenté deshacer el malen­tendido.

    —Claro que sí, dijo corneador… —replicó Jovino.

    —Dije conquistador —corregí.

    El chofer se calmó.

    —Ah, menos mal que lo aclaró. Él era mi amigo y me hace mucha falta. Era una persona buena. No era un hombre al que le gustara tomar las mujeres de otros. El corneador era su amigo Pasipinho; le gustaban mucho las mujeres. Muchas veces iba a jugar a la casa del doctor Sodré y en seguida llegaba hablando de mujeres. Que si fulana estaba buena, que si mengana era la mejor en la cama, que si la carita de zutana no revelaba la mujer fogosa que en realidad era. Y por ahí la conversación se volvía candente. El señor Sodré, no. Él guardaba en secreto sus cosas. No alardeaba. Yo también guardo secretos… —concluyó con un gesto de la mano—. Soy una tumba.

    Yo cambié de tema:

    —Vaya más rápido, porque de lo contrario voy a perder el avión. Necesito llegar a Río de Janeiro. Mi padre murió.

    —Mi más sincero pésame, doctor. El mío murió allá, en Ingá, en Paraíba, hace más de veinte años. Era vaquero en la catinga.

    Ya en el aeropuerto, molesto por aquella conversación, tomé la maleta, pagué al taxista y corrí al mostrador del Puente Aéreo. El siguiente avión estaba retrasado, por lo que tuve que resistir media hora de espera. Compré un periódico y me senté casi enfrente de la puerta de abordaje. Un sujeto de bigote grande, de esos que ya no se ven con frecuencia, se sentó a mi lado y me incomodó.

    —Buenas, ¿hay alguien sentado aquí?

    Era mi maleta de mano, que estaba en el asiento de al lado.

    —No —respondí.

    —Joaquim Castanhos, de Pelotas, Río Grande —se presentó.

    —Mucho gusto.

    El sujeto quería platicar.

    —São Paulo está muy caluroso, tal vez en el sur esté mejor.

    Hundí la nariz en el periódico.

    —¿Podría decirme dónde queda el baño?

    El sujeto estaba a punto de colmarme la paciencia. Venir a sentarse justo aquí, después de deambular por la sala entera y preguntarme, en mi momento de tristeza, dónde quedaba el baño. ¿Era yo guardia del aeropuerto? ¿Tenía uniforme de cargador de maletas? ¿Era yo quien tenía que indicarle dónde estaba el baño? Mientras vagaba por el corredor debió haber preguntado a otro y no a mí. Con mi espíritu turbado, perdí la cabeza. Miré aquella cara de imbécil y disparé sin vacilar:

    —¡Váyase a la mierda!

    El señor Castanhos se levantó y me contestó con tono de pelea:

    —¡Pues es usted el que se va a la mierda!

    Yo contraataqué a la altura:

    —No voy a ningún lado, ni usted va a darme órdenes.

    En la confusión en la que me vi envuelto mi maleta se abrió, la silla se rompió y el señor Castanhos no contuvo los intestinos, pues no sabía que yo había sido luchador de karate. Fue fácil inmovilizarlo y aplicarle algunos golpes antes de que me alcanzara.

    En mis tiempos de prácticas de karate me enamoré de Bian­ca, y con ella pasé los peores sinsabores. El caso es que Bianca me dejó por un colega de deporte, un japonés típico de Jabaquara, de caderas bajas y piernas cortas, que poseía una labia increíble, con un fuerte acento japonés al que pocas mujeres se resistían; pero me vengué enamorando a su hermana, con la que pasé unas vacaciones en Poços de Caldas. Él se enteró y tuve que mudarme de barrio.

    —Nunca le digas ni buenos días a mi hermana —me advirtió.

    Entré en razón, pues él era el campeón de la escuela, atrevido y además cinta negra. Llegué a la conclusión de que podría llevarme una buena y rotunda paliza.

    Capítulo dos

    LLEVARON a Castanhos al baño, y a mí a la sala de la Policía Federal. Ahí me sometieron a uno de los interrogatorios más severos. Les pedí que me liberaran de inmediato, pues tenía que ir al entierro de mi padre. Ya casi era hora de abordar cuando el señor Castanhos me provocó, y todo eso. El comisario me observó fijamente y sentenció:

    —Está detenido por agresión, señor. Esa historia del padre muerto ya es vieja. La semana pasada un traficante también quiso aplicármela.

    Fui firme en mi respuesta: era verdad lo que decía; di número de teléfono, nombre y dirección para que confirmaran mis declaraciones. El comisario no quiso saber nada; me llevó a una celda que estaba al lado del escritorio, donde se realizaban las inspecciones:

    —Quítese la ropa, para que veamos si no lleva algo entre las piernas. La otra vez encontramos a alguien con los calzones llenos de dólares.

    Protesté. No quería desvestirme. Le dije que no había hecho nada y que aquello era humillante para mí. Él replicó:

    —Usted golpea a un hombre en el aeropuerto, muestra su personalidad violenta, ¡y tiene el descaro de decir que esto es humillante!

    Llamó a tres agentes fornidos que me miraron con dureza. Uno de ellos exclamó:

    —¡Quítese ya mismo la ropa! —y le ordenó al otro—: Continúa con la inspección.

    Intenté resistirme. Le rogué al comisario que antes llamara a Río de Janeiro, para que supiera si era verdad o no la muerte de mi padre.

    —El gaucho ya se cagó, y si usted se resiste, también se va a cagar.

    Frente a esa perspectiva empecé a quitarme el saco, después los pantalones, la camisa, la corbata y los calzones. El comisario quería gozarme.

    —Quítese el calcetín.

    Me quité el calcetín. Dio una vuelta alrededor de mí con los tres agentes al lado suyo, y uno de ellos dijo una broma de mal gusto:

    —Esa gallina vieja todavía hace buen caldo en el 15° DP.¹

    Cuando dijo eso tuve miedo, entré en pánico. ¿Será que me llevarán al 15° departamento policial? Quise tranquilizarme en seguida, cuando el comisario gritó:

    —Vístase —sin embargo, me enfurecí cuando agregó—: Primero, levante el pito,

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