Mientras me carcome
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Al parecer, un primo al que apenas conoció se encuentra muy enfermo en un hospital de allí. Aprovechando la cercanía, le hará una visita. Esto supondrá el inicio de una aventura fantástica que ni Alicia ni nadie será capaz de imaginar.
Caramelos, mundos y seres que parecen contradecir las reglas de la realidad.
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Mientras me carcome - Carlos Jiménez Cuesta
MIENTRAS ME CARCOME
Carlos Jiménez Cuesta
MIENTRAS ME CARCOME
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© Carlos Jiménez Cuesta (2021)
© Bunker Books S.L.
Cardenal Cisneros, 39 — 2º
15007 A Coruña
info@distrito93.com
www.distrito93.com
ISBN 978-84-18377-98-3
Diseño de cubierta: © Distrito 93/ Yésica López
Fotografía de cubierta: © AdobeStock/grandfailure
Diseño y maquetación: © Distrito 93
OBRA GANADORA DEL
III CERTAMEN MALAS ARTES
DE NOVELA JUVENIL Y DE FANTASÍA
A un primo que apenas conocí
CAPÍTULO 1
En esta ocasión será diferente. El rival es cobarde, traicionero y tramposo. Puedes combatir con deportividad, elegancia y fortaleza, pero nada te asegura vencer. No contra eso. No contra el cáncer.
En realidad, es probable morir antes por muchas otras cosas. Aun así, estamos hartos de escuchar cómo la enfermedad echa sus raíces en nuestros conocidos: un amigo, un familiar; menos en nosotros mismos. Este caso no ha sido la excepción. Mi primo es la víctima. Un primo que apenas conocí. Tan solo lo he visto cuatro veces en mi vida. En este momento, cada recuerdo en el que él aparece se ha atornillado en mi memoria. Bien firme, bien sujeto.
Tampoco hemos tenido mucho interés en vernos. Cada uno vive con sus padres: yo, en Málaga; él, en Valencia. Son nueve horas y media en autobús. Ninguno de los dos ganamos para hacer viajes, o al menos yo, que solo cobro lo poco que me da impartir clases particulares.
He de reconocer que, si conozco la duración del viaje, es porque hoy mismo hice toda esa travesía. No fue a causa de mi primo. De su tragedia me he enterado hace un par de horas. Yo inicié este viaje con mis mejores amigas para disfrutar de Valencia y sus playas. Sin embargo, mis padres me informaron de la mala noticia mandándome un mensaje al teléfono móvil. Al parecer, a ellos se lo acababan de confiar mis tíos de Valencia.
Menuda coincidencia. Menudo revés.
Fue al bajarme del autobús cuando leí la noticia. La sonrisa que cruzaba mi rostro se invirtió por completo. Me quedé rígida. Con ello hice que los pasajeros que salían por detrás tuvieran que ladearme cuando salían del transporte.
Ahora mismo, hace un par de horas de eso.
Aunque aún sigue reverberando en mis tímpanos el traqueteo de las ruedas de las maletas. Recuerdo la capa de humedad cubriendo mis ojos, la mano de Ana cogiéndome de la muñeca para apartarme del paso de los viajeros, la preocupación de Valeria al preguntarme qué pasaba...
Me había bloqueado. Incapaz de ordenarle algo a mi cuerpo.
En aquel momento, me senté en un banco con ellas. Aun cerca del andén. Les fui contando y actualizando conforme recibía más mensajes de mis padres. Al parecer, el estado de mi primo era malo. A ellos les prometí que iría a verlo; lo hubiera hecho sin dudar, me lo hubieran pedido o no.
Cuando salí de la estación, caminé en dirección al hostal con ellas. Lo primero fue dejar el equipaje. Valeria y Ana estaban inquietas por descubrir cómo sería la habitación; yo no tanto. Cuando entramos exploraron cada rincón; yo tan solo las seguí. Al final, se dejaron caer en la única cama que había en el dormitorio, que era de matrimonio; y yo busqué el hueco para descansar. Suspiramos, aliviadas.
—Cabemos, sin duda —dijo Ana y ensanchó una sonrisa.
—Estamos acostumbradas a jugar al Tetris así, ¿no? —rio Valeria—. Mientras no se enteren los del hostal que compartimos habitación, todo irá bien.
Dormiríamos ahí, apretadas, durante cinco noches. Ideal para ahorrar dinero y, de paso, tener unas cuantas anécdotas. Las escuché soltar una risilla tímida, una especie de celebración del inicio de nuestra aventura.
Yo tan solo sonreí. Eso bastó para que mi moral se vengase de mí. Me llegó el recuerdo de mi primo muriéndose en el hospital y, como un puñal, se clavó en lo más profundo de mi ser. Me sentí fatal.
Fui consciente de que una muralla se había instalado en mi estado de ánimo. Eso me impedía disfrutar de lo que había estado planeando durante meses con mis amigas. Algo dentro de mí quería autoflagelarse. Solidarizar con mi primo, dirían.
Aunque eso no era todo. Otra cosa rugía y pataleaba dentro de mí: la necesidad de visitarlo. Quizás así podría arrancar el puñal del remordimiento de mi corazón. Iría. Eso era un hecho. Ya les había informado de ello a Valeria y Ana en la estación de autobuses.
Así me despedí de ellas y salí a la calle. La incertidumbre me invadió, los nervios me roían. Además, me sentía especialmente débil, quizás por mi estado psicológico; así que me compré un bocadillo como si fuera carburante para mis piernas.
Aquel otro viaje no duró otras nueve horas y media, sino veinte minutos, aunque las sentí como tal.
Ya hace dos horas que me bajé del autobús. Ahora mismo, reconozco el hospital donde está mi primo. Se trata de la misma fachada que he ojeado por internet. No hay duda, su blanco sanitario y helado reluce. Además, puedo leer los carteles que muestran el nombre del hospital.
Trago saliva. Iré en representación de mis padres.
Me siento estúpida; o, bueno, dos veces estúpida. Me suelen afectar las cosas de manera especial y me siento culpable por manchar al inicio los planes con mis amigas. Pero claro, ¿qué iba a saber yo? Procuro ver el lado positivo de las cosas y, quizás, mi estancia les pueda servir a mi primo y tíos como una especie de refuerzo emocional. O, en el peor de los casos, como una última despedida.
Solo los he visto cuatro veces, pero sería conveniente añadir una quinta.
Ese pensamiento me hace plantear si, realmente, encajaré allí. Mis padres han avisado a mis tíos de que iba, pero ¿qué opinarán de eso? ¿Estarán molestos por tener que hacerse cargo de una casi desconocida que comparte un poquito de sangre con ellos? Y, ¿qué pasará cuando mi primo me vea? ¿No pensará: «Qué hace aquí esta desconocida, soportando mis dolores»?
Tres veces estúpida.
Cuando me quiero dar cuenta, cruzo el último paso de cebra y me planto frente a la entrada principal del hospital. Entro y echo un rápido vistazo al recibidor para ubicarme. Observo personas distraídas. Pregunto a una por la ubicación del ascensor y allí pulso el botón de la planta. Me elevo. Recorro los pasillos, mientras le pregunto a mi madre por teléfono la habitación exacta.
Al girar la última de las esquinas, reconozco a mis tíos a lo lejos. Aún no me han visto. Ella, Victoria, vaga de una pared a otra, apesadumbrada; su marido, Emilio, solloza en una de las sillas, simples y de plástico. Sus apariencias descuidadas me sorprenden como un guantazo. En ninguno de mis cuatro recuerdos han estado tan lamentables. Tan despeinados. Tan delgados. Tan arrugados. Tan… así. ¿Por cuánto han pasado?
De repente, la atmósfera se densifica en un tono grisáceo.
Me percato de que mis piernas han seguido avanzando, por cuenta propia, hacia ellos. Traicioneras. Mi alrededor se mueve a cámara lenta. Aún no me han visto. Temo interrumpir sus penas. No quiero quebrar la burbuja de emociones en las que se han envuelto.
Advierto que Victoria repite una y otra vez un paseo que forma una elipse pero que, en el último momento, lo rompe para marchar al servicio. Ha informado a Emilio antes de hacerlo. Él no responde, pero la mira de soslayo. Al final, opta por acompañarla sin despegar la mirada del suelo.
Ambos deben de saber de memoria donde está el baño; apuesto que lo han visitado en innumerables ocasiones.
Me he quedado sola, en el último momento posible. El lamento que los tortura les ha impedido percatarse de que yo misma estaba tan cerca de ellos. Por un momento, me creo el fantasma de un hospital que se pasea por los pasillos. Nadie o muy pocos lo ven.
Suspiro de forma torpe, liberando la tensión acumulada.
Echo un vistazo hacia una de las puertas del pasillo. Está entreabierta. Se trata de la más cercana al lugar en el que estaban mis tíos. Debe de ser en la que reposa él. Por alguna razón, le siento muriéndose al otro lado.
La sola idea de asomarme provoca que mi calor corporal huya con pavor. Estoy indefensa y destemplada. Me estremece una brisa helada que asoma por la habitación. Siento como si una escarcha imaginaria lamiera mis brazos, helara mis manos y convirtiera mis dedos en témpanos.
Ignorando unos latidos descontrolados pero silenciosos que carcomen mi interior, me acerco presa de un hechizo. Primero, me agarro al marco de la puerta; luego, inclino la cabeza. Mis ojos se incrustan en el infinito hasta que, en medio de una habitación de paredes desnudas, se dibuja una cama demasiado sencilla. Observo un triste colchón sujeto por un barato somier y unas varillas metálicas. Sobre eso, intuyo un cuerpo descansando bajo la sábana. Se hincha y deshincha de forma imperceptible. Cuelga hacia el suelo un brazo fino y anémico.
Tiene que ser él. Mi Primo: Gonzalo.
Mis ojos se empañan. Entonces mi cerebro toma las riendas y me sacude con los únicos cuatro recuerdos que tengo de él. Una y otra vez. Me sorprende el daño que puede provocar cuatro escenas con una persona tan lejana.
Retrocedo, aturdida, casi trastabillando. Derrotada, me encuentro en el centro del pasillo.
Me dejo caer en la misma silla en la que estaba mi tío Emilio, desconsolada. El asiento aún está caliente. No cálido, sino ligeramente tórrido. Ahí radica la diferencia entre lo que deja una persona feliz de una saturada por la tristeza. Eso es suficiente para terminarme de hundir.
Siento un nudo en la garganta. Sobre la capa de lágrimas se forma otra. Luego otra. De inmediato, una más. Ahí descarrilan mis sentimientos y los precipito gota a gota sin remedio.
Me aíslo de la misma forma en la que había visto a Emilio en este mismo asiento. Sorbo los mocos, como una niña chica. Procuro cerrar mi grifo de emociones. Si mis tíos aparecieran en este momento y me vieran así, podrían sentirse peor. No quiero hacerles eso. No quiero ser un impedimento. Deseo sumar, no restar.
De repente, siento una mano posándose en mi hombro. Me sobresalto. Reconozco a un hombre entrado en edad. No es mi tío. Aun así, mi raciocinio trabaja a toda máquina para asegurarse de que no lo es. Efectivamente, es otra persona.
Me hallo ensimismada con la boca abierta. Analizo cada una de sus facciones. Su sonrisa, cercana, pero muy respetuosa. Su mirada, calmada, pero a mi servicio. Sus arrugas, profundas pero familiares, pliegan su curtida piel. Me transmite tranquilidad de forma inexplicable. Debería de brotar en mí un sentimiento de precaución, pero no lo hace y no me preocupa.
—No llores —me consuela—. Aquellos a quienes conocemos, o conocimos, quieren que estemos felices.
Se fija en que, sobre mis muslos, mantengo de forma inconsciente una mano abierta mirando hacia arriba. Con la lentitud típica de un anciano calmado en su hogar, se saca del bolsillo una bolsa de plástico transparente llena de caramelos de colores y la coloca sobre mis dedos. Perpleja, observo que se marcha en silencio.
Desaparece tras una esquina.
Confusa,