Prosa poética
Por Amado Nervo
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Amado Nervo
Definido por Durán como poeta estoico y cristiano-teosófico, fue hijo de Amado Nervo Maldonado y de doña Juana Ordiz Núñez. La familia estaba compuesta por los seis hijos del matrimonio más dos hermanas adoptivas. Él mismo indica en una breve autobiografía escrita en España su fecha y lugar de nacimiento (27 de agosto de 1870), así como la suerte que le deparó su nombre y el acierto de su padre al contraer el apellido ancestral, Ruiz Nervo, en Nervo. «Esto que parecía seudónimo -así lo creyeron muchos en América-, y que en todo caso era raro, me valió quizá no poco para mi fortuna literaria» (Obras Completas, II, «Habla el poeta», p. 1065). Monsiváis en su excelente y concisa biografía de Nervo (Yo te bendigo vida. Amado Nervo. Crónica de vida y obra, 2002) apunta lo conservador de su educación primaria, recreada a través de textos del propio autor sobre su Tepic natal (Lourdes C. Pacheco, Tepic de Nervo, 2001).La muerte de su padre cuando contaba pocos años (1883) les sume en una crisis económica y la familia envía a Nervo al Colegio de San Luis Gonzaga de Jacona; más adelante todos ellos se trasladan a Zamora, aunque las circunstancias adversas les llevarán de regreso a Tepic. Sus estudios continúan en 1886 en el Seminario de Chacona (Michoacán), por haberse cerrado otros colegios. Tres años más tarde ingresa al Seminario para estudiar Derecho Natural, si bien la Escuela de Leyes se clausura al año siguiente. De este tiempo datan sus primeros escritos recogidos posteriormente en Mañana del poeta (1938), así como los poemas Ecos de un arpa publicados por Rafael Padilla Nervo en 2003. Méndez Plancarte, como indica Monsiváis, señala que su rechazo del mundo implicó arrancar páginas de tono amoroso y reemplazarlas por poemas religiosos.
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Prosa poética - Amado Nervo
SENTIDO
EL DIAMANTE DE LA INQUIETUD
Amado Nervo
Amigo, yo ya estoy viejo. Tengo una hermosa barba blanca, que sienta admirablemente a mi cabeza apostólica; una cabellera tan blanca como mi barba, ligeramente ensortijada; una nariz noble, de perfil aguileño; una boca de labios gruesos y golosos, que gustó los frutos mejores de la vida…
Amigo, soy fuerte aún. Mis manos sarmentosas podrían estrangular leones.
Estoy en paz con el Destino, porque me han amado mucho. Se les perdonarán muchas cosas a muchas mujeres, porque me han amado en demasía.
He sufrido, claro; pero sin los dolores, ¿valdría la pena vivir?
Un inglés humorista ha dicho que la vida sería soportable… sin los placeres. Y añado que sin los dolores sería insoportable.
Sí, estoy en paz con la vida. Amo la vida.
Como Diderot, sufriría con gusto diez mil años las penas del infierno, con tal de renacer: La vida es una aventura maravillosa. Comprendo que los espíritus que pueblan el aire, ronden la tierra deseando encarnar.
—No escarmientan, dirán.
—No, no escarmientan. Las hijas de los hombres los seducen, desde los tiempos misteriosos de que habla el Génesis; una serpiente invisible les cuchichea: «¿Quieres empezar de nuevo?».
Y ellos responden al segundo, al tercero, al décimo requerimiento:
«¡Sí!»…; y cometen el pecado de vivir:
«porque el delito mayor del hombre es haber nacido».
Yo, amigo, seré como ellos. Ya estoy viejo, moriré pronto… ¡pero la vida me tienta! La vida prometedora no me ha dado aún todo lo suyo. Sé yo que sus senos altivos guardan infinitas mieles… Sólo que la nodriza es avara, y las va dando gota a gota… Se necesitan muchas vidas para exprimir algo de provecho… Yo volveré, pues, volveré… Pero ahora, amigo, no es tiempo de pensar en ello. Ahora es tiempo de pensar en el pasado. Conviene repasar una vida antes de dejarla. Yo estoy repasando la mía y en vez de escribir memorias, me gusta desgranarlas en narraciones e historias breves.
¿Quieres que te cuente una de esas historias?
—Sí, con tal de que en ella figure una hermosa mujer.
—En todas mis historias hay hermosas mujeres. Mi vida está llena de dulces fantasmas. Pero este fantasma de la historia que te voy a contar, mejor dicho de la confidencia que te voy a hacer, es el más bello.
—¿Qué nombre tenía entre los humanos?
—Se llamaba Ana María…
—Hermoso nombre.
—Muy hermoso. Oye, pues, amigo, la historia de Ana María.
Capítulo 1
¿Que dónde la conocí?
Verás: Fue en América, en Nueva York. ¿Has ido a Nueva York? Es una ciudad monstruosa; pero muy bella. Bella sin estética, con un género de belleza que pocos hombres pueden comprender.
Iba yo bobeando hasta donde se puede bobear en esa nerviosa metrópoli, en que la actividad humana parece un Niágara; iba yo bobeando y divagando por la Octava Avenida. Miraba… ¡oh vulgaridad!, calzado, calzado por todas partes, en casi todos los almacenes; ese calzado sin gracia, pero lleno de fortaleza, que ya conoces, amigo, y con el que los yanquis posan enérgica y decididamente el pie en el camino de la existencia.
Detúveme ante uno de los escaparates innumerables y un par de botas más feas, más chatas, más desmesuradas y estrafalarias que las vistas hasta entonces, me trajeron a los labios esta exclamación:
—Parece mentira…
«Parece mentira…» qué, dirás.
No sé; yo sólo dije: «¡Parece mentira!».
Y entonces, amigo, advertí, escúchame bien, advertí que muy cerca, viendo el escaparate contiguo (dedicado a las botas y zapatos de señora) estaba una mujer, alta, morena, pálida, interesantísima, de ojos profundos y cabellera negra. Y esa mujer, al oír mi exclamación, sonrió…
Yo, al ver su sonrisa, comprendí, naturalmente, que hablaba español: su tipo además lo decía bien a las claras (a las obscuras más bien por su cabello de ébano y sus ojos tan negros que no
parecía sino que llevaban luto por los corazones asesinados y que los enlutaban todavía más aún el remordimiento).
—¿Es usted española, señora? —La pregunté. No contestó; pero seguía sonriendo.
—Comprendo —añadí— que no tengo derecho para interrogarla, pero ha sonreído usted de una manera… ¿Es usted española, verdad?
Y me respondió con la voz más bella del mundo:
—Sí, señor.
—¿Andaluza?
Me miró sin contestar, con un poquito de ironía en los ojos profundos.
Aquella mirada parecía decir:
—¡Vaya un preguntón!
Se disponía a seguir su camino. Pero yo no he sido nunca de esos hombres indecisos que dejan irse; quizá para siempre, a una mujer hermosa. (Además: ¿no me empujaba hacia ella mi destino?).
—Perdone usted mi insistencia —la dije—; pero llevo más de un mes en Nueva York, me aburro como una ostra (doctos autores afirman que las ostras se aburren; ¡ellos sabrán por qué!). No he hablado desde que llegué, una sola vez español. Sería en usted una falta de caridad negarme la ocasión de hablarlo ahora… Permítame, pues, que con todos los respetos y consideraciones debidas, y sin que esto envuelva la menor ofensa para usted, la invite a tomar un refresco, un ice cream soda, o, si a usted le parece mejor una taza de té…
No respondió