Poesía amorosa: Poesía amorosa
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Sor Juana Inés De la Cruz
Sor Juana Inés de la Cruz (San Miguel Nepantla, Estado de México, 1651-1695) aprendió a leer a los tres años y desde ese momento centró su vida en las letras. Ingresó en el convento de San Jerónimo para huir de la vida mundana. Quiso dedicar todo su tiempo a la lectura y al estudio: sus intereses abarcaban varias materias, pero la sociedad en la que vivía la orilló a recluirse y a dejar de lado los libros. Murió durante una epidemia de tifus, mientras cuidaba a otras monjas enfermas. Aunque en realidad dedicó pocos años a escribir, su extensa obra abarca loas, sainetes, villancicos, sonetos, autos sacramentales y textos en prosa.
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Poesía amorosa - Sor Juana Inés De la Cruz
DIRECCIÓN EDITORIAL: Cristina Arasa
COORDINACIÓN DE LA COLECCIÓN: Mariana Mendía
CUIDADO DE LA EDICIÓN: Laura Lecuona
DISEÑO DE PORTADA: Javier Morales Soto
DISEÑO DE INTERIORES: Sara Miranda
FORMACIÓN: Ana Paula Dávila y Javier Morales Soto
ILUSTRACIÓN DE PORTADA: Isidro Antonio Reyes Esquivel
ICONOGRAFÍA: Darío Zárate Figueroa
CONTENIDOS DE SECCIONES DIDÁCTICAS: Carlos Tejada
ANTOLOGADOR: Carlos Tejada
TEXTO: Sor Juana Inés de la Cruz
Poesía amorosa
PRIMERA EDICIÓN DIGITAL: septiembre de 2017
D. R. © 2017, Ediciones Castillo, S. A. de C. V.
Castillo ® es una marca registrada.
Insurgentes Sur 1886, Col. Florida.
Del. Álvaro Obregón.
C. P. 01030, México, D. F.
Ediciones Castillo forma parte del Grupo Macmillan.
www.grupomacmillan.com
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Lada sin costo: 01 800 536 1777
Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana.
Registro núm. 3304
ISBN Digital: 978-607-621-942-3
Prohibida la reproducción o transmisión parcial o total de esta obra por cualquier medio o método, o en cualquier forma electrónica o mecánica, incluso fotocopia o sistema para recuperar la información, sin permiso escrito del editor.
La transformación a libro digital de este título fue realizada por Nord Compo.
PUERTAS DE ACCESO
Leer y entender poesía
Se lee poca poesía. Intentar negarlo es tan inútil como querer respirar debajo del agua. Seguramente hay muchas razones por las cuales esto ocurre, pero aquí nos interesa una en especial, el primer obstáculo al que nos enfrentamos cuando tenemos en nuestras manos un poema: la dificultad de entenderlo. Todos pasamos por eso, no sólo quienes por primera vez abren un libro de poesía o leen un poema.
A fin de cuentas, un texto, cualquiera que sea, persigue la intención de decirnos algo, y cuando lo leemos queremos descifrarlo, saber qué es lo que nos quiere decir. No es una reacción equivocada; el problema, más bien, es creer que todos los mensajes se pueden descifrar de la misma manera. Pretender entender un poema como se entiende un problema de matemáticas, o como un cuento o una novela, es un despropósito. En realidad, la poesía no es difícil de entender si se acepta que su comprensión pasa primero por los sentidos, luego por los sentimientos y después, sólo después, por el intelecto.
Curiosamente, para leer poesía hace falta aceptar la posibilidad de no entenderla. Suena raro, pero la poesía se entiende sólo si se reconoce que está bien no entender. Es como la música. ¿Alguna vez has oído a alguien decir que le gusta una canción porque la comprende? Si la gente creyera que para disfrutar la música primero hay que entenderla, en el mundo se oirían tan pocas canciones como se leen poemas.
Antes de leer los poemas de este libro, piensa en diferentes canciones que te gusten mucho: algunas tristes, otras alegres, unas largas y lentas, otras rápidas y cortas. ¿Qué tienen esas canciones? ¿A qué suenan? ¿Qué te dicen y por qué te gustan tanto? Seguramente te costará trabajo identificar razones concretas, pero observa esto: esas canciones predilectas tienen alguna armonía, alguna melodía, algún sonido especial que te hace sentir diferente. Es como si el sonido entrara por tus oídos y resonara dentro de ti. De pronto, la música te convierte en una caja de resonancia y tú te vuelves un instrumento que, en lugar de sonidos, toca sentimientos: sentimientos que se materializan en recuerdos, imágenes, deseos, fantasías, temores.
Cuando leas los poemas amorosos de Sor Juana, hazlo con la mayor libertad posible, de la misma manera como escuchas música. Abre el libro y léelo en desorden; escoge una página al azar; sáltate las líneas; lee los poemas a partir de la mitad, o del final hacia delante. No esperes que sean ellos los que te digan algo: más bien, tú busca una frase que te atrape, una combinación de palabras, una imagen. Leer es recolectar, elegir. Entonces, elige. Dales una vuelta y otra a los poemas; tarde o temprano descubrirás algo que te hable directamente a ti, como si fuera un secreto: algo que sientes tan profundamente que hasta parece que lo podrías haber escrito tú.
Piensa en la primera vez que oíste tu canción favorita. A lo mejor esa vez te sonó rara porque hasta entonces no la conocías; sin embargo, en ese extrañamiento descubriste algo que te llamó la atención, algo que se conectó contigo. Después volviste a escucharla, y ese pedazo que te atrajo se enlazó con otra parte de la canción; así fuiste reconociéndola por completo. Es igual con la poesía: una serie de palabras, una frase o una imagen que te gusta son la llave a las otras palabras, las otras frases, los otros versos. Busca, y verás que encontrarás: sólo en ese momento entenderás una parte del poema, cada vez un poco más, y justo cuando lo sientas, entenderlo será lo que menos te importe.
La Nueva España
Juana de Asbaje nació en 1648 o en 1651, no se sabe con seguridad. En ese entonces México era la Nueva España y estaba gobernado por virreyes enviados desde España, quienes duraban en su cargo entre siete y ocho años, según la voluntad del rey. Los virreyes no sólo eran gobernantes de las colonias españolas, sino, en gran medida, la representación viva del rey. Por eso ostentaban tanto el poder político como el judicial. A su vez, el virrey compartía el poder con la Iglesia. No olvidemos que la justificación primera y última de la conquista y dominio del territorio americano por parte de la Corona española era la evangelización, es decir, la conversión de los indios al catolicismo y, con ello, la salvación de su alma. A eso se debe el enorme poder que tuvo la Iglesia en la Nueva España.
Octavio Paz, en su extensa biografía Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, nos recuerda que a finales del siglo XVII el clero poseía la mitad de las tierras del territorio mexicano. Además, en ese entonces el catolicismo aún era una novedad en América, y por eso la Iglesia era muy recelosa de la información y el conocimiento que se transmitía. Ella era la rectora de lo que se podía o no pensar. Como apunta Paz, en los siglos que van del XVI al XVIII, la teología era considerada la ciencia máxima y en torno a ella se organizaba el saber: imagina que los físicos, los químicos, los biólogos o los ingenieros en sistemas de la actualidad eran en aquel entonces los religiosos. La Iglesia, pues, era la poseedora del conocimiento y contaba con un instrumento de persecución que infundía pavor absoluto para garantizar que las personas no se desviaran del camino que ella había establecido. Este instrumento era el Santo Oficio, es decir, la Inquisición, la misma institución que en Europa condenó a Galileo por seguir el pensamiento de Nicolás Copérnico, considerado una herejía, y afirmar que la Tierra se mueve alrededor del Sol.
En la Nueva España la educación y el conocimiento sólo podían obtenerse en tres sitios: la Iglesia, la universidad y la corte. No pienses que aquella universidad era como las que hoy conocemos. De entrada, en ella no se admitía a las mujeres. Más que fomentar el pensamiento crítico (es decir, uno que cuestiona y discute las ideas), se trataba de una institución que defendía a capa y espada los principios de la sociedad, con todo y su religión y sus