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El Tesoro Del Odio
El Tesoro Del Odio
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Libro electrónico195 páginas4 horas

El Tesoro Del Odio

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EL TESORO DEL ODIO es una de esas novelas que llegan al final y nos dejan pensando en cómo termina. Termina bien, termina mal, ¿termina? Lo importante es que nos deja pensando. Se la dediqué a Borges y a Schopenhauer; tendría que habérsela dedicado también a Michel Houellebecq, pues con el tiempo, y después de haber releído sus cosas, me doy cuenta de que se lo merece tanto como los otros dos.

El personaje principal es un hijo de labradores franceses que viven y trabajan en las mismas tierras desde hace siglos, tal vez desde siempre. Debido a los cambios que la economía del mundo moderno ha producido, ese personaje se encuentra obligado a irse al extranjero, donde comienza a descubrir una dualidad en sí y al mismo tiempo la muerte. Pero la muerte como paradoja.
Esta historia refleja una vez más la del exiliado que soy; el dolor del personaje (llamado Daniel como el de La possibilité d'une île), es el mío, y el amor entrañable que éste mismo muestra hacia su tierra natal, es el que yo siento hacia la mía. En EVARISTO CARRIEGO, Jorge Luis Borges nos dice que de la palabra labrador nos viene la palabra cultura; es de esto que comprendo que, si de la tierra recibe el hombre que la conoce su cultura, y si el idioma natal es para el escritor reflejo de tierra y de cultura, extirpado de la tierra que a uno lo ha hecho el idioma es su sola Patria. Con EL TESORO DEL ODIO he logrado ilustrar el amor por mis dos tierras, Argentina y Francia, y por la cultura franco-argentina.

Miguel Ángel Alloggio

IdiomaEspañol
EditorialEmooby
Fecha de lanzamiento30 mar 2011
ISBN9789898493828
El Tesoro Del Odio
Autor

Miguel Ángel Alloggio

Miguel Ángel Alloggio, Buenos Aires, 1955. Autodidacta.A partir de 1973 participé activamente en la creación de una revista underground de rock (El Hemofílico), aunque de marcada tendencia surrealista. En 1977, la dictadura de aquella época prohibió dicha publicación y pasé cuatro meses en la cárcel. Al salir descubrí que algunos de mis amigos y vecinos del barrio habían desaparecido misteriosamente; y me fui del país. Viajé a dedo, pasando por casi todos los países de América Latina y llegué a Méjico, donde gracias a las recomendaciones de Octavio Paz publiqué tres cuentos en suplementos culturales.En 1980 volví a Buenos Aires, y al ver cuánto habían destruido al país, y cuánto aún la policía me acosaba, decidí exiliarse definitivamente en Francia. Pero antes de salir de Argentina, por indignación, quemé mis libros y mis escritos. Una vez en Francia, dejé de hablar en castellano y aprendí el francés; tanto horror guardaba de la dictadura y de lo que los militares me han hecho siendo a penas un niño, que incluso esa única patria que es el idioma deseaba arrancarme del alma. En 1996, escribiendo en francés unos cuentitos para mis hijos, me empezaron a salir, en castellano, extrañas e inquietantes historias. Y comencé a darme cuenta de que ellas me traían todo el pasado que durante dieciséis años traté de destruir. De esta manera van apareciendo mis libros:LIBROSTRISTES METONIMIAS, se editará en España a fines de 2009 por Baile del Sol, en Canarias.EL AMOR AHOGADO, editado ya en España por Baile del Sol, en Canarias.EL TESORO DEL ODIO, editado en Buenos Aires por Proa-Versión digital-Editorial Emooby,2011LOS ENCONTRADOS, novela corta, Versión digital-Editorial Emooby,2011.

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    El Tesoro Del Odio - Miguel Ángel Alloggio

    Mi madre nos dejó, a mi padre y a mí, cuando yo tenía dos días de edad. Prefirió irse, y durante toda mi infancia, adolescencia y parte de mi edad adulta, nunca supe donde estaba. De ella me quedan los recuerdos que me inventé, como si esta invención me permitiese creer que se había quedado a mi lado durante el tiempo mínimo necesario para al menos darme algo. Tanto siempre he practicado y revivido esos artificios de mi imaginación, que llegué a creer en ellos, y a recordarlos como siendo reales. Pienso que esa fue una forma de ilustrármela inocentemente muerta, y de negarme a reconocer que había decidido alejarse para siempre de mí. Así es que rememoro su pelo negro, su piel muy blanca, su olor, y su voz, con la que hablaba, a veces, un dialecto gitano que mi padre no comprendía.

    Los de mi familia me hablaron muy poco de ella, y siempre con disgusto, poniendo en evidencia la intención de hacerme comprender que ha sido una especie de ser maldito; además, la manera como había hecho su aparición en el seno de la familia, ya sería prueba del carácter difuso de un alma bohemia. Había llegado al pueblo con un circo; el hombre que pasaba a la estancia a recoger la leche de nuestras vacas, aquel día le había obsequiado a papá dos entradas para el espectáculo, y papá fue, en compañía de un joven vecino de su edad y amigo suyo, y se vieron. Ella tenía dieciocho años, y papá diecinueve. Al final del espectáculo, papá atravesó la pista, se le acercó y se hablaron, y el amigo de papá volvió solo aquella noche. Al otro día, el circo se fue y papá volvió a casa con ella, y con una perra de ella, que se llamaba Atma. Trabajaban mucho juntos, la estancia florecía más que cualquier otra de los alrededores, y fue tres años después de su llegada, cuando mamá supo que comenzaba a engendrarme, que se casaron, en la municipalidad primero y en la iglesia después; como todo el mundo.

    Los nueve meses de gestación fueron los días más felices de la vida de mis padres, me contaron muchos de los míos. Pero después, cuando ella se fue dejándonos, los días felices desaparecieron para siempre de la existencia de papá, y en lo que a esto respecta, nunca se pudo afirmar lo mismo de mamá porque no volvimos a verla jamás. Papá se quedó solo en nuestra casa, en el noroeste de Francia; siguió ocupándose de sus campos y de sus vacas, pero como a todo labrador que no tiene esposa, su situación se le fue haciendo difícil, y comenzó a beber. Su joven hermana, Raymonde, que ya estaba casada, comenzó así a criarme. Ella, su marido Claude y mi primo Tanguy, se convirtieron así en mis más próximos. Más tarde nació otro primo, Bertrand, que fue como un segundo hermano. Con esos tíos y primos fui relativamente dichoso; siempre me trataron con el mismo amor que tenían para ellos, y nunca hubo disputas. Era gente sincera, de campo, correcta y modesta.

    Deseando agradecerles lo que hacían por mí, y con la intención de ayudarlos en lo posible, mi padre acabó por cederles la explotación de sus tierras, de sus vacas y de la casa. Y se fue a la ciudad. Llegado a Rennes, gracias a sus conocimientos de la agricultura, encontró un empleo en la municipalidad como jardinero. Era él quien se ocupaba de los canteros de flores de las calles y de mantener limpia una de las plazas. Pero sus penas no se apaciguaron con eso, y lo hicieron beber cada vez más, y terminó por suicidarse pocos días después de que yo cumpliera los diez años. Recuerdo que cuando me enteré de su muerte no pude llorar, tampoco dije una sola palabra durante cuatro días. Al final de todas las ceremonias, velorio, misa y entierro, cuando volvimos a casa, fui a mi cuarto para cambiarme, y en el espejo me vi y lloré. Lloré muchísimo, profundamente quiero decir, pero nunca nadie lo supo. Después de aquel desahogo me refresqué la cara con agua fría, me estiré en la cama una media hora para que el enrojecimiento de mis ojos desapareciese, y bajé para cenar con los otros.

    – ¿Me pasás el pan, Bertrand, por favor? –fueron las primeras palabras que me salieron después de aquel silencio que había hecho sin intención. Y en seguida todo volvió a la normalidad para nosotros.

    Fue más tarde, cuando era ya más grande, que un día, mientras con el tío Claude reparábamos una avería del tractor, así, sin saber de dónde me vino aquel impulso, le pregunté de qué manera mi padre se había suicidado. La verdad es que cuando me lo dijo aquello me causó tanta gracia que me eché a reír.

    – ¿Cómo se te ocurre reírte así, nene? ¿Te olvidás que se trata de tu padre? –me reprochó el tío Claude. No supe qué decir; tan sólo me disculpé. Aunque creo que le dio gusto saber que yo podía reír de aquella desgracia.

    Para sus desplazamientos en la ciudad, papá disponía de una camioneta de la municipalidad, y para guardar sus herramientas de jardinero, de una casucha en la placita que debía mantener limpia. En secreto, cuando ya había decidido quitarse la vida, puso en un balde la mitad de una cadena de dos metros de largo y la otra mitad la dejó afuera. Después llenó el balde de cemento y lo dejó secar. Un sábado al mediodía, puso el balde en la camioneta, se dirigió hasta una de las esclusas del Vilaine, y aprovechando la ausencia del guardián se ató la cadena alrededor del cuello, la cerró con un candado, levantó el balde lleno de cemento seco donde estaba aprisionada la cadena, y se tiró al agua. Cuando el guardián volvió de su almuerzo y vio las suelas de las botas de papá flotando hacia el cielo en su esclusa, llamó a los bomberos. ¡Cómo no reírse de aquel suicidio!

    Cuando pasé el bachillerato tenía veinte años; siempre fui mal alumno y había repetido dos veces. Inmediatamente me fui a vivir con una amiga belga a Bélgica. En Bruselas pasé dos años, hasta que mi amiga y yo nos separamos. De regreso, para cursar estudios me instalé en la misma ciudad donde se había suicidado papá, y entré en la facultad de medicina. Allí estudié durante cuatro años, hasta que un día, harto no recuerdo bien de qué, y tristemente debilitado mi entusiasmo por otra nueva separación, esta vez de una japonesa, los abandoné. Nunca sería médico, y eso le causó mucha pena a la tía Raymonde. Entonces, con el proyecto de trabajar en el campo, tuve la intención fugaz de regresar a mi casa y recuperar las tierras y las vacas que ahora estaban en manos de mis tíos y que aún me pertenecían. Pero como ya sabía, debido a haber intentado ser médico, y gracias al fracaso de esta iniciativa, que nadie puede ser lo que no es, sobre todo cuando tiene un espíritu rígido, no insistí demasiado en mi intento de convertirme en agricultor, oficio digno de gran respeto, pero para el que yo no había nacido. ¡Vaya uno a saber para qué nací!

    Finalmente, para ganarme la vida preferí quedarme en Rennes, y encontré un empleo en una compañía de seguros especializada en medio rural. Mi trabajo consistía en asegurar animales, tractores, estancias, empresas agrícolas… No estaba incómodo; con el coche recorría la región vendiendo pólizas o visitando a mis clientes; otra buena parte del tiempo la pasaba en las oficinas y no salía de la ciudad. Tenía amigos, salía con mujeres, iba al cine, a los restaurantes, invitaba gente a cenar en casa, vivía en un apartamento que alquilaba en el centro, visitaba a mis tíos y a mis primos seguido, los recibía, y llevaba así una vida banal, como un muchacho normal. Un buen día recibí una carta certificada, y al leerla me enteré que la empresa me ofrecía un despido económico, acompañado de una indemnización suculenta. Así fue que un mes y medio más tarde me descubrí desempleado. Tenía ya treinta y un años.

    La verdad es que encontrarme obligado a tener que trabajar para vivir siempre me ha parecido una injusta punición disfrazada de gracia. Trabajar es perder el tiempo por nada; trabajar, cuando uno lo hace y no tiene ningún don, es malgastar la vida. No obstante, seis meses pasados después de mi despido me puse a buscar trabajo a regañadientes. Y tenía tanta suerte que no encontraba.

    Como se ha advertido ya, eso espero, soy un personaje haragán, ordinario y agrio, del que no se deberá esperar refinada educación. En Ocho y medio, Federico Fellini dice, con la voz del bello Marcelo, que la verdadera dicha es lograr decir la verdad sin herir a nadie. Eso sólo bastaría para probar la existencia en el gran Maestro de una necesidad estética profunda; la de encontrar la imagen, la música, la luz y las palabras justas para llevar al público ante la evidencia, y sin herirlo; eso es para un cineasta el hallazgo de la belleza, de la poesía. De mí se esperará más bien la desdicha de no ser poeta, la herida. Espero que no se encuentre la mentira, porque sería peor.

    II

    Una mañana, mientras dormía, sonó el timbre de mi apartamento. ¿A quién se le ocurría entonces despertarme a las once de la mañana? Al abrir la puerta vi al cartero, que me traía una carta certificada de España. Como no entendía nada de lo que decía, y traducir con un diccionario me parecía extremadamente tedioso, la dejé sobre la mesa y decidí ir a almorzar con Denis, un amigo argentino, que trabajaba como profesor de castellano en Rennes, y que me la traduciría con gusto.

    Mientras Denis me leía esa carta, que había sido enviada por un notario de España, intuí que mi vida, a partir de ese momento, cambiaría definitivamente. También sentí un agudo espanto.

    El notario ese deseaba lo antes posible mi presencia en aquella ciudad ibérica donde, según él, había vivido mi madre, que acababa de morir. Treinta y un años y medio habían transcurrido desde aquel día en que me había abandonado, y ésa era la primera noticia que tenía de ella, la de su muerte, que me indicaba que había estado viviendo mientras yo crecía sin jamás haber sabido que aún existía. Mi indiferencia y desprecio hacia aquella mujer se habían acrecentado con el tiempo, y permanecían inflexibles, sobre todo después que comencé a comprender cuán dolorosa debió de ser mi infancia que había sentido la necesidad de inventarme recuerdos físicos de esa madre que tuve sin que estuviese a mi lado. Al ver la carta abierta sobre la mesa, después de que Denis me la leyera, comprendí que siempre había esperado algo por el estilo. Pensaba no responder, pero como mi madre había muerto, y ahora se trataba de una herencia en apariencia importante, decidí omitir mis rencores hacia la persona que en vida había sido el fantasma llamado mamá, y respondí al llamado de la muerta, que ahora existía más de lo que en vida había existido la ausente.

    Aquel mediodía, Denis y yo nos emborrachamos –para festejar la entrada del alma de mamá en el purgatorio–, me dijo mi amigo, que no se atrevió a decir infierno. Borracho como estaba, una herencia en España me hacía imaginar cuentos de riquezas bañadas de sangre, con españoles degollando indios sobre enormes cofres repletos de oro y cabezas humanas rodando como melones. Después de la borrachera y los festejos hablé con Raymonde y Claude, quienes, claro está, me aconsejaron ir a España cuanto antes. Solicité la compañía de Denis, quien, por ser funcionario, no tendría problemas para ausentarse de sus obligaciones laborales –todo el mundo sabe que en la función pública el ausentismo es el deporte más practicado por los colaboradores del Estado Francés–, y me serviría de traductor. Salimos inmediatamente. Mis tíos me pidieron que volviese rápido. En el momento de subirme al coche de Denis se los prometí porque estaba seguro que no tardaría en hacerlo. Pero una vez allá, en esa región de España, sin darme cuenta se retrasó mi retorno.

    Al llegar nos albergamos en un hotel. Como ya desde el comienzo de mi estadía sentí fuertes deseos de volver a mi país, no tardé en pedirle a Denis que llamase al notario de mi difunta madre para anunciarle mi presencia en la ciudad y solicitarle una cita lo antes posible. Nos acordaron una reunión para el otro día por la mañana, y eso me dio mucho gusto; no quería perder más tiempo.

    Las oficinas del notario estaban cerca del hotel, ubicado en una zona de la ciudad no muy céntrica; eso nos permitió ir a pie. Al entrar en el inmueble, luego de haber tocado el timbre y de haber recibido en respuesta la abertura de la puerta por la secretaria desde arriba, un portero indiscreto se nos cruzó en el hall de entrada y quiso saber dónde íbamos. Denis y yo, comentando la desagradable curiosidad de ese personaje, y riéndonos de su ocurrencia, seguimos de largo e ignoramos la presencia del meterete en cuestión; pero como insistió en informarse, mi amigo le respondió que si nos habían abierto la puerta desde arriba era porque la persona que teníamos que ver, sin que todo el mundo se enterase, estaba de acuerdo, y por eso lo había hecho. La respuesta ofuscó aún más a ese pobre diablo, que incluso hizo el gesto de prohibirnos el acceso al ascensor si no le decíamos dónde íbamos. Tan sólo le reímos en la cara, y subimos por las escaleras. Muy ridículo era ese pobre viejo panzón, vociferando palabras ceceadas y corriendo con dificultad detrás nuestro, con un trapo de piso escurrido en la mano y oliendo a lavandina. A propósito subimos velozmente las escaleras; nuestra juventud, delgadez y estado físico, nos permitieron perderlo en el primer piso, continuar hacia arriba, y encontrar un ascensor parado en el tercero, con el que subimos hasta el décimo y luego bajamos hasta el octavo, para volver a bajar a pie y sin hacer ruido hasta el sexto, donde estaban las oficinas de los que me esperaban. Al entrar, estábamos muertos de risa y agitados; la secretaria, una muchacha bien construida por Dios por todos lados, al vernos sonrió con nosotros. Denis le explicó que corrimos para evitar al portero y ella le hizo saber que la curiosidad de ese hombre era bien conocida ya en el edificio. Yo tenía ganas de entablar conversación con esa muchacha, y así ir hasta invitarla a cenar. Y ya me daba cuenta de que no sabía hablar en castellano cuando el notario se presentó por detrás…

    – ¿Señor Daniel Guiton? –preguntó.

    –Sí, soy yo –respondí, me di vuelta y seguimos su ademán, que nos invitaba a pasar a su oficina. Avanzamos hacia el interior.

    Le presenté a Denis como mi amigo y traductor, y el hombre nos suplicó que tomásemos asiento. Sobre su escritorio había una hermosa escultura de bronce que representaba a Don Quijote junto a su amigo Sancho Panza, una lámpara de mármol con una pantalla de vidrio verde estilo art-deco, un corta papeles de bronce, lapiceras gordas, y carpetas con los documentos pertinentes al expediente de mi difunta madre. El hombre se sentó ante nosotros, se puso cómodo, y tomando un paquete de cigarrillos nos preguntó si nos molestaba que él fumase durante la reunión. Le respondimos que no, nos propuso un cigarrillo, se lo agradecimos sin aceptarlo, y exclamó: Veamos pues.

    Comenzó entonces a explicarme la voluntad de mi madre. Ella asignaba como únicos herederos a mi hermano y a mí.

    –Perdón –interrumpí, preguntándole a Denis qué quería decir eso de hermano mío. En efecto, mi madre y su marido español habían tenido un hijo, con el que yo debería compartir la mitad de la herencia, aunque con una sola condición para mí,

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