La desilusión óptima del amor
Por Cristina Rascón
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La desilusión óptima del amor - Cristina Rascón
la desilusión óptima del amor
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cristina rascón
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UNIVERSIDAD VERACRUZANA
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Primera edición, 24 de noviembre de 2023
D. R. © Universidad Veracruzana
Dirección Editorial
Nogueira núm. 7, Centro, CP 91000
Xalapa, Veracruz, México
Tels. 228 818 59 80; 228 818 13 88
direccioneditorial@uv.mx
https://www.uv.mx/editorial
ISBN electrónico: 978-607-8923-71-7
Cuidado de la edición: Silverio Sánchez Rodríguez;
Maquetación e ilustración digital de forros: Diana Azucena Arriaga Viveros
Producción de ePub: Aída Pozos Villanueva
a Mauricio Molina (†)
Contigo descubrí la ecuación del amor
It is only in the mysterious equations of love that any logical reasons can be found.
John Forbes Nash
(Premio
N
obel
de
E
conomía),
A
beautiful mind
,
2001
love
is the only constant
among so many variables
David Watts
Todo empezó cuando vi la cabeza parlante
(o por qué no hemos encontrado un modelo de desarrollo económico sustentable para Latinoamérica)
Una muchacha dulce y delgada, en pantalones deportivos blancos, con la sugerencia gastronómica sobre la zona de las nalgas: EAT ME, camiseta blanca, coleta rubia, zapatos tenis gastados y la mirada furtiva, subió al vagón de metro y tomó el primer asiento disponible. Al sonido de la marcha, con dedos índice y pulgar abrió discreta su bolsa deportiva, también blanca. Era una pequeña maleta para ir al gimnasio. De entre los dientes de la cremallera asomó una mata de cabello desaliñado y alcancé a ver, saltones, los pelos de las cejas. Ella dijo algo así como: ya no me estés diciendo, ya no me estés diciendo. La cabeza susurró algo de regreso, o así me pareció. La chica controlaba en sus rodillas el vaivén de la bolsa de gimnasio. La voz de la cabeza era de hombre. Cerró la cremallera y, para el mundo, no era más que una chica más, camino al gimnasio, maleta sobre las piernas. El resto de la cabina leía. Alguien miró de reojo a la joven, sin girar el cuello.
A partir de entonces ya no fui el mismo. Todos en clase lo notaron. Mi tutor, primero con sorpresa, luego con recelo y, al final, con odio indisimulado, rechazó una y otra vez mi propuesta de tesis. Incluso mi madre, en su país tan lejano, empezó a escribir con mayor frecuencia y en un tono cada vez más espeluznante.
Cuando la chica bajó del metro, bajé también. Por la salida en que ella apresuró el paso, salí animado. Al detenerse, dudosa, unos metros delante de mí, para después entrar a un baño público, le seguí por el hueco ciego de su espalda. Nadie notó cómo me colé al baño de mujeres: el conserje se metió a una especie de bodega y me filtré en cuanto salió una señora regordeta, de facciones yugoslavas. Era el baño de la estación de la Ópera, donde se arrojan moneditas para entrar mientras unas bocinas lanzan de fondo El Danubio azul de Strauss.
Me metí en uno de los servicios y alargué la oreja:
—Ich liebe dich.
—Ich auch, Liebling, ich liebe dich.
—Ay, cómo te extraño ‒dijo la voz de la chica.
—Aquí me tienes ‒dijo la voz de hombre en sus cuarenta.
Luego escuché suspiritos de la joven. Aspiraciones entrecortadas. Prolongaciones de vocales mezcladas de una manera irreconocible…
—Aahhïïï, üeooohh, uuueehhhhi, es que no puede ser, amor, no puede ser, eres tan-bue-noooo…
—(un poco asfixiado) Es que yo sé lo que te gusta, mi amor, yo lo sé…
—Aaaahhh, ¡cómo me en-can-taaaas! Aaauuüüuuoohhhu…
Mejor me voy, pensé, si me descubren no sé de qué serán capaces, tal vez me degüellen y arrojen mi cabeza a un prostíbulo de cabezas parlantes para damas adineradas… Pero en ese momento entró una próxima vecina. Alguien viene ‒escuché apenas en el murmullo de la chica‒. El hombre tosió. La efímera vecina jaló la palanca y ni las manos se lavó. Creo que reconoció el tono gutural de la cabeza sin cuerpo. Ahora sí, me dije, yo me largo, estos austriacos están relocos… Pero la puerta de la pareja se abrió primero. No me dejes aquí ‒dijo el hombre‒. Un momento, sólo –respondió ella‒. Entreabrí mi puerta de metal y ahí estaba, sobre el lavabo, indefensa: la mismísima cabeza parlante, con el cuello breve e incipiente enredado en una toalla, girando los ojos con cautela. Primero a la derecha y luego a la izquierda.
Las cartas de mi madre solían preguntar, al inicio, sobre las costumbres de los austriacos, si podría transcribirle la receta de la Wienerschnitzel, si el clima llega a estar a menos cero y qué se hace en semejante caso
, incluso llegó a temer por mi vida porque si a los cero grados se congela el agua y sales de casa desprotegido, ¿no se te congelará la sangre?
Luego empezó a dilucidar que si yo no hablaba inglés cómo hacía en la universidad, si el alemán era muy difícil de aprender, si había conocido a alguien que hablara español, si salía con alguna chica, de donde quiera que fuere estaba bien, decía, lo importante era que no estuviera solo.
Observé cómo la cabeza sobre el lavabo movía los ojos cada vez más rápido, de un lado a otro, y pestañeaba sin cesar. Recordé la costumbre que una amiga mexicana hizo bien en explicarme durante mis primeros días en esta ciudad, cuando me hospedó casi gratis en el noveno distrito. Era un edificio de diez pisos sin elevador. Cuando escuches por detrás de la puerta que un vecino va saliendo, tú no salgas, espérate… –dijo muy clara, muy precisa–, hasta que dejes de escuchar los pasos y las voces ya sales, es para no saludarse, los vecinos aquí no se saludan, es de mala educación andar platicando, los incomodas, así son aquí, son sus costumbres de ellos…
Así que, si de costumbres se trata, yo no debería incomodar a la cabeza parlante, vecina efímera del baño público, sensible y expuesta, ¿no? Yo debería refugiarme en mi escondite hasta que no hubiera vecinos a la vista, ¿no? Hasta escuchar los pasos y las voces de la chica y su fragmento de pareja alejarse. ¿Cuántas chicas con bolsas deportivas cargando cabezas parlantes habría en el metro y en el tranvía? ¿Cuántas no habrían expuesto sus parejas-cabeza todavía en la escalera del edificio, antes de salir a la calle y sólo entonces cerrar la cremallera de sus mochilas? ¿Será por eso que hay que esperar a que los vecinos se vayan para salir uno de casa, para no incomodar a las cabezas al observarlas con recelo? ¿Cuántos hombres y mujeres fingen ir al gimnasio siendo que, en realidad, buscan un lugar íntimo donde desplegar fantasías con su amorosa cabeza sin vecinos escuchando o sólo para cambiar de aires?
Aunque mi profesor ha intentado enseñarme un par de usos y costumbres austriacas… lo más difícil ha sido acostumbrarme a eso de llamarle con sus tres o cuatro títulos antes de decir su nombre: Herr Professor Doctor Magister Magister y cuanta cosa, peor que las reverencias de los burócratas en mi país. Tampoco he podido acostumbrarme a tener que escribir y reescribir la introducción de mi tesis, porque ‒según dice Herr Professor Doctor Magister Magister ‒aquí en Austria sí les importa saber de dónde viene uno como estudiante, de donde nace el interés genuino de estudiar e investigar un específico tema económico. Pero yo sólo sé que quiero estudiar desarrollo económico. Soy de un país de Latinoamérica y tengo una beca. No hay becas para otros temas, sólo hay para ciencia y tecnología, o desarrollo económico. Y como no soy científico ni ingeniero, no se me ocurre otra cosa.
Así mismo, sospeché que eso de no saludar a los vecinos sería una costumbre muy gélida para nosotros los latinos y que yo no iba a poder cumplirla del todo. Creo que esa costumbre bien podría ser una de las razones por las que nunca en veinticuatro años encontraron en un pueblito austriaco a esa mujer cuyo padre la encerró en el sótano y tras varias violaciones ‒según define la prensa‒ procreó siete hijos con ella… Costumbres, supongo. Luego está la noticia del caníbal. Resulta que dos enamorados o, más bien, dos hombres en una cita a ciegas, acordaron devorarse el uno al otro. Comerse, sí, desmembrarse vivos y masticar sus miembros. Para ello, primero se anestesiaron mutuamente. Uno se arrepintió, pero el otro le obligó a comer su pene frito en mantequilla, o algo así, hasta dejaron un vídeo (sí, lo grabaron, les digo, estos austríacos están relocos).
Así que, me dije, después de todo, es entendible tanto secreto… ¿Se acusaría a la muchacha de encefalorasta? Por ser una cabeza adulta no se podría alegar que los actos cunnilingus fueran en contra de su voluntad. Pero… ¿sería un acto clandestino porque tal vez la chica era casada, o la cabeza misma? ¿Será que el hombre-cabeza convenció a la chica de comerse uno a uno los miembros de su cuerpo dorados en mantequilla? ¿Le tocaría ahora a ella el turno de convidarle y por eso la frase invitación en la zona de sus nalgas? ¿O será que la cabeza formaba parte de algún show, circo o prostíbulo y ahora se arriesgaban a empezar una vida nueva lejos de ese oprimente lugar? ¿Serían inmigrantes o delincuentes ilegales saltando de país en país con la mira de llegar a los Estados Unidos o de perderse en alguna llanura africana? ¿Habrían cometido algún crimen entre los dos, se habrían desecho del pasado de él, de ella, o de todo un pueblo que los atormenta?
Lo que pensé sin duda necesario para la pareja era