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Podrías ser tú
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Podrías ser tú
Libro electrónico400 páginas6 horas

Podrías ser tú

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Podrías ser tú...

Es la clara superación de la desgracia y de la maldad inherente al ser humano. Después de la caída sólo se puede rebotar hacia arriba y con el infinito como medida más exacta. Desde muy pequeña supo que la vida es trágica y que, de la tragedia misma, tuvo que desempeñar su papel principal: alguien decidido a no olvidar nada de su vida para poder perdonar de manera irrenunciable a su origen existencial.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 dic 2015
ISBN9788491122647
Podrías ser tú
Autor

Venusiana

Se formó en la escuela de la vida, no exenta de suspensos. Sus títulos de aprendizaje son autodidactas, casi en su totalidad. Aún así pudo tener títulos oficiales que nada tienen que ver con la idea de escribir un libro. Lo que aprendió se lo debe, prácticamente todo, a su curiosidad por adentrarse en la psique humana de manera sutil con el único objetivo de averiguar si ella era la loca o era el resto del mundo. No se puede decir que invirtiera mucha parte de su tiempo en minimizar la increíble maraña de la vida, siempre tuvo muy claro que el ser humano se guía por un simple líder carente, objetivamente, de los deseos del prójimo. Por esta trágica incógnita, decidió ser una alma dedicada a la esperanza de poder escalar los peldaños de la vida sin dañar, conscientemente hablando, a nadie. El tiempo dirá si lo consiguió o no.

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    Podrías ser tú - Venusiana

    © 2015, Venusiana

    © 2015, megustaescribir

          Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda             978-8-4911-2263-0

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2264-7

    En la primera noche de primavera de un determinado año del siglo XX vino al mundo un ser imbuido, desde el primer instante, en el dolor. En el dolor de la tragedia propia y ajena.

    El parto que logró expulsarla fue trágico, demasiado duro para un bebé de apenas unos segundos.

    La tragedia siempre ha formado parte de su vida cómo la savia lo es para el reino vegetal.

    Su nombre de pila podría ser perfectamente Tragedia, pero fue bautizada con el santo nombre de Inocencia. En este bello y preciso momento podría llamarse María Dolores del Alma Suya.

    Para concebir y entender su vida es necesario comenzar por dónde establecen los cánones: por el principio.

    Antes de ello, mi primera pregunta es saber y asimilar cómo un óvulo y un espermatozoide, el más rápido pero no necesariamente el más astuto, inciden en que el nuevo embrión, feto y bebé sean tan terriblemente trágicos. Debe ser debido a complejos sistemas aleatorios que autorizan y proporcionan que la gestación esté impregnada exclusivamente de tragedia.

    No oculto mi colosal ansiedad de averiguar tan desmedida tragedia y, en última instancia, de entender de dónde exhibió tanta fuerza interior para que su vida tuviera los derroteros que ella misma se propuso desde su primer día en este, tan especial y excéntrico, mundo.

    Conocí a Inocencia en una soleada y agradable mañana del mes de junio. Mis padres se trasladaron de barrio y fuimos a establecernos en el mismo edificio dónde vivía Inocencia junto a su familia.

    Recuerdo, con gran desmedida, su impactante mirada. Sí, impresionante e impenetrable. En sus ojos se permitía leer que no iba a transigir, bajo ningún pretexto, que nadie penetrara en ella. En aquél conciso y breve momento comprendí, de manera intuitiva, que junto a Inocencia empezaba una terrible batalla para lograr su amistad. Confraternidad que tardaría bastante tiempo en dar sus frutos.

    Mi longevo y abrupto barrio, en sí mismo, no era un suburbio debidamente asfaltado, con los semáforos necesarios para dirigir a los transeúntes, con edificios acordes al momento histórico ni con parques para poder explayarse después de una estresante jornada en la escuela. Era, simplemente, un conglomerado de ruinosas y descompuestas casas desde el tejado hasta el suelo.

    Mi casa, por designarla de alguna manera real, estaba compuesta de lo más imprescindible para poder residir. Carecíamos de animales, fueran o no de compañía.

    Estaba formada por una cocina, una habitación denominada cuarto de aseo, el comedor y dos habitaciones. No existían puertas divisorias entre las diferentes habitaciones y en el salón-comedor había una especie de mueble que albergaba un televisor en blanco y negro que funcionaba, cuándo así lo decidía ella, merced a destellos de fortuna.

    El resto de casas, por denominarlas casas, estaban compuestas en la superficie a modo de zigzag, dando al barrio un aire de exacerbada inmundicia y repleto de vetustos caminos que no llevaban a ninguna parte en concreto.

    Salías de casa e inmediatamente te adentrabas en la tierra. Cuando llovía era inimaginable poder dar dos pasos armónicas sin lograr caerte al suelo totalmente lodoso, debido a aquélla falta de canalizaciones debidamente insertadas de manera civilizada y coetánea a la época en que se moraba y que no era otra que a principios de los años setenta. La vista era a la vía del tren, cuya estación brillaba por su ausencia. En estos años, cuando escucho a determinadas personas decir que se merecen un lugar mejor para habitar no puedo echar la vista atrás y rememorar mi vida en aquélla jaula de suciedad y de inmunidad ante cualquier evento relacionado con enfermedades contagiosas.

    Al mudarnos de barrio vi la luz por primera vez en mi corta, pero feliz vida. No es que fuera Pedralbes, la Castellana o la Moraleja, sin embargo pude sentir la civilización en todo su apogeo y el progreso bien establecido.

    Estaba ataviado de edificios en la zona suroeste y por campo en la nordeste. En frente se vislumbraba hasta un excelso campo de fútbol. Existía la carretera debidamente asfaltada, semáforos y hasta un parque. Inclusive, no habitaban los animales típicos de compañía, tales como perros, gallinas, pavos o conejos.

    El edificio era de nueva construcción y ¡tenía ascensor!

    Me amoldé excesivamente veloz a mi nueva vida en mi nuevo barrio. El piso ya no era aquél cuchitril lleno de amargura y soledad, sino era un piso con todas las comodidades necesarias para poder arraigarse de manera refinada y sociable a la vida con los de tu especie.

    Tampoco sentía congoja cuándo llovía. ¡No había goteras! Estaba debidamente construido.

    Estaré eternamente agradecida a mis padres por aquél maravilloso cambio. Perpetuamente complacida de sentir lo que lucharon por sus dos hijos de manera totalmente gratuita.

    Me consideraba una persona, no un animal. Mis padres, con mucho esfuerzo, otorgaron a sus vástagos aquello que nunca obtuvieron con anterioridad: un piso en condiciones solubles y saludables. Todo este admirable cambio se lo debo a ellos.

    Cuando vi por primera vez a Inocencia, ambas teníamos 14 años. Una edad difícil, muy complicada para conocer al resto de la gente. La adolescencia es el amor por el yo. Es un círculo que empieza y acaba girando todo alrededor de dicho pronombre personal: yo soy, yo estoy, yo quiero, yo hago y sus correspondientes formas negativas: yo NO.

    Inocencia era el paradigma del yo no quiero saber nada de nadie. No me interesáis en absoluto y si me cautiváis, desaparezco. No tengo ningún tipo de problema en decidir qué es lo que quiero realmente para mí en esta vida cargada de gérmenes y dónde el más letal es el ser humano.

    Lo único que me costó en mi nueva y extraordinaria vida fue entender, desde el primer día, que aquélla mirada inaccesible no me iba a poner el camino asequible para fraguar una amistad, en principio, de adolescentes.

    Transcurridos unos días, coincidimos en la matriculación del Instituto. No sabíamos que íbamos a coincidir, como mínimo, en el mismo lugar de estudios. Teníamos algo en común: decidimos cursar estudios de Grado Medio. Mientras rellenábamos nuestros formularios, nuestras madres decidieron salir de aquél lugar destinado a la información en dirección a respirar el aire de la mañana.

    Reconocí que fue una gran sorpresa encontrarme con Inocencia. Desconocía si aquélla impresión sería positiva o, por el contrario, negativa. Sería el tiempo quién otorgaría el grado de positivismo o negativismo en ella.

    No supe más de Inocencia hasta septiembre con el inicio del nuevo curso. Lo qué sí estoy en condiciones de asegurar es que si el mismísimo Albert Einstein hubiera tenido la oportunidad de conocer a Inocencia, su famosa fórmula E=m.c2, c2 sería Inocencia y, en lugar de al cuadrado, sería elevada a la enésima potencia.

    Una de las características en aquéllos tiempos de Inocencia era su enorme brillantez para transmitir a los demás el famoso lapsus que afirma: si quieres, yo no. Si no quieres, yo sí.

    Su parábola era no inmiscuirse en la vida de nadie, por muy repleta que ésta fuera. Ni que nadie injiriera en la suya. Desde muy temprana edad consideró que no valía la pena dejarse llevar por los sentimientos. Éstos se encontraban ubicados en un lugar totalmente olvidado por ella y no estaba dispuesta a dejarlos aflorar por nada ni por nadie. Decidió que no era necesario comunicarle al mundo qué era lo que le satisfacía o le dolía. Era un espíritu libre y terco hasta la saciedad.

    Inocencia era un iceberg dónde sólo podía pernoctar el pájaro bobo. Se juró a muy temprana edad que nadie penetraría por nunca jamás dentro de su verdadero yo, o quizás, dentro de su superyó, o para ser más pertinente, en su ego. Transformó la tragedia en humor. Un humor sarcástico impregnado de dolor por todos los poros de su piel y, por ende, de su propia vida.

    Aún recuerdo una mañana que salíamos de casa para ir al centro de estudios. Llamó a su madre por el interfono, con el objeto de que le lanzara por la ventana el portafolios olvidado en la mesa de estudio de su cuarto. Cuándo le lanzó el portafolios, cayeron las hojas inertes desde el cielo. En ese preciso momento salió Doña Julia, la vecina del 4º, diciendo con aspavientos y demasiado alterada para ser las ocho de la mañana: ¿De dónde se ha caído la chiquilla?.

    Gritaba horrorizada al imaginarse la escena. Llevaba posiblemente la palabra tragedia grabada a sangre y fuego en la frente y en la espalda.

    Doña Julia era una señora de mediana edad. Casada, pero sin descendientes. Delgada y con una manera muy peculiar de caminar. Era tranquila, pausada y observadora. Una gran persona con graves problemas respiratorios: fumaba. Al final de sus días iba acompañada de una botella de oxígenos a la espalda.

    Era bastante inteligente y se encontraba, sobradamente, saturada del ser humano en toda sus extensión.

    Inocencia y yo la buscábamos los fines de semana para dialogar con ella sobre cualquier tesis de interés, nos afectara o no en aquél momento. Siempre se encontraba en el mismo lugar a la misma hora, sola o en compañía. Fue una delicia conocer a aquélla mujer de aspecto soberanamente débil.

    Nos sentíamos medianamente libres cuando nos poníamos a dialogar con ella ante cualquier tema que nos pudiera interesar o afectar. Normalmente los contenidos versaban sobre qué era lo establecido o no en la manera de vivir y quién decidía la ética y la moral para poder seguir creciendo de manera libre y sin dañar al prójimo de manera consciente.

    Inocencia era la más reacia a mantener una conversación con aquélla señora de apariencia frágil. Al cabo de conversaciones mantenidas a lo largo del tiempo, Inocencia pudo cerciorarse de que Doña Julia era una persona cabal en sus dictámenes.

    Conversábamos de cualquier asunto con aquélla fantástica señora. Los temas versaban sobre nuestras inquietudes, nuestros temores, nuestros deseos, nuestros anhelos y ella se limitaba a escucharnos de manera muy seria y coherente, quizás pensando que eran los problemas lógicos de nuestra edad.

    Doña Julia fue uno de nuestros verdaderos apoyos en aquéllos tiempos tan convulsos.

    Cuándo teníamos 16 años despareció de nuestras vidas de manera fulminante. Murió completamente asfixiada por el maldito tabaco. Fue una de las pocas veces que vi a Inocencia llorar por la pérdida de alguien. Nos quitaron de un plumazo una parte de nuestro desconocido ser. Al menos, para mí. A Inocencia, en principio, no pareció afectarle la pérdida tanto cómo yo la sentí. Cada persona es un mundo e Inocencia era el mundo al revés o el revés de los años vividos y experimentados de manera totalmente influyente en cada una de nuestras frágiles y, a la vez, compactas almas.

    Jamás olvidaremos a aquélla admirable señora que nos escuchaba y nos asesoraba de forma clara, concisa y breve. Si lo bueno es breve, es dos veces bueno. He dicho olvidaremos porque Inocencia, con el paso del tiempo, me explicó que Doña Julia fue un soplo de aire fresco en la peor etapa de la vida: la adolescencia.

    En lo que a mí respecta, le estaré muy agradecida sobre lo que me comentó de Inocencia, aquél día en el que se ausentó por estar griposa.

    Cuida a Inocencia y no le hagas daño gratuito. Es tremendamente inteligente, pero muy vulnerable en el mundo de los afectos. Ten la suficiente paciencia y ármate de un incuestionable valor con el fin de otorgarle la mayor de las confianzas. Si logras que deje a un lado su miedo a confiar en los de su especie, Inocencia será lo que desee y le apetezca ser en la vida. Has de conseguir que deje el tabaco... Sé que fuma por el olor tan característico que deja esta pistola denominada tabaco. Qué su obstinación sea tu fuerza para con ella. Cuídala siempre ya que te necesitará constantemente en su vida.

    Desde luego que la acaté. Espero que sepa que lo conseguí, con muchos altibajos, pero lo logré.

    Aquélla sublime señora de apariencia débil y endeble estaba repleta de una grandísima fuerza interior. Se erigió como uno de los pilares básicos de Inocencia y míos. Nunca la olvidamos ni jamás la olvidaremos. En la adolescencia, nos dio a raudales una sabiduría de manera altruista, sin darle nada a cambio. Dar las cosas de forma gratuita forma parte de personas que urden que la vida sea maravillosa y divina.

    Nuestros paseos de casa al estudio y del estudio a casa eran sombríos, acrecientes de conversaciones típicas de adolescentes. Inocencia se limitaba a asentir o a negar con una habilidad pasmosa. Yo, contrariamente, veía la vida desde un prisma mucho más saludable; tanto para mí cómo para el resto de los mortales.

    Inocencia, en cambio, vivía sin vivir. Veía la vida pasar a una velocidad portentosa y sin que ella quisiera, que es lo verdaderamente horripilante, detenerse por un momento y poder saborear las cosas positivas que tiene y te da la vida.

    Fue una perfecta autómata dentro de su cárcel de cristal debidamente construida el día que nació y dedicándose a ornamentarla con las experiencias vividas. Vivía sólo y exclusivamente para ella y su brújula era ella misma. Hizo del instinto su manera de salvaguardar lo que más quería y de lo que más poseía: su magnífica inteligencia. Con mucha astucia, demasiada para su edad, manifestaba que no sabía ni el cómo ni el por qué. ¿Qué cómo? ¿Qué por qué?

    Con el tiempo, el aprendizaje y con muchas ganas averigüé el cómo y el por qué. Me costó muchísimas horas dedicadas a Inocencia, pero con trabajo, esfuerzo, comprensión, aprendizaje y aprehendizaje realicé que Inocencia saliera, poco a poco, de su cárcel de cristal.

    En las clases de Filosofía, Inocencia era un ser hermético. Demasiado inaccesible se mostró sólo para tratar de profundizar en los comentarios de Sócrates, Aristóteles, Platón, Kant, Descartes, Schopenhauer y tantos y tantos otros, que intentaron dar sentido a la vida y al ser humano desde diferentes prismas y en toda su extensión. Su axioma en este sentido fue: Sólo sé que no sé nada.

    Recuerdo un día en el que el profesor de Filosofía, el Sr. Ibáñez, muy enfadado, irritable y muy apesadumbrado se dirigió a Inocencia, espetándole que hacía los comentarios de texto cómo un telegrama y que se comportaba cómo una perfecta crápula.

    Toda la clase reaccionó de la mejor manera que pudo, mediante el insonoro silencio. La cara de Inocencia estaba completamente desencajada, denostada. Se dirigió al Sr. Ibáñez y con voz clara le dijo: No escribo al final de cada párrafo el vocablo STOP, así que le solicito que no tergiverse la verdad a su antojo y voluntad. Si ha de suspenderme, suspéndame por motivos estrictamente académicos y no por asuntos que no tienen nada que ver con la de ser docente de la Filosofía. La Filosofía para mí es el arte de la retórica fructuosa, pero la mayoría de veces infructuosa. Salvo Nietzsche y Sócrates, no me quedo con ninguno. Bueno, sí, con la cita de Descartes, la que dice: Pienso, luego existo. Y pare usted de contar. Cómo usted comprenderá, la Filosofía no me dice absolutamente nada sobre mi manera de sentir el mundo que me circunscribe".

    No tuvo otra opción que aprobarla.

    Inocencia hacía énfasis en la verdad. ¿Qué verdad? La verdad absoluta no existe y la verdad a medias es muchísimo más cínica que la mentira. En ese aspecto, Inocencia manifestaba ser una gran maestra. Maestría que fue recopilando a lo largo de sus 15 primeros años de vida y... muerte.

    Si Sófocles, Esquilo y Eurípides hubieran sido coetáneos a nuestro tiempo, al de Inocencia y el mío, hubieran escrito el epílogo de la tragedia. Estoy tan segura de ello cómo lo estoy de que Inocencia lo estaba de su imperecedero y perenne transcurrir en el tiempo sin pena ni gloria.

    Se dijo mucho tiempo antes que no estaba preparada para dar rienda suelta a su inherente sabiduría. Sabiduría innata a ella cómo innato era su orgullo. Orgullo y sabiduría fueron las constantes de Inocencia desde su nacimiento. Podrían identificarse dichas constantes cómo el esperpento de su vida hecho realidad.

    No recuerdo, con exactitud, cuándo Inocencia y yo mantuvimos nuestra conversación más transcendental, real e interior. Lo que sí puedo asegurar es que fue ella quién lo decidió y quién la inició.

    Una de las cosas que más me impactaron de ella fue el hecho de comentarme que tenía toda la libertad del mundo para llamarle Ino. Le pregunté por qué y mirándome fijamente a los ojos me comunicó lo siguiente: Siempre que desees saber algo que yo no quiera tendrás cómo resultado I-NO quiero seguir hablando de ese tema.

    Mi reacción antes tan crueles, desgraciadas y sibilinas palabras fue que para qué quería seguir en que Inocencia intentara sincerarse y confiar en una adolescente que sólo deseaba que los que estaban a su alrededor fueran dichosos. Nada más pretendía que pudiera sobrellevar sus penas, cómo yo podía tolerar las mías. Sólo quería que tuviera ganas de vivir, de superarse desde la óptica de la visión propia cómo método adecuado para seguir adelante con los problemas que, de una manera u otra, son análogos a todo ser humano. Tras un problema aparece la solución, sólo se necesita poseer las ganas necesarias para hacerle frente de manera individual y atrevida. Querer es poder e Inocencia decidió que el no querer desprenderse del sufrimiento era poder agarrarse de manera extraordinaria al abismo.

    Las visiones que proyectábamos ambas de la vida eran contrapuestas en toda su dimensión. Ella se mostraba cómo la noche desesperante, mientras yo era el día que amanecía con nuevas y gratas expectativas encaminadas a aprender y desprenderme de lo que realmente me impidiera proseguir de manera nítida hacia la consecución de mis objetivos, por muy nimios que los mismos llegaran a ser.

    Si ella hubiera deseado realmente, podría haber sido en la vida, en su vida cotidiana y diaria, lo que realmente hubiera querido. Tenía una facilidad innata para todo lo que se proponía, pero la maldita tragedia campaba a sus anchas en la aciaga y desconcertante vida de Inocencia.

    Tuvimos la primera conversación trascendental al acabar el curso. Volvíamos a casa cuándo, súbitamente, se detuvo. No quiso seguir caminando. Se apoyó en una barandilla, cabizbaja, impenetrable cómo siempre y absorta en sus pensamientos. No quiso seguir caminando hasta su casa, por lo que decidió mirar en dirección a la nada sin dejar rastro de dónde se aposentaría a la espera de extraer las energías necesarias que la transportaran al presente.

    Al percatarme de que no la tenía mi lado, me volví en sentido contrario a la marcha. Allí se encontraba, completamente inundada en sus pensamientos. Me dirigí hacia ella y con voz pausada, relajada y tenue me dijo: Vete a casa. Ya iré yo.

    No pensé, ni por asomo, dejarla en aquél estado catatónico. Nunca la vi de aquélla manera tan patética y mi obligación se basaba en dejar que, por una vez, en su vida diera rienda suelta a sus sentimientos por muy dolorosos que estos fueran. Estaba famélica de comprensión y quizás yo tuviera la capacidad necesaria para hacerle comprender que los sentimientos forman parte del ser humano, para bien y para mal.

    Le contesté que no me iba a marchar de allí sin ella y que la esperaría todo el tiempo que fuese necesario hasta conseguir que se repusiera de aquélla especie de ausencia de voluntad y de movilidad tan severamente extravagantes y encaminadas a la autodefensa de algo o de alguien.

    Me miró, fría y fijamente, diciéndome: Eres la primera persona a quién se lo voy a contar y eres la primera persona que lo va a saber. Me importa muy poco que me creas o no, pero estoy decidida a transmitirlo de forma voluntaria.

    No me lo podía imaginar. Inocencia estaba dispuesta a dejarme entrar en su mundo interior. Lo realizó no exento de mucho esfuerzo. Contuve la respiración. No podía creer que Inocencia comenzara abrirse en canal. Esa fue, precisamente, la guía de su superación personal: encontrar a alguien que estuviera dispuesto a, al menos, escucharla. Y ese alguien fui yo, María.

    Recuerdo a Inocencia apoyada en aquélla austera barandilla de color verde. Un verde botella, cómo botella era ella apresada y comprimida en su interior. Botella cerrada herméticamente a cal y canto sin posibilidad de ser nunca abierta, ni por ella misma ni con sacacorchos.

    Su constante mirada era travesada de arriba abajo. Sus ojos eran de un verde especial, agrisados. Radiografió mi cuerpo de izquierda a derecha y hundiendo sus pupilas en las mías, me dijo:

    -Hay un hecho acaecido en mi vida que me atormenta sobremanera desde hace años. Es tanta la energía que se desprende de mí para tratar de comprenderlo que me vacío constantemente. Es una fuerza superior gravitatoria que me está succionando hacia su mismo centro.

    La miré exánime y sin pensarlo le dije que, por favor, prosiguiera. Mi voz despareció por arte de magia y mis oídos fueron la guía por dónde Inocencia tuvo la capacidad de adentrarse libremente hacia el foco de su indignación y de su lamentable y ecuánime desesperación...

    -"Desde pequeña me veo aprisionada en un lugar en que no he vuelto a estar. Mi cuerpo se siente como si estuviera perpetuamente en agua o en líquido acuoso. No paro de dormir y me cuesta mucho moverme, a la vez que escucho ruidos en la lejanía.

    De repente, mi sueño se rompe en mil pedazos. Me despierto y me vuelvo a dormir cómo si de Morfeo se tratase. Me muevo o... quizás me mueven. Avanzo hacia no sé dónde. Hacia algún lugar, tal vez. Es un túnel. En mi boca y en mis labios noto sustancias anormales. Rojas. Sí, son de color rojo. ¡Grumos rojos! Mis ojos se abren completamente y veo muchísima luz de color blanca. Hay un sobrepeso que me molesta en la cabeza. Me daña mi frágil cráneo y no alcanzo a saber qué es. Súbitamente salgo o me sacan. Noto que estoy de manera opuesta a la normal: la cabeza hacia abajo. ¡Oh! Un golpetazo en el culo! Lloro. Alguien me coloca en el pecho de alguien. Ese alguien no reacciona. En un movimiento brusco me cortan algo que estaba unido a esa ¿persona? y me envuelven en una toalla. Me entregan a alguien. No paró de llorar, de gemir, de ver, de otear a un lado buscando no sé qué y no sé a quién y a otro. De olfatear... Vuelvo a dormirme en otro hábitat muy distinto del que provengo".

    Que un ser tan sumamente introspectivo, impermeable e impenetrable, te narre de una manera tan normal, pero tan gélida que helaba el corazón de cualquiera, su primera experiencia vital y envuelta en una sombra tan extraordinariamente trágica, me dio fuerzas para proseguir en la idea de forjar una amistad verdadera. Esta amistad sería gratificante para mí y, sobretodo, para Inocencia o María Dolores del Alma suya, que fue cómo la bauticé el mismo día en que acabó el curso. En el mes de junio.

    El verano estuvo marcado por nuestras visitas periódicas a la playa. Experimentaba con el contacto puro del mar su refugio en una vida que consideró incomprensiva y agotadora en todas sus vertientes. De los cuatro elementos naturales, el agua era su predilecto. Desde muy pequeña iba a la piscina y el trampolín se comportó como un estupendo aliado de vertiginosos saltos al vacío, a la nada en busca de lo que abandonó un día y que nunca más volvió a localizar, a pesar de intentar, infructuosamente, volver al lugar del que, según ella, jamás debió de renunciar. Pasaba todo el tiempo sumergida en líquido y hacía del agua su hábitat onírico. Su vida fue bastante onerosa y aquél elemento la sumergió en el mundo de los sueños.

    En un santiamén comprendí por qué el regio Salvador Dalí era el pintor predilecto de Inocencia. El mundo pintado por Dalí en su óleos era el mundo añorado por ella. Todo valía en ese insólito y singular mundo, incluso ella ataviada con sus trajes engalanados de próspera felicidad en la compañía de aquél escultor de sueños, cómo muy bien lo describió la adolescente, desde el mismo momento en que tuvo contacto con aquél ser tan extravagante y tan meticuloso con el propio deseo de convertir los sueños en realidades constantes y exentas de cualquier signo de maldad hacia uno mismo y hacia el prójimo.

    Cuándo años más tarde fuimos a Figueres, Inocencia se refugió en aquéllos frescos de manera tan efusiva que permanecía todo el día descubriendo y examinando todo lo que su imponente mirada abarcaba. Le sobraba energía para aguantar día tras día, la extensa obra de Dalí y prescindiendo de todo cuanto sucedía a su alrededor.

    Se identificó con el mundo interior expuesto por el gran Salvador y se sentía impresionada por el excentricismo mostrado por el gran pintor del mundo de los sueños. Se mostraba iracunda cuándo la mayoría de su círculo social no percibía en Dalí al excepcional e impresionante profesor y alumno del mundo onírico. Lo que ella distinguía y apercibía del genio, el resto lo divisaba cómo un ser enormemente estrafalario y transgresor de las normas común y popularmente aceptadas. Dibujó a Dalí cómo el Freud de la pintura al óleo.

    Ni tan siquiera cuándo, posteriormente visitamos el Louvre parisino, llegó a comunicarle tanto interiormente cómo aquél ser amante de lo grotesco le comunicó. No admiró en La Gioconda, en La muerte de Maratí, en El juramento de los Horacios o en Las Cariátides lo que implicó La persistencia de la Memoria, La Madonna de Port Lligat o El gran masturbador.

    Ni Van Gogh en su noche estrellada ni el gran Picasso con su famoso Gernika la ampararon y reforzaron tanto cómo lo hizo Dalí en sus momentos más delicados.

    Posiblemente Goya se podría asemejar en su Pinturas Negras y en los recuerdos de la Guerra de la Independencia Española al desgarro y el dolor existenciales. Desgarro, dolor y tragedia fueron el principio y fin de su vida por el que giró su eminente subsistencia atestada de sufrimiento y también de odio a partes iguales.

    Existieron, existen y existirán acontecimientos históricos. Uno de ellos fue conocer a Inocencia. Parecía una persona normal y criada dentro del mundanal ordenamiento y lo que, efectivamente era, fue un pájaro que, libre o no, fue incomprendido por casi todos los que tuvieron la oportunidad o la osadía de adentrarse tan lejos como ella decidiera. Dentro de esa maldita incomprensión ella tuvo mucho que ver. Mucho más de lo que creía.

    El mes de agosto transcurrió pacíficamente, sin ningún sobresalto vital por parte de Inocencia. Se marchó de vacaciones al pueblo de sus padres.

    La eché de menos y sufrí su ausencia, no puedo negarlo. Inocencia me enseñó que las apariencias engañan y más cuando fui consciente de la capacidad de memoria con la que contaba aquélla excelente chica y que gracias a esa preeminencia, logró resarcirse desde lo más profundo de su desastroso ser. Lo que más en falta eché fue su mirada. Aquélla mirada me acompaña hoy en día, esté dónde esté y emprenda lo que emprenda.

    Regresó a finales de agosto.

    Al observarla, capté que hubo un nuevo nacimiento y no fue otro que el de nuestra amistad. Una complicada y ardua amistad entre ambas, no exenta de altibajos, pero, ante todo, enriquecedora para las dos. Desee, cómo agua de mayo, que fuera duradera en el tiempo y me prometí, en ese dichoso instante, que sería para Inocencia su paño de lágrimas y, al mismo tiempo, una fiel compañera para el disfrute pleno de su vida.

    Volví a divisar aquélla mirada trémula, altiva y, ante todo, temerosa. No percibí en aquél momento el cambio que tenía lugar en Inocencia cuándo regresó del pueblo de sus padres.

    Me costó sangre, sudor y lágrimas que Inocencia me explicara qué le provocaba aquélla angustia, supuestamente veraniega, que la envolvía en el más infeliz de las reminiscencias de las vivencias pasadas y, quizás, de las futuras.

    Coexistieron dos acontecimientos que marcaron la vida de Inocencia para siempre a muy temprana edad. Uno, a la edad de 6 años. Otro, a la edad de 8 años. En, apenas dos años, dos acontecimientos dañinos e injustos a todas luces, marcaron para siempre la personalidad hermética y reservada de la chica.

    A los 6 años, se marchó con un familiar allegado al pueblo de sus padres durante los meses de verano. Demasiado tiempo para una niña de tan corta edad. Reconozco que en la vida todo tiene su parte positiva. La parte eficaz de Inocencia fue la sabiduría adquirida a tan temprana edad y fabricada a través de la propia experiencia y no exenta de los acontecimientos más kafkianos habidos y por haber.

    No cabe duda de que viajar, tener la capacidad de trasladarte de un lugar a otro, otorga conocimientos. Explorar nos hace conocer otros mundos, otras culturas, otras formas de vivir, de ver la vida y de ver la... muerte. Viajar se maximiza en saber.

    La vida es un juego de naipes y dentro de ese juego está el poder y no querer viajar.

    El juego de naipes que le tocó combatir a Inocencia fue extremadamente enrevesado desde sus inicios. Un juego de cartas debidamente estructurado desde la perspectiva de la soledad, de hacerse a sí misma a través de las desgracias por las que tuvo que transitar desde el minuto uno. Un juego de naipes carente, parece ser, de algún as y repleto de sotas de... bastos. Convenientemente confeccionado y estructurado desde la aleación de la vida y debidamente encaminado a que la tragedia fuera el orden establecido y ejecutorio de su vida.

    Su existencia se podría estructurar, insuperablemente, desde el lado del conocimiento vital por el que tuvo que acceder en cada año de su vida. Su paradoja fundamental dibujó a una persona cada vez más fuerte y dura ante los acontecimientos y cada vez más débil y pusilánime hacia el ser humano.

    Consideró al ser humano cómo un icono del mismísimo Satán, el innombrable, lo fatal. El principio y fin de su propia existencia marcada por lo maldito de vivir.

    Nunca deseó comprenderlo, ya que no valía la pena gastar un segundo de su vida en averiguar por qué a ella y no a otro le tocaba lidiar con la tragedia de manera tan sutil y tan gráfica. Hizo de su lastimosa y funesta vida la banalidad de los sentimientos. Desde mi punto de vista, una de las mayores equivocaciones y errores de cálculo, ya que los sentimientos existen y no podemos sustraerlos ni aleccionarlos.

    Carezco de poco cerebro para entender qué hizo para aprender sola a leer. Sabía leer con dos años de edad. A dicha edad todos somos esponjas, pero ella fue la madre de todas las esponjas. Lo único que fue capaz de decirme fue que miraba los caracteres y los memorizaba de manera veloz en su exquisita memoria. Supo cada signo de manera certera e inequívoca.

    A los tres años comenzó su andadura en el mágico mundo de la enseñanza obligatoria. Inocencia fue una perfecta y auténtica autodidacta. Miraba el reloj situado encima de la pizarra y sabía la hora en que comenzaban o acababan las clases.

    Fue una niña digna de estudio que no encontró a la persona o personas apropiadas para enjugarla y poderse adentrado en su prodigiosa mente con el único certero objetivo de intentar que aquélla exquisita y majestuosa mente no marchara hacia derroteros más peligrosos para ella.

    Gracias o desgraciadamente a su genial y portentosa memoria, se acordaba de la primera vez que visitó el pueblo de sus padres. ¡Tenía 5 meses de edad! Fue con su

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