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Ácronos. De acero y sangre
Ácronos. De acero y sangre
Ácronos. De acero y sangre
Libro electrónico283 páginas4 horas

Ácronos. De acero y sangre

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Información de este libro electrónico

Una inusual e interesante recopilación de historias de tono steampunk con el añadido del terror. El pasado retrofuturista típico del steampunk se mezcla con relatos de fantasmas, demonios, pesadillas y locura en una colección que reúne a las plumas más destacadas del género.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento9 mar 2022
ISBN9788726983623
Ácronos. De acero y sangre

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    Ácronos. De acero y sangre - Miriam Alonso

    Ácronos. De acero y sangre

    Copyright © 2019, 2022 Alicia Sánchez and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726983623

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Miriam Alonso • José A. Bonilla • Júlia Díez

    Santiago Eximeno • Eva García Guerrero

    Pepa Mayo • Alejandro Morales Mariaca

    Josué Ramos • Alicia Sánchez • R. G. Wittener

    «Las máquinas me sorprenden con mucha frecuencia».

    Alan Turing,

    científico y matemático (1912-1954)

    «Si no he de inspirar amor, inspiraré temor».

    Frankenstein,

    Mary Shelley (1797-1851)

    PRÓLOGO

    Félix Goggles

    «La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido».

    H.P. Lovecraft

    «A partir de ahora no viajaré más que en sueños».

    Julio Verne

    Estimada lectora, estimado lector, comienzas a adentrarte en un singular universo donde un género literario de extensa trayectoria como es el terror se une en perfecto maridaje con una joven vertiente de la ciencia ficción: el steampunk.

    Los artífices de esta original unión son nada más ni nada menos que Josué Ramos, experimentado padre ya de otras criaturas antológicas, y José A. Bonilla, premiado autor de relatos fantásticos ambientados en la época victoriana.

    Los dos han abierto la puerta a diez entusiastas y prolíficos escritores para que te lleven a ese particular mundo donde, una extraña y novedosa tecnología de mediados del siglo xix compuesta de vapor, engranajes y extraños inventos, se complementa con el miedo y el terror.

    ¿Qué vislumbramos en esta antología? En primer lugar, nada más ni nada menos que nuestras emociones más primarias: el miedo y el terror, sentimientos que anteceden a cualquier explicación de una ciencia inexistente. En segundo término, el relato fantástico que le da una explicación a aquello que nos resulta sobrenatural o casi inexplicable y, por último, pero no menos importante, hay ciencia ficción porque se habla de otras realidades, otras dimensiones u otros mundos.

    Con estos aderezos han sido sazonadas unas historias que en más de un caso no te atreverás a leer de noche.

    Alguien definió —simplificando al máximo— que el steampunk es ciencia ficción victoriana. Sí, pero esta antología de terror no está circunscrita al ámbito de Gran Bretaña. Aquí viajarás a Londres y a Escocia, por supuesto, pero también al polvoriento desierto de Arizona, a las más gélidas latitudes septentrionales de Rusia, a la bella Praga, a la nuestra cercana Extremadura, recalarás en Madrid, conocerás misteriosos bosques y visitarás, incluso, el mundo onírico. Todo este periplo sin desprenderte del libro.

    Miedo y terror entre vapor, extraños mecanismos y misteriosos personajes. Toda una invitación a la lectura que no podrás rechazar querida lectora, querido lector. «Acero y Sangre» son los dos componentes indispensables de esta antología que sin duda no te defraudará.

    Félix Goggles

    Organizador de la Eurosteamcon Barcelona

    MATER AMANTISSIMA

    Alicia Sánchez

    Debería ser tu Adán, pero soy tu ángel caído

    Mi hijo juega con la tierra húmeda que cubre el suelo del porche.

    Es un niño tranquilo, como lo fueron sus hermanos, los tres que nacieron antes que él. ¡Se parece tanto a ellos! Percival tiene el rostro de porcelana de la dulce Isabella, las manos blancas de Clara, el cabello dorado de William... Mi pobre hijo tiene lo mejor de cada uno de ellos y, sin embargo, no hay armonía en su frágil cuerpo de querubín maldito. Percival es como una marioneta desmadejada, un títere viejo olvidado en un baúl. Cuando camina, sus frágiles huesecillos se entrechocan, provocando esos insoportables crujidos que le acompañan siempre. Incluso su piel, tan frágil y suave como las alas de una mariposa, no parece humana. Se irrita y enrojece a menudo, como si no tolerara las agresiones que recibe de un mundo que no comprende y rechaza. Hasta el particular olor que emana de su piel es extraño. «Este niño huele mal», le dicen las contadas personas que vienen a visitarnos, pero no es cierto. Mi hijo emana un aroma inusual, es cierto, pero agradable a mis sentidos, un aroma fuerte y dulce a la vez, como el de los lirios y de las violetas que perfuman los cementerios.

    Mi pequeño Percival no es un niño hermoso, pero es mi hijo, mi creación, y nada ni nadie podrá arrebatármelo.

    Hoy ha sido un día extraño, el primero que pasamos en Londres después de un interminable periplo por Europa que empezó antes de que Percival naciera y que ha culminado ahora, un año después de la muerte de su padre. Italia, Francia, Grecia... países ingratos, polvorientos y calurosos, una amenaza para nuestra salud y también para nuestra exacerbada sensibilidad de poetas. Cómo deseaba volver a esta ciudad, mi ciudad, siempre tan húmeda y sombría.

    —¿Cuándo cenaremos, mami? —me pregunta mi pequeño.

    —Pronto, hijo mío —le contesto—. Martha no tardará en avisarnos.

    Estamos solos él y yo en este enorme caserón de Kentish Town. Mi situación económica es precaria, pero gracias a la ayuda de mi padre podemos subsistir, e incluso disponer de alguien para que nos cuide, como la dulce Martha, la criada que estuvo junto a mi madre hasta que murió y que ahora se desvive por darnos un poco de afecto y calor.

    Martha es una mujer grande y bondadosa. La madre atenta que nunca he tenido. Además, al contrario que el resto del mundo, no ve nada extraño en mi pequeño Percival. Lo acuna entre sus brazos sin aprensión y le susurra las mismas canciones de cuna que cantó a los demás niños que estuvieron a su cuidado, sin importarle el tacto viscoso de su piel ni su olor a flores marchitas.

    —Todas las criaturas son hijos de Dios —le dice.

    Y yo no tengo más remedio que contradecirle, porque ese Dios del que ella habla no tuvo nada que ver en su nacimiento. Mi hijo no es obra suya sino mía. Fui yo quien le dio la vida, a costa de mi dolor y sufrimiento. Fui yo quien le alumbró después de meses de incertidumbre y agonía. Fui yo la que lo protegió después de las iras de su padre, un padre que nunca lo aceptó, por considerarlo poco digno de su estirpe gloriosa.

    Su padre. Nunca me perdonó que llevase su mismo nombre, ese nombre sagrado, decía, que ostentó heroicamente uno de los caballeros del rey Arturo, eterno buscador del Santo Grial.

    —Esa criatura deforme no puede ser hijo mío —decía—. Llévalo al hospicio o, mejor aún, arrójalo al pozo más cercano para que no vuelva a verlo nunca jamás. Pido a Dios que se lo lleve pronto. ¿No se llevó a sus hermanos, arrebatándonlos de nuestros brazos de forma cruel y traicionera? ¡Esos niños hermosos, perfectos como ángeles, se pudren ahora bajo tierra mientras que ese pequeño monstruo sigue vivo, con la tenacidad propia de una criatura del infierno, feo, deforme y antinatural!

    Y yo miraba a mi bebé sonrosado y no veía nada antinatural en él. Percival no era como sus hermanos, es cierto, pero no se iría como se fueron ellos, porque, esta vez Dios no podría decidir sobre su destino. Solo yo tenía de poder de hacerlo. Y esa era la gran ventaja de Percival sobre sus desventurados hermanos. Esos hermanos que murieron antes que él.

    Sin apenas lágrimas y con el corazón seco, me juré a mi misma que no volvería a perder un hijo nunca más. Iba a desafiar a Dios, el principal causante de mis desgracias, con la creación de la primera criatura en el mundo libre de su influjo. Y así fue como nació mi cuarto hijo, mi querido Percival.

    Primera Parte

    Isabella

    Mi historia empieza como suelen empezar todas las historias, con amor y con sufrimiento. El amor, lleno y radiante, llegó cuando Percival padre me besó en el salón de mi casa. Estábamos solos, pero a mi familia no le importaba. No había nada que temer. Percival era uno de los mejores amigos de mi padre, un hombre casado y respetable. Pero él me besó y supe que a partir de entonces mi vida cambiaría por completo.

    Percival era un hombre vehemente e impulsivo, transido de dolor algunas veces, preso de una euforia incontenible otras, un remolino de emociones contradictorias que me engullía por completo y del que no podía escapar, por mucho que lo intentara. Sabía que, junto a él, encontraría la desgracia, lo sabía, pero también una felicidad que nunca conseguiría si me quedaba en Londres con mis padres y me casaba con alguno de los muchos jóvenes que me cortejaban.

    Dos semanas después de aquel beso, Percival abandonó a su mujer y huimos hacia Europa. Vivimos en París, en Lucerna, en Florencia... Leíamos a autores románticos, bebíamos vino italiano y hacíamos en amor con la alegría y despreocupación de dos jóvenes amantes que no le temen a nada. Pero, a los pocos meses, el dinero se acabó, las discusiones cada vez eran más frecuentes y Percival se volvió taciturno. Además, yo me había quedado embarazada y me volví aprensiva y cobarde. Quería volver a Londres, tener un hogar estable y proporcionar a mi hijo las comodidades necesarias para garantizarle una vida plena y feliz. Quería volver a mi casa, pero mi padre, herido y furioso por mi inesperada huida no quiso saber nada de nosotros. Además de dejar de enviarme mi asignación mensual, empezó a hacer los trámites para desheredarme. Ni siquiera la inminente llegada de mi primer hijo le hizo cambiar de idea.

    Estaba desesperada. Era tan pobre como las mendigas que pedían limosna en la calle. El patrimonio de mi marido eran solo deudas y las pocas libras que tenía las custodiaba su esposa como un furioso cancerbero. Por suerte, el padre de Percival se avino a ayudarnos y nos cedió una casa modesta pero agradable que poseía en el barrio de Chelsea para que, al menos, tuviéramos un techo sobre nuestras cabezas. Percival recuperó algunos de sus trabajos y gracias a sus artículos y composiciones, empezamos a remontar.

    Pero lo más angustioso no fue la precariedad, ni siquiera la vergüenza de haber caído en la más profunda de las desgracias, lo peor de todo fue tener que convivir a diario con el lado más oscuro de Percival, con ese resentimiento hacia el mundo que le agriaba el carácter y que convirtió mi vida en un infierno. No fue ninguna sorpresa para mí. Yo conocía a Percival mucho mejor que él mismo. Y, a pesar de todo, me lancé en el precipicio de su amor con los ojos cerrados, consciente del sufrimiento que me esperaba.

    Apenas me daba dinero, me humillaba con sus comentarios, desaparecía días enteros sin que supiera nada de su paradero, para después... volver lleno de arrepentimiento, inundarme con sus lágrimas y pedirme perdón.

    Así era mi vida, mi triste y desolada vida, pero la situación empeoró todavía más.

    Mi hija, mi hermosa hija Isabella, nació dos meses antes de lo previsto. Percival estaba de viaje y tuve que afrontar el parto y todos los horribles sucesos que acontecieron después yo sola, sin la ayuda de nadie.

    Cuando nació, mi hija no era más que un saco de huesecillos cubiertos por una piel suave y casi transparente. Los ojos hinchados, la mirada ávida, las manitas húmedas... Mi pequeña Isabella era como una criatura marina a medio formar, arrebatada sin miramientos de su medio acuático. Hermosa, sí, pero también frágil y enfermiza.

    —No llegará a mañana —me dijo el médico que atendió el parto.

    Se me rompió el corazón. Mi primera hija, mi ángel caído del cielo, se iría antes de que pudiera acostumbrarme a su olor, al tacto suave de su piel...

    La miré. La pequeña agonizaba en su cuna. Su llanto era débil y discontinuo, más que un llanto era una queja, la tristeza de un alma que se deshoja poco a poco. Acababa de llegar al mundo y ya tenía que despedirme de ella.

    —¿No hay nada que hacer, doctor? —pregunté.

    —Lo siento —me contestó—. No puedo salvarla, pero no se preocupe. Es usted joven y está sana. Tendrá más hijos, si Dios quiere.

    Dios. Ese Dios vengativo y maldito. Lo sabía, Él me había castigado por mi osadía, por el acto valiente de oponerme a mi destino. Me había revelado y aquí tenía su respuesta. ¡Cómo odiaba estar a merced de sus designios, no poder decidir sobre mi propia vida, tener que obedecerle siempre! Se había entablado una guerra entre él y yo, una guerra sin cuartel que no acabaría nunca, aunque todavía no sabía las duras batallas que todavía me quedaban por librar.

    La comadrona que había ayudado al parto, una vieja pequeña y enjuta, me miró con lástima y me trajo a mi hija envuelta en la toquilla blanca que había tejido yo misma.

    —Una criatura tan hermosa no puede morir —susurró mientras la acomodaba entre mis brazos.

    Yo la miré desconcertada. Mi fijé en sus ojos que, velados por las cataratas, tenían una mirada extraña, distante, pero, al mismo tiempo, hipnótica.

    —¿Cree que todavía hay esperanza? —pregunté.

    La mujer me indicó con un gesto que me callara y Solo cuando el médico se hubo marchado, volvió a hablar.

    —La niña morirá, de eso no hay duda —prosiguió—, pero, cuando se marche, no dejes que la lleven al cementerio.

    —¿Por qué no? —pregunté.

    —Cuando la pequeña muera —insistió—, envuélvela con una manta para que no pierda el calor y ve a ver al doctor Aldini. Él puede devolverle la vida. Lo encontrarás en el barrio de Spitalfields. Pregunta por él en el pub Ten Bells. Ve a las tres de la tarde, ¿me has oído? A las tres de la tarde. No lo olvides.

    Miré de nuevo a la vieja. No parecía estar en sus cabales. No había más que verla. Su mirada perdida, el rictus extraño de su boca... Devolver la vida a un muerto, esa mujer estaba diciendo barbaridades. No debía fiarme de ella. Me sentí insegura a su lado y le pedí que se marchara. Poco más podía hacer allí. Estreché a mi hija entre mis brazos y me dormí acunada por el leve latido de su diminuto corazón. Cuando me desperté por la mañana, mi pequeña había muerto.

    Estaba sola. Percival no volvería en varios días y no sabía qué hacer ni dónde ir. Pensé en llevar su cuerpo al mausoleo familiar, pedir permiso a mi padre para enterrarla allí, pero estaba tan triste y tan cansada que me vi incapaz de hacerlo.

    Miré a mi niña una vez más. No podía dejar de hacerlo. ¡Era tan dulce y bella! ¡Qué lástima tener que amortajarla, encerrarla en un ataúd y dejar que la tierra cayera sobre ella! Esa carne tan fresca se pudriría como se pudre la fruta madura, se cubriría de moho y después, se descompondría poco a poco hasta convertirse en un puñado de huesecillos amontonados.

    Entonces, recordé las palabras de la partera. Tenía razón, una criatura tan bella no debería morir.

    Miré el reloj. Eran casi la dos.

    Nunca sabré por qué lo hice. En un arrebato, cogí el cadáver diminuto y, tal como me había dicho la partera, lo envolví en una manta y salí a la calle. Apenas podía andar, los dolores todavía eran agudos y persistentes, pero ni siquiera pensaba en ello. Era tanta la tristeza que había en mi corazón, que mi cuerpo había dejado de sentir.

    Mi fui a Leicester Square para tomar un coche de punto y pedí al cochero que me llevara a uno de los barrios más míseros y peligrosos de Londres.

    En aquella época, el West End londinense era como un inmenso lodazal. Eternamente inundado por una neblina oscura que penetraba en las calles como una enorme mano negra, era lo más parecido al infierno en la tierra que yo había visto nunca. Las casas, casi todas en ruinas, se tenían en pie gracias a los sedimentos de mugre y hollín que sellaban los ladrillos y en las calles, el barro y los excrementos de caballo se mezclaban con el agua de lluvia, formando un mar de lodo que parecía tragárselo todo.

    Cuando bajé del coche y eché una mirada a mi alrededor, estuve tentada de volver a subir, enterrar a mi hija en el mausoleo familiar y marcharme de allí para siempre, pero la pena era tan grande que seguí mi camino. Estaba rodeada de hombres de semblante torvo y amenazador, niños con aspecto de tísicos, viejas mendigas con las manos cubiertas de llagas... Era temible, pero decidí seguir adelante. Respiré hondo, hundí mis botines de charol en el lodo y me sumergí en un mundo que cambiaría mi vida para siempre.

    El cochero me había dejado en la puerta misma del Pub Ten Bells, una construcción esquinera con columnas de inspiración helénica que pretendía aportar un cierto toque de distinción y lujo a la sordidez del barrio. Cuando entré, todos los rostros se dirigieron hacia mí. Los únicos clientes que había a esa hora eran vagabundos solitarios que ahogaban su desesperación en sus jarras de cerveza.

    —Lo siento. Las señoras tienen prohibida la entrada al local —me dijo el camarero en cuanto me acerqué a la barra.

    —Vengo ver al doctor Aldini —susurré.

    El hombre, un gigantón de hermosos ojos azules y rostro picado por la viruela, me miró como si no me entendiera, pero, a los pocos segundos, se acercó a una puerta que había a un extremo de la barra y me hizo una señal para le siguiera. Una vez más, me vi tentada a marcharme de allí, pero, en lugar de ello, sujeté con fuerza mi hija muerta y seguí adelante.

    Cuando atravesé la puerta, no pude ver nada, solo una inesperada e inmensa oscuridad. El camarero encendió una lámpara de parafina que había cogido de algún lugar y solo entonces pude ver dónde nos encontrábamos: en un angosto pasillo que olía a orines, a cerveza caliente y a humedad.

    Empecé a caminar por aquella gruta misteriosa detrás de mi cicerón de rostro deforme. El cuerpo de mi niña se iba enfriando entre mis brazos, pero yo todavía conservaba la esperanza, la esperanza de devolverle la vida. ¿Qué podía perder?

    Después de avanzar unos cuantos metros, el camarero se detuvo y me habló por primera vez.

    —Son 10 chelines —me dijo.

    Me sorprendió que me pidiera dinero y que, además, fuera una cifra tan ridícula, pero decidí obedecer sin pensarlo.

    —De acuerdo —le contesté yo, extrayendo unas cuantas monedas del bolsillo y depositándolas en su mano extendida.

    Acto seguido, abrió una puerta de madera y me empujó hacia el interior, volviendo a cerrarla a mis espaldas.

    Me encontraba en lo que parecía la carpa de un pequeño circo, un espacio semicircular con un escenario en el fondo. En el centro, había una improvisada platea compuesta por una cincuentena de sillas de madera ocupadas por un público variopinto, personas del barrio, sobre todo, pero también algunos jóvenes con aspecto de estudiantes. En el improvisado escenario, había una cortina granate a modo de telón y un cartel en el que se podía leer: «Doctor Giovanni Aldini, físico especialista en galvanismo y electricidad muscular».

    No era en absoluto lo que esperaba encontrarme allí. Me había imaginado la consulta de un médico, un cuartucho minúsculo con una camilla oxidada y un armario de cristal, pero, en lugar de ello, me encontraba en lo que parecía un teatrillo de provincias.

    Tomé asiento en la última fila, lo más apartada posible del resto de espectadores. Entre mis brazos, el cuerpo de mi hija estaba cada vez más rígido. Ya no tenía la sensación de llevar un bebé, ahora era como si, envuelto en la manta, sujetase a un muñeco de madera, frío e inanimado.

    La función no tardó en empezar. La cortina se abrió rápidamente, dejando a la vista una especie de mueble bajo. Sobre él había un cajón de madera oscura con numerosos cables a su alrededor. Parecía un instrumento de tortura en miniatura o una caja de música destripada.

    Tras unos segundos de espera, hizo su entrada un hombre de piel morena y perfil anguloso. Iba elegantemente vestido, como si acudiera a un baile de postín, con una chaqueta de terciopelo y una camisa blanca algo deslucida.

    —Buenas noches, señoras y caballeros —empezó a decir, en un perfecto inglés con acento italiano—. Lo que están ustedes a punto de contemplar no es un truco de magia ni un milagro de la naturaleza. Es, simplemente, un experimento científico, fruto de los conocimientos que, durante años, acumuló mi tío, el célebre físico Luigi Galvani y posteriormente yo mismo, Giovanni Aldini, profesor de física de la Universidad de Bolonia.

    A continuación, el doctor Aldini, se colocó una bata blanca que le ofreció su ayudante, un niño que estaba sentado en el lateral del escenario, y volvió a mirar fijamente a su público.

    —Que no se confundan ustedes —prosiguió—. No estamos aquí para emular a Dios, ni para vulnerar ninguno de sus sagrados mandamientos.

    En ese preciso momento, un murmullo de sorpresa, miedo y admiración recorrió toda la

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