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Un Corazón de Ranita. Primer volumen. La pluma dorada, ¿ángel o verdugo?
Un Corazón de Ranita. Primer volumen. La pluma dorada, ¿ángel o verdugo?
Un Corazón de Ranita. Primer volumen. La pluma dorada, ¿ángel o verdugo?
Libro electrónico245 páginas3 horas

Un Corazón de Ranita. Primer volumen. La pluma dorada, ¿ángel o verdugo?

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“La pluma dorada, ¿ángel o verdugo?“, el primer libro de la serie “Un corazón de ranita“, escrita por Gheorghe Vîrtosu, abre los horizontes de la infancia, de la amistad y de las lecciones de vida capaces de forjar un fuerte carácter. Es un cuento para todas las edades que empieza con la extraordinaria aventura de una pequeña heroína que saca fuerzas de flaqueza para rencontrarse con parte de su familia perdida. Sus aventuras son una continua enseñanza sobre el perdón y el descubrimiento de los más importantes valores de la vida. El primer tomo de la serie “Un corazón de ranita“ tiene ya su versión en libro de cómics y como película de dibujos animados.

IdiomaEspañol
EditorialAdenium
Fecha de lanzamiento14 jun 2016
ISBN9786069344774
Un Corazón de Ranita. Primer volumen. La pluma dorada, ¿ángel o verdugo?

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    Un Corazón de Ranita. Primer volumen. La pluma dorada, ¿ángel o verdugo? - Vîrtosu George

    CUENTO ENCARCELADO I

    Escribo este relato en memoria de un Ratón viejo…

    Todo empezó el año 2004. Fue el año en que la Desgracia me atrapó entre sus garras encerrándome en una cárcel del sur de Francia, donde antaño, en tiempos remotos, La Señora Guillotina, con su mirada asesina, había amedrentado a los lugareños.

    Era un día de primavera. El Sol acariciaba cariñosamente la naturaleza entera: despertaba a la vida muchas raíces amargas, saboreando el verde crudo de los pequeños capullos…

    Permanecía con los ojos cerrados en la celda fría y oscura. Únicamente podía imaginar la hermosura sin par de ese período del año. Intentaba dormir la Siesta entre las cuatro paredes de cemento, crucificadas desde hacía siglos sobre el esqueleto de una armadura, que escuchaba todas las noches suspirar. Sufría al ver como el Óxido la devoraba poco a poco gracias a la Humedad, una de las amigas del Sufrimiento. Todo lo que nos rodeaba parecía satisfacer los deseos del Sufrimiento, que llevaba sobre sus labios amoratados los trágicos destinos de todos los que nos encontrábamos en ese maldito sitio.

    Había caído en un ligero sueño, con la mente inundada por toda clase de pensamientos. Me resultaba fácil imaginar, por ejemplo, cómo yacen los muertos en los ataúdes: mi fría e inhóspita celda parecía una tumba.

    De repente, un ruido cercano me sobresaltó. Abrí los ojos enturbiados por los pensamientos que me acorralaban. Miraba a mi alrededor intentando darme cuenta de qué habría ocurrido: ¡parecía un águila salvaje en busca de su presa!

    ¿Qué creéis que vi? ¡Un ratón! Enroscado en un hilo blanco de seda, muerto de hambre, con las orejas mordidas a dentelladas, llenas de cicatrices, se hallaba sobre la mesa al lado de mi cama. Desesperado y asustado, roía del mendrugo de pan seco apartado en una esquina. No reaccioné de ninguna manera. Me pareció muy osado, puesto que no le impor­taba mi presencia. Me quedé inmóvil, mirándolo desde un lado. Me preguntaba ¿de dónde y cómo había aparecido? Sostenía el pan con las patitas y se lo comía con rapidez. Seguro que el hambre lo había empujado a aquel gesto loco. Nosotros hacemos lo mismo cuando tenemos el estómago vacío: sentimos la necesidad de llenarlo, a cualquier precio. Así se explican los riesgos desenfrenados que afrontamos a veces, cometiendo hechos endiablados sin pensar en sus consecuencias…

    Intentaba averiguar la edad del Ratón. Las cicatrices decían mucho de él, de por dónde anduvo, de cuánto había sufrido…. Seguramente tenía una gran experiencia de vida; en cual­quier caso, la suficiente para, libre en aquella mañana de primavera, buscar de comer en la celda de una prisión. Lo seguía fascinado, mientras que otro ruido, esta vez familiar, me llegaba a los oídos: en el alféizar se habían posado dos palomas. Me miraban con atención, girando la cabeza de un lado a otro. Despacio, en tono nasal, como si no quisieran despertarme, entonaban una canción apenas melodiosa, que esperaba con cariño todos los días. Me anunciaban con su llegada que aguardaban mi regreso de un sueño atormentado, por el que deambulaba todos los días, buscando por los precipicios oscuros al menos un sueño placentero que me fuese leal alguna vez. Todas habían huido a causa del lugar aterrador en que me hallaba. Buscaba un sueño que, al despertarme, me diera la esperanza de seguir adelante. Que me susurrase una Libertad sin límites que me esperaba, otorgándome de nuevo la fuerza de resucitar mis sentimientos marchitos por no sentir durante tanto tiempo las caricias de los Rayos de Sol.

    Las Palomas eran viejas amigas: se habían acostumbrado a acudir todos los días, después de despertarme, para comer migas de pan. A menudo les preguntaba:

    — ¿De qué color es la Libertad allí fuera?

    Las Palomas extendían sus pequeñas alas. Me enseñaban sus plumas sucias de un gris oscuro. Querían decirme que ese era el color de la Libertad

    — Pero, ¿qué ocurre?, les preguntaba extrañado. ¿Se acabó el agua en la tierra?

    Cerraban sus alas y me decían que no. Luego, me susurraban tristemente:

    — No, no se ha acabado. Sin embargo, nosotras ya no tenemos acceso al agua cristalina y limpia. Las águilas gigantes, protegidas por ley (porque están en vías de extinción) se apoderaron del agua. La dan solo a quien ellas quieren, a cambio de carne fresca y tierna – ¿de qué, crees? – de paloma, por supuesto. ¿Hablas de Libertad?, me decían girando las cabezas con temor. ¿Por qué crees que te visitamos?, me preguntaron de manera retórica.

    Se contestaban solas.

    — Paradójicamente, aquí, en el territorio de la prisión, nos sentimos más libres que rodeadas de la Libertad de fuera. Aquí somos deseadas y respetadas, mientras que fuera estamos siempre vigiladas por la mirada enemiga. No nos extrañaría que fuéramos envidiadas por tener acceso aquí… Hay un proverbio que hace referencia a los que no tienen muchas opciones en la vida: se está bien allí donde nos resulta imposible llegar.

    Debía levantarme y dar de comer a las Palomas. Sin embargo, no quería asustar a mi nuevo visitante, así que esperé un poco más. Volví la mirada hacia el Ratón. No podía imaginarme por dónde había entrado en mi celda. Pensé primero, que se había colado entre los barrotes de hierro de la ventana. Tal vez las migas del alféizar hayan caído al pie del bloque de cemento. Al encontrarlas, el Ratón lo había arriesgado todo para llegar arriba. Y, ¿quién sabe?, quizás desde allí había caído dentro…

    Eché una mirada a través de la ventana abierta. Vi el alambre de espino tan fiel, tan afilado, cumplir la ingrata misión de herir a todo aquel que quisiera entrar, por no hablar de quien deseara salir…

    — Sin embargo, el Ratón ha conseguido llegar a mi celda, pensaba. Le ayudó su mente, agudizada por tantas cicatrices.

    No me movía para no asustarlo. Solo giraba los ojos, intentando verlo mejor. Parecía contento de haber descubierto algún molino mágico o algún horno que fabricaba sin cesar el sabroso pan….

    Después de comer con ganas y saciarse, mi Ratón lamió unas cuantas veces sus patitas, susurrando para sus adentros algo que sólo Dios y él comprendieron. Quizás le rezara al Señor para darle las gracias por la comida.

    Bajó despacio de la mesa, igual que un anciano y se metió debajo de la cama en el rincón derecho de la celda. Se quedó allí, dispuesto a compartir la celda conmigo. Por unos días, lo dejé tranquilo. Tenía que acostumbrarse a su nueva guarida. A la semana siguiente, con mucho tesón y paciencia, conseguí darle de comer de mi mano. Nos hicimos amigos. Después de otra semana, el Ratón me permitió agarrarlo. Contento por la confianza que me mostraba, le quité el hilo de seda que lo trababa y le hacía caminar con dificultad. Hasta lo bañé. Lo lavé bien con mi pastilla de jabón, otra no tenía. Un montón de pulgas se escabulleron de su grisácea piel…

    Convivimos así un año y nueve meses; compartimos la misma celda estrecha, desprovista de Rayos de Sol; compartimos la comida y las penas. Hasta conseguí aprender el lenguaje de los Ratones.

    Su compañía me resultaba benéfica. Estaba contento de que estuviera siempre conmigo. Aún así, no quiero que penséis que intenté tenerlo cautivo por miedo a la soledad. ¡No! Todo lo contrario, a veces me daba pena. Me parecía injusto que compartiera el cautiverio conmigo. Más de una vez lo había subido al alféizar dándole a entender, en la medida de lo posible, que era libre de marcharse y de alegrarse de lo que innegablemente ofrece la Na­tu­­­raleza, en una palabra: de disfrutar la Libertad.

    Parece que lo veo extender la pequeña nariz hacia fuera disfrutando del aire. Se daba la vuelta, se levantaba sobre las patitas de atrás y tendía las de delante hacia mí para que lo cogiera en brazos.

    No quería irse. Nuestra amistad se hacía cada vez más fuerte. Pensé que, tal vez, el pobre ratón no tenía adónde ir. Igual que muchos de nosotros. O al contrario: tal como reza un viejo dicho, no vuelvas nunca donde fuiste feliz, quizás lo que encuentres te decepcione. La fealdad del presente podría anular los bellos recuerdos de antaño. Sería una lástima caer en la cruel trampa de los recuerdos….

    En todo caso, cada día que pasaba comprendía mejor al pequeño animal que me acompañaba con fidelidad. Hasta llegué a conocer la misión que les había sido asignada en su vida a los ratones, pero, sobre eso, escribiré con más detenimiento en el cuento que de buen grado os invito a leer en los próximos volúmenes.

    Los días pasaban uno tras otro aunque, como todo lo bonito, la paz que me había ofrecido el Ratón no podía durar eternamente. Un día de invierno, de madrugada, ocurrió algo imprevisto. Fui obligado a levantarme de una cama que apenas había conseguido calentar. Con frías esposas en las muñecas y en los tobillos, fui sacado del bloque de cemento igual que un perro acechado, sorprendido con una gallina entre los dientes. Si tuviéramos que respetar la letra de la ley, no sería justo que se actuase así con los prisioneros. No habíamos faltado en nada al reglamento. En fin…

    Salí al patio junto con otros cientos de prisioneros igual de descontentos que yo. Espe­ra­mos todo el día fuera sin que se nos diese ninguna explicación.

    Hacía frío. Nevaba. Miraba los copos y me imaginaba que Dios los tamizaba sobre nuestras cabezas desde el Cielo para redimir nuestros pecados.

    Por la tarde, me enteré de lo que había pasado: un control por sorpresa en la cárcel. Sabían que los presos esconden en las celdas cosas prohibidas. Como perros adiestrados que olfatean la presa, los guardias lo habían removido todo, llenos de suspicacia. Les parecía que hasta en los retretes tapados podrían criarse gusanos de las especies más evolucio­na­das y temían que pudieran adaptarse a cualquier medio, situación y riesgo, que llegaran a dar órdenes a millones de bacterias. (Tal como ocurre también en nuestra sociedad, controlada por ladrones astutos, defendidos por leyes que ellos mismos crean).

    El cuerpo se me había entumecido de frío. Había perdido la cuenta del tiempo pasado a la intemperie. Pensaba en mi amigo el Ratón. Estaba impaciente por ver qué tal se encontraba, por contarle lo que había vivido aquel día que estuvimos separados. Más tarde, cuando se nos permitió entrar, encontré en la celda que me habían alquilado a la fuerza, un desorden indescriptible. Parecía asolada por millares de truenos y rayos enfurruñados. La cama había sido desplazada hacía la pared. En el rincón del Ratón había un gran charco de sangre. Multitud de gotas se deslizaban por la paja que aún guardaba el calor del cuerpo del pequeño animalito.

    Comprendí que había sido aplastado por una gran bota que había dejado su sucia y expresiva impronta sobre la pared. Sin embargo, ni rastro del Ratón. Su cuerpo había desaparecido. Daba vueltas locamente, buscando por la celda. ¡Quería zarandear la puerta, gritar! Sabía, sin duda, que todo era inútil, que no me escucharía nadie… Pude entrever la mueca de un salvaje. Me cerró la puerta tan fuertemente, que me retumbaron los oídos por culpa del terrible ruido. Volví la mirada hacia el sitio donde había permanecido el Ratón. Estaba triste. Me quedé mirando al vacío. Intuía lo que había pasado… Y no había estado allí para defenderlo…

    No recuerdo cuánto tiempo pasé así. Sentí de repente un viento frío que entraba por los barrotes. Parecía extraño, como si quisiera recoger hasta la última gota de calor del Ratón que había quedado sobre la paja ensangrentada… Me quedé inmóvil. No quise cerrar la ventana. Pensaba dejar al Viento que se sintiera a sus anchas; me sentía abrumado por una tristeza sin límites. No hubiese sido justo que todos sufrieran por una tragedia que me había ocurrido a mí. Dios ha establecido un equilibrio a propósito de esto: una balanza cuyos brazos se mueven sin parar arriba y abajo, llevando el Bien y el Mal, la Luz y la Oscuri­dad, la Belleza y la Fealdad, la Alegría y la Tristeza, el Amor y el Odio…

    ¿De qué servía esa Filosofía? Yo no valía ya para nada. Un gran pesar había anidado en mi alma después de todo aquello. No probé la comida durante una semana. Tampoco salí de la celda. No quería ver a nadie. Culpaba a todo el mundo de lo que me había ocurrido a mí. Solo pensaba en Dios. Le preguntaba sin cesar: ¿Te olvidaste de mí, Señor? ¿Por qué me dejaste otra vez solo, entre estas cuatro terribles paredes faltas de calor, de caridad, cercadas terroríficamente por los barrotes?

    Los muros de las cárceles se nutren prácticamente de las vidas de los detenidos. Sus cuerpos envejecen antes de tiempo, borran todo lo que es de valor en el centelleo de su memoria.

    Creía que Dios ya no oía mi lamento, pero me equivocaba. El octavo día, durante la noche, me visitó mi amigo, el viejo Ratón. Se subió a la mesa, sin prisa, como de costumbre, tal como solía después de hacernos amigos. Esta vez ya no le interesaba el pan. Estaba otra vez enrollado en el hilo blanco de seda, tal como lo había visto la primera vez. Parecía que lo hacía a propósito para darme pena. Lleno de alegría, lo atrapé rápidamente entre mis brazos calurosos, como hacíamos siempre antes de dormir, cuando queríamos calentarnos el uno al otro para que el sueño nos fuera más dulce. Al verme tan triste por haberlo perdido, el Ratón me susurró:

    — ¿Qué te pasa? ¡Ya no te reconozco! ¡Sé fuerte, amigo! No estarás aquí una eternidad. Puede que Dios te haya enviado aquí con un fin solo por él conocido o para protegerte de una desgracia mayor con la que te habrías enfrentado si en ese momento te hubieras ha­­llado en otra parte. El tiempo se irá tal como llegó; serás liberado, volverás con tus seres queridos. Más tarde, comprenderás por qué te pasó esta gran desgracia. Tienes la misión de seguir tu camino de manera luminosa, no importa cuan profunda sea la noche a tu alrededor. No olvides que cualquier desastre produce un cambio. Puede ser una oportunidad disfrazada con una vestimenta demasiado grande, difícil de reconocer a primera vista. Cada vez que te enfrentas a un conflicto, te otorga un Don. Cualquier desgracia, por grande que sea, puede ser transformada en una bendición, igual que una bendición puede convertirse en una maldición si no sabes aprovecharla como es debido. Antes de nada, cuídate. La vida pierde su sentido si estás privado de salud. No creas solo lo que ves: lo que los ojos comprenden es limitado. Tienes que mirar" a tu alrededor con la Mente, empleando todo los dones que Dios te dio en su bondad sin límites. Solo la Mente es de verdad libre. Nos descubre que el Bien no es un milagro, que el Amor no es un espejismo. Al contrario: ¡representan la verdadera realidad! La mente abre puertas insospechadas, nos ayuda a encontrar una manera de volar, no conoce fronteras. No dejes que el pecado limi­te tus sueños. No detengas tu confianza en los ideales, aunque ahora estés seguro de no poderlos alcanzar.

    Dios nos dotó de Alma, Mente y Cuerpo; en una palabra – de Vida. La Mente es el puente entre Cuerpo y Alma. Mantiene la paz y la armonía entre los dos. El cuerpo es el templo que hospeda la Vida, protegiéndola como a una flor que guarda una indecible sensibilidad – el Alma. La Mente abre la puerta a la Vida hacia el universo infinito, la enriquece con todos los milagros regalados por Dios. Si el Cuerpo no puede darte en vida lo que tu Alma desea, la Mente te ayuda a imaginar que lo tienes todo, te enseña a creer en tu fuerza para seguir adelante.

    Así que, mi querido amigo, ¡abandona la Tristeza! ¡Límpiala de las suelas de tus zapatos, está tan sucia que no merece la pena levantarla del suelo! ¡No dejes que oscurezca tu rostro iluminado por la confianza en ti mismo!"

    Le escuchaba sin ningún gesto. Estaba tan deprimido…

    La falta de cualquier reacción por mi parte hizo que el Ratón suspirase profundamente. Me rogó que lo pusiera otra vez sobre la mesa. Satisfice su deseo. Se encorvó despacio, como un anciano, cogió la pluma y me la

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