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La ventana del Rey
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Libro electrónico614 páginas9 horas

La ventana del Rey

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¡Que me obligó a emigrar de España! ¡Que le obligó a emigrar a de Inglaterra!
Cuando se busca el origen de las cosas que en realidad han sucedido, y solo se és, lubricante en el engranaje de lo que ocurrió, tal vez resulte más fácil exponer los sentimientos que no te tocan directamente, pero cuando además de buscar ese origen tienes que desenterrarlo para exponerlo, eres parte del engranaje, y tienes que tocarlos para recuperarlos, la realidad te desborda, tu consciencia se atasca y no consigue sincronizar, el esfuerzo se multiplica y tu alma se desgasta intentando avanzar para nunca llegar del todo, sobretodo cuando tu intención no es solamente la de escribir una historia para realizar un libro, sino la de escribir un libro para cristalizar una historia como homenaje a una persona, que si bien hace años, simbolizó con su ejemplo para quienes le conocieron –el amor, el respeto, la amistad y la concordia entre los pueblos, las clases y las familias-, tal vez hoy más que nunca necesitemos recordarlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 abr 2017
ISBN9788417011604
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    La ventana del Rey - Olegario González Prado

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    Colección: Relatos

    Autor y coordinador. Olegario González Prado

    Edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes.

    Diseño de portada: Isabel Dublino Hernández

    Fotografía de cubierta: © Isabel Dublino Hernández

    ISBN: 978-84-17011-60-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).»

    Prólogo

    Lucio Poves Verde

    Cuando uno se enfrenta a este relato emocional de Olegario González Prado –‘La Ventana del Rey’–, lo primero que se pregunta es si se trata de un libro de biografía, de historia, un relato salpicado de conversaciones muy jugosas o todas las cosas a la vez. Y hay que concluir que, en ‘La Ventana del Rey’, se mezcla todo ello, pero subyace un hecho: la búsqueda de una verdad escondida en la memoria histórica. El peso de la responsabilidad que un joven, casi adolescente, recibe de sus mayores para buscar a un ser querido: el abuelo Ángel, desaparecido durante la Guerra Civil Española. Se trata de una deuda pendiente con la historia del pueblo del autor, Santa Marta de Magasca, y de sus gentes. Pero, como muy bien dice Olegario, sin tratar de abrir sino de cerrar heridas. No es un libro para la polémica sino para la paz.

    ‘La Ventana del Rey’ es un relato de fidelidades a la familia, de respeto a los mayores, de recuerdos que se reproducen con nostalgia y de personajes rigurosamente reales. Es la vida del autor, pero es también la vida de quienes le rodearon, especialmente en unos momentos en los que vivir en España (tras la guerra civil) se hacía muy difícil. Los trenes se llenaban de maletas de cartón que viajaban junto con miles de emigrantes extremeños que buscaban, en la Europa del norte, la solución a sus estrecheces. Siempre, los ciclos migratorios, de sur a norte, como ahora.

    El autor de ‘La Ventana del Rey’ fue uno de aquellos extremeños que, en los años 60 del pasado siglo, tuvo que abandonar su tierra, su campo, a sus gentes, uniéndose a aquellas insoportables oleadas migratorias que despoblaron las zonas más pobres de la Ibérica. Un niño que se hizo hombre antes de tiempo y que llegó solo a París, a un mundo tan desconocido para él, como apasionante a la hora de forjarse como hombre.

    Aquí, la historia –contada con la sencillez que rodea a Olegario González Prado– se convierte en un auténtico guión cinematográfico: vivir en la corte parisina de los Duques de Windsor, aprender a conducir, en los Campos Elíseos, conocer las sedes de los refugiados republicanos, despertar a su afición por la pintura, encontrarse con personajes increíbles que, entonces, podían dominar el mundo... aprender, ver, oír y callar.

    Pero todas esas experiencias y conocimientos, concentrados en una idea firme, que se convierte casi en una obsesión: la búsqueda del abuelo en aquellos países de Centro Europa, donde pudiese aparecer el mínimo rastro.

    ‘La Ventana del Rey’ engancha al lector por la frescura de lo que se dice y de cómo se dice. Es un homenaje a las familias que mantuvieron el duermevela de la búsqueda permanente de sus seres queridos, víctimas de una guerra cruel e injusta.

    No es una historia de malos y buenos. Ni de rojos contra azules. Es un relato apasionado por la vida desde la eterna infancia, junto a la casa de los señores del cortijo, hasta la realidad actual de un personaje, avanzado en su época, que supo traducir aquellas enseñanzas de la juventud en realidades dentro del mundo de la caza. Pero tampoco es un libro de caza.

    Es, en definitiva, un libro de búsquedas: de quienes rodean al autor, pero también de sí mismo.

    Introducción

    Cuando, después de pensarlo detenidamente, decidí dar a luz una historia de la que no podía desligar parte de la mía, lo primero que hice fue poner mi humildad y mi disculpa al alcance de todos los profesionales del mundo de las letras por usurpar un puesto que, ni de lejos, pensé que pudiera corresponderme.

    No era mi intención brillar con la pluma, porque siempre he sido una persona realista, y sabía que eso no está al alcance de todo el mundo; simplemente, tenía que narrar una historia verdadera que llevaba implícita la mía. Me sentiría satisfecho con llevar a buen puerto semejante responsabilidad sin adornos ni flequillos.

    Condensar en una sola obra, sin desprestigiar ese nombre, la mayoría de las vicisitudes de la vida de un país y de las personas de una forma casi antológica, sin herir sensibilidades, era algo que me imponía un gran respeto. Contarlo a nivel de las distintas sociologías del pueblo llano, que era como yo pretendía hacerlo, añadía aún más dificultades, sobre todo a la hora de dosificar protagonismo crítico en alguno de los conceptos, tal como el dramatismo, cuando tuviese que tocar el tema de la guerra civil española, donde tendría que filtrar la pasión con el tamiz de la reflexión.

    Seguro que expertos en la materia, lo habrían hecho con mucha más información documental y amplitud específica que yo pero no con más rigor que el de la viva voz de las personas que lo habían vivido, me habían informado y me habían facilitado los datos, aunque limitados, de los que yo disponía.

    Esto era algo complicado, pero era algo que no me podía saltar en mi historia, ni lo podía desvincular de mi vida, porque, en realidad, es parte de ella.

    Relatar un drama dosificando el dramatismo, no me parecía difícil; porque también es parte de mi carácter y costumbre el dosificar las cosas y me guié por la costumbre que tengo para endulzar el café: con un azucarillo, lo encuentro en su punto; con dos, demasiado dulce, y con tres, resulta empalagoso.

    En ese aspecto, conseguí despejar mis dudas y me sentí redimido.

    Pero yo quería aprovechar para hacer algo más atractiva la historia y me acordé de dos clases de películas en las que la gente no se suele dormir: ‘en las que hacen reír y en las que hacen llorar’; quería imprimir algo parecido y ejemplarizante, en particular, para la juventud, pero con ingredientes básicos y naturales, de los que la gente sencilla tiene siempre en la cocina, y para eso había que contarlo con naturalidad, evitando, en lo posible, depuraciones de lenguaje y tecnicismos excesivos, sin ofender a la esencia de nuestra cultura extremeña.

    En ese orden de cosas, seleccioné mis ingredientes, primero, y compuse mi recetario, lo más extenso posible, cuando revisé todas mi anotaciones de antaño, con datos, fechas, etc.

    Me aseguré de que en mi despensa había de todo y decidí correr el riesgo; empezaría utilizando:

    La miseria – La opulencia – La política – El suspense – La guerra – La diplomacia – La libertad – La plutocracia – La influencia – La humildad – La soberbia – El arte – El deporte – la tristeza – La alegría – El humor – El respeto – La injusticia – La angustia – La nostalgia – El amor – La familia – El trabajo – La aventura – La autocracia – El imperialismo – La historia – La biología – La naturaleza – La cultura –.

    La sal y la pimienta las pondría el lector a su gusto.

    Así me imaginé algo que, en un principio, dudé si merecería ser un libro; Dios me ha ayudado y yo lo he intentado, recordando y agradeciendo a todas aquellas personas que me ayudaron, de las cuales muchas de ellas ya nos han dejado, llevando con ellas toda mi gratitud. En especial, al abuelo Julián y a D. Diego (impulsor de ésta promesa). Y a todos los que sufrieron el error, tanto de un lado como de otro.

    Dedico esta obra a mis padres que, no me dieron más, sencillamente, porque no lo tenían.

    6 de diciembre de 2015,

    Santa Marta de Magasca.

    Mi agradecimiento más sincero a:

    Lucio Poves Verde, Eduardo Sánchez García, Ángel Salas y Ana María Magro Moreno

    A la Excma. Diputación Provincial de Cáceres

    Al Ayuntamiento de Santa Marta de Magasca

    Y a todo el gran equipo de colaboradores y personas que han hecho

    posible que esta humilde obra sea una realidad soñada, al servicio de todos los que, en nuestra sociedad, desean la paz y reivindican, con su ejemplo, ‘la buena voluntad‘.

    Olegario González Prado

    i. El campo

    Antepongo que, de mayor, he conseguido corregirme,

    porque de niño tenía fama de «preguntón».

    Un buen día, llegaron dos guardias civiles en sus bicicletas a la finca donde estaba mi padre de guarda jurado, quienes, como de costumbre, solían pasar haciendo la ronda, según decían.

    Al no ver a nadie en la casa, debieron decidir dar una vuelta por la finca por si encontraban a alguien que les firmase en un libretón rojo que llevaban siempre en un maletín de cuero negro.

    Después de haber dado una vuelta por lo más llano paseando en bicicleta, con el único que se encontraron fue conmigo; me había mandado mi padre a cuidar las cabras hasta que volviese el cabrero que se había ido al pueblo con catarro.

    En cuanto vi las bicicletas, corrí hacia ellas por si me dejaban montar en alguna, pero me dijeron que no, con el pretexto de que era muy peligroso, al ser tan pequeño y no alcanzar bien a los pedales.

    Por fin, uno de ellos, más simpático que el otro y que siempre se reía conmigo gastándome bromas, cuando pasaban por la casa, me preguntó que si sabía firmar.

    –Pues claro que sí, y montar en bicicleta también. –Le contesté apresuradamente, mirando la bicicleta.

    Se echaron a reír los dos y, dándome una pequeña libreta, el más bromista dijo:

    –Toma, firma aquí que veamos primero qué clase de firma haces.

    Puse mi nombre completo y después planté un garabato encima, que nunca me salía igual, y se lo di al más simpático quien, después de enseñárselo a su compañero, me dijo:

    –Puede valer; ya puedes firmar en el libro.

    –¿Y por qué tengo que firmar en ese libro?

    –Pues para justificar que hemos estado en esta finca.

    –¿Y por qué tiene que justificar haber estado en esta finca?– volví a preguntar.

    –Pues porque es parte de nuestro trabajo.

    –¿Y pasear en bicicleta es un trabajo?– le dije.

    –Pues claro, chaval, como otro cualquiera.– me contestó el simpático riéndose de mí, como siempre.

    –Pues entonces, cuando me haga mayor, me haré guardia civil.

    En esta ocasión, también se rió el ‘seriote’, que ya empezaba a ablandarse con mi ingenuidad de niño adulto. Así era como nos consideraban a los niños del campo en aquella época, 1950 a 1960, para ponernos a trabajar.

    –Pues claro que sí, hombre (me contestó el de siempre), pero para eso, tienes que estudiar mucho y esperar a que te salga un bigote como el nuestro.

    –¿Y para montar en bicicleta hay que estudiar?

    –No muchas materias, pero hay que estudiar bien las cuatro reglas, ortografía y hacer buena caligrafía – me explicó mi amigo el simpático, mientras el otro miraba su reloj de bolsillo como con ganas de marcharse.

    Cuántas denuncias hubiésemos podido recurrir si hubiesen enseñado a la Guardia Civil a utilizar la misma caligrafía que utilizan los médicos de hoy día.

    Pero me interesó tanto el asunto de estudiar, para labrar mi futuro montando en bicicleta, que intenté recabar más información por si había algo más que hacer para sacar la carrera de Guardia Civil, pero solo se me ocurrió preguntar:

    –¿Y con cuántos años sale bigote?

    Ahora sí que se rieron los dos y bien, mientras yo esperaba una respuesta seria.

    Por fin, el del bigotón más grande, que no me había contestado nunca, me respondió, pero con otra pregunta:

    –¿Y tú nos puedes decir a nosotros por qué eres tan preguntón, chaval?

    –Porque mi padre suele decir a menudo que ‘el que habla siembra y el que escucha cosecha’.

    Y de postre, serví una de las mías:

    –Y yo eso lo interpreto a mi manera. Como si ‘El que pregunta aprende y el que responde enseña’.

    –¿Te has enterado bien?– le dijo el simpático al compañero.

    Y como yo aún me sentía algo ofendido por lo de preguntón y viendo que la otra parte me apoyaba, seguí atacando al bigotón con otra pregunta:

    –¿Y Vd. qué opina?

    –Lo que opino es que tu padre debería tenerte en la escuela en vez de guardando cabras; pero ya hablaremos de esto en serio con él.

    Lo de en serio me quedó algo preocupado, dudando de si tal vez degeneraría en reprimenda cuando hablasen con mi padre, o tal vez, en insubordinación por atacar así a un guardia civil.

    En aquella situación dudosa, preferí no preguntar más hasta que se aclarase el asunto, mientras los veía subir la cuesta arriba con la bicicleta de la mano para no estropear los pedales.

    ¿Será posible que paguen un sueldo por montar en bicicleta, cuando yo tengo que pagar dos pesetas por dar una vuelta de cien metros en las bicicletas que alquilan por las fiestas del pueblo?

    La Escuela Nocturna

    Nunca supe si fue cosa de los guardias civiles o de la Providencia pero, poco tiempo después, apareció la bicicleta en casa por sorpresa; con otra sorpresa más, que fue la que me dio mi madre, que estaba más emocionada que yo cuando me dijo:

    –Te la ha comprado tu padre para que puedas ir a las clases nocturnas que están dando ahora en el pueblo cuando vengas de trabajar.

    –¿Y se puede ir por la noche a la escuela?– le pregunté a mi madre, emocionado.

    –Claro que sí (me dijo ella), porque se ha ofrecido D. Matías a dar clases nocturnas gratis para los niños que trabajan de día en el campo.

    Qué joya de maestro debía de ser D. Matías; con pocos como él, hubiese solucionado el problema de la enseñanza en España cualquiera de nuestros gobernantes.

    Ni comparación la emoción que se pueda sentir cuando entras en la Universidad, con la que yo me sentí cuando me monté en mi bicicleta nueva con mi enciclopedia Álvarez, mi pizarra y mi cuaderno; todo bien ordenado en el morral que me había hecho mi madre con un costal viejo.

    Cuando arranqué, le oí decir a mi madre:

    –¡No preguntes mucho!

    Cuando llegué a la escuela ya estaba empezando a oscurecer. Entré, di las buenas tardes y me presenté al maestro D. Matías, que yo conocía de más pequeño, pero poco. Sólo había llegado un niño algo mayor y al que no conocía.

    D. Matías abrió un cajón de su mesa, sacó una libreta que ponía Cartilla de Escolaridad, la estuvo mirando y me dijo.

    –Esta es tu cartilla y, por lo que veo, llevas tres años sin venir a clases. ¿Por qué?

    –Pues porque estoy trabajando para ayudar en la familia, que somos varios hermanos y yo soy el mayor.

    El maestro se sonrió moviendo la cabeza y antes de que me preguntase más cosas, le dije yo:

    –Pero no por eso he dejado de estudiar.

    –Pues ya me contarás en qué colegio, porque en tu cartilla no aparece ninguna evaluación desde hace tres años– dijo el maestro.

    –Estudio solo en casa con mi Enciclopedia y hasta me he fabricado mi pupitre para escribir más cómodo y para dibujar.

    Saqué mi cuaderno sin que me lo pidiese y a punto estuve de alardear de mis dibujos y mi caligrafía y se lo entregué para que viese que no había perdido el tiempo.

    Lo miró detenidamente durante un rato, que a mí me pareció un año y, cuando al final, me lo devolvió, me dijo:

    –Esto está muy bien para no haber asistido a clase durante tres años.

    D. Matías era un maestro de los antiguos, de los que enseñan de verdad, pero de los que se hacían respetar ‘también de verdad’.

    –Enséñame tu Enciclopedia– me pidió, a continuación.

    Abrí el morral, saqué mi Enciclopedia y se la di, esperando que no me dijese que tenía que comprar otra.

    –Está un poco usada pero puede valer, aunque un poco ahumada... ¿por qué?

    –Porque en invierno pongo mi pupitre al lado de la chimenea, para estudiar cuando todos se van a acostar.

    –¿Y no te entra sueño?– volvió a preguntarme.

    –Algunas veces, sobre todo, cuando estudio religión o matemáticas– le respondí tímidamente.

    –Y tus padres, ¿qué te dicen?– insistió, preguntándome cada vez con más interés, mientras yo me sentía cada vez más desorientado con tan minucioso interrogatorio.

    –Algunas veces, si es muy tarde, mi madre se levanta, me calienta un tazón de leche, y me hace ir a la cama.

    En ese momento, entraron dos niños y otro que ya no era tan niño, pero pretendía prepararse un poco para estudiar la carrera de cura. D. Matías les llamó para que fuesen a su mesa, mientras metía mi cartilla en el cajón y sacaba otras dos como la mía.

    El futuro cura sacó otra igual que llevaba en un pequeño maletín de madera y, sin que nadie se lo pidiese, la entregó a D. Matías.

    Por fin, terminado el ‘cartilleo’, conseguimos juntarnos seis alumnos de lo más variopinto, sobre todo, en cuanto a la edad y los uniformes.

    No la hagas y no la temas, solía decir mi padre a menudo; precisamente, lo que yo más temía sucedió, pues la clase empezó con las ‘Matemáticas’, con las que siempre me entraba sueño y dejaba para el día siguiente.

    Reprimí mis grandes deseos de preguntón, por respetar el consejo de mi madre. No me atreví a preguntar mis dudas; entre otras cosas, también, porque nadie se atrevía a preguntar nada y presenté un trabajo, a mi corto entender, ‘desastroso’.

    Mientras D. Matías evaluaba mi trabajo, yo no perdía de vista la vara de olivo que tenía al lado y preferí mantener una distancia prudencial de su mesa.

    Pero no; o D. Matías había cambiado mucho en tres años, o bien tuvo pena de mí porque, en lugar de utilizar la vara como de costumbre, me dijo como para consolarme, viendo mi desánimo.

    –No te preocupes, hombre, porque para no haber estado en la escuela durante tanto tiempo, no está mal del todo; además, hoy, por ser el primer día, os lo voy a pasar a todos pero, a partir de ahora voy a poner deberes a todos y os quiero ver estudiar pero de verdad.

    Y dándonos un papel con las materias que teníamos que estudiar y una enciclopedia prestada los que no tenían, nos dijo:

    –Os podéis marchar y mañana todos a la misma hora.

    Yo salí algo avergonzado, con mi orgullo estudiantil malherido, pero decidido a ser guardia civil, para poder ganarme la vida, vestido decentemente, montando en bicicleta y llegar a tener una mujer con muchachos; no como el pobre Diego, que no podría tener una sola mujer porque, de los ‘muchachos’, aunque joven, yo ya había escuchado algunas cosillas de los curas.

    Pero había un pequeño problema, y era que lo de la bicicleta yo lo tenía resuelto; lo de la caligrafía, según D. Matías, también y lo del bigote podía salirme cuando le diese la gana. Pero, ¿las cuatro reglas? Lo veía difícil, por lo del sueño, pero no imposible.

    De vuelta a la finca, con mi bicicleta nueva y mi farol de carburo que se apagaba cada vez que cogía un bache, llegué a la casa cuando eran casi las once de la noche.

    Mi madre aún me estaba esperando haciendo un jersey, se levantó, me puso la cena y me preguntó cómo había ido mi primer día.

    –Muy mal (le dije a regañadientes). Para ser el primer día solo hemos dado matemáticas, saturada de cálculos y algunas preguntas sobre espíritu nacional, que no sé ni lo que es.

    Mi madre se echó a reír pero, en su risa, había también una nota de tristeza.

    Saqué el cuaderno y la nota de deberes y, enseñándosela, le dije:

    –Mira, cuentas y más cuentas; seguro que esta noche tendré sueño.

    –Ya te ha repetido tu padre lo necesaria que son las cuatro reglas.

    Y vueltas con ‘las cuatro reglas’; lo que menos me gusta a mí, y lo que exigían precisamente para ser ‘un buen guardia civil’.

    Y sonriendo de nuevo, esta vez más alegre, me dijo:

    –Venga, acuéstate cuando cenes, porque me ha dicho tu padre que, a partir de mañana, te va a dejar todas las tardes libres para que estudies.

    Y dándome un beso, se fue a dormir, mientras yo terminaba de cenar y empezaba a pensar en los guardias cuando corrían detrás de los que iban a por bellotas para poder comer y en los curas que solo daban leche en polvo y queso americano amarillo a los que iban a misa. Por lo que, en mi subconsciencia, se empezaron a gestar ciertas dudas.

    Al día siguiente, cuando llegué del campo a la casa, hacía calor y eran ya casi las dos.

    Mi madre, en cuanto me vio entrar con aspecto sudoroso, lo primero que hizo, como de costumbre, fue prepararme un refresco que, de fresco, no tenía más que el nombre; porque de los frigoríficos, por aquel entonces, ni habíamos oído hablar.

    El refresco era tan básico que se componía de un vaso de agua de la tinaja, una cucharada de miel y un zumo de limón de los que duraban casi todo el año, duros como un huevo de avestruz por fuera pero jugosos por dentro.

    –Tómatelo mientras llega tu padre para comer, que esta mañana fue al pueblo.

    Poco después llegó mi padre y tras tomarse otro cubata de refresco bien ‘al dente’, nos sentamos todos a comer incluido el cabrero, que ya se había curado del catarro y recuperado del apetito atrasado.

    Los cocidos, en mi casa, se hacían en la lumbre, en un gran puchero de barro; de allí salían primer plato, segundo plato y tercer plato; excepto en verano que teníamos un cuarto plato que parecía un gazpacho reprimido por su escasez en todo y que, a diferencia de ahora, que se toma con melón y jamón como primer plato, nosotros lo tomábamos para acompañar el cocido, pero sin melón ni jamón. ¿Quién iba a pensar que un plato tan sencillo se iba a hacer tan popular y famoso hasta en los mejores restaurantes?

    Pero yo tuve la suerte de comprobarlo cuando un día se lo puse en mi casa a mi amigo Luís El Fary y le dije: Lo siento Luís, no he tenido tiempo de preparar otra cosa que un gazpacho y algo de conejo encebollado.

    El supercampeón de caza menor con perro, Ismael Tragacete, que estaba con nosotros, junto con el campeón Sierra, salió en mi ayuda, diciendo:

    –No comprendo cómo un plato tan sencillo y humilde se puede haber hecho tan famoso y popular en toda España.

    El Fari se le quedó mirando fijamente, con una sonrisa de oreja a oreja y le dijo:

    –Vamos a ver, Ismael… ¿Es que los que hemos nacido pequeños y humildes, no tenemos derecho a ser famosos?

    Cuando estábamos en los garbanzos, miré el viejo reloj cuadrado en la cornisa de la chimenea, que había traído de Filipinas mi bisabuelo ‘Panguingue’ –de ahí le venía dicho apodo, por haber servido como oficial en la provincia de ‘Pangosinan’, en la costa este de la isla de Luzón–.

    Viendo que eran ya casi las tres, perdoné la carne, el tocino y el gazpacho y me levanté de la mesa con la intención de irme a preparar mis deberes.

    –¿A dónde vas?– Me preguntó mi padre.

    Me paré un momento, temiéndome alguna tarea entre siesta para compensar la tarde; pero no.

    –Voy a hacer los deberes que me puso anoche D. Matías

    –¿Y qué deberes te ha puesto?

    Demasiado lo sabía él porque, acto seguido, se levantó para decirme:

    –¿Cuantas veces te he dicho lo necesario que son las matemáticas?

    –Sí, padre, pero es que yo nunca había pensado en ser Guardia Civil.

    Se rieron todos los que estaban en la mesa y hasta mi hermano Jesús, que era pequeño, se rió de mí.

    –¿Y por qué te interesa tanto la Guardia Civil?– Me preguntó.

    –Pues, porque llevan ropa limpia y les dan un sueldo todos los meses por montar en bicicleta.

    Nada me salía bien ese día porque otra vez volvieron a reírse de mí.

    –Escúchame bien, Sr. General de la Guardia Civil– agregó mi padre– tú sabes bien la falta que hace en esta casa tu ayuda, pero nos repartiremos el trabajo entre todos para que puedas estudiar por la tarde.

    Y mirándome fijamente si me estaba enterando, continuó diciéndome:

    –Pero, además, esta mañana he ido al pueblo para concertar otra hora más para tus clases de matemáticas con el tío Jerónimo (que fue el que me enseñó a mí las cuatro reglas). Pero como me digan los maestros dentro de un mes que pierdes el tiempo, despídete de las clases y de la bicicleta.– Terminó diciéndome con firmeza.

    Se sentó y un poco más convencido ya de que no le iba a fallar, me dijo.

    –Esta tarde te irás una hora antes para ir a clase del tío Jerónimo, que vive enfrente del estanco; ya puedes levantarte y hacer tus deberes.

    Me parecía como si aquel día hubiese llegado la Navidad y los Reyes Magos, todo junto; esos eran los únicos días del año que comíamos turrones y mazapanes.

    Me fui hacia el cuarto del fondo que servía de granero y despensa para la miel, los quesos y la matanza; era un sitio fresco para estudiar en verano. Allí colocaba yo mi pupitre que aún conservo después de casi sesenta años, como reliquia sagrada del ingenio y la audacia que puede desarrollar el ser humano cuando se unen la carencia y la motivación; gracias a lo cual hemos evolucionado y estamos lejos de los sapiens y los neandertales.

    Cuando lo observo, ya un poco torcido, creo que hoy no sería capaz de hacerlo con tan poca herramienta y tan escaso material.

    Me senté, coloqué las cosas en mi pupitre y le dije a mi madre que me avisase cuando diese la hora en el reloj filipino, que era el único que había en la casa.

    Cuando me avisó mi madre, aún me quedaba un problema sin resolver pero, como primero tenía que ir a la casa del tío Jerónimo, tal vez allí podría resolverlo.

    El tío Jerónimo era un señor muy mayor que alternaba las clases de matemáticas, que era su especialidad, con el arreglo de zapatos, chalecos de cuero, albardas y toda clase de cueros.

    Me presenté y, como mi padre ya había hablado con él por la mañana, me dijo.

    –Siéntate que, en cuanto termine este zapato, estoy contigo.

    Miré pero como no vi ningún asiento y los demás niños estaban sentados en banquetas o taburetes todos diferentes, me quedé de pie sobre la pared. El ilustre profesor, mi nuevo preceptor, me miró de reojos y me dijo:

    –Es que en mi academia cada uno trae su asiento; me olvidé de decírselo a tu padre esta mañana; siéntate en esa albarda y no te olvides de traer tu asiento mañana.

    Mi nuevo profesor, como no tenía mesa y, además, era cojo por una poliomielitis, aprovechaba su pierna seca para ponerla encima de la pierna buena y apoyar nuestras pizarras que era el único material didáctico que nos exigía.

    Aquella tarde, sumamos corderos, restamos huevos, dividimos cabras y multiplicamos tantas pesetas, céntimos y reales que, al día siguiente, se presentaron los de Hacienda a investigar para ver qué habíamos hecho con tanto dinero.

    Visto que habíamos simpatizado, me acordé de la cuenta pendiente de resolver en los deberes que nos había puesto D. Matías y le pedí si podía hacer el favor de ayudarme a resolverla. Y me ayudó, pero él era más ganadero que terrateniente y, como el ejercicio que me había puesto D. Matías era todo sobre tierras, hectáreas, áreas y centiáreas, me lo explicó traducido a cerdos, vacas y ovejas; con lo cual me fui con el problema resuelto y una enorme ganadería, pero sin una sola hectárea donde meterla.

    Lógicamente, aquella noche no le dije nada a D. Matías de que había vendido la finca para comprar ganado. Él no se percató de la compraventa y quedé en muy buen lugar.

    Al día siguiente, estábamos todos sentados en clase cuando llegó D. Matías, nos dio las buenas tardes y se sentó en la mesa desde donde empezó a preguntarnos la lección de la Enciclopedia que nos había puesto el día antes y cuya pregunta era igual para todos.

    –¿Qué es la lengua española?

    La respuesta había que darla de memoria, en voz alta y puestos de pie.

    Mi madre era una mujer de campo pero bastante instruida dentro de su condición social en aquella época; aún se notaba que había sido adoctrinada por su padre, hijo de mi bisabuela Visitación, que había venido de maestra titular a Santa Marta de Magasca en 1884.

    Tirando de ese recuerdo tan ancestral y de mi Enciclopedia, aquella noche tuve a mi madre haciendo deberes hasta las tantas; pero conseguimos preparar una lección de verdaderos intelectuales a pesar de que mi madre me despistaba de vez en cuando, al hacerme la pregunta como si fuese la profesora.

    Así que, cuando tuvimos que dar la respuesta aquella noche, de pie y en voz alta, solo esperaba que, en justicia, D. Matías se levantase, me aplaudiese y me pusiese un diez a ser posible, un poco corrido, para tener para todo el año.

    En aquella época no había empollones, había los que se conformaban con lo que había, y los que querían salir de la miseria.

    Tal vez por eso, D. Matías, que era una persona reservada y discreta, ni me felicitó ni me recriminó lo que, en otro foro, hubiese sido una auténtica altanería; solo me dedicó una tímida sonrisa y se puso a anotar en nuestros cuadernos las tareas para el día siguiente. El que sí me felicitó cuando salimos, fue el futuro cardenal D. Diego y me propuso:

    –Déjate de guardia y vente con los curas, que mandan más.

    – ¡Hombre, Diego!– le dije yo– ¡ Para levantar España tiene que haber de las dos cosas!

    Pese a que, con los de los ‘Levantamientos’ yo no estaba muy convencido porque consideraba que con el ‘Nacional’, ya habíamos tenido suficiente.

    Que díficil debe ser

    sembrar trigo en un tejado

    obligándolo a nacer

    sin sentirse motivado.

    Pues así debe de ser

    cuando obligas a aprender

    al que se siente obligado.

    Y tú que quieres nacer,

    te pones triste por ver,

    ¡De que nadie te ha sembrado!

    ii. Don Matías

    ¿Qué pensaría hoy de mí el pobre D. Matías si viese mi léxico actual erosionado, hibridado y contaminado por otras lenguas que tuve que aprender después?

    –Olegarillo, dile a tu padre que ya te he enseñado todo lo que sé sobre las cuatro reglas, pero si quieres, te puedo enseñar a coser zapatos.

    Sentí algo de pena del tío Jerónimo, porque no comprendía por qué, una auténtica inteligencia se consumía arreglando zapatos. Me despedí de él y no le di un abrazo porque olía mucho a zapatos.

    Pero ya sabía las cuatro reglas, tenía la bicicleta y hasta me parecía verme algo de pelusilla en el bigote; luego las cosas no me podían ir mejor para mi proyecto de futuro; por fin, tantas horas en mi pupitre por las noches, empezaban a dar su fruto.

    Pero la sorpresa de la vida la tuve, un día, leyendo el periódico Hoy. Mi padre se había suscrito una temporada hasta que mi madre un día, harta de leer noticias maquilladas por la censura, le dijo:

    –Estoy harta de leer este periódico donde todas las noticias llegan bendecidas y, como ya tenemos papel higiénico para cuarenta años, haz el favor de borrarte y gasta el dinero en nuestro hijo, que estás viendo que le gusta estudiar.

    Mi padre reflexionó un momento e intentó hacer razonar a mi madre diciéndole:

    –Lo sé perfectamente, pero puedes estar segura de que cuando se enteren nuestros jefes de que tenemos un hijo estudiando, estamos sobrando aquí. ¿Y qué hacemos después para sacar la familia adelante?

    En aquella época era verdad; mi madre se secó unas lágrimas en silencio y se fue para la habitación.

    Pero la cosa fue que en el diario Hoy venía una página entera informando sobre la posibilidad de ingresar en el ejército del aire, en la Academia del Aire, en León.

    Se podía solicitar más información a través de los Ayuntamientos y yo que, además de preguntón era averiguón, la solicité.

    Ya casi me había olvidado de aquello, pero me seguía interesando por lo novedoso, aunque con pocas esperanzas, dada mi corta edad y León, visto en el mapa de la escuela, quedaba más bien lejos.

    Pero mi ánimo se reavivó bruscamente cuando, una noche de las que acudí a clase, antes de sentarme, me llamó D. Matías, sonriendo:

    –¿Qué pasa, que ya no te gusta la bicicleta y quieres montar en avión?

    Y entregándome un gran sobre marrón que el Sr. Lucio, alguacil, le dejó para cuando viniese a clase, agregó:

    –Siéntate en tu sitio, examínalo bien, y explícame tus aspiraciones cuando termines!

    D. Matías era un verdadero ejemplo de seriedad pero, en el fondo, para nosotros, los niños del campo, era como un gran padre; tal vez por no tener familia con Dña. Anita, que era su esposa y maestra de las niñas.

    Me senté en mi pupitre, abrí el gran sobre marrón y empecé a hojear la información que venía con gran cantidad de fotografías. Todo venía en doble folio de papel blanco, con fotografías en color azul claro que me parecían maravillosas; aún las recuerdo como si las estuviese viendo.

    Los aviones, los uniformes, los cascos, todo azul, incluso la letra sobre el fondo blanco; de manera que, no sabía por qué, ya empezó a gustarme más el color azul que el verde.

    Repasé la información varias veces y, como algunas cosas no las comprendía, le pedí ayuda a D. Matías.

    –¿Qué es lo que no comprendes?– me preguntó.

    –Una de las cosas que no comprendo es lo de matemática pura y matemática aplicada… ¿no es lo mismo?

    Hizo un pequeño gesto de reflexión y me lo explicó.

    –Otra cosa que no comprendo es lo de ‘ser mayor de edad’. ¿A partir de qué edad se puede ser mayor de edad?

    –A partir de los 18 años– me contestó.

    Su respuesta me desmoralizó un poco, pero me reanimó el hecho de que al menos, no exigiesen nada sobre el bigote.

    –Enséñame dónde has visto lo de la edad– me dijo, pidiéndome los papeles.

    Lo estuvo revisando todo minuciosamente; al parecer, según me explicó después, para ver si cabía la posibilidad de admisión de voluntariado y, al cabo de un rato, me dijo:

    –¿Pero tú has pensado bien en los años que te faltan para ser mayor de edad?

    Pensé en mi respuesta y le dije.

    –Hasta lo de mayor lo entiendo, pero lo de los ‘18 años de edad’, no.

    –¿Cómo que no lo entiendes? –Me dijo sorprendido– ¡Quiero que te expliques detalladamente!

    –Pues cuando a los ‘12 años’, mi padre me sacó del colegio me dijo ‘ya eres mayor’, ya puedes trabajar, pero no me dijo nada sobre la ‘edad’.

    –¿Pero qué trabajos puedes hacer tu ahora con 15 años?– Me preguntó, claramente intrigado.

    –De todo: arar, sembrar, regar, cosechar, cortar encinas y todo lo que hacen en el campo los hombres ‘mayores’.

    D. Matías bajó la cabeza pensativo mientras me devolvía los papeles, diciéndome:

    –¡Tienes razón de que los que lleváis tanto tiempo siendo ‘mayores’ desde niños, que no necesitáis ‘tener 18 años’ para ser ‘mayores de edad’!

    A mí me habían enseñado a sentirme orgulloso como hombre aun siendo niño; pero yo percibí en su semblante que él, como hombre, se sentía ‘avergonzado’.

    iii. Mi amigo Antonio

    Era el mes de septiembre y aún hacía calor. Habíamos reanudado las clases nocturnas después de terminar la cosecha de los cereales (que había durado tres meses) a base de garbanzos, pan duro y tocino apolillado; durante este tiempo, solo había ido al pueblo un par de veces para cambiar de pantalones, porque la camisa la reservábamos para entrar en el pueblo un poco más decentes.

    Posiblemente, mi instinto ancestral fuese algo heredado de Adán y Eva en cuanto al decoro; pero ya no eran tiempos para cubrirse con hojas de parra o pieles de animales, a lo que estábamos a punto de llegar y, esto fue lo que, tal vez, me hiciese tomar con tanta determinación la siguiente decisión.

    Yo estaba totalmente convencido de que me interesaban más los aviones que las bicicletas, por dos razones: La primera porque después de haberlo evaluado con D. Matías, llegamos a la conclusión de que en la aviación había futuro para jóvenes como yo, con afán de superación; y la segunda, después de haber pasado tres meses de auténtica ‘supervivencia’, pero muy lejos del Caribe, en un campo llamado ‘Herruz’, donde solo había encinas y un río medio seco con el agua justa para bañarse entre siesta, pero sin jabón. Ello me hizo pensar que el campo podía seguir siendo igual de bonito, pero visto al atardecer y visto desde un avión, por el día, desde el cielo, sobre todo en julio y agosto.

    Estas eran razones más que suficientes para convencerme de que había que tomar alguna decisión. Y en esas estábamos, ajustándonos minuciosamente a lo que determinaba el dossier; ayudado por D. Matías y mi tía Cristina, una profesora improvisada, hermana de mi abuelo Ángel, que solo daba clases de lengua, sobre todo, por lo bien que pronunciaba las ‘eses’ y la magnífica puntería que tenía para darte con su varita en las orejas, como llegase a mirarte por encima de sus gafas.

    Pero otra casualidad de la vida se interpuso en mi proyecto. Resulta que mi amigo Antonio (que había ido a trabajar a París, a casa de los duques de Windsor, hacía unos meses, por mediación de los Condes de Romanones), me escribió una carta que ‘el correo’ me había dejado en la escuela donde iba todos los días.

    Justo cuando llegaba del campo con mi bicicleta, llegaba también D. Matías con Dña. Anita a la puerta de la escuela.

    Nos dimos las buenas tardes y me extrañó ver allí a Dña. Anita (que era la maestra de las niñas) tan sonriente. Entramos en la escuela y ellos se fueron hacia su mesa mientras yo me dirigía hacia mi pupitre. Antes de sentarme, D. Matías me llamó sonriendo igual que su mujer, que estaba al lado. D. Matías cogió la carta y enseñándola me dijo:

    –Toma, tienes una carta de tu amigo Antonio que te escribe desde París.

    Mi amigo Antonio había sido alumno suyo diurno. Lo admiraban como estudiante y querían como de la familia, puesto que ellos no tenían hijos, además de ser cariñoso y servicial con Dña. Anita, sobre todo, por los recados de campo.

    –Nos gustaría saber algo de él, ¿o se habrá olvidado de nosotros?–, me dijo Dña. Anita, mientras me dirigía a mi pupitre abriendo la carta.

    –¿Puedo leerla?– pregunté, antes de sentarme.

    –Claro que sí.– me contestó D. Matías– y dinos qué cuenta de su trabajo.

    Me senté y lo primero que saqué fue una fotografía suya con uniforme que, más que el hijo de un albañil, que era su padre, parecía un casaca roja de la época americana: chaqueta roja con cola y botones dorados, pantalón azul, chaleco con ribetes dorados, cuello duro con pajarita, etc.

    En el momento en que estaba viendo la foto con el sobre abierto sobre el pupitre, pasó a mi lado el futuro cura, Diego, y con ese descaro que tienen los curas para indagar en la vida privada de las personas (antes de darle la hostia y después el queso), va el tío y me dice:

    –¿Qué pasa, que también te escribes con la reina Victoria…? ¡Vaya foto!

    No me hizo ninguna gracia, pero tuvimos que reírnos todos.

    –Nos gustaría ver su foto cuando leas la carta– me dijo Dña. Anita.

    Lo primero que me ponía en la carta era que le habían asignado un sueldo en francos franceses que, al cambio, ganaba más allí en un mes que en España en medio año. ¿Sería verdad, o solo para ponerme los dientes largos?; además, ropa, comida y habitación con ducha y agua caliente, completamente distinta del cubo con agujeros que solíamos utilizar en el pueblo.

    También me decía que aún no había comenzado a trabajar formalmente. Por el momento, sólo se le exigía estudiar inglés, francés, ponerse el uniforme y observar cómo trabajaban los compañeros para empezar como valet de chambre cuando terminase el ‘doctorado’ en un protocolo infinitamente más severo y refinado que el del ejército español. Según el tratamiento, a los duques había que llamarlos ‘altezas reales’ y, acostumbrarse a pronunciarlo en inglés y francés cada vez que se hablaba con ellos.

    Me costaba trabajo creerlo porque Antonio era tremendamente bromista; sobre el ‘sueldazo’, comida francesa, con fama de buena, y ducha de agua caliente… ¿sería verdad? Yo, que había estado todo el verano trabajando como un negro, ganando una miseria, comiendo garbanzos y tocino con polilla, bañándome en el río y reservando la camisa para entrar en el pueblo, cada vez estaba más convencido de que mi futuro se hallaba en los aviones, aunque sólo llegase a cabo primera.

    Mientras más iba leyendo, más me parecía una broma de mi amigo Antonio; sobre todo, al verle vestido de carnaval en pleno mes de septiembre. A decir verdad, me daba risa y me daba pena y, no sé por qué, prefería que fuese una broma. Pero no, porque, a continuación, me decía muy serio.

    –Olegario, me ha preguntado el Sr. Utter, que es el Secretario particular del Duque, si conozco algún chico de mi edad, de plena confianza, para venir a trabajar al palacio en las mismas condiciones que las mías.

    No era una broma

    Abrí tres cuartos de ojo; la broma no podía ser tan pesada pero, por si acaso, lo volví a leer. Era cierto y, sobre todo, no decía nada sobre lo de ‘mayor de edad’ ni sobre lo del ‘bigote’; la prueba era que él ya estaba allí, aunque solo aprendiendo sin trabajar y éramos de la misma edad. Pero seguía sin gustarme lo del frac y tampoco tenía muy claro lo del valet de chambre. Cuando veía su cara, se me ocurría un adjetivo y, me entraba risa, pero se me pasaba enseguida, en cuanto me acordaba de las condiciones; así, yo también era capaz de vestirme hasta de obispo. Y continuaba diciéndome:

    –Yo le he dicho que sí, que tengo un amigo en el pueblo, de mi edad, y además le he dicho que tu padre es muy conocido de los Condes de Romanones por lo de las cacerías; que, para tomar referencias, nadie mejor que ellos que son amigos de los duques, así que anímate a ver lo que pasa. Mis padres me han dicho que estás dando clases con D. Matías; no te olvides de darles muchos recuerdos a él y a Dña. Anita; hasta pronto.

    Me costó trabajo bajar de la nube, o más bien, de la estratosfera porque, cuando levanté la cabeza, me di cuenta de que la clase aún no había comenzado. D. Matías y Dña. Anita aún me seguían observando.

    –Muchos recuerdos para Uds.– les dije, al tiempo que me levantaba para ir a enseñarles la foto.

    Noté verdadera emoción en sus caras y no me pude sustraer a la tentación de contarles todo lo que me escribía, incluida mi nueva oportunidad, por lo que consideré más oportuno entregarle directamente la carta para que la leyesen. Me la cogió Dña. Anita, que la leyó en voz baja para que la escuchase también D. Matías. Cuando terminó de leerla, Dña. Anita me dijo:

    –¿Pero tú sabes la oportunidad que se te ofrece?– al tiempo que me entregó la carta y la foto.

    –Pues no muy bien– le contesté yo–; lo único que comprendo es que me ofrecen otra oportunidad para dejar el campo y, en la cual no exigen la mayoría de edad, ganar en un mes lo que aquí en medio año, dan ropa, comida, cama y, encima, te pagan por estudiar inglés y francés.

    –¿Y te parece poco?– dijo D. Matías.

    –Me parece demasiado bueno, pero demasiado lejos cuando se lo cuente a mis padres.

    –Te echaremos una mano para convencerlos, si fuese necesario– dijo D. Matías.

    Pero Dña. Anita, que conocía la historia de los Duques de Windsor, prosiguió, segura de que esa parcela era parte de su terreno y me preguntó:

    – ¿Tú no conoces la historia de amor del rey de Inglaterra Eduardo viii?

    –Lo siento, Dña. Anita, pero me estoy enterando ahora, porque debe de ser muy reciente, ¿no?

    Yo sabía que mi amigo Antonio había ido a trabajar con unos Duques en el extranjero, pero ignoraba que aquello tuviese algo que ver con el Rey de Inglaterra; pues aquella historia debía de ser muy reciente y ser más parte de la prensa del corazón que de la verdadera Historia, de la cual, yo conocía bastante, y a mí no me sonaba nada lo de

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