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Un Corazón de Ranita. 2° volumen. Los primeros pasos hacia la madurez
Un Corazón de Ranita. 2° volumen. Los primeros pasos hacia la madurez
Un Corazón de Ranita. 2° volumen. Los primeros pasos hacia la madurez
Libro electrónico403 páginas4 horas

Un Corazón de Ranita. 2° volumen. Los primeros pasos hacia la madurez

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¡Continuemos nuestro viaje!

Leer un libro, hojear un cómic, una página tras otra, ver una película, se asemeja mucho a la aventura de un viaje. Cuando el libro tiene más volúmenes, cuando muchas de las historias secundarias se entretejen con la historia principal, el camino se llena de peripecias: debes recorrer un largo sendero, rodeado de paisajes milagrosos, dar repentinos rodeos, cruzar puentes y viaductos. Es la situación de la serie “Un corazón de ranita“ que, estoy cada vez más convencido, está escrita “para todas las edades“, es decir, también para abuelos como yo, no solo para mis nietos.

En este volumen, la Madre-Gota que conocimos en el primer tomo, parece estar cansada y quiere tomarse un respiro. En cambio, el Joven-Pulga y el Gusanito de Seda, se muestran no solo descansados, sino también curiosos y charlatanes, tanto, que no callan a lo largo de casi trescientas páginas. El Joven-Pulga, mayor y con más experiencia, le cuenta al Gusanito un montón de cuentos milagrosos, pidiéndole que no le interrumpa. ¡En vano! ¿Es posible que formule cientos o quizás miles de preguntas un ser tan minúsculo y tan vivo? Como cualquier niño, el Gusanito rebosa “porqués“ y el Joven-Pulga, a pesar de sus fingidas molestias, intenta contestar a todo. Es así como nos enteramos también nosotros, junto con el Gusanito, de muchas cosas sobre los sueños y su interpretación, de la sabiduría de las pulgas, de las peripecias de los ovinos o del poder de los recuerdos. Destaca como memorable la historia más amplia, que se entrelaza con algunas de las ya nombradas y que narra el entierro del Viejo Ratón, el antiguo dueño del Joven-Pulga y de su familia. Igual que en otras partes de este ciclo, es impresionante el modo de introducir los elementos mitológicos (con matices paganos o de cristianismo primitivo y folclórico) en este cuento “realista“, a pesar de su escritura en clave fantástica y milagrosa.

Cualquiera que sea la edad del lector, según he podido darme cuenta, puede deleitarse, sin lugar a dudas, con la lectura de estos libros. Para el lector muy joven, para el que aún no lee, sino que escucha, es también un “libro de enseñanzas“ a través de cual puede explicarse cosas que sobrepasan el primer nivel de percepción y tomar contacto con la dimensión ética de nuestra existencia. ¡Felicidades al autor, viento en popa para los lectores de todas las edades! En cuanto a mí, quedo a la espera. A la espera de los futuros volúmenes, quiero decir.

Liviu Antonesei, 9 de junio de 2011, Iași

IdiomaEspañol
EditorialAdenium
Fecha de lanzamiento14 jun 2016
ISBN9789738097018
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    Un Corazón de Ranita. 2° volumen. Los primeros pasos hacia la madurez - Vîrtosu George

    GHEORGHE VÎRTOSU

    UN CORAZÓN DE RANITA

    un cuento para todas las edades

    2º Volumen

    Los primeros pasos hacia la madurez

    Traducción de Angelica Lambru y Anton Dazlak

    Redacción: Adriana Nicorici

    Supervisión: Liviu Antonesei

    Corrector: Angelica Lambru y Anton Dazlak

    Ilustraciones: Ciprian O. Dudas

    2012, Editorial Adenium Print srl, Iasi, Romania

    www.adenium.ro

    ISBN ePUB: 978-973-8097-01-8

    ISBN PDF: 978-973-8097-02-5

    Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado — electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo de la editorial.

    Ilustraciones, nombres, personajes y lugares: Gheorghe Vîrtosu, ©2012

    Los interesados podrán entrar también en el mundo maravilloso de los amigos del Corazón de Ranita a través del primer volumen de la serie de cómics con el mismo título. Encontra­rán detalles y muchas actividades educacionales en nuestra página web: www.oinimadebroscuta.org

    El segundo volumen de la serie Un corazón de ranita lo dedico a mi Padre: un espíritu fuerte, extremadamente vivaz. Espero que haya encontrado el lugar merecido en este milagroso universo.

    Le brindo este respetuoso homenaje por deberle la vida – divino Amanecer – y especialmente por la educación que me dio. No fue una habitual, se salía de los moldes clásicos. Hubo momentos en que me pregunté si mi Padre no fue un hombre distinto a los demás progenitores. ¿Quién sabe?

    Intentó inocularme una visión del todo clara sobre la vida y no lo hizo de manera moralista, arriesgándose a provocarme miedo o saturación con sus consejos. ¡No! Mi padre me abrió los ojos hacia el mundo con ayuda de miles, incontables proverbios, dichos, historietas, muchas inventadas por él, cada una pronunciada en el momento oportuno.

    Lo extraordinario era que mi Padre intentaba no repetirse para no caer en la rutina. Estaba muy atento. Claro que por mi edad juguetona, cada vez que me hablaba, creía que lo hacía en broma. Aún teniendo una actitud grave, una expresión seria, su manera de dirigirse a mí, me cautivaba. ¡Esperaba impaciente sus parábolas, las vivía con cada fibra de mi cuerpo!

    Contaré aquí solo dos de las Enseñanzas de mi Padre, que se grabaron en mi conciencia para todo el resto de mi vida. No he olvidado ninguna. Las guardaré siempre en el archivo impagable de los recuerdos de la infancia. Las sembraré, al estilo de mi padre, a su debido momento, en las páginas de Un corazón de ranita.

    La primera enseñanza

    A menudo se me caía algo de las manos, no pocas veces, en presencia de mi Padre. Me escrutaba con la miraba, cada vez, pero no me reñía desde un principio. Esperaba paciente hasta que su mirada me hubiera dicho bastante. Sin embargo, un buen día, cuando era más mayor, me ocurrió de nuevo. Algo se me cayó al suelo. Me apresuré a levantar el objeto, notando la mirada ardiente de mi padre clavada en mi nuca. Entonces, me dijo con una serena autoridad:

    — Hijo, no es la primera vez… Imagínate que lo hubieras dejado caer en un pozo. O que esa cosa que aprecias hubiese sido quemada por las llamas de un fuego inmisericorde, o perdida en un abismo sin fondo… ¿Cómo la habrías recuperado?

    Se calló y me dirigió su penetrante mirada. Quería convencerse de que comprendía el sentido de sus palabras. Como de costumbre, yo lo tomaba todo en broma. Entendí lo que me decía, sin embargo, me agaché orgulloso a recuperar el objeto, para demostrarle que la realidad era totalmente diferente. No tenía de qué preocuparse.

    Ese día, mi Padre me agarró por los hombros y me miró a los ojos. Su reacción casi me asustó.

    — ¡No te rías, niño! ¡Quiero que lo VEAS, hijo! Quiero que VEAS que no lo habrías recupe­rado en esas situaciones…

    — Si, Padre, VEO, susurré, cerrando los ojos de un azul celeste.

    — Me alegro… contestó con un abrazo. Debes tener cuidado con todo lo que llegues a tener en las manos a lo largo de tu vida. ¡No se te vaya a escapar, por descuido, algún regalo recibido desde Arriba! ¡Las oportunidades en la vida son únicas! Mira cada acontecimiento, cada instante, como una Oportunidad. Si no te importa, si la ignoras, ¡nunca volverá!

    — Sí, Padre… susurré. Cerré los ojos, visualizando la Oportunidad de la que me había hablado y pegándome a su pecho.

    Mi Padre levantó el objeto caído. Lo limpió con cuidado y lo puso en la palma de mi mano. Luego, la cerró, apretándola con su puño protector, para que nunca pudiera caerse.

    — ¡Ven aquí, querido hijo! Abrió ampliamente sus brazos y se inclinó sobre mí.

    Volvió a abrazarme, me besó en la frente, luego, se fue a sus quehaceres y me dejó pensar tranquilamente en sus palabras.

    Queridos lectores, os confesaré abiertamente que solo después de muchos años hice mías sus palabras. No lo sé, quizás la edad temprana hiciera que me lo tomara todo a la ligera. Ahora entiendo con claridad que debo respetar y apreciar todo lo que se me otorga, no desperdiciar­lo, no dejar que llegue a manos enemigas, capaces de utilizarlo en mi contra y en contra de todo lo que quiero…

    La segunda enseñanza de mi Padre que me gustaría confesaros es la siguiente:

    — ¡Hijo, nunca defraudes a los que confían en ti! ¡La vida te lo devolverá todo como un boomerang y sufrirás por su golpe!

    ¿Cuántas veces me lo diría mi Padre? Me cuesta recordar las veces que no le obedecía, a él o a mi Madre…

    Los años pasaron y viví en mis carnes la verdad de esas palabras. Me vinieron a la mente día tras día, especialmente cuando me desperté solo, en una fría celda oscura, inhóspita, olvidada de Dios, cuya existencia ni siquiera habría podido imaginar. ¡Cuán amarga es la decepción cuando te traicionan aquellos en que confiabas!

    Me esforzaba en no parpadear. Miraba el sol a través de los barrotes de la maldita celda, que se alimentaba con parte de los días de mi vida. Dejaba mis ojos en manos de los rayos de sol, que se apresuraban a castigarlos, como a cualquiera que osa enfrentarse a ellos. Disimulaba así el llanto del dolor. No quería dar ninguna satisfacción a los muros de la prisión, que se nutren del sufrimiento de los que llegan al otro lado. Las lágrimas corrían ardientes, sin embargo, su salida purificaba mi cuerpo. Pensaba en mi Padre… Lamentaba haberle defraudado tantas veces cuando era niño…

    Mis padres, convertidos ahora en dos ángeles, no me pegaron jamás. ¡Tampoco me riñeron! ¡Su educación no fue moralista! Me dijeron cómo sería mejor proceder ante diversas situaciones, pero me dejaron elegir solo el camino a seguir.

    Siempre viví intensamente el sentimiento de plena libertad, sintiéndome como una pluma llevada por la brisa, que no se opone para nada a ella. Por ello, creo que fui un niño distinto a los de mi edad. Me gustó ese sentimiento y quise permanecer siempre así. Mi fidelidad fue premiada y me ayudó a escribir cuentos, que espero que sean también distintos.

    La libertad y la salud se me antojan los Regalos más preciados que me fueron ofrecidos junto con la vida. De mi Padre aprendí que debo apreciarlas como se merecen, no defraudar a Quien me las entregó y además, ¡nunca dejar que se me escapen de las manos!

    Queridos lectores,

    En la introducción al primer volumen de esta serie de libros para niños — La pluma dorada, ¿ángel o demonio?— intenté describir brevemente cómo había nacido el cuento Un corazón de ranita. De esa manera, sin querer, la introducción se convirtió en otro pequeño cuento que seguirá su curso, tal como nos habéis pedido. La misteriosa historia de Un corazón de ranita, que dio sus primeros pasos en prisión, evolucionará de manera paralela con las aventuras de los personajes que ya conocéis, la Madre-Gota, el Joven-Pulga, el Gusano de Seda.

    ¡Feliz lectura!

    Cuento encarcelado II

    Había amanecido.

    Había llenado las páginas del primer cuaderno con miles de renglones torcidos, cons­cientes del peso del cuento que estaba saliendo a la luz. La mano manejaba con destreza sin igual la pluma. Durante toda la noche, me había entregado a un vuelo vertiginoso por el mundo del cuento que iba tomando cuerpo.

    Las emociones me habían abrumado, habían invadido todo mi cuerpo. Al escudriñar los rincones de la mente y del corazón, descubría olas de pensamientos y vivencias que la mano trazaba sobre el papel con un entusiasmo pavoroso.

    Escribí sin control hasta que mi ímpetu se vio interrumpido por un hecho inesperado: había llegado a la última página del cuaderno. Mi descorazonadora tristeza asustó a la llama de la vela que me había acompañado lealmente durante toda la noche. Mi rostro, que había radiado de una infinita alegría hasta entonces, se había afligido. Veía como la vela exploraba febril las arrugas que se movían inquietas sobre mi frente, como serpientes hambrientas, siguiendo mis estados de ánimo como si de una presa se tratara. Sin embargo, mi preocupación estaba justificada. No había otro cuaderno, no tenía dónde escribir…

    Mi cuento estaba en pleno proceso de nacimiento, en una fría celda… Ningún médico, ninguna matrona cerca. No tenía con quién compartir ni la alegría de su nacimiento, ni el dolor causado por la imposibilidad de continuarlo.

    Necesitaba urgentemente folios blancos para abrazar, envolver al recién nacido de la misma manera que los jóvenes padres reciben en pañales, nuevos y blancos como la nieve, a la adorada criatura cuyo nacimiento cambiará su existencia. Intentan ofre­cerle su protección, preservando intactos el calor y el amor que había disfrutado dentro del cuerpo que lo engendró.

    La única posibilidad de sentirme mejor era respirar hondo. Un suspiro desgarrador inundó ni alma. Dejé la pluma en el hueco formado por la última página y la tapa del cuaderno. Extendí despacio los dedos: las articulaciones se quejaban, me reñían por haberles quitado el roce de la pluma.

    Las miré ausente. La resignación me hizo olvidar sus pretensiones; sabía que estaban cansadas, pero deseosas de trabajar. Habían trabajado durante toda la noche. Especialmente los tres dedos de la mano derecha, el pulgar, el índice y el corazón, tenían ahora un bonito hoyuelo en sus sonrosadas mejillas. Vi cómo cambiaban miradas discretas y llenas de amor con la pluma, que descansaba cobijada en el cuaderno… Les sonreía contenta de haberles regalado aquellos hoyuelos. Lo había hecho adrede, para que pensaran en ella hasta que se vieran de nuevo. Igual que una niña lista que quiere dar una buena impresión a los chicos, con el propósito de que la echen de menos hasta el próximo reencuentro. La pluma había hecho lo mismo con mis dedos: aquella noche los había provocado, llevándolos por los parajes misteriosos del cuento y ahora se sentían importantes.

    Sonreí al mirarlos. Con la mano izquierda rocé despacio aquellos simpáticos hoyuelos, para que les llegase un poco de sangre caliente, acariciarlos con ternura y prepararlos para el sueño que esperaba pacientemente.

    Una leve sonrisa flotó en mis labios. Su brisa se dirigió directamente hacia la llama de la vela. Débil y delicada, se inclinó levemente y su movimiento llamó mi atención. Toda la noche se había sacrificado junto a mí, sin embargo, aún tenía fuerzas para dibujar una sombra juguetona en la mesa ajada de madera. Poco a poco, empezaba a perder sus mágicos poderes: entre los barrotes de la ventana se abría camino, con decisión, la luz del día. El sol preparaba su diaria subida al trono en la bóveda celeste.

    Los rayos de luz inundaban curiosos la celda, sin pedir permiso a nadie. Al contrario, lo ignoraban todo, deslizándose sin temor, orgullosos. Eran conscientes de su belleza, de cuanto se les desea siempre: venían hacia mi mesa, hacia la vela.

    Aunque mansa y de alma generosa, se la veía abrumada por los celos, por el poder incontestable de la luz del día, ante el cual, empequeñecía obediente, consciente de su impotencia… La miraba detenidamente, por debajo de las pestañas, para que no me descubriera y se incomodara. Me daba lástima: se había derretido más de la mi­tad. Sostenía su amarillento rostro en el hueco de sus manos y observaba fijamente mi frente fruncida. No le gustaba verme así. Parecía reprenderme con la mirada por haber aceptado la visita de las salvajes arrugas.

    Intuí su descontento y para complacerla, sonreí ampliamente, enviando a dormir a las inquietantes arrugas. Al verlas, la vela dirigió rápidamente la mirada hacia mí. Me sonrió también, contenta de que sus emociones no me fueran indiferentes. Algo incómoda, dejó caer sus bracitos a lo largo del cuerpo, detuvo el balbuceo de la llama y tímidamente, empequeñeció tanto que apenas podía verla. Por un momento, tuve la sensación de que se había apagado. Me había equivocado, aún latía. Siempre ocurría lo mismo al amanecer. Era sabia, empleaba su llama con suma prudencia en un intento de alargar su vida todo lo que le fuera posible. Me era fiel, la sentía dispuesta a sacrificarse por mí, procuraba ayudarme con su luz mágica todas las noches.

    Con una mirada afectuosa, me seguía atentamente. Sabía que dentro de poco la apagaría, como hacía siempre al amanecer. Cuidaba de cada instante de su vida. De día se perdería, sin embargo, tarde tras tarde, junto con su amiga, la noche, tenía oportunidad de convertirse en la dueña de la habitación. Era consciente de que debía hacerlo todas las madrugadas y aún así, la sentía descontenta al acercar mis labios para apagar su llama juguetona, de la que tanto presumía. Le inquietaba que, en su ausencia, me quedara solo durante el día, trajinando por la habitación. Se trataba de una especie de celos que sentía hacia los escasos objetos de la celda. Se ponía triste al pensar que se quedaban a hacerme compañía, mientras ella debía irse a dormir…

    Me daba pena mi querida vela. Me miraba con los ojos enrojecidos por el cansancio. Su mirada lánguida me ayudó a decidirme:

    — No la apagaré esta mañana.

    Me levanté despacio y me acerqué a la ventana. Estaba cubierta de una capa gruesa de nieve. El Vientecillo había reunido con cuidado los copos y lo había cubierto todo, dejando transparente solo un pequeño claro por donde podía ver lo que ocu­rría fuera. Lo vi. Era un viento jovencillo, estaba de espaldas a mí. Furioso, arrojaba nieve de una parte a otra, construía grandes bolas, como si se preparara para una lucha difícil. Se obstinaba en no dejar que los copos de nieve se detuvieran sobre la naturaleza helada, no fuera que la calentaran con sus plumas de cristal.

    — Sí… Está muy enfadado el Vientecillo, me dije, mirando alrededor para darme cuenta de quién le había molestado.

    No había nadie. Tras un momento, pareció enfurecerse más. Levantaba con todas sus fuerzas las pequeñas bolas de nieve, arrojándolas por todas partes. Por un ins­tante, creí que me había visto y quería demostrarme de lo que era capaz. Se había formado un gran revuelo, que pronto se transformó en tormenta.

    El joven viento era cada vez más atrevido. ¿Era aquél uno de los primeros inviernos que afrontaba? Lo vi intentando medir sus fuerzas hasta con la alambrada, a la que nadie tosía, por falta de coraje. Muchas veces, había visto como algunos pobres pajaritos, en su inocencia, se posaban encima, tal vez queriendo ablandarla… Al rozarla, encontraban su fin, llegando a perecer allí mismo, a sus pies… Otras veces, presenciaba cómo unas finas gotas de agua se atrevían a calmar su fiereza con sus delicados roces - sin resultado alguno. Por eso, aconsejadas por las nubes, las gotas la abandonaban, dejándola en manos del húmedo viento, el único al que parecía soportar. ¡Lo creía desprovisto de fuerzas, pero, la muy ignorante, no se daba cuenta de que precisamente de allí iba a llegarle el fin! Con el tiempo, sin darse cuenta, se vería vestida de los pies a la cabeza con el traje mórbido del óxido. ¡La humedad era tan astuta y tan tramposa!

    Las gotas de agua sabían que entonces, la alambrada de púas volvería a ellas. Con lágrimas en los ojos, les imploraría que se posaran sobre su cuerpo agarrotado, que la acariciaran por un instante, dándole vida y calmando su sofocante dolor.

    Era consciente de que fue creada por unas manos malditas, con el fin de recoger el sufrimiento y transmitirlo a otros. Era consciente de que estaba hecha del mismo material que la hoz de la muerte, que planta el horror en el corazón de cualquiera que se la encuentre. Tienen el mismo carácter, no saben perdonar, no saben amar. Aprendieron su destino en las escuelas oscuras del mal, sin la luz de la vida, sin el calor del amor. Sólo saben segar sin piedad las vidas de los seres inocentes en cuyas clepsidras del tiempo se tamiza el último grano de arena. El imperio de la muerte requiere permanentemente nuevos cuerpos para fortalecer y agrandar el techo que sepa­ra los dos mundos, de tal manera, que ningún rayo de sol logrará nunca atravesarlo.

    La imagen grotesca que imaginé, me estremeció. Sacudí rápidamente la cabeza, queriendo apartarla lo antes posible. Volví a ver entonces al viento, que había empezado a luchar con la naturaleza en el patio de la prisión, castigando sin piedad a las bolas de nieve. Justo en aquel instante, pasó por allí una corneja engreída. Parecía ser amiga del atrevido viento, su presencia no le importaba para nada. Al contrario, se comportaba como si estuviera de casualidad por allí, a ver qué pasaba… ¿Quién sabe? ¡Quizás tuviera también alguna misión especial esa mañana, sobrevolando por encima de la prisión!

    Estaba equivocado. Nada más verla, el viento le atacó. La alcanzó rápidamente con una bola de nieve. ¡Había apuntado y lanzado con todas sus fuerzas, como si qui­siera dar una lección al pájaro del duelo, para que no se atreviera jamás a salir de casa en los momentos de su negociación con los hijos de la naturaleza! ¡Así recordaría la próxima vez que el viento no era cualquier cosa! ¡Le guardaría el debido respeto!

    Vi como la bola marchó hacia la sombría corneja. Oí el silbido que acompaña la furibunda velocidad. Creo que también lo oyó la corneja, ya que se giró, extrañada. Consiguió, la muy astuta, esquivar el peligro. Su edad la ayudaba, sin embargo, tramposa, no se contentó con ello: había comprendido que se trataba de un jovencillo y se llevó la mano al corazón, como si la hubiesen alcanzado. ¡Hasta cayó en tierra!

    El viento se alegró, ¡el inocente! La corneja lo miraba por el rabillo del ojo, para adi­vinar sus intenciones. Cuando lo vio reír, se giró y le mostró el trasero, mofándose.

    ¡Eso le faltaba al viento! Se enfureció, empezó a apretar las bolas de nieve para compactarlas y bombardearla. La corneja tampoco era tonta, tenía suficiente experiencia. Empezó a bailar, balanceándose en la danza de la muerte de un lado a otro, esquivando con destreza las enfurecidas bolas de nieve. ¡Ninguna le dio!

    Después de un rato, se cansó. La corneja se dio cuenta y siguió con la burla: le sacaba la lengua, movía las plumas de la cola…

    — ¡Tonto!, graznó. ¡No vales para nada!, se rió en sus mismas narices.

    Entonces, el joven viento se puso tenso, enojado por sus insultos, aunó todas sus fuerzas y con un loco torbellino, reunió toda la nieve del patio de la prisión. Fabricó un montón de bolas de nieve, las dispuso todas a mano y volvió al ataque. ¡Deseaba con todas sus fuerzas derribarla!

    La corneja sintió que el tiempo de las bromas había terminado. La vi correr e intentar salir del patio. Nada bueno le pasaría si el viento la alcanzaba. Seguramente, encontraría su final en manos de los guardias, si tuviera que detenerse, impotente, en el territorio de la cárcel. Al llegar cerca de la valla de alambre, miró atentamente, para no herirse al volar por encima. El viento aprovechó ese momento y le lanzó de nuevo una bola. Esta vez, la alcanzó. ¡Directamente en el trasero!

    La pobre corneja cayó por la fuerza del golpe. Había tenido suerte porque había conseguido sobrepasar el muro de la cárcel. Se levantó, se sacudió la nieve y siguió su vuelo. La confrontación con el joven viento fue una lección inolvidable…

    El viento se sentía satisfecho, sonreía con alegría. Lo miré con más atención y lo reconocí. Era el mismo que había entrado la noche anterior en mi celda y había tirado todo por el suelo: el cuaderno, el bolígrafo… Me alegré de volver a verlo. Comprendí que había estado toda la noche al lado de la ventana, manteniéndola presa. La había cubierto de nieve, dejando solo un hueco por donde me observaba de vez en cuando.

    Golpeé despacio con los nudillos en el cristal. Quería llamar su atención. Había oído el ruido y cuando me vio reírme, en unos segundos, llegó al lado de la ventana. Me miraba un poco molesto, mientras se limpiaba el sudor de la frente. No tenía claro por qué le había llamado. Le señalé con el dedo, susurrando:

    — ¡Límpiame la ventana!

    — ¡No!, sacudió la cabeza con obstinación.

    No me miraba a los ojos. Se notaba que no se le había pasado el enfado de la otra noche. Sin embargo, no desistí. Golpeé más fuerte y le dije:

    — Por favor, ¡limpia el cristal y te dejaré de nuevo entrar en mi celda!

    Se tranquilizó al oír mi propuesta. Había detenido su tormento y me miraba por el rabillo del ojo. Parecía verdaderamente domado. En ese instante, inspiró con fuerza y sopló, esparciendo la nieve del alféizar. Miró el resultado y volvió a soplar.

    ¡Ya estaba! La ventana se había liberado de la nieve. Contento, me observaba a través del cristal limpio, esperando que cumpliera mi palabra. Su mirada se dirigía al interior de mi celda, por encima de mi hombro, había descubierto la vela encendida. Se animó y sacudió el torbellino de su cola, impaciente por entrar. Veía cómo le brillaban los ojos por el deseo de apagarla…

    Sonreí y entreabrí la ventana. El viento intentó entrar deprisa, pero la cerré en sus narices. Se quedo extrañado. Frunció el ceño, sin entender qué pretendía.

    — Quiero hacer un pacto, te dejo entrar y tú me prometes que no harás lo mismo que la noche pasada.

    Sacudió rápidamente la cabeza en señal de afirmación, con la mirada clavada en la vela.

    — Abriré sólo un poco la ventana, para que te deslices dentro.

    ¡Así hicimos! Abrí solo un poco y el viento serpenteó suavemente, deslizando con cuidado su cola. ¡No creo que haga falta deciros hacia donde enfiló! ¡Exacto! ¡Hacia la vela! Se sentó a su lado. La rodeó unas cuantas veces. Alargó tanto su llama, que a punto estuvo de quitársela. La vela la tenía bien agarrada, así que el viento la soltó, complaciéndola. Parecían jugar al gato y al ratón. A los dos les gustaba jugar… Me acerqué despacio. El viento se asustó, pensaba que me pondría de parte de la vela o que pretendía apagarla. Para asegurar su presa, le quitó la llama y corrió debajo de la cama. La vela me miró con enfado.

    — No te preocupes, le dije con un gesto de complicidad. Sabes que esta noche nacerá otra llama con la ayuda de una cerilla. No te enfades. De todas formas, es tiempo de irte a dormir.

    La vela me dio la razón. Me dirigí preocupado hacia la cama y miré debajo. Debía estar atento para que el viento no encendiera algo con la llama cautiva. Insospechados castigos me hubiesen esperado.

    Jugaba con ella, pasándola de una mano a la otra. No me vio, tan ocupado estaba en su juego. Cuando percibió que lo estaba observando, pensó que quería quitársela y, atolondrado, se apresuró a tragársela.

    Me eché a reír. Al llegar a su estómago, la Llama estalló, así que tras una mueca, nuestro vientecillo regurgitó fuertemente y salió por su boca un hilito de humo blanco.

    — ¿Te gustó la llama?, le pregunté con una sonrisa.

    Él se rió también y asintió con la cabeza.

    — ¡De acuerdo! Te dejaré en la celda todo el día con una condición: ¡sin disparates! No toques ni el bolígrafo, ni el cuaderno, no tires nada. ¿Has comprendido?

    Con un gesto dijo

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