¿Podría ser diferente?
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Y noté cómo besaba mi frente y me arropaba con cuidado. Cerré los ojos y me coloqué en posición fetal oyendo cómo mi madre cerraba la puerta tras haber salido, dándome cuenta de que con el tiempo cada vez me costaba menos mentirle. Al fin y al cabo no le hacía daño si no le contaba lo sucedido. Me pareció la mejor de las opciones. Mantenerme en silencio siempre ha sido mi mayor logro, ¿qué necesidad hay de preocupar a más gente?
—Por favor, haz que mañana sea un día mejor —pedí a no sé quién, deseando ser escuchado por algo o alguien que me ayudase. La soledad también me inundaba, me sentía devastado, en un mundo donde nadie me entendía ni me quería ayudar…
Me dispuse a dormir deseando con ansias que el día siguiente fuese distinto al resto de los días.»
En esta autobiografía Max, una persona de género fluido (no binaria), narra los graves abusos y sinsabores sufridos, tanto físicos como psicológicos durante su infancia y adolescencia, simplemente por ser una persona diferente a las demás. Logra mantenerse a flote durante todo el tiempo, haciendo de su vida y de su proceso de cambio y sanación interior un ejemplo de fuerza y tenacidad.
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¿Podría ser diferente? - Maxine Boix Sanahuja
8 horas antes
Abrí los ojos y los froté con cuidado, me levanté rápidamente y me dirigí al baño. Sabía que si no me daba prisa, mi hermano entraría antes que yo y no me daría tiempo para arreglarme e ir a clase. Me miré al espejo y me quedé callado unos segundos observando con tristeza como en los últimos meses no había parado de engordar cada vez más. Había llegado un punto en el que me avergonzaba incluso de mi voz, que también había cambiado un poco con mi subida de peso.
Al salir del baño vi a mi hermano caminar apresurado hacia este y volví a la habitación y empecé a vestirme; me puse cualquier cosa. Después de haberme vestido cogí mi mochila y saludé a mi madre para seguidamente darle un trago a su café con leche y subir al coche con papá para ir a la parada del bus escolar.
Me despedí de mi padre y subí con la cabeza agachada; nunca había sido un lugar agradable. Oí cómo el conductor me llamaba gordito
cuando mi padre ya no estaba cerca, acto que la profesora que vigilaba el autobús obvió, y seguí caminando con la cabeza agachada hasta mi sitio, donde me apoyé en la ventana y miré el exterior. Mi presencia despertó algunas miradas y risas entre los niños que ya estaban dentro pero intenté no darle mucha importancia; no podía hundirme tan pronto.
Minutos después subió mi compañera, Marta B., y empezamos a hablar hasta llegar al colegio.
Mi colegio siempre me pareció muy grande, tenía una gran superficie, tanto dedicada a la zona de recreo como
a la zona de aulas. En un lugar tan amplio he de reconocer que casi siempre me sentía indefenso, como si estuviera expuesto. Había grandes zonas de asfalto pero también había algunas partes con más naturaleza. Era un buen lugar aunque las personas que siempre encontré allí como profesores o guías, casi nunca cumplieron las expectativas mínimas que todo cuidador y acompañante en el aprendizaje debiera alcanzar, pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
Ya en el colegio nos dirigimos a clase donde nos sentamos en nuestros sitios. Más adelante, ese mismo día, cuando me encontraba en mi pupitre, todo acontecía como habitualmente. No había grandes cambios ni en las personas que me rodeaban ni en el espacio. La profesora estaba revisando que todo estuviera bien, ya que al empezar cada nuevo día comprobaba que los cajones de los pupitres estuviesen ordenados adecuadamente. Ya había vaciado varias cajoneras de algún compañero y no quería que me pasara lo mismo a mí.
Cogí aire al ver que se acercaba y la miré mientras revisaba mi mesa. De repente apartó un poco el pupitre y cerré los ojos temiendo lo que pudiera pasar a continuación. Noté una presión en el cuello; me había cogido con una mano apretando algo fuerte, me miraba furiosa y me tiró al suelo, caí de rodillas y solté un quejido. La sangre se me agolpó en las sienes, solo pude recaer en las miradas de todos los que me miraban mientras se reían. Y en la mirada de la profesora, que lejos de ser tranquilizadora, era pura furia. Me encontraba en el suelo, de repente, cogió con ambas manos el pupitre y vació su contenido sobre mí e, inmediatamente, cerré los ojos. ¡No puede ser, no puede ser!
Me quedé paralizado y rodeado de todo lo que había en el cajón pero ahora tenía que recogerlo. Sentía la presión que ejercían las lágrimas queriendo salir en mis ojos pero no me lo podía permitir.
—Espero que la próxima vez esté bien ordenado. Agaché la cabeza recibiendo su comentario y empecé a recoger por mucho que me estuviese doliendo ese momento.
—Vale, un momento, ¿alguna vez os habéis planteado de dónde salen los apodos que los niños se ponen entre ellos? Bueno, pues aquí tenéis un ejemplo perfecto.
—Míralo, parece un perro de esa forma… Solo le falta ladrar —decía mientras se reía uno de los compañeros sentados al final de la clase.
En ese momento, cerré los ojos al oír el susurro sintiendo rabia e impotencia. Alguien podría haber actuado, algún compañero, la profesora, pero todo el mundo sentía o la presión de convertirse en la próxima víctima o el placer del ridículo que yo padecía en ese momento.
—Cierto, un pequeño perrito —afirmó uno de sus amigos.
Y continué recogiendo con la cabeza agachada. Más tarde, antes de salir al recreo, esos chicos se acercaron a mí y me llamaron de esa forma: perrito
y los miré molesto.
De nuevo en el momento inicial
—¡Vamos perrito!, ¡será mejor que nos