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El Derecho A La Ternura
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Libro electrónico105 páginas1 hora

El Derecho A La Ternura

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Una novela sobre el derecho que tenemos tanto hombres como mujeres a ser tiernos cuando querramos, sin que por ello se nos tilde de cursis o aburridos. Mariana, su protagonista de 12 años, nos cuenta cómo ella ha llegado a ser hija de la ternura.

IdiomaEspañol
EditorialEmooby
Fecha de lanzamiento29 mar 2011
ISBN9789898493545
El Derecho A La Ternura
Autor

Armando José Sequera

Armando José Sequera (Caracas, 1953) es un escritor y periodista venezolano, que reside en la ciudad de Valencia (estado Carabobo). Es autor de cincuenta y siete (57) libros publicados, treinta y nueve (39) de ellos para niños y jóvenes. Ha recibido dieciséis (16) premios literarios, tres (3) de ellos internacionales: Casa de las Américas, La Habana, Cuba (1979) y Diploma de Honor IBBY (International Board on Books for Young People), Basilea, Suiza, 1996, ambos por su libro Evitarle malos a la gente; Bienal Latinoamericana Canta Pirulero, Valencia, Venezuela (1998). El Banco del Libro lo nominó en 2006 al Premio Internacional Astrid Lindgren Estocolmo, Suecia, por el conjunto de su obra.Libros y textos de su autoría han sido traducidos a los siguientes idiomas: francés, catalán, coreano, alemán, italiano, portugués, inglés, serbo-croata y checo. Otros textos suyos figuran en diversas antologías de cuentos, minificciones y literatura para niños y jóvenes, en diversos países de América y Europa.Su labor literaria la complementa con frecuentes visitas (una o dos veces a la semana) a colegios y universidades, para presentar sus libros o hablar de temas relacionados con la literatura para niños y jóvenes, la lectura y la escritura creativa.

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    El Derecho A La Ternura - Armando José Sequera

    Mamá está otra vez de viaje. Es redactora de una revista para turistas. Eso tiene su lado malo y su lado bueno. Malo porque está fuera de casa con frecuencia y papá y yo quisiéramos tenerla más tiempo con nosotros. Bueno porque, cuando salimos de vacaciones, vamos a lugares muy bonitos o divertidos y, como a ella la conocen, nos tratan de lo mejor.

    Antes, mamá trabajaba en el mismo diario donde aún papá sigue como fotógrafo. Allí se vieron por primera vez, de lejos, hace más de catorce años. Ellos recuerdan que se vieron, pero no se hablaron. No se atrevieron a hacerlo. Entonces, eran demasiado tímidos.

    Se conocieron dos meses después, en la fiesta de cumpleaños de una amiga. Medio año más tarde, se casaron. Yo nací hace doce.

    Cuatro meses antes de mi nacimiento, ya sabían que yo era una niña. Una enfermera se lo dijo a papá, cuando él fue a buscar el resultado de un examen de líquido amniótico (¡qué nombre más feo: y pensar que es el mar en miniatura dónde uno flota durante sus primeros nueve meses!) que le habían hecho a mamá para saber si yo me estaba desarrollando bien y si era varón o hembra.

    –¡Es una niña! –le dijo la enfermera a papá–, ¿qué le parece?

    Papá trató de contestar pero –según cuenta, haciendo gestos de ahogo–, sintió que una pelota de golf (a veces se pone exagerado y dice que la pelota era de básquet), se le atravesó en la garganta.

    Después de que hace esas payasadas, cierra contando (para que las mujeres que lo escuchan suspiren ¡Aaaay!):

    –No pude decir nada: una lágrima y una sonrisa hablaron por mí.

    Me llamaron Mariana, quince días antes de yo nacer y después de pasar las seis semanas previas a mi nacimiento buscándome nombre.

    Mamá quería llamarme Maureen, por Maureen O’Hara, una actriz de Hollywood. Papá quería un nombre en español y no se decidía entre Natalia y Teresa. Tía Oriana, la esposa de tío Gregorio, dijo que debíamos escoger entre Ana o Irene, como sus abuelas. Una amiga de mamá, en el diario, le había sugerido Jennifer y mi abuelo Agustín había pedido que me llamaran Carmen, como la abuela.

    En vista de que mi nombre era tan esquivo, una tarde mis padres decidieron buscarlo en el calendario del Almanaque Mundial, donde figuraban los nombres de los santos a los que se festeja cada día.

    Papá abrió el libro y puso su dedo al azar sobre uno de los días, el 16 de mayo. En esa fecha se celebra a Mariana de Jesús Paredes, una santa ecuatoriana.

    –¿Qué te parece Mariana? –le preguntó a mamá.

    Mamá se quedó en silencio, dice que saboreando el nombre e imaginando que me llamaba desde la ventana de una casa de campo con vista a un río:

    –¡Mariana...!

    –Mariana es un bonito nombre –dijo papá en ese momento, rompiendo sin darse cuenta la ensoñación de mamá.

    Mamá sintonizó de nuevo su imaginación. Luego comentó:

    –Mariana me suena a una españolita que va en romería a visitar a la Virgen del Rocío.

    –Sí –admitió papá–, pero es mejor que Jennifer o Maureen, que parecen de turistas inglesas extraviadas en la selva amazónica, a punto de ser devoradas por un jaguar trasnochado.

    –¿Y que tal Carmen, como tu mamá?

    –Carmen, con perdón de mamá, suena a ópera trágica, a enfrentamientos con cuchillos a su alrededor.

    –¡Hay que ver que tú eres bien dramático: yo nunca he visto que alrededor de tu mamá la gente peleé con cuchillos! –protestó mamá.

    –A la hora de poner nombres, uno tiene que ser precavido –se justificó papá.

    Estuvieron un rato en silencio. Lo rompió mamá, repitiendo varias veces mi nombre, según dice, para saborearlo y sentir su peso sobre la lengua.

    –Mariana… Mariana… Mariana… La verdad es que no está mal.

    –Sí –admitió papá–, para serte franco, no está nada mal.

    Diez minutos después, llamaron a la abuela Carmen para decirle que al fin habían encontrado un nombre para mí. La abuela no quiso que se lo dijeran, sin contar que, minutos antes, en un sueño que tuvo durante la siesta, se le había revelado cómo debía llamarme yo.

    –Acabo de soñar que ustedes llamaban Mariana a la niña –dijo.

    Mamá, que fue quien llamó, casi se desmaya del susto. Como se quedó sin habla y más pálida de lo que es, papá tomó la bocina del teléfono.

    –¿Qué le dijo a Miriam para que se pusiera tan blanca como el suéter que me tejió la Navidad pasada? –papá trataba de usted a sus papis, mis abuelos.

    –Que en la siesta de la que me acabo de despertar –contestó la abuela–, soñé que ustedes llamaban Mariana a la hija que esperan.

    Esta vez fue papá quien palideció. Tragó saliva, antes de decir:

    –Pues, aunque usted no lo crea, la estamos llamando para decirle precisamente que hemos decidido llamar Mariana

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