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El hombre que buscaba amaneceres
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El hombre que buscaba amaneceres
Libro electrónico250 páginas3 horas

El hombre que buscaba amaneceres

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Nos encontramos con una serie de relatos, muy diferentes entre sí, que nos llevarán de la mano por casi todos los senderos de la literatura. Destacamos. 'El hombre que buscaba amaneceres', te emocionará con la ternura que irradia y la magia que lo envuelve. Nos recuerda, en cierta forma, a las inocentes pero bellas películas de Frank Capra. Te sorprenderás en 'Las excepciones', cuando el rey Melchor le cuenta a un niño que ya no regalan juguetes de tipo material, según ha acordado con Santa Claus, el Olentzero y Papá Noel. ¿Simpatizarías con un personaje que programa un plan de venganza y lo ejecuta a sangre fría en 'Infidelidad'? Sonreirás con las disparatadas aventuras de una pareja de 'Lobos solitarios', a quienes la vida y la soledad han convertido en huraños, dos almas heridas que tendrán que vencer su miedo a volver amar. Te estremecerá 'La tienta' de los erales vista desde la perspectiva de quien la sufre, el toro Azabel. 'La Barbarie' acontece cuando las personas pierden su condición humana y se convierten en chacales sedientos de sangre. Asiste al juicio contra la humanidad, representada por Velia Noch, El Guardián del Tiempo y organizada por una sociedad secreta: 'Desde la sombra'.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2015
ISBN9788415495529
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    El hombre que buscaba amaneceres - Andrés Galán Monroy

    Resumen

    Nos encontramos con una serie de relatos, muy diferentes entre sí, que nos llevarán de la mano por casi todos los senderos de la literatura.

    Destacamos: El hombre que buscaba amaneceres, te emocionará con la ternura que irradia y la magia que lo envuelve. Nos recuerda, en cierta forma, a las inocentes pero bellas películas de Frank Capra.

    Te sorprenderás en Las excepciones, cuando el rey Melchor le cuenta a un niño que ya no regalan juguetes de tipo material, según ha acordado con Santa Claus, el Olentzero y Papá Noel.

    Sonreirás con las disparatadas aventuras de una pareja de Lobos solitarios, a quienes la vida y la soledad han convertido en huraños, dos almas heridas que tendrán que vencer su miedo a volver amar.

    Te estremecerá La tienta de los erales vista desde la perspectiva de quien la sufre, el toro Azabel.

    Andrés Galán

    EL HOMBRE

    QUE BUSCABA

    AMANECERES

    y otros relatos

    A mi mujer Maite, que me animó a sacar

    los relatos del baúl de los recuerdos.

    El hombre que buscaba amaneceres

    Les daba mucha pena y sufrían los pobres tanto como yo. A mí me hubiera gustado tener un hermanito para jugar con él a vaqueros, a indios, a piratas y matar a los malos a tiros, yo me pediría ser policía de los más valientes. La cigüeña debe ser tonta porque mis papás dicen que no acierta con la casa y por eso, al no tener hermanito, me dedico a jugar con la consola o pegar cromos de futbolistas.

    Ellos dicen que mientras juego, tengo la antena puesta y me hace gracia ¡ni que fuera un televisor! Debe ser verdad, porque les oigo todo, aunque cuchicheen. Un día dijeron que siendo tan pequeño que apenas tenía 10 años, la naturaleza había cometido un crimen conmigo, al estar tan enfermo. Lo de la naturaleza y lo del crimen no lo entendía, que estaba enfermo sí que era verdad, lo de ser pequeño también era verdad, pero no de las buenas, no se daban cuenta de que aprendía deprisa. Como no me querían en mi mundo, me pasé al de los mayores, donde todos me trataban bien, me regalaban chicles, globos y muchas chuches que mi mamá no me dejaba comer, porque decía que me sentaban mal y luego me dolía la tripita. Estaba el médico, que tenía un bigote grande y me dejaba jugar con eso que llevan en el cuello, para oír las cosas que suenan por dentro, una enfermera muy guapa con calcetines blancos muy grandes, los conductores de ambulancias con batas blancas que parecían maestros y mis padres. Todos así, mayores y algo aburridos, pero siempre tenían para mí una sonrisa.

    Lo que peor llevaba era la sesión de eso que empieza por quimio. Sabía que me ayudaba a curar, pero lo pasaba muy mal.

    –¡Se porta como un hombrecito! –solía decir el médico después del tratamiento.

    –¡Es un hombrecito! –afirmaba mi mamá con una sonrisa dándose la vuelta.

    Me sentía triste cuando se daba la vuelta. Sabía que era para secarse las lágrimas, para que yo no la viese y entonces me hacía el distraído, hasta que ella se daba la vuelta volviendo a sonreír como si no hubiera pasado nada.

    Volvíamos a casa en el coche de papá. Yo me acurrucaba a su lado y ella me abrazaba por si me ponía más malito. Mi mamá siempre me daba ánimos y solía decirme que me iba a curar, con la ayuda del Señor. Yo no sabía qué señor era, pero no me importaba, con tal de que me ayudase a ponerme bien y ser como los otros niños. Poder jugar al fútbol sin que me faltase el aliento y me dolieran las cosas por dentro. Por fuera me dolía que se burlaran de mí porque se me había caído el pelo y llevaba siempre una gorra para disimularlo.

    –¿Cómo te encuentras? –me preguntaba mamá, cuando no tenía ganas de nada.

    –Bien –le contestaba, pero era de mentirijillas, era como si me hubieran echado lejía por las venas.

    Mi mamá olía bien. Por eso me gustaba acurrucarme a su lado y olvidar ese olor a cosas podridas que me salía de dentro.

    Evitaba mirarme en el espejo porque me entristecía, verme los ojos hundidos, con unas ojeras, muy grandes, muy grandes. Procuraba llorar cuando estaba solo, porque a mi mamá le daba mucha pena y se ponía a llorar ella también. Cuando dejaba de llorar, le preguntaba al Señor, ese que decía mi mamá, qué mal había hecho yo, para merecer este castigo y nunca me contestaba, ¿sería porque no quería saber nada con los niños enfermos?

    –¿Por qué no puedo ser como los demás niños? ¿Por qué los otros niños no me quieren? –le preguntaba a mi mamá, porque no conseguía entenderlo.

    –Verás cómo eres igual que los demás niños, en cuanto te cures, pero tienes que desear curarte con todo tu corazón, muy fuerte, muy fuerte, verás que pronto estarás sano y entonces serás igual que ellos y te aceptarán por amigo y podrás jugar a todos los juegos –me contestó con voz entrecortada, pero sonriendo.

    Mamá siempre sonreía cuando me decía cosas. Me abracé a ella y me acarició, pero sin mirarme, por eso me di cuenta de que las preguntas le habían hecho daño por dentro, aunque sonriera. Desde entonces procuro no hacer preguntas sobre mi curación.

    Mi mamá me acompañó hasta el cuarto. Ella procuraba no dejarme solo después del tratamiento por si se me revolvía el estómago.

    –¿Mejor?

    –Sí, muy pronto estaré corriendo en la plaza, si te asomas por esta ventana me podrás ver –le dije para tranquilizarla–. Era la ventana por la que me asomaba yo para ver a los niños jugar.

    –Muy pronto hijo mío, muy pronto.

    –Mamá… ¿Por qué soy diferente? ¿Por qué no puedo jugar como los demás niños?

    –Es la enfermedad la que te hace diferente, no tú.

    –Pero me da mucha rabia. Son niños malos y los odio. Se ríen cuando me ven por la ventana y tengo envidia porque juegan a lo que yo no puedo.

    –Debes tener paciencia, hijo.

    –Sí. Menos mal que se me pasa enseguida. Ellos no tienen la culpa de que yo esté así y les perdono.

    –Eso me parece más acertado, chiquitín.

    –Aunque otras veces pienso que ojalá enfermasen para que supieran lo que es el dolor y se hicieran mis amigos –le confié a mi mamá poniendo cara de odio.

    –Les saldría un poco cara la amistad. ¿No crees?

    –Ya lo sé, por eso me dan pena y nunca más quiero que nadie pase la amargura y el dolor que yo sufro.

    –¿Ves? Eso es muy noble, hijo.

    Todos los días dábamos un paseo, mi mamá decía que me tenía que dar el aire y perder la palidez de la cara debida a la enfermedad. Eran recorridos cortos, porque me cansaba enseguida y si te falta mucho el aliento, dicen que te mueres y entonces ya no podría estar con mis papás, ni podría terminar la colección de futbolistas, ni ver los dibujos animados de la tele. Por eso procuraba descansar cuando los paseos eran más largos, sentado en algún banco del camino o en el travesaño superior de la barandilla, guardando el equilibrio, con los pies apoyados en el travesaño de abajo, que me gustaba mucho más.

    Por el paseo de la playa, mi mamá me llevaba de su mano, mientras trataba de explicarme como buenamente podía, por qué el agua era tan inquieta y no se estaba formal sin tanta ida y vuelta.

    –El agua se siente atraída por la luna y se acerca a ella todo lo que puede –me explicaba mi mamá.

    –¿Y a nosotros por qué no nos lleva?

    –¡Yo qué sé, seremos más pesados que el agua!

    No me convencía, pero preferí dejarlo así. Hacía un poco de frío y poca gente paseaba. A mí no me importaba porque no se volvían a mirarme compadecidos, cosa que ya empezaba a molestarme. Casi al final del paseo, nos paramos al lado de una cabina telefónica, mi mamá se agachó hasta mi altura sonriendo y con ese tono tan dulce, que sólo mi mamá tiene, me dijo:

    –Cariño, siéntate un momento en el banco y descansa, mientras telefoneo desde esta cabina.

    –¿A quién vas a llamar? –pregunté mientras daba patadas a un balón que no existía.

    –A tu abuela, para ver si se encuentra mejor.

    –¿Está enfermita como yo?

    –Está enferma de tener muchos años, de haber luchado mucho en esta vida y de afrontar con coraje amarguras y desgracias. Las personas se desgastan como las suelas de los zapatos.

    –No hay zapateros que arreglen esto de ser mayor ¿verdad?

    –No. Todavía no han aprendido –me contestó sonriendo.

    Me senté en el banco, al lado de un señor que parecía algo raro, por su forma de vestir y su comportamiento. No hablaba, sólo miraba al mar y al horizonte, pero de una forma fija, como si nada más existiera.

    –¿Qué mira? –le pregunté muy curioso.

    –Trato de ver a lo lejos –me contestó sonriendo, pero no entendí nada.

    –¿Dónde tiene los prismáticos?

    –No los necesito. Mira allá a lo lejos, el horizonte, las nubes, el cielo, el mar, están tratando de decirme algo.

    –¡Aaaaaah…! –exclamé, pensando que había ido a dar con un loco y me asusté, pero su mirada me tranquilizaba, no era normal, trasmitía confianza y bondad–. ¿Qué le dicen?

    –Que pronto amanecerá para ti. Llevo tiempo buscando amaneceres.

    Primero miré al cielo, que empezaba a oscurecer. Luego al hombre y le vi todavía más extraño, pero no parecía peligroso, eso sí, se notaba que estaba como una cabra. Mi mamá miraba de vez en cuando, pero no recelaba nada, porque la notaba muy tranquila.

    –No temas. No estoy como una cabra, sólo soy un poco extraño –me contestó riéndose de la expresión, como si leyera mis pensamientos.

    –¡Pero amanece todos los días!

    –Los amaneceres que busco, se dan cada ciertos años. En sitios muy especiales, a una hora determinada, en una posición del sol, que sólo un Buscador de Amaneceres conoce.

    –Se lo preguntaré a mi mamá, –dije muy convencido– que mi mamá sabe muchas cosas.

    Estaba casi a punto de creerle, pero me quedaban dudas, porque esas cosas no eran razonables, aunque seguía pensando que estaba bastante chiflado.

    –Voy a decirte dos cosas que desearías que se cumplieran con todo tu ser, luego te diré como conseguirlas. La primera es curarte y ser un niño normal, igual que los demás.

    –¡Síiiii...! –exclamé entusiasmado, mientras empezaba a verle con algo más de simpatía.

    –La segunda es poder jugar al fútbol.

    –¡Me encantaría! –contesté ilusionado.

    –Ahora debes hacer lo que yo te diga, ¿estás convencido para hacerlo?

    –¡Sí! –afirmé de forma rotunda, ya no tenía dudas.

    –Bien. Dentro de dos días deberás estar en este mismo lugar a las siete de la mañana. Esperarás a que amanezca. Será ese amanecer que tanto he buscado y amanecerá sólo para ti. ¿Podrás hacerlo?

    –¡Convenceré a mis padres para que me traigan!

    –Estaré aquí esperándote, aunque no me veas, no desconfíes, no te marches, te aseguro que permaneceré a tu lado.

    –¿Qué va a suceder? –pregunté con algo de temor.

    –Ese amanecer será distinto. Cielo y tierra confluyen, el aire formará capas y toboganes por donde se liberarán y saltarán chispas divinas por todo el ambiente, partículas de energía, que sólo tú verás y sentirás mientras respiras.

    Me gustaba como hablaba el señor, con movimientos suaves de las manos creaba imágenes de lo que decía. Tanto que llegué a oler a mar, a chispas de la lumbre y a lluvia. En ese momento se acercaba mi mamá y tendiéndome la mano, me hacía señas para emprender el regreso, mientras miraba con curiosidad al hombre.

    –¿Quién era ese hombre? Hablabas con él como si le conocieras de toda la vida.

    –Un hombre que busca amaneceres.

    –¡Jamás oí nada igual! –dijo mientras me miraba con incredulidad y sonreía.

    –Dice que dentro de dos días amanecerá sólo para mí y tendré que estar aquí a las siete de la mañana, para esperar el amanecer.

    –Pero ese hombre… ¿Está un poco loco?

    –Sí lo parecía, pero me vais a traer, ¿verdad?

    –Hijo, no debes creer esas tonterías.

    –¡Pero yo quiero venir, creo en ese hombre!

    –A mí no me parece bien y pienso que a tu padre tampoco.

    Las cosas se ponían mal. Como con los mayores no se puede razonar, tenía que pensar en algo que me permitiera salirme con la mía y si de algo me había servido mi enfermedad, era para saber utilizar los recursos y los mimitos que me proporcionaba.

    –Mamá, aunque sea una tontería, me gustaría venir y ver amanecer. Sería la primera vez que lo veo y si sigo así, sabes que puede ser la última.

    –Hablaré con tu padre –me contestó mirando para otro lado y con voz entrecortada.

    Creo que me había pasado con ella. No merecía que nadie la hiciera llorar y menos yo, ella que con tanto amor y abnegación llevaba mi enfermedad. Me lo reproché duramente, porque además no podía ver llorar a mi mamá sin que se me pusiera triste el alma y sintiera muchas ganas de llorar también yo.

    –Perdón mamá, no debí decir nada de esto.

    –No te preocupes, convenceré a tu padre para que nos deje venir –me susurró al oído mientras se secaba las lágrimas y me sonreía como sólo una madre sabe hacerlo.

    ¡Qué largos fueron esos días! No deseaba hacerme demasiadas ilusiones, pero era tan inmenso el mundo que se abría ante mí, que me era imposible no ilusionarme, fantasear metiendo goles, dejar las medicinas, las consultas, volver a la escuela, dibujar, aprender, vivir en una palabra.

    Por fin llegó el día tan ansiado. Estaba muy contento, trasmitiendo esa alegría a mi mamá, que me peinaba sonriente al verme así y hasta bromeaba conmigo, cosa que hacía mucho que no hacía.

    Era de noche cuando salimos de casa. Algo de fresquito se colaba entre los resquicios de la bufanda, que me tapaba la boca y las orejas, pero me resultaba agradable. Mi mamá estaba también contenta y esperanzada, aunque a mí no me decía nada, ni trataba de hablar de ello. Antes de llegar, paramos un poco a descansar y recuperar fuerzas, en los sitios y los bancos de siempre, porque mi paseo era por etapas. Me sentía cansado por una parte, por otra, necesitaba estar cuanto antes en aquel banco.

    Mi afán por llegar me traicionaba y llegué muy fatigado.

    –Mira el paisaje, el sol se asoma muy tímido –fue lo primero que mi mamá me dijo.

    –Sí, no hace daño a la vista –contesté bajando la bufanda y sin parar de mover los pies en vaivén.

    Permanecimos de espaldas al mar un buen rato.

    –Es un amanecer precioso, ¿verdad?

    –Sí –dije algo impaciente.

    –Mira tras las montañas cómo unos rayos dorados desplazan la oscuridad y detrás de ellos asoma el sol, muy suave al principio, inundando de luces y contrastes los campos llenos de helechos

    –susurraba mi mamá, muy inspirada.

    –Lástima de máquina de fotos –comenté yo.

    –Mira, cada vez es más intenso, ya llega hasta el agua del mar y le arranca matices de colores. Es como si el aire y los destellos barrieran la oscuridad, la superficie del mar de espuma, el horizonte de colores grises y un día más, se hiciera el milagro de la luz.

    –Sólo por presenciarlo, merece la pena haber madrugado.

    El Buscador de Amaneceres no estaba, pero no me sorprendió, me había avisado de que quizás no le vería y procuré no decepcionarme. El sol se apoderaba de todo; se asomaba con más fuerza y entonces empecé a ver esas chispitas que procedían del Señor, ese que decía mi mamá. Me froté un poco los ojos, pensando que quizás el cansancio me hacía ver cosas que no existían, cuando los abrí allí estaban, no eran cosas de mi imaginación, flotaban y flotaban, sin prisas, sin desaliento, parecían tener vida propia. Al poco tiempo, mezcladas con el aire, acabé respirándolas y fue una sensación muy rara, como de un cosquilleo travieso y juguetón.

    –Bien –dijo mi mamá, que al parecer no había visto las chispitas–, ya hemos contemplado el amanecer y aquí no pintamos nada, vamos a casita, que tenemos muchas cosas que hacer.

    –Como quieras mami –acepté con algo de pena, mientras ella me cogía la mano.

    Antes de retirarnos miré a mi alrededor, buscando a aquel hombre. Me avisó de que no le vería, pero también me dijo que estaría allí. No sé si fue una especie de ensueño o una imagen que yo quería ver, puede que con los ojos del alma, puede que con los del corazón o con mis ojitos hundidos; pero allí estaba a lo lejos, casi confundido con la bruma del mar, con los contornos difuminados, pero se percibía claramente su sonrisa, me saludó agitando la mano, luego se convirtió en chispitas y desapareció.

    Volvíamos a casa. Mamá muy callada, yo matando indios emboscados y malos de película, todos ellos a balazos, algún pirata que otro a estoques de espada, dando patadas a balones inexistentes, metiendo goles muy aplaudidos por el público y pilotando helicópteros para salvar vidas de fuegos e inundaciones. ¡Todo un héroe!

    Cuando llegamos a casa, dos cosas me sorprendieron, ¡no estaba cansado! Respiraba con normalidad y recordé al hombre que buscaba amaneceres, creí en él con más fuerza, mi aliento ya no olía a enfermedad y respiré con ansia, muy fuerte, sintiendo la vida en mis pulmones.

    La otra cosa era triste, ¡la abuela había muerto! Sin quererlo relacioné las dos cosas, el hombre que buscaba amaneceres y la abuela enfermita. Jamás me lo expliqué, pero de alguna manera sentía que mi abuela tenía algo que ver con mi curación.

    No volví a ver al Buscador de Amaneceres, pero estaba seguro de que en alguna parte del mundo, sentado en un banco al lado de un niño, él sigue buscando esos amaneceres, que nos regala el Señor, ése que decía mi mamá.

    Han

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