Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Te presto mis zapatos: Tomo 1
Te presto mis zapatos: Tomo 1
Te presto mis zapatos: Tomo 1
Libro electrónico326 páginas5 horas

Te presto mis zapatos: Tomo 1

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Marcela, la segunda hija de un matrimonio sin amor, llegando al mundo prematuramente en 1965, cuando los avances de la ciencia Médica y los cuidados de prematuros no estaban tan evolucionados. Desde el principio su vida estará marcada por acontecimientos extraordinarios, pues su madre, no la esperaba, ni tomo con alegría su llegada inoportuna, l

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento19 oct 2023
ISBN9781685745004
Te presto mis zapatos: Tomo 1

Relacionado con Te presto mis zapatos

Libros electrónicos relacionados

Biografías de mujeres para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Te presto mis zapatos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Te presto mis zapatos - Marcela Codero

    Te_presto_mis_zapatos_port_ebook.jpg

    TE PRESTO

    MIS ZAPATOS

    Tomo I

    Marcela Cordero

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño de portada: Ángel Flores Guerra B.

    Diseño y maquetación: Diana Patricia González Juárez

    Fotografía de portada: Marcela Cordero

    Copyright © 2023 Marcela Cordero

    ISBN Paperback: 978-1-68574-499-1

    ISBN Hardcover: 978-1-68574-501-1

    ISBN eBook: 978-1-68574-500-4

    Índice

    UNA ESTRELLA ANTICIPADA

    LA VIDA DULCE Y UN CORAZÓN AMARGO LLAMADO MAMÁ

    PAPITO QUERIDO

    UN PUERCOESPÍN EN LOS PINOS

    DESAMOR POR LOS CHOCOLATES

    LA MISS

    ¡¡PIENSA RÁPIDO!!

    MI ALMA GEMELA

    DESPACIO, NO HAY PRISA

    GILBERTO

    EDDY CREAGH

    EL CELULAR

    BIENVENIDO AL MUNDO, PABLO

    DECISIONES

    CROCOCUN

    ANDRÉS Y SU SONRISA PERMANENTE

    LA FIRMA

    EL FRASCO

    SAN DIEGO

    AÑO NUEVO 1995

    UNA ESTRELLA ANTICIPADA

    Mi nombre es Marcela. Soy la segunda de tres hijos. Papá eligió mi nombre. Mi hermana mayor se llama Gabriela como él. Mamá no quiso que se llamara como ella, ya había muchas Pilares en la familia; quiso que su primera hija tuviera el nombre de mi papá; así que, a papá, le tocó nombrarme a mí. Me puso como se llamó la única hermana que tuvo y que falleció quince años antes de que yo naciera. Ella fue la única niña entre seis hijos varones de una familia conservadora. Tal vez por tenerse que enfrentar a un entorno mayormente masculino desde que nació, no le costó trabajo romper los esquemas a los que la sociedad de aquellos tiempos predestinaba a las mujeres. Cuentan los tíos que era bellísima. Se supo artista desde muy niña, diferente y rebelde. Y fue fiel a sus ideales; a sus instintos. Dicen por ahí que los nombres son la piel de las cosas y de las personas. Tal vez que papá haya elegido su nombre para mí no haya sido una mera casualidad. Quizá yo haya heredado parte de su rebeldía, de su coraje, fuerza, de su terquedad. Y también de su sensibilidad para el arte, porque ella fue artista. Se atrevió a ser actriz en una época donde tan solo el pensar serlo le daba a la joven aspirante pase directo a ser considerada mujer de la vida galante. Desafió a la familia y a su posición social. Obedeció a su vocación. Me identifico con ella, yo también soy actriz. Me encanta representar papeles. Disfruto ser protagonista. Soy sumamente sociable; y sobre todo rebelde y terca.

    Cuando me propongo algo, lucho incansablemente hasta conseguirlo. Además, dicen que soy muy bonita. La belleza y la sensibilidad por el arte también lo han heredado mis hijos. La tía Marcela desgraciadamente murió muy joven, víctima de una negligencia médica al dar a luz a su único hijo. Yo he tenido momentos muy trágicos en mi vida, pero también los he tenido muy felices.

    A diferencia de ella, sigo viva; tengo pues, la oportunidad de tener voz para contar mi historia.

    Desde que tengo uso de razón, siempre me han encantado los niños pequeños, son lo más inocente, puro y honesto que hay, te llenan de paz y amor; es tan increíble ver cómo aprenden, piensan, actúan y todo tan natural que no puedes hacer otra cosa más que admirarlos. Ahora sigo asombrada con los niños pequeños y en base a mi experiencia, trato de explicarles y enseñarles lo mucho que valen, y aunque sea por un instante les doy todo mi amor, aunque no sean míos, yo hubiera dado lo que fuera porque alguien me prestara atención, y me hiciera sentir lo mucho que valía y lo buena, inteligente y bonita que era. Tal vez eso hubiera sido suficiente para proveerme de los recursos que me dieran la seguridad de modificar de alguna manera los cauces de mi destino.

    Nací en enero de 1965. Me atrevería a decir que fue un año mágico para la música e importante para el mundo, políticamente hablando. Estaban de moda los Rolling Stones, empezó la guerra de Vietnam, todos oían a los Beatles, Gustavo Díaz Ordaz era nuestro presidente, Javier Solís era un héroe nacional y la canción Cuando calienta el sol era un himno. Así estaba el mundo cuando yo nací una fría mañana de un siete de enero, adelantándome justo dos meses a la fecha original del parto.

    Tal vez el haber nacido antes de tiempo me ubicó desde un principio en desventaja, o quizá esta desventaja no tuvo que ver con mi llegada anticipada sino con el hecho de ser fruto de un matrimonio unido no precisamente por amor o de plano así ya estaba escrito en mi destino. Eso nunca lo sabré, lo que sí es una realidad, es que desde el momento que nací, mi vida no iba a ser fácil, siempre estaría en una posición desigual.

    Papá perdió al amor de su vida, por la leucemia y conoció a mi mamá en una de las tantas visitas que semanalmente hacía al edificio en donde vivían los que hubieran sido sus suegros. Durante años y en breves pláticas en los encuentros de los trayectos del elevador, mi mamá constantemente se quejaba y comentaba de las ganas que tenía de salir de su casa para empezar una nueva vida. Mi papá, que siempre ha sido al igual que yo muy rescatador, le ofreció sacarla de allí. Inmediatamente ella aceptó, se hicieron novios, y justo al año se casaron.

    Mamá, como era de esperarse en esas épocas, se embarazó de mi hermana en la luna de miel y para su sorpresa solo unos meses después ahí estaba yo esperando nacer con impaciencia; porque como ya lo conté antes, mi nacimiento se adelantó ocho semanas. Han pasado más de cincuenta años de eso y aún quisiera entender a esa mamá que en menos de dieciocho meses de casada tenía un bebé de once meses y otra recién nacida prematuramente en una fría incubadora llena de inmadureces que en aquellos tiempos no se sabían atender. De todo corazón quisiera ponerme en su lugar ya que atravesaba media ciudad cada mañana para irme a dejar su leche y alimentarme durante dos meses. No logro conciliar con una imagen de empatía ya que su mirada lejana y adusta no me lo permite. Ella solo estaba contrariada porque esa pequeñita rubia y torpe, desprotegida y confinada en una incubadora no le permitió celebrar el primer cumpleaños de su primogénita como ella lo hubiera preferido. En cambio, mi papito contaba que no había bebita más preciosa en el hospital, de hermosos ojos azules, cabello dorado y una boquita trompuda que como en el poema que él me escribió, describía que invitaba a besar. De más está decir que eso la enojaba aún más, y este es el poema que papá escribió:

    Marcela

    Llegaste de pronto y sin avisar

    Los ojos azules, cabello dorado

    La boca preciosa que invita a besar

    Tu risa resuena por toda la casa

    Tus pasos, tus juegos, caricias y llantos

    Dan vida a este hogar ejemplo de tantos

    Eres tú, Marcela, la nieta más bella

    La hermana esperada, la hija deseada

    La luz que proyecta la más grande estrella

    Mi vida es un cuento de Reyes y Reinas

    De Bailes y cantos, pero este es mejor,

    Pues todos terminan con una princesa

    Y yo tengo dos.

    Si tú piensas que los bebés no entienden, créeme que no. Por lo menos yo me daba cuenta de todas las cosas significativas que sucedían. Recuerdo que durante los viajes en carriola con mi hermanita Gaby caminando de la mano de mamá, la gente se detenía para admirarme y comentar lo bonita que era. Al primer elogio que yo recibía, mi mamá me echaba una sabanita encima para cubrirme completamente y desviar la atención hacia mi hermana con comentarios tales como: ¡Miren a Gaby!, ¡qué linda está! ¡Y habla mucho y baila!. Y así como ese ejemplo, muchos más.

    Debido a mis inmadureces, todo me costó mucho trabajo. Desde alimentarme, pues no podía succionar, y es lo primero que un bebé hace, tener reflujo, lo que ocasionaba que todo lo vomitara en menos de cinco minutos. Sé la molestia y el enojo que le causaba a mi mamá ya que le tomaba más de tres horas alimentarme y cuando terminaba había que empezar otra vez y todo eso iba de la mano de limpiar vómitos, cambios de ropa, hipos y llantos por la acidez. Ella nunca logró entender que ese bebé también sufría, no solo ella. Esa falta de empatía, me imagino, fue la que hizo que le fuera imposible aceptarme.

    Otros de mis problemas fueron el lento aprendizaje, la falta de coordinación motriz y la incapacidad de medir tiempo, distancia y velocidad, por lo tanto, aprendí todo mucho más lento y con más trabajo que cualquier otro bebé.

    Me pude sentar casi hasta que cumplí un año, nunca gateé y caminé casi hasta los dos. Eso sí, entendía todo perfectamente. Quizá no podía expresarme, pero sí comprendía cuando mi madre se refería a mí, dándole explicaciones a quien quisiera oírla, acerca de mi incapacidad para hablar y caminar por mi posible retraso mental. Aún ahora recuerdo, aunque ya no con tanto dolor, el coraje, el rechazo y la frustración de mis primeros años al lado de mi madre; el ser del que más esperaba ser amada.

    Desde que yo era bebé mamá nos dormía a las cinco. Cuando todavía había mucha luz, pero para su manera de ver las cosas, ella ya había cumplido sus labores maternales. Nunca le importó si estábamos cansadas o no, cenábamos, nos bañaba y a la cama. Papá llegaba un poco más tarde del trabajo y siempre, aunque ya estábamos acostadas, llegaba a darnos el beso de las buenas noches. Siendo solo un bebé, no sabía hablar y muchas veces oía perfectamente cómo mamá se paraba en la puerta y le pedía que no me despertara. Yo lloraba y lloraba para que entrara pues era el único momento del día en que sentía protección con sus abrazos y besos. Ella no lo dejaba, él me decía bajito atrás de la puerta: Mi hijita, deja de llorar. Ahorita regreso; cuando mamá no se daba cuenta, y entraba corriendo, me abrazaba y me daba un beso y entonces podía dormir. Él era el único que me hacía sentir querida en esa casa.

    Cuando tenía tres años mamá me metía al coche y decía: Vamos por tu hermana al kínder. Eso significaba que se pararía en la panadería y me compraría una quesadilla frita de picadillo que me encantaba. Ese es el único recuerdo lindo con mamá. Aún recuerdo el sabor de esas quesadillas, era el momento más feliz del día. De ahí caminábamos por un sendero a la calle de atrás donde estaba el kínder.

    Pobre de mamá. Se desesperaba tanto conmigo. Me gritaba y golpeaba tanto. Yo lloraba y lloraba hasta no poder respirar hasta el punto de sentir un dolor terrible de cabeza por la ausencia de oxígeno. Entonces me ponía morada y me desmayaba. Era en ese momento cuando mamá me metía a la tina y abría la llave del agua helada hasta que reaccionaba. Y cuando mi abuela o alguien presente se preocupaba, ella les decía: No le hagan caso. Se priva por berrinchuda. Le encanta llamar la atención. Algunas veces luego de esas crisis, me daban convulsiones; en una ocasión, tras otro episodio de llanto incontrolable se me reventaron los oídos. Sentí un fuerte dolor, seguido de un silencio sepulcral y el sangrado de ambos oídos, fui llevada por primera vez a una sala de operaciones. Desde entonces no puedo oír bien, así que grito un poco cuando hablo porque si no, no me escucho. Cuando desperté de la cirugía me estaban secando con unas toallas porque me había hecho pipí y me dio mucha vergüenza, a pesar de tener tan solo 3 añitos.

    Mi segunda experiencia fue a los tres años y medio. Nos llevaron a las dos a operar de las anginas. Era casi una costumbre en México. Todos lo hacían, aunque no estuvieras enfermo. Recuerdo el miedo de estar en el hospital después del trauma de mi cirugía de oídos. En los exámenes preoperatorios, mi hermana fue primero.

    Con ella todo fue bien y rápido. Pero yo no corrí con tanta suerte. Tal vez por los nervios, se me escondieron todas las venas, así que me picaron las manos, los brazos, las piernas y no me las encontraban. Yo cada vez más aterrada y adolorida, sudando de miedo. Así que decidieron acostarme y colgar mi cabeza para sacarme sangre de la yugular. Considero que es el trauma más espantoso que puede tener un bebé sano a esa edad.

    Llegó el día de la cirugía y ahí estábamos listas muy temprano en el hospital. Nos pusieron unas batitas, nos acostaron en unas camas dobles y luego nos dieron algo para dormir. Pero a mí no me hizo efecto la anestesia y empecé a ponerme muy nerviosa. Mi hermana ya estaba dormidísima cuando nos pasaron a una camilla. Yo seguía despierta. Camino al quirófano podía ver las luces del techo. No sabía qué hacer, entre más lo pensaba menos me podía dormir. El camillero le dijo a mamá que no se preocupara que ya en el quirófano me dormirían. En ese momento alcancé a percibir una mirada de reproche de mi madre como diciendo: Tú siempre dando problemas y más trabajo. Y sí, al llegar solo vi que me pusieron una máscara de oxígeno y después vi todo negro.

    Para mi mala suerte, yo fui la primera en operar, y digo mala suerte, porque me operó un médico practicante que me rebanó las amígdalas, la campanilla y hasta el velo del paladar. En vista de esto, el médico titular, ya no le permitió seguir con mi hermana, misma que fue operada por este último de manera exitosa por lo que la única trasquilada resulté ser yo.

    Los doctores hablaron con mis papás y les explicaron que como yo no me dormí y me moví por eso pasó lo que pasó. Yo oía las mentiras. A mí me durmieron con la máscara de oxígeno y en todo caso si era yo la que más me movía por qué razón permitieron que me operara un practicante sin experiencia; en fin, cuando eres pequeña, escuchas, entiendes, pero no te puedes defender. Entonces sin velo del paladar, que es una membrana por donde se cuela el aire de la nariz a la boca pero que evita que lo que comes se te meta en la nariz y las vías respiratorias y sin campanilla, mi voz jamás sería como debía ser y nunca podría cantar. Todo lo que comía, ya sea líquido o sólido se me salía por la nariz con riesgo de irse a los pulmones. O bien, me ahogaba con los residuos de comida atorados en los conductos nasales, mismos que se infectaban al igual que los túneles de las vías respiratorias, lo que me ocasionaba sinusitis con tremendos dolores de cabeza acompañados siempre de mucosidades espesas y verdes, siendo difícil respirar, muy molesto para mí y los que estaban a mi alrededor, porque para evitar que me cayeran en la garganta (pues por la gravedad resbalaban hacia abajo al espacio sin membrana), tenía que hacer ruidos como si me sonara para jalar esa mucosidad hacia la salida de la nariz y así no tragármelos pues me daban mucho asco. Las primeras instrucciones al salir del hospital fue que por todo un año tenía que comer solo líquidos o papillas con un popote para aprender a tragar en diferente forma que el resto del mundo. Hasta la fecha, hay veces que si estoy cansada, de prisa o distraída y se me olvida que no puedo tragar como el resto de la humanidad, me ahogo casi de muerte pues se me meten tragos gigantes de agua o comida directo a los pulmones. Lo único bueno de esa cirugía es que ¡comimos toda la nieve de limón que quisimos por tres días!

    Mis papás nos llevaban a dormir con mi abuela materna todos los viernes por la noche y nos recogían los domingos temprano. Ahí sí que pasé momentos felices. Ella, aunque con ideas anticuadas e ignorante en muchos temas, fue la mejor abuela. Cocinaba excelente y solo lo que nos gustaba. Tenía una enorme recámara decorada muy linda solo para nosotros y con todos los juguetes que pudiéramos querer. Aunque ella nunca manejó, nos llevaba en camiones a las mejores jugueterías, al cine y al mercado. En fin, pasábamos lindos momentos con ella. El domingo cuando nos recogían, usualmente íbamos al área de La Villa a comer con los padrinos de mamá, que la cuidaron de pequeña; su casa era vieja, con muchos cuartos llenos de cosas que a mí me daban mucha curiosidad.

    Siempre me quedaron unas ganas enormes de esculcar. Les decíamos abuelos, pues mamá le decía mami a ella y padrino a él. Ellos nunca tuvieron hijos, solo a mamá que vivió con ellos. El padrino era medio rabo verde, me imagino que, el que no le bajaran los testículos de pequeño le afectó la hombría y eso lo hacía ser medio libidinoso. Así que desde chiquitas aprendimos a no quedarnos a solas con él en ninguna habitación pues no perdía la ocasión de rozarnos con sus manos las pompas cuando empezamos a crecer, así que no nos acercábamos mucho pero tampoco decíamos nada, ni sufrimos trauma alguno. Él había sido coronel en la revolución y había estado del lado de Villa y de Zapata según más le conviniera.

    Fue espía doble y tenía muchos recuerdos de cartas y cosas relacionadas con la revolución firmadas por esos líderes.

    La abuelita cocinaba bien. Recuerdo que nos guardaba la nata de la leche que sacaba en la semana y que era deliciosa con tortillas calientitas, al igual que su dulce de tapioca. Cada vez al despedirnos nos daba de domingo un billete de un peso. Viajaban seguido a San Antonio y nos traían regalos y hasta hamburguesas de McDonald´s y pay de manzana, cuando aquí todavía no existían. Pero aunque la comida no estaba mal y nos daban nuestro domingo, era un viaje larguísimo de ida y de regreso que me chocaba, pero los niños tenían que ir a donde los papás los lleven así que no teníamos opción. Los viajes se hacían todavía más largos porque se hacían en silencio. Si mis padres hablaban era solo para discutir. Jamás encendieron el radio, no se escuchaba música en los viajes y si papá trataba de relajar la situación haciendo chistes, siempre ganaba la amargura de mamá, así que debíamos ir en silencio, únicamente viendo el paisaje por la ventana. Por eso ir a casa de los padrinos no era muy de nuestro agrado.

    En esa misma época me tocó ir al kínder ABC School con mi hermana. Era como si yo fuera una niña de dos años no de tres pues todo lo aprendía mucho más lento, no estaba lista, no había madurado lo suficiente. Pero me emocionaba ver otro mundo, conocer otros niños y estar con mi hermana. Lo único malo fue, que, desde el primer día, alguno de esos compañeros que moría por conocer, tomó la costumbre de robar mi lunch y como me daba miedo comentarlo con mamá o con la maestra, durante todo ese año, me limité a dejar la lonchera vacía en su lugar mientras veía como todos comían. Con hambre y resignada prefería irme a jugar sin saber que pude haber elegido luchar por mis derechos.

    Un día, la maestra me escuchó decirle a mi muñeca lo que mamá me decía: ¡Maldito el día que te engendré! ¡Maldito el día en que naciste!; me mandó a llamar, preguntando la razón de por qué trataba así a la muñeca. Yo le respondí porque la muñeca es tonta y a las niñas tontas se les dice así, eso a mí me lo repite mamá. La maestra de la escuela me dijo: Ya entenderás más tarde lo que esas palabras significan. Cuando esto suceda quiero que recuerdes lo que te voy a decir: eres la niña más hermosa y dulce que conozco y lo que tu mamá dice no tiene sentido, solo lo puede decir una mujer sin corazón o enferma, así que no hagas caso de lo que esas palabras significan. Como consecuencia mandaron llamar a mamá, fue la primera paliza que recuerdo. ¡Jamás vuelvas a repetir en la escuela lo que yo te digo! ¿Entendiste?".

    Los Roa son un matrimonio a los que mi papá conoció desde la universidad de química, y les llamamos tíos, tenían un niño de mi edad que iba a mi salón. Un día llegó a su casa y le dijo su mamá: tengo un secreto que contarte, Marce no es una niña, es niño y se llama Eugenio. Claro, yo en la escuela pretendía ser otra persona. Mi tía me cuenta que yo les decía a los niños que como mi mamá me pasaba la ropa de mi hermana mayor pues me tenía que vestir de niña. Bajo esa personalidad jugaba solo con los niños y era su líder. Disfrutaba mucho ser otra persona, a la que no trataran como tonta.

    Cuando tenía cuatro años, un buen día papá nos dijo que tendríamos un hermanito, yo me puse feliz, pues, aunque mi hermana y yo solo nos llevábamos once meses, era imposible entablar una amistad. De todo me acusaba, no sabía divertirse ni jugar. Siempre limpia, siempre actuando como grande, seria, amargada. Jamás me defendió. Si yo necesitaba ayuda se hacía de la vista gorda y si yo llegaba a desobedecer en la forma más simple como comer una galleta, manchar mi vestido o cometer algún error, en vez de ayudar o no decir nada llamaba a gritos a mamá para acusarme. Yo siempre pensaba: está bien, si no me quieres ayudar no lo hagas, pero por lo menos no me traiciones. Sin embargo, cuando estaba todo bien, quería estar todo el tiempo besándome y yo no la dejaba pues lo sentía como el beso de Judas, así que la empujaba y mamá me rechazaba para consolar a mi hermana mirándome con desprecio.

    Mi mamá siempre tuvo una muchacha a su servicio que limpiaba la casa y le ayudaba a cocinar. La comida por lo general era deliciosa, pero había veces que hacía platillos que a ellos les gustaban y que a mí me causaban mucho asco. Nunca podré acostumbrarme a comer cartílagos o pellejos, ni vísceras ni nada que oliera fuerte o carne imposible de masticar y lo peor era que mi hermana sí se la comía, así que no podía unirme con ella ni en eso. Mamá nos ponía delantales hermosos que cubrían todo nuestro vestuario con bolsas a los lados y cuando ella se volteaba, yo me sacaba el pedazo imposible de tragar a pesar de haberlo masticado mil veces y lo guardaba a escondidas en las bolsitas del mandil, pues si lo ponía en el plato de nuevo me lo harían comer otra vez. Esos días yo pasaba las tardes sentada en la cocina tratando de tragar esa asquerosa comida fría. Cuando tenía llenas las bolsitas de toda la carne que no quería, pedía permiso de ir al baño, lo echaba en el escusado y le jalaba. Tristemente, el gusto duró dos veces antes de que mamá me descubriera.

    En una de esas, me siguió, entró al baño, me vio y me gritó: ¿Qué es lo que estás haciendo? ¡La comida no se desperdicia!. Me obligó a sacar los pedazos de adentro del escusado y me hizo metérmelos en la boca. Me tapó la boca y la nariz hasta que me los tragué. No pude y vomité del asco, recogió la vomitada y me obligó a comérmela, así que traté de concentrarme y aguantar la tortura para que terminara más pronto.

    A mis 4 años comenzaron nuestras clases de natación. Era un viaje larguísimo después del kínder hasta la alberca olímpica. Mi mamá solo nos daba un huevo cocido durante el camino. Apenas había aprendido a correr y a bajar escaleras, me atemorizaba meterme al agua. Entonces llegábamos, y ella me aventaba a lo más hondo porque decía que así haría el esfuerzo por nadar. De más está decir lo aterrador que resultaba el viaje a la clase, sabía que me esperaba el momento angustiante de tocar el agua y empezar a hundirme.

    Afortunadamente el profesor de natación siempre me rescataba y me consolaba cargándome y diciéndome: Princesita, tú todavía no estás lista para aprender, pero vas a aprender más tarde. Si tu mamá no entiende que aún no tienes la madurez para hacerlo, no importa, para eso estoy aquí. Y les daba clase a mi hermana y a los demás niños conmigo en sus brazos. Fue la primera vez que entendí la importancia de que alguien se diera cuenta y me defendiera de los malos tratos de mi madre quien siempre en ausencia de mi padre abusaba de mí, por lo que él no se había percatado.

    Así que a pesar de que la natación significaba que mamá me tirara en lo hondo de la alberca y oírla de regreso amenazando con hacer lo posible por correr a ese profesor para que dejara de consentirme, yo era la primera en ponerme el traje de baño pues sabía que allí estaría mi entrenador para salvarme. Con paciencia y dedicación salí nadando sola un año más tarde que los demás niños de mi grupo.

    Papá amaba los deportes, así que cuando su trabajo se lo permitía, pasaba su tiempo libre con sus hermanos y amigos. Me imagino que también lo hacía para estar fuera de esa casa, que parecía una bomba de tiempo y para estar lo más alejado posible del ambiente negativo y de tensión que mamá esparcía por donde pasaba. Aunque jamás dejó de invitarla y tratar de que se integrara en sus actividades deportivas, ella nunca lo hacía.

    Cuando pasé a segundo de kínder en el ABC, jamás olvidaré el examen final en clase pública. A todos los niños nos preguntarían las cinco vocales en desorden, así que pasaríamos al pizarrón, la maestra nos diría las letras y nosotros teníamos que escribirlas. Eso era todo. Como mi apellido es con C, fui de las primeras. Lo único que recuerdo es la contrariada cara de mamá y las palabras de la maestra diciéndome: ¡No estuvo del todo mal; por lo menos te sabes la letra O!. Y entonces sin ser consciente de que no sabía nada, me fui muy contenta a sentar y a admirar mi hermosa letra O con una palomita de haber acertado.

    Ese kínder terminaba en preprimaria y mi hermana ya había terminado, así que nos cambiaron de escuela. Yo iría a preprimaria y mi hermana a un año de puro inglés, que empezó a usarse antes de entrar a primaria.

    Esta nueva escuela que acababan de abrir, estaba dividida en dos casas, una muy cerca de la otra, pero no tanto como para irse caminando. Yo estaría sola por primera vez sin mi hermana, pues maternal, primero, segundo y preprimaria estaban en una casa, y primero de inglés, primero de primaria, segundo y tercero estaban en otra casa. Se llama Moderno Tepeyac. Mis primos Cordero Galindo y muchos otros hijos de amigos de mis papás iban ahí, así que mamá hacía ronda con otros papás para llevarnos y traernos de la escuela.

    Mi primer año solita, sin mi hermana ni nadie conocido; los otros niños parecían que ya se conocían de tiempo atrás. Me iba cerca de la reja para ver como todos los demás jugaban. Allí encontré a un niño al que le apodaban Picos. Era el niño más feo que yo hubiera visto jamás. Me dijo que él podía subir hasta lo más alto de la asta bandera abrazando el tubo con sus piernas e impulsándose hacia arriba. Me enseñó cómo lo hacía y me retó a que lo hiciera también. Me dio gusto que él me hablara porque era el niño que los demás rechazaban y me sentí identificada. Fue mi mejor amigo mientras estuve en esa escuela. Al principio me costó mucho trabajo, no tenía mucha coordinación, pero era fuerte y tenaz, así que pude subir el tubo de la asta bandera a los pocos intentos, y desde ese día cada mañana y en los recreos jugábamos a ver quién lo hacía más rápido pues había dos y

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1