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Si al menos no lloviera
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Libro electrónico312 páginas4 horas

Si al menos no lloviera

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Ismael rememora toda su vida antes de entrar en una residencia de ancianos. Considera que sólo hasta la muerte de su esposa ha merecido la pena vivir, a pesar de las dificultades de su época: el acoso escolar, la férrea moral de los años 50 hacia las mujeres, el pobre sueldo de los maestros de escuela, las dificultades para adoptar a un niño, la revolución de Mayo del 68, etc. La segunda parte de su vida está dominada por los problemas de convivencia con los hijos, la soledad, la enfermedad donde ya no es necesario que se muerda la lengua, porque se le olvida lo que tiene que decir, y la travesía en la que, poco a poco, va sintiendo que la vida le abandona. Una novela de marcado cáracter humano que te hará vibrar hasta el final.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 mar 2023
ISBN9788419227232
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    Si al menos no lloviera - Andrés Galán

    SINOPSIS

    LA JERARQUÍA DEL GALLINERO

    EL LLANTO DE LAS OVEJAS

    Y YO MÁS

    EL MAESTRO

    UN PATITO FEO

    UN HIJO DE 6 AÑOS

    AL FIN BILBAO

    RECONCILIACIÓN

    CAMPANADAS DE BODA

    NUESTRO HOGAR

    ¿UN ÁRBOL TORCIDO?

    QUERIDOS HIJOS

    INUNDACIÓN

    LA SOLEDAD

    ANE

    UN HOGAR HOSTIL

    CUANDO LA LLAMA DEL AMOR SE APAGA

    SOBREVIVIR

    MALMASIN

    AUTOR

    LEGAL

    Hitos

    Table Of Contents

    Portada

    SINOPSIS


    Ismael rememora toda su vida antes de entrar en una residencia de ancianos. Considera que solo hasta la muerte de su esposa ha merecido la pena vivir, a pesar de las dificultades de su época: el acoso escolar, la férrea moral de los años 50 hacia las mujeres, el pobre sueldo de los maestros de escuela, las dificultades para adoptar a un niño, la revolución de Mayo del 68, etc.

    La segunda parte de su vida está dominada por los problemas de convivencia con los hijos, la soledad, la enfermedad donde ya no es necesario que se muerda la lengua, porque se le olvida lo que tiene que decir, y la travesía en la que, poco a poco, va sintiendo que la vida le abandona.

    Una novela de marcado caracter humano que te hará vibrar hasta el final.

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    A quien proceda

    LA JERARQUÍA DEL GALLINERO


    No sabía lo que significaba la palabra espigar, porque todavía no había nacido, pero eso es lo que me contaron que hacía mi madre cuando decidí nacer, con gran disgusto de ella, pues pensaba que me asomaría al mundo antes de llegar a casa. Reconozco que fui inoportuno, pero preferí hacerlo en el hogar, en un pueblecito de Castilla, en lugar de nacer a lo tonto por el camino.

    Los recuerdos de los primeros años de vida se los llevó una nebulosa, vete a saber dónde, quizás porque estarían llenos de cambios de pañales y papillas, nada interesante que recordar.

    Dejé de ser el peque de la casa cuando mi hermana vino al mundo sin yo enterarme siquiera. Recuerdo que me dijeron: Tienes una hermanita. ¿No te hace ilusión? La verdad es que a mí me era indiferente, ni siquiera sabía qué diferencia existía entre mi hermano mayor, que era hermanito, y mi hermanita.

    No sentí el síndrome del principito, porque entonces no se sabía nada de esto y en casa nadie había leído el libro de ese autor con nombre tan raro. Pero, aunque no tenía celos de mi hermanita, empezó a caerme gorda en cuanto me dio los primeros mordiscos, para demostrarme que le estaban saliendo los dientes.

    Ser un hijo intermedio fue una lata. Para mi madre la niña de sus ojos era el mayor y para mi padre mi hermana y yo me quedaba en terreno de nadie. El mayor se valía por sí mismo y no necesitaba de nadie, pero no era mi caso, que en las reyertas me encontraba desvalido y me llevaba todas las tortas.

    Resulta que, si me cascaba el mayor y clamaba justicia llorando a mis padres, lo arreglaban diciendo que me tenía que defender y no dejarme pegar, con lo cual me dejaban desconsolado.  ¿Podía ser peor? Sí. Cuando yo pegaba a la pequeña por hacerme alguna trastada, recibía unos azotes de mis padres por pegar a la pobre niña, que me había elegido a mí como sparring.

    Esta injusticia la padecí durante algún tiempo. En aquellos momentos de mi vida primaba más la intuición que la inteligencia, dándome cuenta de que necesitaba aliados y por eso me convertí en el ojito derecho de mi abuela María. Desde entonces fui intocable, nadie osaba levantarme la mano, ni siquiera mi madre, si no quería vérselas con la abuela, que era de armas tomar y utilizaba la zapatilla contra mis hermanos que daba gloria verla.

    Toda historia tiene su final y a mí me llegó a los seis o siete años, cuando me llevaron a Vizcaya. Fuimos a vivir donde iban todos los inmigrantes, a la margen izquierda, al pueblo de Baracaldo, que entonces se escribía con C de Cádiz.

    La primera impresión no fue muy buena, por las noches funcionaban los hornos Bessemer echando unas enormes columnas de humo y fuego, que en mi inocencia veía como si fuera un anticipo del infierno y me prometí a mí mismo ser bueno, para no tener que ir a esas calderas de Pedro Botero.

    Empecé el primer día de clase con entusiasmo, eso de poder leer y aprender cosas me gustaba y cuanto antes dejase de parecer de pueblo, antes me aceptarían en la cuadrilla del barrio, de la que estaba vetado, sin que llegase a entender la razón.

    Fue una pena lo del fútbol, empecé el curso un año más tarde que los demás, los equipos ya estaban formados y me quedé de reserva. Una vez conseguí jugar y me pusieron de portero, tuve pocos aciertos y recibí tantos balonazos como goles me metieron. Me aburrí de estar de reserva y también de ver jugar a Nico Estefano, que era el único que destacaba.

    Perdí la ilusión por el fútbol y me hice amigo de Iñarritu, un niño con problemas de columna que llevaba una especie de arnés de cuero y que siempre estaba solo en el patio durante el recreo. Los demás chicos le respetaban, porque enseguida les tiraba piedras cuando se mofaban de él. Creo que esta amistad no me vino bien, la clase me equiparaba a Iñarritu y ya fuimos dos los aislados del resto.

    ¿Podían ir peor las cosas? Sí. Recuerdo a la cuadrilla de los gallos, donde mandaba un tal Sevilla que siempre trataba de someterme. Hoy lo llamamos bullying, pero entonces te las arreglabas como podías. Para colmo de males, tenía por compañero a un tal Quintana, que me hacía la vida imposible. Me escondía las cosas, me borraba la pizarra, me ridiculizaba ante todos y también solía pegarme. A cuenta de él probé el jarabe de palo de don Crescencio, el maestro.

    Mis padres estaban muy contentos, porque siempre sacaba un diez en las notas, lo que ignoraban es que don Crescencio solo tenía dos notas, el diez y el diez especialísimo, que nunca conseguí porque era el tonto de la clase. Al final del otoño solían podar los árboles del patio y entonces nuestro profesor renovaba los utensilios de castigo, eligiendo tres clases de varas de distinto grosor, que solía emplear según fuera la gravedad de la falta cometida.

    De aquella inocencia quedaba poco. Un germen de odio me hacía daño en el alma y me rebelaba contra todo lo malo que me estaba sucediendo. Esa oleada de odio me nubló la mente cuando el gilipollas de Quintana se pasó pillándome los dedos con el tablero del pupitre. Le di tal puñetazo en el estómago, por debajo de la mesa, que se dobló entero y fue a dar con la cabeza en el tablero y el blandengue de él se puso a llorar. La agresión fue advertida por don Crescencio, que se presentó raudo y me atizó con fuerza un golpe en la cabeza. No sé qué calibre de palo probé, pero me dejó la cabeza aturdida para todo el día, pero no lloré para que se fastidiase Quintana.

    El retraso en los estudios me convirtió en el patito feo de la clase, pero no me resignaba a ser el tonto de turno y repetía sin cesar las mayúsculas y las minúsculas, hasta que las grabé casi a fuego en la mente. Después me dediqué a leer todo lo que tuviera letras, tebeos, anuncios y carteles de tiendas.

    La cuadrilla del Sevilla no dejaba de acosarme y aunque procuraba evitarlos, ellos me buscaban para tener su ración de diversión. Les aguanté durante mucho tiempo, pero no podía continuar así. No tenía autoestima y perdía las ganas de ir a escuela, además de considerarme tonto y cobarde. Volvía a estar desvalido y ya no contaba con mi abuela. Nadie me podía ayudar y eso que le rezaba a la Virgen para que me echara una mano.

    Esperamos milagros y ayudas que nunca llegan. Todo depende de uno mismo y este convencimiento me llevó a luchar. Tuve algunas escaramuzas en las cuales acabé con los ojos morados sin conseguir el mínimo de respeto. Había ido a las ramas y tenía que intentar talar el tronco. Es lo que hoy conocemos como la jerarquía del gallinero y allí había muchos gallos para mí solo.

    Me armé de valor y encontré a la cuadrilla sentada en el suelo durante el recreo. Me presenté ante ellos, tratando de aparentar aplomo, como Gary Cooper en la película Solo ante el peligro y se me quedaron mirando con esas risitas burlonas que tanto daño me hacían.

    –¡Solo los cobardes pelean en manada! –grité rabioso.

    Se pusieron todos de pie y se miraban unos a otros, como si me hubiera vuelto loco de repente. Sin embargo, yo empecé a sentirme bien, porque les había achantado.

    –¿Quién de vosotros es el más gallito? ¡Que salga, que le voy a partir la cara! –No sé si esto se lo llegó a creer nadie, pero desde luego, no tenía más remedio que hacerme frente si no quería perder autoridad.

    Como esperaba, salió el Sevilla muy divertido y seguro de sí mismo. Acordamos que no valían mordiscos ni patadas y a continuación nos enzarzamos en una feroz pelea, en la que varias veces llegó a retorcerme el brazo para que me rindiera, pero no lo consiguió. Don Justo fue quien nos separó, cuando casi todos los mamporros me los había llevado yo. Tenía un ojo morado, sangraba de una ceja, se me movían los dientes y tenía despellejados algunos nudillos. Señales difíciles de disimular ante mis padres. Me dolía todo el cuerpo, pero estaba contento, estaba seguro de haberme ganado un lugar en la jerarquía del gallinero y que pronto dejaría de ser el patito feo, de la Escuela de Arteagabeitia de Baracaldo con C de Cádiz.

    EL LLANTO DE LAS OVEJAS


    Vivíamos en un cuarto piso sin ascensor y tampoco lo echábamos de menos. Desde la habitación de mis padres se podía ver el matadero, cuya imagen producía en mí cierta fascinación, a la vez que temor a los fantasmas de los animales, porque estaba seguro de que se quedaban a vivir en él, entre olor a muerte, a sangre derramada y carne descuartizada.

    El edificio era blanco con remates de ladrillo rojo macizo. Todo el contorno estaba rodeado de una muralla de unos dos metros de altura, fácil de acceder porque la mitad inferior era más gruesa y nos servía de apoyo para subir a la superior. Al principio, la cuadrilla de gamberretes, curioseábamos solo por fuera, pero pronto le perdimos el respeto y nos colábamos por la ventana al interior, donde nuestra mayor diversión era asirnos a los ganchos donde colgaban las reses, tomar impulso y recorrer el recinto, acompañados por el chirriar de las ruedas metálicas sobre los rieles.

    Desde la habitación, al final del pasillo, donde dormía con mi hermano, teníamos la rutina nocturna de ver el funcionamiento de los hornos Bessemer, lanzando enormes llamaradas y chispas al aire que rebasaban en altura, el piso donde nos encontrábamos. Lo seguía viendo como una extensión del infierno, a donde iban a parar todos los pecadores, éste era un dogma que por entonces nos inculcaban los sacerdotes y que creíamos vivamente. Era muy joven y para compensar esas tortuosas enseñanzas, me hacía a la idea de que ya tendría tiempo de hartarme de ceremonias, cediéndoselas a la gente mayor, beata y arrepentida, porque en sus últimos años de vida se hacen de misa y confesión diaria, por si acaso es verdad lo que dicen los curas.

    El patio del edificio se podía ver desde la ventana de la cocina. Tenía forma de L, con los laterales poblados de hierbecillas que crecen en las humedades y nidos de ratas de tamaño considerable. Los edificios que lo cerraban eran grises, del color del cemento, un gris feo, deprimente y barato, pero que soportaba bien la enorme polución de las fábricas. Al fondo existía un taller donde confeccionaban adornos en escayola y la puerta del patio permanecía abierta mientras ellos estaban en su local, lo que nos venía bien, por si alguna vez se nos colaba el balón de goma al patio.

    Aprendí a convivir con la visión de las ratas, el matadero y los Bessemer, pero jamás me acostumbré a ellos. Un día por la tarde, descargaron un camión lleno de ovejas. Empecé a oír sus llantos según las bajaban y pensé que se callarían cuando las metiesen en alguna de las cuadras, en espera de ser sacrificadas. No eran balidos, estoy seguro de que lloraban, como las personas cuando les separan por la fuerza de su entorno y familia. Parecían turnarse, los balidos eran diferentes unos de otros, eran lastimeros, desgarradores, que se te metían dentro y no te dejaban dormir.

    –¿Por qué lloran las ovejas? –pregunté a mi hermano, que ya se acurrucaba para dormir.

    –Seguramente porque saben que las van a matar.

    –Son animales, no pueden saber eso.

    –No, pero lo intuyen, no son tontas, aunque lo parezcan.

    –¿Tú puedes dormir con este concierto?

    –No pienses en ello, si lo haces cada vez los oirás con más intensidad.

    –¡Están muy asustadas!

    –Sí, duérmete.

    Se quedó dormido enseguida, pero yo los escuché durante toda la noche. Imposible dormir, aquellos llantos no paraban. Imaginaba el dolor de las ovejas y sentía los balidos con mayor intensidad. Lo intenté varias veces, pero no era capaz de dejar de pensar en ellas, como decía mi hermano. Quería apartarlas de mi mente, daba vueltas en la cama, me tapaba con la almohada y solo me quedé dormido cuando el cansancio me llenaba los parpados de plomo y ya no los podía abrir.

    Cuando me desperté para ir a la escuela, algo atolondrado, los llantos empezaban a apagarse. Quizás se habían adaptado a su nueva situación, porque no podía ser que entendieran que no les servía de nada llorar. Entonces entraba en sus vidas la resignación, la manada se callaba y se abandonaban a su suerte, sin resistencia, sin rebelión, como ovejas.

    Mi padre trabajaba en la construcción como encofrador, pero tuvo la desgracia de resbalar y caer al interior de una zanja, rompiéndose una pierna por varios sitios. Le sometieron a una cirugía para colocarle varillas y tornillos, a fin de mantener la posición correcta de los huesos mientras la fractura se consolidaba. La operación resultó complicada y nunca recuperó el movimiento de la rodilla.

    Acabé el curso y en cuanto dieron el alta a mi padre nos fuimos a vivir a Bilbao. Debido a su minusvalía le destinaron a la oficina, donde entre otros quehaceres, era el encargado de sacar las copias de los planos. Encontramos un piso no muy caro en las siete calles, cerca de la oficina para evitar desplazarse desde Baracaldo.

    Dicen que las desgracias nunca vienen solas y es cierto. Mi hermanita, ese pequeño bicho que tanta guerra me dio de pequeña, se puso enferma y yo rezaba todas las noches para que se pusiera buena enseguida. La desee buenas noches desde la puerta porque mis padres no me dejaban tener ningún contacto con ella por miedo a contagios. El médico había dicho que tenía difteria y que la toxina había viajado al corazón, riñones e hígado, por eso el estado de mi hermana era tan delicado.

    Me daba mucha pena ver a mi hermana tan pálida, con ojeras, fiebre y escalofríos. Hacía unos días que no se levantaba de la cama, la pobre estaba muy débil y le costaba andar, hablar y hasta comer, por eso nuestra madre, le daba cosas liquidas, sobre todo caldos, que decía que alimentaban mucho. Ella quiso darme las buenas noches, pero le entró un ataque de tos y se despidió agitando la mano.

    –Buenas noches Isa, ponte buena enseguida –dije tratando de animarla.

    No contestó y movió la cabeza en sentido afirmativo, mientras se tapaba la boca con la mano. Verla así me partía el corazón y me fui rezando para que no me abandonase, pero se nos fue aquella misma noche.

    Y YO MÁS


    Cuando los recuerdos van acaparando nuestra vida, es señal de que debemos prepararnos para el final. A los ochenta años ya no podemos esperar otra cosa. Hay dos objetos que me acompañan en la travesía al cementerio de elefantes. Las recuperé del baúl de los recuerdos, donde siempre se encuentra alguna sorpresa. A veces te conmueven los efectos que pertenecieron a las personas queridas y parecen acompañarte a través de ellos. Un misal antiguo, con casi más años que yo, dormía el sueño del olvido y junto a él, una cajita dorada donde mi madre guardaba el rosario y que ahora estaba ocupada por un simple pelo ensortijado.

    La memoria juega conmigo al escondite para saber lo que hice ayer, pero recuerdo perfectamente a la dueña del pelo cuando tenía 16 años. Se llamaba Marta. Fue un flechazo fulminante y ya no se me fue jamás de la cabeza. Dejé de acompañarla a su casa, porque su hermano se había alzado en guardián de la tradición y de su virtud. Según sus padres, ella era muy joven para los novios y en cuanto la veían conmigo, la castigaban el domingo sin salir.

    La misa del domingo me aburría, pero era el único momento en el que estábamos juntos, pero muy callados, concediéndonos un furtivo y tenue roce de manos. Yo le escribía cosas, como que era maravillosa y que me casaría con ella, cuando sus padres nos lo permitieran.

    Aquel domingo me atreví y le pasé un papel en el que ponía: Te quiero amor mío. Ella se sonrojó, le dio mucha vergüenza y muy nerviosa, miró con disimulo a uno y otro lado, buscando miradas de censura que no existían. Al terminar la misa, se despidió en silencio con tanto amor, que perdí el sentido de la realidad, flotando en el olor a cirio de la iglesia. Salía de los últimos, evitando coincidir con ella, por si su hermano estaba al acecho. En el momento de la salida quedábamos el cura, los monaguillos y yo. Fue entonces cuando reparé que se había olvidado el misal sobre el asiento. Lo recogí con infinito amor, tendría algo de ella, al menos durante una semana. Lo acaricié, como si fuera su mejilla, dándome cuenta de que sobresalía un pedacito de papel, abrí el misal, desplegué el papel y creí que me estallaba el corazón de la enorme alegría. Era su letra y ponía: Y YO MÁS.

    Era un siglo de fervores locos, de visionarios religiosos y profetas chiflados. Se extendió con la facilidad de la calumnia, algo que se anunció como un milagro y que nadie sabía de dónde había salido. El prodigio consistía en que aparecería un pelo de la Virgen en todos y cada uno de los misales y por supuesto que se cumplió, todos estaban encantados con su pelo milagroso y les faltó tiempo para acudir a la iglesia a rezar y dar gracias a la Virgen por el milagro. No existía duda, los pelos eran morenos como los suyos. Claro que era una época en la que ninguna mujer se teñía el pelo.

    Yo era un poco religioso, pero no fanático. Tenía sentido común y sabía que, tras varios años de uso, la posibilidad de que apareciera un pelo propio en el misal, era muy alta. Efectivamente en el misal de mi gran amor apareció uno, que guardé en la cajita donde mi madre solía llevar el rosario.

    No volví a ver a mi amada en mucho tiempo. Supongo que la mandarían a estudiar a otra capital. Me quedaba de ella el recuerdo de su cara sonrojada, el misal y un solo pelo de esa cabellera que no llegué a acariciar. Tenía la certeza de que el pelo era de ella, pero a veces me asaltaba la duda. ¿Y si el visionario o el profeta del tres al cuarto tenían razón? Las cosas del más allá me asustaban, por eso lo guardé y permaneció olvidado por tantos años.

    El misal y el pelo me acompañarán a la sala de espera de la muerte, que es la residencia. Hoy que estoy más cerca del más allá, he abierto la cajita donde mi madre guardaba el rosario y allí permanecía el pelo ensortijado y encanecido.

    Era mi primer amor, después de ella ya no quise que existiera ninguna otra mujer.

    EL MAESTRO


    ¡Marta, mi querida, Marta! Me siento zarandeado por un viento de otoño, es el viento inexorable de la edad. Hay pocas cosas que llevar a ese cementerio de carcamales que llaman residencia. No me valgo por mí mismo y camino apoyado en el bastón, con un miedo obsesivo a las caídas. No soy barco a la deriva, permanezco en dique seco, esperando a que aparezca la palabra FIN en la película de mi vida.

    Los recuerdos van desplazando a la vida, cuando nos queda tan poca que ya no merece la pena vivirla. Tengo tiempo todavía para pensar y recordar, pero solo los acontecimientos agradables, en esto puedo elegir. Una de las cosas agradables es la razón por la que elegí ser maestro y por esa razón te encontré a ti, Marta. Pensaba que podía recordar solo las cosas agradables, pero es imposible, existe una dualidad en toda vida y a los acontecimientos agradables se anteponen con igual o mayor fuerza, los que provocaron dolor, como tu muerte. El tiempo colabora con nosotros, puliendo las aristas de los acontecimientos, para evitar que la mente enferme de sufrimiento y lograr que la vida se haga más llevadera. Hoy me asalta, con machacona insistencia el día de mi jubilación. Lo recuerdo bien, se presenta ante mí, todavía con las aristas vivas.

    Al terminar la clase, los niños salían por primera vez en silencio, poco a poco, mirándome con una pena que me hacía sentir orgulloso. Cuando el último, con lágrimas en los ojos abandonaba la clase, me di cuenta de que con ellos se me iban las ganas de vivir, se llevan el bullicio infantil, las risas que a veces partían débiles de un pupitre y se extendían con extraordinaria rapidez por toda la clase, que a veces me sentía incapaz de sofocar. Se lo llevan todo y sólo me dejan soledad y una vida que está tan vacía como ahora la clase.

    ¿Qué quieres que te diga, Ismael? –me digo a mí mismo–. Si son cosas de la vida, jubilarse no es tan malo, se pueden hacer muchas cosas que la dedicación a la profesión te impedía, puedes viajar, dedicarte a pintar, a la fotografía, todas esas cosas que no pudiste hacer hasta ahora, pero… ¿Y mis niños? ¿Con qué sustituyo a mis niños? ¡Ojalá que mi sustituto vaya más allá de la mera enseñanza, de la lección del libro! Cada niño es un mundo y enseguida puedes ver cuáles son sus carencias. Parece trasnochado, pero me siento orgulloso de inculcarles aquellos valores que parecen perdidos, honradez, responsabilidad, nobleza… Yo no sé

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