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Los instantes se quiebran por la mitad
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Los instantes se quiebran por la mitad
Libro electrónico329 páginas4 horas

Los instantes se quiebran por la mitad

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Carla es una niña de ocho años que vive en un pueblecito cercano a Turín con sus padres y su hermana, con la que mantiene una pésima relación. En una tarde de invierno, un acontecimiento sacudirá su infancia y se verá obligada a ocultar un horrible secreto.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2018
ISBN9781386399001
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    Los instantes se quiebran por la mitad - Antonio Riccardo Petrella

    A Ilaria,

    sin quien estas páginas nunca habrían existido.

    Prólogo

    Septiembre de 2009

    Hoy es el día de la mudanza, como señala la cruz en el calendario. Hoy cambio de casa, cambio de barrio, cambio de modo de ser, cambio de vida. 

    Mi abuela me decía siempre que, a los treinta y cinco años, una mujer saca, generalmente, las primeras conclusiones de su vida. Son conclusiones parciales, en nada definitivas, es como si hiciera su primer punto de inflexión.

    Se puede estar sentada en un sillón, con la mirada perdida en el vacío, y empezar a rumiar sobre todo lo que ha sucedido hasta ese instante.

    O bien, se puede estar como yo, en una buhardilla, un poco oscura y un poco iluminada, hurgando entre mis polvorientos recuerdos.

    Es como si tuvieras que responder un cuestionario, con preguntas de tipo: ¿Estás casada?, ¿tienes algún estudio universitario?, ¿trabajas?, ¿tienes casa en propiedad? Y estás obligada a responder a todas las preguntas.

    Y después llegan los resultados, ya sean buenos o malos. Y esto puede cambiar drásticamente la propia vida, por lo menos se intenta corregir todo aquello de lo que no te estás satisfecha.

    Hoy he cumplido treinta y cinco años, pero no quiero hacer balances. No me siento vieja, pero tampoco me siento joven. Soy una mujer fuerte a los ojos de los demás, soy una mujer frágil delante de mi espejo. A veces, soy muy decidida y resuelta, otras en cambio, soy perezosa e insegura. La vida, un día me sonríe, al día siguiente me está pisando. Vivo en fuga constante de los demás, pero también estoy en fuga de mí misma.

    Tengo un buen trabajo, que no me gusta, pero que, a fin de cuentas, siempre es un buen trabajo. En el fondo, hacemos el trabajo que nos toca o que gusta a los padres, muy pocas personas logran hacer el que, verdaderamente, siempre han soñado.

    Mi abuela me decía que en la vida de una mujer suceden muchas cosas, pero los acontecimientos importantes se pueden contar con los dedos de una mano.

    En esto se equivocaba, yo tengo muchos, y no me cabrían en una sola mano. Sin embargo, existe uno que oscurece a todos los demás, que los hace casi insignificantes. Apareció hace unos pocos instantes, mientras quitaba aquel trapo envejecido que cubría mi escritorio infantil. Intenté ocultarlo dentro de uno de sus cajones durante años, pero todo fue inútil. Ha reaparecido de la nada, inmóvil, esperando impacientemente la hora de la verdad.

    Siempre intenté esconderlo, pero nunca lo he conseguido. He probado a ignorarlo, a olvidarlo, a fingir que nunca hubiese sucedido. Nada. Siempre está ahí, hace mi vida insoportable, ensucia continuamente todo mi pasado. Arrastra todos mis recuerdos dentro de un remolino, para luego devorarlos y, lograr así, que solo quede él en mi vergonzosa existencia.

    He vuelto a cubrir el escritorio con el trapo, y he huido de la buhardilla, dispuesta a enfrentarme con la tempestad de mis recuerdos.

    Ahora estoy aquí, a mis treinta y cinco años, sentada en el sillón, y no pienso en mi vida, sino solo en aquel terrible e inmutable secreto, que llevo dentro, desde que soñaba con llegar a ser directora de cine.

    MI PRIMERA VIDA

    1

    Todo comenzó a la edad de ocho años, cuando vivía en un chalé en un pueblecito, a veinte kilómetros de Turín.

    Siempre pasaba las jornadas del mismo modo. A las mañanas iba a la escuela, comía en el comedor, salía a las tres y me acompañaba a casa Lucia, nuestra aburrida asistenta. Durante las tardes, procuraba hacer los deberes, y luego, a la noche cenaba junto a mis padres y mi hermana. Esa era la rutina, rota solo por algún domingo, que dedicábamos a visitar alguna ciudad italiana.

    Yo tenía ocho años, la edad en la que las niñas comienzan a alejarse de la infancia sin darse cuenta, e inician, involuntariamente, a saborear la adolescencia. Es la edad del cambio, es el periodo en el que se empiezan a desenmascarar las primeras mentiras de la vida, en el que se abren las primeras puertas de la verdad.

    Hasta entonces, pensaba que una cigüeña me había entregado a mis padres, que existían Babbo Natale[1] y la Befana[2], y también el Uomo Nero,[3] que me llevaría si no era buena.

    A los ocho años empecé a percatarme que todo lo que me habían contado, eran solo patrañas. Pero esa edad, es también la de la confusión. Muchas y distintas fuentes inician a bombardearte con noticias y revelaciones nuevas y contradictorias.

    A los ocho años empecé a hacerme las primeras preguntas. Casi nunca se las hacía a mis padres, ya que sus respuestas nunca me habían dejado satisfecha. Las escribía todas en una hoja, para no olvidármelas, y espera a que viniese mi abuela a verme.

    Era la madre de mi padre, y con él, nunca tuvo una buena relación. Siempre decía: «Eugenio, ¡no tienes nada de tu madre! ¡Pero cómo has podido salir tan serio!». Luego, agitaba la cabeza, me cogía de la mano y dábamos una vuelta por el jardín.

    Mi abuela pensaba que los hombres eran unos chapuceros insensibles. Siempre me ponía en guardia: «Cuando te enamores de un hombre, asegúrate de que cada vez que te mire, tenga una luz intensa en los ojos, si no, ¡date la vuelta y escapa!»

    Venía a casa solo para visitarme, me contaba muchas cosas y me llenaba de consejos. Prefería estar conmigo, y no con mi hermana. Me repetía que yo era su primera nieta, y rezaba por mí todas las mañanas. Tal vez fuese un poco injusta, pero en el fondo, yo lo prefería así.

    De joven, había fundado una asociación para la defensa de los derechos de las mujeres. Iba por las plazas más importantes, seguida de una decena de amigas, y, con un megáfono, solicitaba a las personas que se concienciaran de las condiciones generales de las mujeres en la sociedad italiana de aquel entonces.

    Sus iniciativas nunca tuvieron gran repercusión, ni siquiera aquella vez en la que la llevaron a primeros auxilios, porque había mantenido una huelga de hambre durante más de diez días. Luego, un día y como si nada hubiera pasado, lo abandonó todo de repente. Nunca me quiso explicar el motivo por el que había disuelto la asociación, pero recuerdo como su rostro se oscurecía cada vez tocábamos aquel tema, como si se hubiera desatado un torbellino de amargos recuerdos.

    En realidad, cuando me hablaba de sus ideales juveniles, me aburría bastante, pero nunca llegué a confesárselo. No me interesaban sus acciones, ni lo que había dicho en todas aquellas plazas. Me interesaba solo que respondiese a mis preguntas y que se comportase como estaba acostumbrada a hacerlo.

    2

    Aquel año, el 1982, cuando volvía de la escuela, pasaba la mayor parte de la tarde mirando al techo de mi cuarto.

    Normalmente, pensaba y volvía a pensar en todo lo que me pasaba durante la mañana en clase, sobre todo cuando la maestra enseñaba algo nuevo o cuando reñía a alguien porque le había sorprendido hablado con el compañero de pupitre.

    Yo hacía tercero de primaria, el año en que se comienza a estudiar, el año en el que surgen las primeras responsabilidades. Mi hermana, en cambio, hacía el primer curso, y todavía tenía que terminar de aprender las letras del alfabeto.

    Yo siempre permanecía al margen. Mis compañeras de clase eran aburridas. Durante los recreos, no hacían más que hablar de sus novios, a los que ni siquiera habían tocado, o de la nueva muñeca barbie que acaba de salir. De vez en cuando, intentaban implicarme, pero yo fingía no escucharlas, y prefería leer un libro. «Carla, ¡pero qué asocial eres!» me decían, yo suspiraba y continuaba hasta que sonaba el timbre.

    A la salida de la escuela, casi siempre nos encontrábamos a Lucia, con aquella expresión dibujada en su rostro, de quien se ve obligado a hacer algo que no le gustaba.

    «Entonces chicas, ¿qué tal ha ido?» nos soltaba siempre, solo para entablar conversación.

    «Estupendo» respondía mi hermana. «He aprendido a escribir la efe

    «¡Muy bien Beatrice! y tu Carla, ¿qué has aprendido?» dijo mientras se dirigía a mí.

    Lucia nos preguntaba siempre qué habíamos aprendido en la escuela, porque nunca había asistido a ella, no había tenido la posibilidad. Su madre había muerto y su padre era el carnicero en un pueblecito siciliano. Este, en vez de mandarla a la escuela, le obligaba a limpiar constantemente el negocio, hasta que un día escapó de casa, llevándose consigo, solo sueños y esperanzas. Por desgracia, ante ella solo se levantó la dura realidad del Norte, un sediento monstruo que devora los sueños guardados en el cajón. Sin una titulación, se dio cuenta de que bien poco podía conseguir, y así la tomaron mis padres como asistenta, por una extrañísima coincidencia. Nunca consiguió casarse, aunque lo desease más que nada en este mundo. No era, en absoluto, una mujer fea. El cabello era voluminoso y teñido de rojo, una línea de maquillaje alrededor de sus ojos verdes, una boca sutil y demasiado pequeña, respecto a las dimensiones de su puntiaguda nariz. Había muchos hombres que la cortejaban, pero nunca encontró el adecuado. Quizás, sus gestos torpes y sus groseros modales, no le ayudaban en su busca de un compañero ideal que llevar al altar.

    Yo veía su expresión y su mirada, que se anticipaban a la pregunta «¿Qué habéis aprendido hoy?», que era como decir que ella habría dado cualquier cosa por haber estado en nuestro lugar.

    «Hoy viene Francesca» dijo mi hermana.

    «Sí, me lo ha dicho tu mamá» respondió Lucia, que todavía pensaba en sus malogrados sueños.

    Francesca era la mejor amiga de mi hermana. Aparecía por casa, al menos, dos veces a la semana. Hacían los deberes juntas, y luego jugaban con las muñecas barbie. Primero las barbies que van de compra, luego las barbies con Ken, y, por último, las barbies que toman el té.

    Yo nunca jugaba con ellas, las encontraba verdaderamente estúpidas, sobre todo cuando empezaban a reír sin motivo.

    Por eso, una vez atravesada la puerta de casa, subía las escaleras a todo correr, y me refugiaba en mi habitación.

    Una tarde, en la que yo tenía más deberes de lo normal, abrí la mochila, saqué todos los cuadernos y empecé a realizarlos rápidamente, comenzando por las operaciones de matemáticas, mi asignatura preferida.

    De repente, un relámpago inmenso iluminó mi habitación y todo el cielo. Pocos segundos después, le siguió un trueno que parecía cercano: se estaba aproximando un temporal. El viento soplaba amenazador, llegando, incluso, a abrir de par en par mi ventana. Las cortinas blancas se agitaban suspendidas en el aire, que parecían bailar, casi, alocadamente. Oía los chillidos de mi hermana y de su amiga provenir de la habitación de al lado.

    Cerré rápidamente la ventana, antes del siguiente relámpago. Durante unos segundos, permanecí observando cómo las gotas de lluvia chocaban contra el cristal, resbalando como si fueran lágrimas del tiempo. Al otro lado del cristal, se extendía nuestro verde jardín, convertido en gris e inseguro, protegido solo por las barreras de nuestra verja oxidada.

    Eran ya les seis, y en seguida, volverían mis padres. Todavía tenía que escribir la redacción para mañana, que la maestra nos había mandado en clase, la pesada tarea de describir a nuestros hermanos y a nuestras hermanas.

    La lengua italiana era la única asignatura que verdaderamente detestaba. Yo era una negada para escribir, y nunca lograba expresar lo que pensaba. Encontraba difícil transmitir mis emociones y reflexiones en un trozo de papel. Incluso, llegaba a pasar una hora reflexionando sobre cómo iniciar la redacción, o simplemente, sobre cómo escribir una trivial frase. Por eso, la mayoría de las ocasiones, dejaba el bolígrafo y renunciaba a hacerlo.

    Aquella vez fue distinto, estaba inspirada. Comencé a escribir de repente, casi de sorpresa.

    "Tengo una hermana que se llama Beatrice, y tiene dos años menos que yo. No me llevo muy bien con ella, ya que solo se dedica a hacerme rabiar. A veces, me gustaría que no hubiese nacido".

    Me quedé unos minutos con la mirada perdida. Luego, entre relámpago y relámpago, llamó a la puerta Lucia.

    «Carla, han llegado tus padres. Ven a saludarles.»

    Salí de mi habitación y empecé a descender las escaleras.

    «Beatrice, estás cada vez más guapa» dijo mi padre a mi hermana mientras la abrazaba. «Cada día te encuentro más hermosa.»

    También mi madre le dio un beso en la frente.

    Estaban completamente empapados, signo de que la lluvia les había cogido desprevenidos. Con tal de saludar a mi hermana, no les importaba dejar enormes manchas mojadas sobre la alfombra roja. Para ellos era un rito, al que no renunciaban bajo ninguna circunstancia.

    Mientras miraba aquella escena habitual, descendí el último escalón.

    «Aquí está Carla» exclamó mi madre.

    «¿Qué tal ha ido la escuela?» me preguntó mi padre, sin ni siquiera mirarme.

    «Como de costumbre, papá.»

    «Es decir, ¡mal!» estalló en una carcajada, junto a mi hermana.

    «¡Eugenio!» le reprochó mi madre no muy convencida.

    Mi padre siguió sin mirarme, y prefirió marchar hacia el cuarto de baño para poder secarse.

    «Señores, en cinco minutos la cena estará lista» nos advirtió Lucia.

    ––––––––

    Siempre nos sentábamos en los mismos sitios. Mi padre, en la cabecera de la mesa, a su izquierda, mi madre y a su derecha, Beatrice. Yo estaba sentada, asimétricamente, a lado de mi hermana, como si fuera un invitado al que se había añadido en el último momento.

    «Entonces Bea, ¿qué has aprendido hoy en la escuela?» preguntó mi padre.

    «La maestra nos ha hecho escribir la efe en toda una página del cuaderno y me ha puesto muy bien» respondió mi hermana.

    «Pero ¡qué lista es mi niña!» exclamó entusiasmado. «¿Sabes para qué sirve?»

    «Sí papá, es una letra que sirve para formar palabras. Por ejemplo, fauno, faro, fantasía...»

    «Foca...» dejé escapar.

    «¡Carla! Desde luego, ¡qué maleducada eres!» me reprochó mi padre. Mi madre observaba su plato, y yo no lograba comprender si aquella mirada era de incomodidad o de desaprobación.

    «¡Cuánto me gustaría saber de quién diablos has salido tú!» añadió.

    Y me eché a llorar.

    3

    De vez en cuando, mi hermana entraba en mi cuarto sin llamar a la puerta. Lo hacía, sobre todo, durante las tardes que no estaba su amiga Francesca. Era como si no supiese qué hacer, y, para pasar el rato, venía a molestarme.

    Se aproximaba con sus aires de remilgada, con la intención de incordiarme.

    «¿Qué haces?» me preguntaba.

    «Dibujo, ¿no ves?»

    «¿Puedo dibujar contigo?»

    «No se puede, se dibuja solo.»

    «¿Y si probamos?»

    «Olvídalo, y ¡vete de mi cuarto!»

    Cuando le respondía de malas maneras fingía siempre lloriquear, igual que hacía delante de nuestros padres para obtener lo que quería.

    Una tarde insistió demasiado. Parecía que ya no quisiera irse.

    Daba vueltas en mi habitación y no mostraba ni el más mínimo interés de quitarse de en medio. Primero, se tumbó sobre mi cama, boca arriba, soltado unos ruidos extraños. Luego, pasó a cantar de manera muy desafinada, simplonas canciones que había oído en la escuela. Por último, se puso a chillar, saltando sobre el colchón.

    «Bueno, se acabó» le grité. «¡Me tienes harta!»

    Le cogí de un brazo y le hice bajar violentamente. La arrastré hacia la puerta y la empujé fuera.

    Ella intentó oponer resistencia, se agarró con las manos al marco de la puerta, pero no le sirvió de nada.

    «Y no entres más, ¡so boba!» le grité.

    Una hora después, volvió.

    «Carla, ¿quieres jugar al escondite en el jardín?»

    «No, no tengo ganas de jugar. ¿No ves que estoy dibujando?»

    «Bah, ya llevas mucho rato dibujando. Nunca quieres jugar conmigo. ¡Me aburro!»

    «¡Me da igual!¡ Me quieres dejar en paz!»

    Se acercó a la vitrina de mis películas. Las miraba atentamente, como si nunca las hubiese visto.

    Desde que mi abuela me regaló una pequeña videocámara cuando cumplí siete años, una vez terminados los deberes, me dedicaba en cuerpo y alma a filmar cualquier cosa.

    Tenía un aparador lleno de pequeñas grabaciones caseras. Mi jardín, mi habitación, el sol, el perro del vecino. Tenía casi sesenta vídeos, todas ordenadas en fila con su correspondiente título. Encima de ellas, colocaba siempre mi videocámara, junto a la dedicatoria de mi abuela Carla, nunca dejes de cultivar el arte.

    Me decía siempre: «El arte es como un espíritu que se apodera de ti. Es una entidad que alojas involuntariamente y al que siempre se debe escuchar. Su modo de ser se manifiesta de diferentes maneras, a ti te toca interpretarlas. Cuando entra este espíritu, no intentes frenarlo, no podrás. Debes seguirlo, nada más. Cuanto más lo satisfagas, mejor te sentirás.»

    Y era exactamente así, como ella sostenía. Cuantas más películas filmaba, más feliz era yo. Incluso cuando estaba triste, cogía mi cámara de vídeo, filmaba los saltos de un grillo o el movimiento de una hoja a merced del viento, y volvía a mi habitación con una sonrisa dibujada en mis labios.

    «¿Puedo grabar una peli?» me preguntó mi hermana.

    «¡Ni se te ocurra acercarte!» le amenace.

    «¡Venga, una pequeñita!»

    «¡Ni lo intentes!» le avise levantándome de la silla.

    «Porfa, hago una cortita» me imploró cogiendo la videocámara.

    «¡Déjala! ¡Ponla en su sitio!»

    «Venga, una pequeña... ¿Cómo se enciende?»

    «¡Dámela, imbécil!» grité acercándome a ella.

    «¿Se aprieta aquí?»

    «¡Devuélvemela! ¡No es tuya!»

    Intenté quitársela de las manos. Ella la protegió anteponiendo su cuerpo.

    «¡Suéltala idiota! ¡Suéltala que la vas a romper!» intenté asustarla.

    Ella opuso resistencia. Parecía estar sorda, solo le interesaba buscar el botón de encendido.

    «¡Dámela!» le grité agarrándole fuerte del brazo.

    Solo oí un grito de dolor y un ruido, el de mi videocámara que se había hecho añicos al caer al suelo.

    «Carla, me has hecho daño» me dijo, sin preocuparse por mi videocámara.

    A mis pies, solo se veía las piezas rotas que se habían desperdigado sobre la desteñida alfombra que cubría el centro de mi habitación.

    Mi hermana acaba de destruir el objeto que más apreciaba, la única cosa que me hacía sentirme bien. ¿Por qué había venido a mi cuarto?

    Cuanto más miraba a Beatrice, más la detestaba. Había superado todos los límites, y ella también lo sabía. Lo testimoniaba su mirada asustada, incapaz de prever mi reacción.

    Comencé a recoger los restos, con la vana ilusión de poderla recomponer.

    «¡Por lo menos ayúdame, idiota!» le grité.

    «Carla, si me la hubieses dejado en su momento...»

    No consiguió terminar la frase. Mi rabia desembocó en odio, mi odio se convirtió en el lanzamiento de un trozo de la videocámara a su mejilla.

    «¡Ay! ¡Ay!» empezó a chillar mi hermana.

    Lucia acudió inmediatamente. «¿Qué es este alboroto? ¿Qué ha pasado aquí?»

    «¡Carla me ha arrojado su videocámara a la cara!» le respondió mi hermana llorando.

    «¡No es verdad, mentirosa! ¡Has sido tú quien la ha hecho caer!»

    «¿Es que solo sabéis reñir entre vosotras?» nos gritó Lucia. «Se lo contaréis a vuestros padres en cuanto vuelvan a casa.»

    ––––––––

    Cuando entraron en casa, mi hermana fue muy hábil mintiendo, mucho más de cómo yo les conté lo que había sucedido a ellos.

    «Carla, te quedas sin televisión y sin juguetes durante dos semanas» me castigó mi padre.

    Mi hermana estaba tumbada en el sofá del salón, con la cabeza sobre las piernas de mi madre, que colocaba un poco de hielo en la mejilla hinchada. «Pero mira lo qué te ha hecho esa bruja.»

    Subí las escaleras y entré en la habitación de Beatrice. Tenía que vengarme de algún modo. Ella había roto mi videocámara y, para colmo, tenía razón.

    Arranqué todas las cabezas de sus muñecas barbie y las puse sobre un trozo de periódico. Lo llevé a mi cuarto, y a continuación, cogí el Loctite del cajón y pegué todas las cabezas juntas.

    Coloqué el montón de cabezas pegadas en el periódico y lo dejé apoyado sobre la almohada de mi hermana con una nota: Así, aprenderás para la próxima vez.

    Una vez descubierta mi venganza, mis padres se enfadaron todavía más, y al día siguiente, le volvieron a comprar todas las muñecas.

    4

    Las tardes sin mi videocámara eran verdaderamente aburridas.

    Solo los gritos y chillidos de mi hermana y Francesca. Solo pequeñas ráfagas de viento que chocaban contra mi ventana. Solo el volumen alto de la tele, encendida por Lucia para ver sus telenovelas preferidas.

    Terminados los deberes, me tumbaba sobre la cama y me sumergía en diversas y variadas ideas. Por primera vez, tomé en consideración el hecho de no conseguir llegar a ser directora de cine. ¿Qué podía hacer? Ni siquiera lograba imaginarme una vida distinta.

    ¿Investigadora come Miss Murple? ¿Arqueóloga como Indiana Jones? ¿Directora de banca como

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