Arcoíris
Por Joe Millojara
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Comentarios para Arcoíris
1 clasificación1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Un increíble desarrollo de los personajes, momentos en los cuales no dudas en sacar unas lágrimas y las reflexiones que esta grandiosa historia nos deja... Muy recomendado!!
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Arcoíris - Joe Millojara
JOE MILLOJARA
ARCOÍRIS
© Joe Millojara, 2020
Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio o método, sin la autorización por escrito del autor.
BASADA EN UNA HISTORIA REAL…
PRÓLOGO
La historia que mi pluma va a relatar, es una de las tantas que, como cuchillos clavados, permanecen atrozmente en el recuerdo de personas que las padecieron y que jamás se atrevieron a describir.
Debo confesar, apreciado lector, que tuve que hacer algunas pausas en la narración. Mi sensibilidad me traicionó al momento de plasmarla en un papel. Sentía que me faltaba el aire y mis ojos se humedecían por el dolor existente de los protagonistas.
No hay mejor literatura que la que llega al corazón. De eso estoy convencido. La, que con sus líneas te recuerde que eres humano, un ser quizás endeble, muchas veces víctima de las peripecias que nos acarrea la vida. Pero a pesar de las circunstancias adversas, también te empujen a levantarte del polvo, y te demuestres a ti mismo y a los demás que para derribarte, se necesita algo más que el dolor.
No pretendo cambiar vidas con mi literatura, solo anhelo ser una voz que traiga a tu mente la realidad que muchas familias pueden vivir; que comprendas que existen miles de historias anónimas, olvidadas, poco valoradas, de héroes y heroínas que no claudicaron ante el escabroso camino y que nos dejan un legado de valentía y lucha constante.
DEDICATORIA
A aquellas personas, que aún con su mundo caído, hecho trizas, levantaron con valor su cabeza, para nunca perder de vista sus sueños.
Seres, cuyo testimonio de vida, te colma el corazón de fortaleza, de pensamientos de gloria, de un espíritu de triunfo, y de la convicción de que nada ni nadie te podrán vencer, así la vida te declare la guerra.
Mis admiraciones a aquellos seres…
1
—¡Mamita, buenas tardes! Ya llegué del restaurante… ¡Qué te pasa! ¿Te sientes mal?
—No, nada hijita. Solo me duele un poco la cabeza. Ha de ser alguna enfermedad pasajera. No te preocupes.
—¿Te traigo algo? ¿Tal vez alguna agüita?
Reaccioné tan preocupada al ver a mi madre tendida en la cama, junto a mi hermanito pequeño de cinco meses. Ella, siempre era alegre, risueña con nosotros sus hijos. Éramos cuatro hermanos. Yo era la mayor. Tenía doce años. Mi madre, al ver la situación precaria de nuestra economía, me había dicho que le ayudara a trabajar, ya que mi padre se trataba de una persona irresponsable, que solo se gastaba el dinero en tomar licor. Ella, recorría el pueblo vendiendo frutas y verduras en un canasto, a pesar de que llevaba pocos meses de haber alumbrado. Su amor abnegado y pujanza eran indescriptibles. La ganancia de las ventas no era mucha, pero ayudaba en la manutención del hogar.
Por mi parte, yo trabajaba en un comedor lavando platos. Había terminado la primaria, y nunca me negué cuando mi sufrida madre me pidió ayuda para conseguir un poco más de dinero, y solventar los gastos de la casa. Aníbal, el hermano que me sucedía, tenía diez años de edad y Julia, siete años, ambos ayudaban en los quehaceres de la casa y en el cuidado de mi hermanito Germán.
Pero en esa tarde, aunque como siempre yo llegaba agotada, con mis manos adoloridas, húmedas y agrietadas por la inacabable labor de fregar las vajillas, la encontré, como lo mencioné antes, a mi valiente madre, recostada sobre la cama junto a mi hermanito. Noté algo extraña la situación porque ella, por lo general a esa hora, estaba trabajando fuerte, buscando el dinero, y me sorprendió verla débil, sin fuerzas y desvanecida en el lecho.
—Mamita, no te veo bien, voy a enviar a Julia a la tienda para que te compre unas pastillas contra el dolor.
—Está bien. Dile que se apure – mi madre agregó con voz lastimada.
Inmediatamente me dirigí hacia Julia y le encargué el mandado. Volví presurosa al cuarto de mi madre para tenerla cerca y asistirla en lo que necesitara. Ella, sintiendo dolor hasta para hablar, me habló con tono quejumbroso:
—Hijita, quédate un ratito con Germán, voy al baño.
—Vaya, mamita, vaya. Yo lo cuido.
Quise ayudarla y llevarla de la mano hacia el baño, pero tenía miedo de que Germán se cayera de la cama. Así que opté por obedecer el mandato de mi madre.
Me puse a juguetear con el bebé. Sus manitas pequeñas, sus piecitos delicados, su carita rosada, me despertaban infinita ternura, y valoré profundamente a mi familia. A mi corta edad, me llené de más ánimo y valentía para seguir luchando juntos. Mis hermanos no tenían la culpa de estar sufriendo. Quizá el destino lo quiso así y nos estaba formando como personas fuertes, capaces de sobreponerse a las desdichas.
Mi madre regresó, pero al estar ingresando por la puerta de la habitación, miré con abstruso desasosiego que las fuerzas de ella, cedieron, y se venían para abajo. Me pidió auxilio con una voz a punto de callarse:
—Laura, ayúdame mija, no puedo caminar.
Al verla casi desfallecida y pidiéndome auxilio, me incorporé rápidamente y la pude sostener con mis manos.
—¡Mamita qué te pasa! ¡Qué tienes!
Ella no respondió. Solo vi que su cuerpo se desplomó ante mis frágiles brazos, y repentinamente cerró los ojos.
—¡Mamita qué tienes! ¡Mamita, háblame! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! – le dije con el llanto en mis labios.
Recuerdo que ese momento fue el más doloroso de mi vida. Mi madre, mi ángel eterno, mi luz, mi socorro, mi Todo, en ese instante… dejó de respirar. Falleció en mis brazos… y yo sin saber qué hacer, ni llegar a comprender lo que estaba sucediendo.
Por un lapso pensé engañosamente, que se había desmayado por el dolor. Albergaba alguna esperanza de que se repusiera de su enfermedad. No creía que la vida pudiera ser tan miserable con nosotros, que encima de que estábamos sufriendo la indiferencia de nuestro padre, y del acoso de múltiples necesidades, ahora mi madre tuviera que partir. Eso no cabía en mi cabeza. Solo pensaba que era una pesadilla, un simple desmayo, y que luego todo iba a estar bien.
Yo, era tan solo una niña de doce años, me sentía muy inocente aún para darme cuenta de la realidad. Miré hacia la cama y estaba mi hermanito Germán tan ajeno a lo que estaba pasando. Decidí recostarla suavemente en el suelo a mi madre, y salí rauda, llorosa, buscando a los vecinos para que nos ayudaran.
Les avisé del hecho repentino. Acudieron conmigo de inmediato a la habitación. Llamaron de urgencia a otro vecino que tenía un vehículo para transportarla a un hospital. En ese lugar, solo confirmaron el triste deceso de mi amada madrecita. Mi madre, que cuánta falta me hace. Daría mi vida por tenerla conmigo, por abrazarla y por decirle que la necesito de noche y de día. Que sin ella mi mundo se terminó. Que sin su presencia la oscuridad, es mi único sol…
2
Mi padre Adolfo se dedicaba a los trabajos agrícolas en su natal Chillanes. Mi abuelo paterno, que enviudó hace algunos años, era propietario de algunos terrenos que sus hijos ayudaban a cultivar. Las ganancias, si bien es cierto no eran abundantes, paliaba en algo las necesidades de aquella familia. Sabemos que al campesino siempre le pagan una miseria por sus productos. Todos los réditos se lo llevan los lobos intermediarios. Una injusticia de nunca acabar.
Al ver que no cambiaba esta rutina, mi padre buscó otro pueblo donde pudiera labrar su vida. De este modo llegó a Salcedo, donde se conocieron con mi madre Rosario.
Siendo ellos muy jóvenes,